1
Seré su testigo.[1]
Esta frase traduce I will be her witness, y no aparece en el glosario de las guías de viaje porque no es una frase útil para el viajero prudente.
Esto es lo que sucedió: ella abandonó a un hombre, abandonó a otro, viajó de nuevo con el primero, lo dejó morir solo. La «historia» le arrebató una hija y las «complicaciones», otra (en ambos casos me remito a la evaluación de los demás); creyó que sería capaz de librarse de ese peso y vino de turista a Boca Grande. Una turista. Eso dijo. En realidad, no vino tanto de turista como de transeúnte, pero ella no hacía esa distinción.
No hacía suficientes distinciones.
Soñaba su vida.
En resumen, murió esperanzada. Ya conocen la historia. Por supuesto, la historia tuvo circunstancias atenuantes: el clima, las aceras levantadas y los calmantes, pero solo para los vivos.
Charlotte habría dicho que la suya fue una historia de pasión. Creo que yo la definiría como una historia de autoengaño. Me llamo Grace Strasser-Mendana, Tabor, de soltera, y durante cincuenta de mis sesenta años he sido una estudiosa del autoengaño, una viajera prudente de Denver, Colorado. Mi madre murió de gripe una mañana cuando yo tenía ocho años. Mi padre murió una tarde, dos años después, a causa de las heridas producidas por un arma de fuego que no se hizo él mismo. Desde aquella tarde hasta que cumplí los dieciséis, viví sola en nuestra suite del hotel Brown Palace. He vivido en la América ecuatorial desde 1935 y solo he tenido fiebres un par de veces. Soy una antropóloga que perdió la fe en sus métodos, que dejó de creer que la actividad observable definía al ser humano. Estudié con Kroeber en California y trabajé con LéviStrauss en São Paulo; he clasificado diversas sociedades, he catalogado sus ritos y actitudes ante el nacimiento, el apareamiento, la iniciación y la muerte; realicé vastos y prestigiosos estudios sobre la crianza de las niñas en el Mato Grosso y a lo largo de algunos afluentes del río Xingú, y todavía no sé por qué ninguna de aquellas niñas hizo algo o dejó de hacerlo.
Diré algo más.
Ni siquiera sé por qué yo hice determinada cosa o dejé de hacerla.
En consecuencia, me «jubilé» de ese campo, me casé con un plantador de cocoteros de San Blas Green, aquí en Boca Grande, y comencé el estudio amateur de la bioquímica, una disciplina en la que lo más habitual son las respuestas demostrables y en la que no existe el concepto de «personalidad». Por ejemplo, me interesa saber que un rasgo determinado de la «personalidad», como el miedo a la oscuridad, existe al margen de patrones de crianza de los niños en el Mato Grosso o en Denver, Colorado. El miedo a la oscuridad se puede sintetizar en un laboratorio. El miedo a la oscuridad es una combinación de quince aminoácidos. El miedo a la oscuridad es una proteína. Una vez le hice a Charlotte un diagrama de esta proteína. «No entiendo por qué el llamarlo proteína lo convierte en algo diferente», dijo Charlotte mientras volvía la mirada furtivamente hacia un desvencijado catálogo navideño Neiman-Marcus que había recibido por correo aquella mañana de mayo. Su estancia en Boca Grande había alcanzado ese punto en el que vivía pendiente del correo, pedía todos los catálogos, rellenaba todos los cupones, escribía montones de cartas y recibía algunas respuestas. «Quiero decir que no termino de entender su comentario».
Le expliqué mi comentario.
«Nunca he tenido miedo a la oscuridad —dijo Charlotte al cabo de un momento; luego, arrancó una fotografía de una niña que llevaba un vestido de ganchillo y dijo—: Esto le habría quedado precioso a Marin».
Como Marin era la hija que la historia había arrebatado a Charlotte y que en el momento de su desaparición tenía dieciocho años, llegué a la conclusión de que a Charlotte no le interesaba mi explicación.
Además, para que conste, Charlotte tenía miedo a la oscuridad.
¡Ojalá supiera la estructura molecular de la proteína que definía a Charlotte Douglas!
