Apuesta un beso, si te atreves

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Prólogo

1838. Londres. Inglaterra

Los chispeantes ojos de la niña quedaron prendados de los labios de su hermana mientras la escuchaba con sumo interés, próximo el final del cuento.

—Bella y el príncipe se casaron y, junto a su padre, fueron felices por siempre en el castillo y comieron ganso asado.

—Serían perdices —estalló la pequeña en carcajadas a la vez que depositaba entre las páginas del libro una violeta.

—Ganso asado —coreó su risa. Cada vez que le contaba el cuento cambiaba algo para hacerla reír.

—Ania, ¿crees que nosotras también encontraremos a un príncipe a pesar de ser imperfectas? —preguntó la pequeña sacando las piernas de debajo de las mantas para mostrar la marca de nacimiento en forma de media luna que tenía en el tobillo, señalando de paso la que su hermana mostraba en la flexura del codo.

—Eres muy pequeña para pensar en esas cosas, Olena, solo tienes cinco años. Y estas pequeñas marcas —volvió a taparla— no son imperfecciones, sino una señal de que la luna nos protege.

—Calina dice que lo son, que una dama no debe tener ni una máscula en la piel.

—Mácula —rectificó—. Así que eso dice tu amiga Calina, ¿eh? Pues que lo sepas: ella tiene un lunar en… —se inclinó para susurrarle algo al oído.

La cría se echó a reír y ambas acabaron retorciéndose divertidas sobre la cama.

—Cuando sea tan vieja como tú quiero ser también igual de sabia para poder conseguir lo que quiera.

—¡Olena! Apenas hace unos meses que cumplí los dieciséis.

—Pues eso: vieja.

La mayor, sonriendo, cerró la edición traducida al inglés de la versión de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont y pasó la yema de un dedo por la cubierta.

—Vitam regit fortuna, non sapientia —musitó.

—¿Qué quiere decir?

—El destino dirige la vida, no la sabiduría. Y no es mío, lo dijo Cicerón.

—¿Quién es ese señor?

—Te hablaré de él en otro momento, cariño, ahora a dormir y soñar con cosas bonitas.

Ania abandonó los recuerdos al escuchar la llamada a la puerta, enjuagó la lágrima que se le escapaba, apretó entre sus dedos el colgante de cuarzo rosa antes de dejarlo resbalar entre sus pechos, y volvió a guardar en el cajón el ajado ejemplar de La Bella y la Bestia que tantas veces leyese a su hermana. A pesar de los años transcurridos seguía viendo su carita de porcelana y su sonrisa. Se le encogió el corazón al pensar que, de no haber muerto, se habría convertido en una preciosa muchacha, despierta e inteligente.

—Adelante.

—Se marcha —indicó la joven que se asomó al despacho.

—¿Cuánto ha perdido esta noche?

—Cien libras.

—Una miseria. Sírvele el mejor brandy que tengamos de parte de la casa y entretenlo para que continúe jugando.

La chica asintió y volvió a cerrar.

La dueña de Hades recogió los papeles esparcidos sobre la mesa dejándolos en un montoncito. El anillo que representaba un perro de tres cabezas brilló bajo la luz de la lámpara antes de que la apagase. Se lo quitó, se puso los guantes y volvió a colocárselo en la mano derecha. Salió del despacho, recorrió el pasillo y se paró junto a la barandilla desde la que podía observar el salón. Localizó de inmediato al sujeto que le interesaba.

Viendo que Lizzy ya estaba cumpliendo su mandato, se permitió un momento de relajo escuchando el murmullo de las conversaciones que llegaban desde abajo, salpicadas a veces por alguna risa varonil. Sus ojos, oscuros y algo rasgados, se pasearon por el salón: suelos de mármol blanco y negro, paredes recubiertas de paneles de madera unas y de caras telas otras, sillones y sofás de exquisita tapicería, arañas en el techo, figuras de dioses griegos distribuidas acá y allá… Un lugar selecto donde imperaba el lujo y solo se entraba con invitación o acompañado por uno de los socios.

El local había abierto sus puertas tres meses atrás con un éxito arrollador, haciendo sombra de inmediato a los que ya funcionaban en Londres. Los caballeros con cierto poder adquisitivo y algunas damas más atrevidas que el resto se disputaban el honor de pertenecer a Hades. Allí se podía jugar, beber o charlar, como en cualquier otro club, en eso no tenía nada de especial. La diferencia era que aquel lo dirigía ella. Y tanto su nombre extranjero como el misterio con el que se había rodeado eran una atracción para los aburridos londinenses, sobre todo para los varones. Había recibido más de una oferta, que por supuesto desestimó, para convertirse en la amante de uno de ellos.

Regresó la mirada hacia el individuo: Yerik Záitsev. Estatura media, cabello claro encanecido en las sienes, y mano izquierda, que ella sabía deformada, cubierta por un guante negro de piel. Parecía un dandi con sus caras ropas, sus ostentosos anillos y aquel ridículo monóculo. Podría engañar a cualquiera. Pero ella sabía que no era otra cosa más que un perro rabioso.

El perro que acusó falsamente a su padre de traidor.

El intrigante por el que hubieron de escapar de San Petersburgo dejando todo atrás, destrozados tras la desaparición de su hermana pequeña, de la que solo hallaron un cuerpo apenas reconocible, a la que solo pudieron identificar por su colgante. El mismo que ella llevaba siempre junto a su corazón.

El desgraciado por el que sus padres habían muerto lejos de la madre patria.

Y ella solo tenía un objetivo en la vida: acabar con él.

Capítulo 1

Seymour House

—Deberías buscar una buena mujer y casarte.

—Deberías buscarla.

—Deberías.

Justin Benedict Wean Wallston, marqués de Seymour, resopló de espaldas a las trillizas, con la mirada fija en los surtidores de la fuente del jardín. De modo inconsciente se agachó para acariciar la cabeza de Bronco, su cocker spaniel, que se acercó a él como si intuyese su estado de ánimo. El adelanto de la primavera había convertido el paisaje en un estallido de colores, y reconocía haber echado de menos las tardes en las que se perdía con un libro por cualquiera de sus paseos, con el animal siguiendo sus pasos.

Pero, si hubiera sido posible, no habría regresado tan pronto a Inglaterra. De vivir su padre no se habría acercado a cien millas de Seymour House, era una promesa que se había hecho al partir, una vez rotos los lazos con él. Sin embargo, recibió la noticia de su muerte el día antes de Navidad y eso dio un giro a sus planes. De todos modos, había necesitado tiempo para hacerse a la idea de que ostentaba el título. El maldito título que nunca deseó pero que se le imponía. Cuando le llegó la carta, conminándole a volver para hacerse cargo del marquesado, buscó una excusa y envió poderes para que sus abogados hiciesen y deshiciesen a su antojo en su ausencia. Confiaba en ellos, la firma Becker & Sullivan llevaba los asuntos de su familia desde que él recordara.

Intentar dilatar su regreso, de todos modos, fue solo un espejismo que no duró más allá de un par de meses, hasta que tuvo en sus manos lo más parecido a una orden escrita y rubricada por el mismísimo Elliot Becker, recordándole sus obligaciones. Bronco y él no pudieron hacer otra cosa más que despedirse de París y regresar, aunque cada rincón de Seymour House le recordara al hombre que acabó por despreciar.

Además, desde su vuelta, se aburría soberanamente; no había hecho más que reunirse con sus abogados y revisar un montón de papeles con los que debería familiarizarse.

Sus hermanas continuaban con su cháchara, y Bronco, al parecer tan cansado como él mismo de escucharlas, se escabulló de la sala. Lo cierto era que no les estaba haciendo demasiado caso. No al menos hasta que le llegó la palabra matrimonio. Entonces sí, se volvió hacia ellas para decir:

—Ese tema quedó vetado anteayer.

Había traspasado la barrera de los treinta, sabía que no le quedaba otro remedio que casarse y engendrar un heredero que perpetuara el título, pero tenía intención de que fuese más tarde que pronto, por mucho que sus hermanas se empecinaran en lo contrario.

—Ni mucho menos, hermanito.

—Solo hablaste tú.

—Y ahora debes atenerte a razones.

—Lady Ofelia, la hija del conde de Preston, está en su primera temporada y es una criatura adorable —volvió a la carga Jade. Era la que primero había nacido y quien solía llevar la voz cantante cuando decidían acosarlo, como en ese momento.

—Cierto, es una muchacha adorable —apoyó Jasmine, la segunda.

—Por completo adorable —apuntilló Jessa, la tercera.