Por lo menos en dos de las muchas «Cartas desde Centroamérica» absolutamente eufemísticas que escribió durante su estancia aquí y que intentó vender en vano a The New Yorker, Charlotte describía Boca Grande como una «tierra de contrastes». Boca Grande no es una tierra de contrastes. Al contrario, Boca Grande es inexorablemente «uniforme»: la catedral no es de estilo colonial español, sino de aluminio corrugado. Existe una moneda local, pero el dólar estadounidense es de curso legal. A primera vista, la «colorista» yuxtaposición latina de guerrilleros y coroneles da la apariencia de que la política del país ofrece contrastes, pero cuando los tanques vuelven a los cuarteles y el aeropuerto se abre otra vez nada ha cambiado realmente en Boca Grande. No hay cataratas de renombre, ni ruinas de interés ni boutiques elegantes que ofrezcan un marco cultural que contraste dramáticamente con el vudú de las montañas (Charlotte se aventuró a alquilar un local para poner una de esas boutiques, pero mi hijo Gerardo utilizó el local para sus propios intereses y, desde la Revuelta de Octubre, se ha convertido en una sala de lectura de la Iglesia de Pentecostés).
En realidad, no hay vudú en las montañas.
En realidad, ni siquiera hay montañas, sino solo el insípido matorral tropical y el mar sin vida.
Y la luz. La opaca luz ecuatorial. El matorral y el mar no reflejan la luz, la absorben, la succionan y luego la reflejan mortecinamente. Boca Grande es el nombre del país y Boca Grande es el nombre de la ciudad, como si el lugar hubiera agotado incluso la imaginación del primer colono. Al menos una vez al año, generalmente el día del aniversario de la independencia por la tarde, el sindicato de Intelectuales de Boca Grande patrocina un debate, seguido de un cóctel de lista cerrada y cubierto de pago, sobre quién pudo haber sido aquel primer colono, pero los argumentos son engañosos y arbitrarios. Aquí falta información. No se deja constancia de las pruebas. Cada vez que el sol se pone en Boca Grande y acaba el día, parece que ese día se borrase de la memoria local para, en caso necesario, ser reinventado, pero jamás recordado. Una vez le pedí al bibliotecario del sindicato de Intelectuales que me recomendara una historia de Boca Grande para Charlotte. «Boca Grande no tiene historia», dijo el bibliotecario aparentemente agradecido por mi petición, como si juntos hubiéramos atinado en un punto clave del orgullo nacional.
«Boca Grande no tiene historia», le repetí a Charlotte; pero tampoco esa vez ella entendió lo que le decía. En aquel momento Charlotte preparaba una «Carta» en la que describía Boca Grande como «el puntal económico de las Américas». Era cierto que los aviones que volaban, digamos, entre Los Ángeles y Bogotá o entre Nueva York y Quito paraban a veces a repostar en Boca Grande y pagaban unas tasas de aterrizaje abusivas. También era cierto que los pasajeros de aquellos vuelos dejaban un par de dólares en las máquinas tragaperras del aeropuerto mientras el avión repostaba; pero no me parecía que los ingresos de las tasas de aterrizaje y de las dieciocho máquinas tragaperras constituyeran, en el sentido clásico, un puntal económico.
Se lo sugerí a Charlotte.
Boca Grande exportaba copra, dijo Charlotte. Sobre todo la suya.
Boca Grande sí que exportaba copra, sobre todo la mía, y Boca Grande exportaba también loros, pieles de anaconda y chales de macramé, por la misma cantidad de dólares aproximadamente.
Lo que yo no tenía para nada en cuenta, me dijo Charlotte, era lo que Boca Grande «podía llegar a ser».
Le sugerí que lo que convencionalmente se entendía por una «Carta» de una ciudad o un país era un informe real de lo que «era» una ciudad o un país, no de lo que «podía llegar a ser».
No necesariamente, dijo Charlotte.
Otra de las «Cartas» de Charlotte trataba del «espíritu de esperanza» que ella intuía en las favelas de Boca Grande. Boca Grande no tiene favelas: hasta la palabra es portuguesa. Aquí hay pobreza, pero es tercamente indistinguible de la comodidad. Todos vivimos en casas hechas con bloques de hormigón. Charlotte quería color. En cuanto al color, lo único que pude contarle fue que, según decían, el hotel Caribe tenía el mayor salón de baile de toda Centroamérica, pero Charlotte no estaba satisfecha con aquello, ni tampoco con la luz.