Una a una, las miró con un gesto severo que hubiera hecho salir por piernas al más pintado, aunque sabía que a ellas no las amilanaba.

Eran tres bellezas que habían heredado el cutis inmaculado, el cabello dorado y los ojos azules de su madre. Tres reproducciones exactas entre sí; tanto, que hasta él era a veces incapaz de distinguirlas y, en más de una ocasión, habían engañado al servicio cambiándose las diademas de distinto color que usaban de pequeñas. Cualquiera, de no haber conocido a su padre, hubiera dudado de sus lazos de sangre, porque él era la viva imagen del antiguo marqués y tenía el cabello moreno y los ojos verde musgo.

—Ya verás que la vida de casado no es tan mala —aseguró una de ellas.

—No es mala en absoluto —dijo el eco primero.

—En absoluto —remachó el eco segundo.

Sí, también suponían tres auténticos incordios si se ponían de acuerdo para fastidiarle, era así desde que habían empezado a hablar.

«Por fortuna, o por desgracia —rectificó el pensamiento al instante, porque las echaba de menos cuando no las veía—, no están a mi cuidado».

Jade se había convertido en la baronesa Cherilight, Jasmine era la marquesa de Sutton; ambas con el beneplácito del cabeza de familia. Jessa, sin embargo, enamorada de un profesor de Oxford, se hacía llamar con orgullo solo señora Dudley, aunque su fuga a Gretna Green acarreó que su padre le retirase el saludo hasta su muerte.

Daría la vida por ellas una y mil veces si fuera necesario. No solo eran sus hermanas, sino que habían supuesto la única razón a la que aferrarse para no perder la cordura bajo el implacable y despiadado control que su padre ejerció sobre él desde que era una criatura, los castigos y los golpes. Según él, porque quería hacerle un hombre fuerte, digno de ser su heredero.

Sí, aquellas tres preciosidades fueron lo único que le dolió dejar atrás cuando decidió que ya no soportaba vivir ni un segundo más bajo el techo de aquel tirano.

—Otra candidata a tener en cuenta es la honorable señorita Harriet, la hija del barón Osmond. Una muchacha educada, sencilla y muy bonita —continuó Jade, dejando su taza de té sobre el platillo.

—Muy educada y sencilla —volvió a secundar Jasmine, haciéndose con un pastelillo de limón.

—Y bonita —remató Jessa, tomando otro dulce.

—¿Cuándo dejaréis esa odiosa manía de hablar como si fuerais un eco?

Recibió tres exclamaciones al unísono, como no podía ser de otro modo.

—Solo intentamos ayudarte, Justin, pero no nos escuchas.

—Solo intentamos…

—Basta ya, por el amor de Dios, me estáis levantando dolor de cabeza.

—Pero…

—Una palabra más y regreso a Francia.

—¿Te parece poco haber estado meses ausente, dejando tus obligaciones a un lado? —le recriminó la baronesa, levantándose de la elegante butaca forrada de raso verde claro en la que estaba sentada.

De inmediato las otras dos la imitaron y comenzaron a colocarse los guantes.

—Necesitaba ese tiempo y confiaba en Becker.

—Un abogado, por muy bueno y amigo que sea de la familia, no es el marqués.

—No deja de ser un abogado.

—Aunque también lo estimemos.

—Os quiero, pero a veces me gustaría estrangularos.

Otras tres exclamaciones unánimes.

El bendito Ronet Duggan, su mayordomo y valet, porque se había negado contratar a uno, el hombre que lo conocía desde que era un crío, quien había ejercido más de padre que el propio, apareció para anunciar:

—Lord Rowley, milord.

—¿A quién vas a estrangular? —preguntó el recién llegado al entrar—. Lo lamento, pero no he podido evitar escucharte, Justin. Miladies, qué placer volver a ver juntos a los tres diamantes más fascinantes de Londres.

Tomó por turno la mano que cada una le tendió junto a una deslumbrante sonrisa, se inclinó ante ellas y depositó un ligero beso sobre los nudillos.

—El placer es nuestro, lord Rowley —contestaron a coro, haciendo que Justin pusiera los ojos en blanco.

—Se vende muy caro, hace tiempo que no sabíamos de usted.

—Bastante tiempo.

—Demasiado. ¿Acaso está rondando…

—… a alguna dama…

—… con el fin de comprometerse?

Seymour aguantó la risa al ver que su amigo acababa de convertirse en el nuevo centro de atención de las trillizas.