2
Digamos que esta es mi propia carta desde Boca Grande.
No. Digamos que es lo que antes señalé. Digamos que es mi testimonio de Charlotte Douglas.
Un par de datos sobre el lugar en que Charlotte murió y en el que yo vivo. Boca Grande significa «bocaza» o «bahía grande» y describe el rasgo físico más importante del país tal como es. Casi todo en Boca Grande se describe literalmente, como si cualquier ambigüedad en la forma de nombrarlo pudiera hacer que, al igual que el pasado, el presente desapareciera sin dejar huella. El río Blanco es blanco. El río Colorado es rojo. La avenida del Mar discurre junto al mar. La avenida de la Punta Verde discurre junto al promontorio verde. El promontorio verde es realmente verde. Pensándolo bien, solo conozco dos nombres en Boca Grande que evoquen una idea, acontecimiento o persona, que remitan a un pasado indio o colonial.
Una de estas dos excepciones es «Millonario».
Como en provincia Millonario.
Se llama así porque allí crecían nuestras palmas, nuestra copra se molía allí y el padre de mi marido era el hombre rico, el millonario, un estafador de Saint Louis llamado Victor Strasser que a los veintitrés años tomó prestado un dinero en Missouri para comprar acciones petrolíferas, a los veinticuatro huyó a México tras un intento frustrado de invadir Sonora y a los veinticinco llegó a Boca Grande. Tras recuperarse del cólera, se casó con una Mendana y empezó a desvalijar a la familia de su esposa, que vivía en el interior de Boca Grande.
Victor Strasser murió a los noventa y cinco años, y durante los últimos sesenta años de su vida se hizo llamar don Victor.
Yo le llamaba señor Strasser.
Tenemos un Millonario y tenemos también un «Progreso». En realidad hay dos Progresos. El Progreso primero y el otro Progreso. El primer Progreso fue la gran obra de mi cuñado Luis, el juguete de sus quince meses de presidente, su nueva ciudad, su capital: un conjunto de veinte pirámides de cristal cruzadas por cuatro bulevares de ocho carriles; todo esto levantado sobre un terreno de relleno en la bahía y, hasta hace poco, conectado con tierra firme por una carretera elevada sobre el agua. Las pirámides de cristal nunca llegaron a terminarse, pero los bulevares de ocho carriles, sí. Hasta hace unos años, cuando se hundió la carretera, solía llevarme la comida al primer Progreso y almorzaba allí sola, sentada donde habían proyectado levantar un monumento, en el punto en que convergían los cuatro bulevares vacíos. En el terreno de relleno entre los bulevares crecía el bambú junto a las enormes grúas Bechtel, abandonadas desde el día que mataron a Luis. Luis fue el último de mis cuñados que asumió un cargo tan expuesto como el de presidente. Después de Luis, los demás han preferido reservarse el de ministro de Defensa y han dejado la presidencia para primos políticos sacrificables. En los años que siguieron a la muerte de Luis, los jacintos de agua fueron atascando las alcantarillas de Progreso, y después de la lluvia los bulevares quedaban todo el día anegados por una delgada capa de agua, que temblaba con larvas de mosquito y una película de grasa irisada procedente de los herrumbrosos depósitos de petróleo. Antes de que se hundiera la carretera, yo solía ir allí una vez por semana y me quedaba casi toda la tarde. Ahora que lo pienso, tal vez yo fuera la única persona en Boca Grande a la que contrarió el hundimiento de la carretera de Progreso.
En algún momento después de que se hundiera la carretera, Gerardo llevó a Charlotte en barca hasta Progreso.
Recuerdo que durante la cena le pregunté a Charlotte si Progreso primero le había parecido tan tranquilo como a mí.
Charlotte empezó a llorar.
En cuanto al otro Progreso, que habría puesto a prueba más radicalmente la opinión bastante teleológica que Charlotte tenía de los asentamientos humanos, yo hace años que no lo he visto. Ni tampoco nadie más. Este segundo Progreso era otra ciudad nueva, en el interior, construida por una multinacional del aluminio estadounidense en terrenos alquilados (nuestros) durante la época en la que se desató aquí la quimera de la bauxita. (Sí, había bauxita, pero no tanta como los geólogos habían vaticinado, no la suficiente para justificar el otro Progreso). Tras el cierre de las minas, unos cuantos ingenieros se quedaron para intentar sacar alguna utilidad económica de la laterita aluminosa, que formaba el grueso del yacimiento, pero uno a uno desaparecieron, bien fuera porque contrajeron fiebres, renunciaron o se trasladaron a otras empresas de la multinacional en Venezuela. Los dos últimos se fueron en 1965. La carretera hacia el interior, que había costado treinta y cuatro millones de dólares estadounidenses, aún se distingue con bastante claridad desde el aire, una línea recta de vegetación más clara. Mi marido quería mantener la carretera; siempre decía que había cosas en el interior a las que podíamos desear acceder, pero tras la muerte de Edgar, yo dejé que la vegetación la cubriera. Lo que yo deseaba del interior no tenía nada que ver con el acceso.
Edgar era el mayor de los cuatro hijos de Victor Strasser y Alicia Mendana.
El hermano que seguía a Edgar, Luis, fue el que murió de un disparo en las escaleras del palacio presidencial en abril de 1959.
Ya habrán deducido que al casarme entré a formar parte de una de las tres o cuatro familias solventes de Boca Grande. En realidad, la muerte de Edgar me dejó prácticamente al frente del 59,8%, de la tierra cultivable y aproximadamente el mismo porcentaje de responsabilidad en la toma de decisiones de la República (recientemente renombrada la República Libre) de Boca Grande. Este año el presidente lleva una gorra de capitán de yate. Los dos hermanos Strasser-Mendana más jóvenes, Victor hijo y Antonio, y los dos Edgar y Luis, apodados los mosquitos, participan en la gestión de la hacienda solo a través de un trust que yo administro. A Victor y a Antonio no les gusta mucho esta situación, ni tampoco a sus esposas Bianca e Isabel, ni a Elena, la viuda de Luis, pero así son las cosas. Una decisión conjunta de Edgar y su padre. Era un fait accompli la mañana que Edgar murió. Así fue y así es. (Daré un pequeño ejemplo de por qué es así. El día que mataron a Luis, Elena se exilió a Ginebra, un gesto teatral pero innecesario, puesto que antes de que su avión abandonara la pista de despegue, el golpe de Estado ya había acabado y Victor hijo había asumido temporalmente el control del gobierno. La esposa de cualquier otro presidente latinoamericano habría sabido inmediatamente que un golpe en el que el aeropuerto permanece abierto era un golpe destinado al fracaso, pero a Elena le faltaba instinto para ser la esposa de un presidente latinoamericano. De todas formas, tampoco es que haga muy buen papel como viuda de presidente. Pocas semanas después, Elena regresó. Edgar, su padre y yo fuimos a recibirla al aeropuerto. Llevaba gafas de sol y un abrigo nuevo de Balenciaga color verde lechuga. Llevaba también un loro a juego. Aquel loro no se lo había llevado de Boca Grande, se lo había comprado en Ginebra aquella misma mañana por setecientos dólares). En cualquier caso, en todo Boca Grande no hay tanto dinero como el que Victor y Bianca, Antonio e Isabel y Elena me acusan de haberme llevado secretamente a Suiza.
Veamos la posición de Bianca.
Bianca no me acusa de haberme llevado el dinero a Suiza porque a Bianca le enseñaron en el Sacre Coeur de Nueva Orleans que no es de buena educación hablar de dinero. Veamos también la posición de Isabel. Isabel no me acusa de haberme llevado el dinero a Suiza porque casi nunca está aquí y su médico de Arizona le ha dicho que las discusiones de dinero alteran el flujo de la energía trascendental.
Yo sigo viviendo aquí porque me gusta la luz.
Y porque de vez en cuando me comprometo, con los cuñados que aún me quedan, a conseguir fondos para la Cruz Roja.
Y porque tengo los días más que contados como para desperdiciarlos en Nueva York, París o Denver soñando con la dura y quieta luz uniforme de Boca Grande, con su blanca y mortecina palidez al mediodía.