Ethan Anderson sonrió a su vez, conquistándolas; no le costaba trabajo ayudado por su físico atlético, su cabello cobrizo y una mirada cobalto que enamoraba a cualquier mujer.

—De momento no hay ninguna dama a la que le haya robado el corazón. De todos modos, en cuanto eso suceda, serán las primeras en saberlo —aseguró, dejándolas sin respuesta—. Lamento tener que llevarme a su hermano, pero el asunto que me trae a Seymour House es importante.

—¿Ya tienes esos documentos? —disimuló Justin de inmediato, viendo que le facilitaba una escapada.

—Llegaron esta misma mañana.

—Vamos entonces. Princesas, siento tener que ausentarme.

—Acudirás al menos a la cena del viernes en mi casa, ¿verdad? —preguntó Jade.

—No faltaré —prometió despidiéndose de ellas con un beso en la mejilla.

—Por supuesto, lord Rowley, le esperamos también.

—Será un honor, milady.

Justin no perdió ni un segundo y salió de la sala. Adivinando sus pasos, Duggan, que ya tenía preparado su sombrero, los guantes y su bastón, se los entregó y les abrió la puerta.

—Gracias —le sonrió el joven.

—Siempre a su servicio, milord.

Al salir vio el coche de Ethan y aceleró el paso.

—Tú sí que eres un amigo, muchacho.

—Pasaba de largo, pero he visto los carruajes de tus hermanas y he previsto que necesitabas ayuda. —Se echó a reír, e indicó al cochero que arrancase en cuanto subieron al carruaje.

—Te debo una.

—Yo diría que me debes tres.

—Que así sea. ¿Dónde vamos?

—Al club Hades, más conocido como La antesala del infierno. ­—Justin arqueó sus oscuras cejas—. Un nuevo local, hace tres meses que todos los que tienen un título se disputan la entrada. Buena bebida, juego sin límite de apuestas, ambiente elegante y muchachas bonitas.

—Un burdel de lujo, vamos.

—Nada de eso, se admite también a damas.

—¿Entonces?

—Juzga tú mismo cuando lo veas. —No quiso explicar más.

—Preferiría ir a tomar una copa a White’s; lo he echado de menos.

—Confía en mí, este nuevo club te gustará. Y la dueña, Ania Markova.

—¿Una rusa?

—Nadie lo sabe con seguridad. —Se encogió de hombros—. Eso se dice de ella, pero habla francés con acento parisino, e inglés mejor que tú y yo. Sea de dónde sea, es un misterio.

Capítulo 2

El edificio constaba de dos plantas. Rodeado de un pequeño jardín delimitado por una valla de hierro forjado de puntas doradas y construido en ladrillo rojizo y tejado oscuro, podía haberse tratado de la residencia de cualquier noble.

Se apearon del carruaje, recorrieron el corto espacio que les separaba de una puerta grande y maciza y Anderson hizo sonar la aldaba de bronce, un perro de tres cabezas. No hubieron de esperar más que unos segundos antes de que les abriera un gigante de dos metros de altura, hombros anchísimos y brazos de cargador portuario que amenazaban hacer estallar la tela de su correctísima chaqueta.

—Buenas tardes, Jones —saludó el conde—. El caballero que me acompaña es mi invitado, el marqués de Seymour.

—Sean bienvenidos, milores. —Tomó sombreros y bastones, haciéndose a un lado.

Justin se encontró entonces en una antesala de paredes forradas de tela roja de dos tonos, una alfombra del mismo color y un par de sillones a juego. Al fondo, una pesada cortina color sangre le hizo elevar una ceja.

—Desde luego, parece la entrada al inframundo —musitó en voz baja.

Tras la cortina, otra puerta. Pero, un instante después, el llamado Jones aplicó los nudillos a la madera, a Justin le pareció una señal convenida, y otro individuo de similar complexión, pero más joven, abrió.

El completo silencio que se respiraba en la antesala desapareció, dando paso al controlado y agradable bullicio de un espacioso salón, en una de cuyas esquinas se erguía la estatua en bronce del rey de la morada de los muertos. Solo le hizo falta dar un vistazo para catalogar el lugar y admitir que le gustaba. Resultaba un tanto extravagante, eso sí, pero le gustó de veras. De paso, descubrió algunas caras conocidas entre las que se encontraban un par de damas.

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