Al menos una cosa comparto con Charlotte: yo también perdí a mi hijo. Para mí, Gerardo está perdido. Recibo noticias suyas regularmente, lo veo con demasiada frecuencia, hablo con él de política, de películas recién estrenadas y de la podredumbre de los brotes en los bosques del interior, pero hablo con él como si fuera un conocido. En Boca Grande conduce un Alfa Romeo 1750. En París, donde ha vivido intermitentemente durante quince años, con un visado de estudiante tras otro, conduce una Suzuki 500. Siempre que pienso en Gerardo, lo imagino sobre ruedas o sobre esquís. Ya no lo quiero tanto como le quería. Gerardo encarna muchos de los defectos de esta zona del mundo: el ardiente machismo, la desconcertante irascibilidad, el convencimiento de que descienden de la aristocracia, una actitud general que no admiro. Gerardo es nieto de dos buscadores de petróleo estadounidenses que se hicieron ricos: mi padre, en las minas de Colorado y el padre de Edgar, en la política de Boca Grande; y de la nodriza irlandesa y la mestiza del interior con las que respectivamente se casaron. Aun así, él insiste en conectar su linaje con la corte de Castilla. En lo que a capacidad de autoengaño se refiere, Gerardo y Charlotte estaban al mismo nivel.
Les cuento todo esto sobre mí únicamente para dar legitimidad a mi voz. Nos sentimos incómodos con una historia hasta que no sabemos quién es el narrador. En ningún otro aspecto importa lo más mínimo quién soy «yo»: «la narradora» no juega ningún papel en esta narración, ni me gustaría jugarlo.
Por supuesto, Gerardo tiene un papel protagonista. No me engaño en eso.
A diferencia de Charlotte, yo no sueño mi vida.
Intento establecer distinciones.
Moriré (y bastante pronto, de cáncer de páncreas), ni esperanzada ni todo lo contrario. Lo único que me interesa de Charlotte Douglas es lo relacionado con su paso por Boca Grande, porque el significado de su estancia aún se me escapa.
3
Según su pasaporte, su visado de entrada y su certificado internacional de vacunación, Charlotte Amelia Douglas había nacido en Hollister, California, cuarenta años antes de su llegada a Boca Grande; en el momento de su llegada estaba casada y residía en San Francisco, California; medía uno sesenta y cinco, era pelirroja, de ojos castaños y no tenía marcas características visibles; estaba vacunada contra el sarampión, el cólera, la fiebre amarilla, el tifus, la fiebre tifoidea y paratifoidea A y B. Se había renovado el pasaporte hacía cuatro meses en Nueva Orleans, Luisiana, y llevaba sellos de entrada y salida de Antigua y Guadalupe, visados sin utilizar para Australia y el protectorado británico de las islas Salomón, una tarjeta mexicana de turista sellada en Mérida, un visado y el sello de entrada en Boca Grande, y ningún indicio de que la titular hubiera vuelto a entrar en Estados Unidos durante los cuatro meses transcurridos desde la renovación del pasaporte. Nacionalidad: NORTEAMERICANA. Clase de visado: TURISTA. Ocupación: MADRE.
A mí me parecía que en aquellos documentos había muchas anomalías, y una de las más enigmáticas era la decisión de Charlotte Amelia Douglas de entrar en Boca Grande: sin embargo, ninguno de estos matices se le planteó a Victor, a Victor hijo, que había ordenado sustraer el pasaporte de Charlotte de la caja fuerte del hotel Caribe porque su número aparecía en una lista del Departamento de Asuntos Exteriores de Estados Unidos en la que se indicaba que aquellos viajeros debían recibir un trato especial.
4
Cuando Charlotte llegó a Boca Grande, todos se referían siempre a ella como la norteamericana. Durante toda la noche habían oído a la norteamericana escribir a máquina en su habitación del hotel Caribe; la norteamericana había despertado al médico a las dos de la mañana para preguntarle los síntomas de la frambesia infantil. La norteamericana había acusado de negligencia al director del Caribe por haber permitido que las camareras llenaran las garrafas con agua del grifo. La norteamericana había preguntado a un camarero del Jockey Club si solían usar marihuana en la cocina. Una noche que se estropeó el generador del Caribe, la norteamericana había bajado vestida con un fino camisón de algodón y se había sentado sola en la oscuridad al piano del salón de baile hasta las tres de la mañana, tocando con una mano, repetidamente y en todos los ritmos posibles, la melodía de una sola canción. La historia me la contó un botones del Caribe, el hermano de la cocinera de Victor y Bianca, mientras intentaba tararear la canción que la norteamericana había tocado una y otra vez. La canción era «Mountain Greenery».
En aquellas primeras semanas antes de que la conociéramos, solía aparecer únicamente por las noches. Aproximadamente una hora después de la puesta del sol, se la veía pasear por el casino vacío del hotel Caribe, saludaba amablemente con la cabeza a los crupieres ociosos y a los policías nacionales destinados en el casino y respiraba profundamente junto a las ventanas como si el aire fresco pudiera penetrar a través de las polvorientas cortinas de terciopelo azul que flanqueaban la habitación. Inspeccionaba las mesas una por una, pero no jugaba. Después de aquella vuelta ritual por el casino, atravesaba el vestíbulo hasta la calle con paso firme y decidido. Poco después se la veía cenando sola en el porche del Capilla del Mar o en el Jockey Club; aquí cenaba, siempre en la misma mesa, la que estaba debajo de una fotografía del equipo de polo de Venezuela que visitó Boca Grande en 1948. Sostenía las patas de una langosta entre sus dientes extraordinariamente blancos y leía el Miami Herald; leía los anuncios clasificados con la misma atención que la página principal, ambas cosas de cabo a rabo y con la misma avidez con la que se comía la langosta.
Algunas tardes, la veía en el Jockey Club y, otras, oía hablar de ella. Como tantas otras obras arquitectónicas en Boca Grande, el Jockey Club es menos de lo que parece: un bungalow con los laterales de aluminio, mesas de juego de mimbre y el menú escrito en francés, que traducido en la cocina, se había convertido en ambiguos platos de gumbo a base principalmente de plátanos y arroz. Aunque cualquier viajero podía conseguir una tarjeta de invitación para el Jockey Club con el simple hecho de solicitarla en las oficinas de una compañía aérea, no muchos se molestaban en pedirla. El club había contado una vez con un campo de golf de nueve hoyos, pero ya al principio el césped se fue ahuecando y luego volvió a ser una ciénaga. También había tenido un lago artificial para bañarse, pero primero el lago se infestó de caracoles de agua dulce y luego de los Schistosoma mansoni, los gusanos que infestan a los caracoles. El lago no se drenó hasta que uno de los niños de Antonio e Isabel sufrió una hemorragia gastrointestinal a consecuencia de lo que en Nueva Orleans diagnosticaron como una esquistosomiasis. El vaciado del lago artificial no pasó desapercibido en el Jockey Club. Elena se opuso. Hace poco, cuando los miembros, manipulados por Victor, desestimaron la moción que Elena había presentado para rebautizar el club como Le Cercle Sportif, ella abandonó el Jockey Club. Elena había nacido y se había criado en la costa de Guatemala, pero apoyaba todo lo que fuera francés. La renuncia de Elena no pasó desapercibida en el Jockey Club.
En resumen, era muy probable que la presencia, noche tras noche, de esa llamativa norteamericana en la misma mesa del Jockey Club tampoco pasara desapercibida. En realidad, habría sido difícil que Charlotte Douglas pasara desapercibida en cualquier lugar si se tenía en cuenta la extrema y volátil delgadez de la mujer, el pelo rojo descolorido, rizado por el calor húmedo, que le enmarcaba la cara y que parecía más pesado de lo que ella podía soportar. La gran esmeralda cuadrada en lugar del anillo de casada y la ropa cara que, con su deterioro apenas perceptible —un imperdible que fruncía el dobladillo de su falda de lino irlandés, el broche que no cerraba bien el bolso de seiscientos dólares— parecía revelar un deterioro moral equivalente, cierta vulnerabilidad o abandono.
Había también en ella aquel rasgo exhibicionista, perverso y, a veces, cuando no duraba demasiado y terminaba por cansar al observador, ingenioso. Si Charlotte Douglas oía que en otra mesa alguien hablaba inglés, se inmiscuía en la conversación y sugería parajes que visitar o lugares de interés que no había que perderse. Como en Boca Grande no existían ni los típicos «lugares de interés» ni turistas, sino solo geólogos de minas que llegaban esporádicamente o los agentes de la CIA que viajaban en alguna misión incorpórea de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID), esos encuentros solían terminar en confusos y oscuros equívocos sexuales. Después