Y así sucesivamente

Silvina Ocampo

Fragmento

Y así sucesivamente

La inauguración del monumento

Debía de ser en el mes de octubre, pues el sol, las moscas y las estrellas federales tapizaban el pedestal de escalones grises, cerca del pasto donde nacen las sombras benefactoras de la plaza. El monumento estaba vendado, como un herido, o como un altar en Semana Santa.

Una pequeña banda de música acompasaba los movimientos lentos del público. La música contenía sonidos ásperos y oxidados; frecuentes partículas de arena se infiltraban entre las notas; era una música recia; quedó interrumpida antes de que empezaran los discursos, y las damas de beneficencia se abanicaban ceremoniosamente con abanicos negros, de papel, atados con cintas de crespón. Los pañuelos de las damas revoloteaban de los ojos al pecho y del pecho a los ojos, como pequeñas banderitas. Luego se descorrieron los lienzos y apareció el general Drangulsus, de mármol pentélico, sentado frente a un escritorio con una mano en la sien y la otra ligeramente levantada.

—¿Por qué no habrán hecho una estatua ecuestre?

—Es más adecuado para un general —comentaba el público.

—Es admirable cómo está concebido.

—¿Por qué no aprovechan estos mastodontes para construir un espacioso pabellón interior? Por ejemplo, esta enorme piedra contra la que se apoya la estatua. ¿Para qué sirve? Tan sólo para quitar el aire y la vista —decía un hombre que buscaba un mingitorio.

Su compañero le contestaba gesticulando ampliamente:

—Con esta estatua va a suceder lo mismo que con la de Mitys en Argos. ¿Lo recuerda? La estatua de Mitys mató al hombre que lo había asesinado.

—Y en este caso, ¿quién es el asesino? —preguntó el otro, mirando melancólicamente los árboles.

—Me extraña su falta de perspicacia —le contestaron.

Y el que así hablaba hizo una apreciación malévola sobre el escultor.

—Aquí van a poner una fuente —dijo el guarda por centésima vez, indicando un hueco entre las piedras.

—El general Drangulsus tenía miedo a los caballos. Dirigía las batallas desde su escritorio. Dejaba morir a sus soldados y permanecía sentado en un cómodo sillón de cuero. Ese escritorio se abría sobre una terraza circular, desde donde se dominaba la ciudad. En su primera campaña en las sierras, cuando tuvo que ir a caballo como un simple soldado, no tardó en morir de miedo —dijo la voz de Domingo Alopex.

Estaba en el banco de la plaza. Nadie lo oyó, él mismo no prestaba gran atención a sus palabras, parecía recitarlas de memoria. Una niña de cinco años jugaba un poco más lejos.

Se acordaba de esa última batalla y del general Drangulsus, con sus bigotes negros. Se acordaba del reloj de oro y de las manos cuadradas, con las palmas cortadas y rojas. El general Drangulsus tenía un telescopio y varios anteojos de larga vista que repartía, como un aperitivo, entre sus oficiales de Estado Mayor. Anticipaba las batallas, en grandes trazos rojos, sobre los planos innumerables de la ciudad. Veía desplegarse bandadas de aeroplanos, regimientos de infantería, artillería, caballería; vistos desde esa terraza, los soldados eran chicos y resistentes, como soldados de plomo.

Domingo Alopex cruzó las piernas y apoyó un brazo atentamente contra el respaldo del banco. Era el atardecer y la gente se iba de la plaza.

La chica de cinco años se le acercó corriendo, y súbitamente extasiada, gritó golpeando las dos manos: «¡Mire, mire qué lindo!». El júbilo crecía. «¡Mire, mire!», sus exclamaciones iban acompañadas de saltos. Esa niña pequeñísima y delirante era su hija; le golpeaba los hombros, le tironeaba el traje. Domingo Alopex no veía nada de extraordinario, pero después de un rato alzó los ojos y vio la luna. Su hija acababa de descubrirla. No era una luna enorme, sino modesta y pálida. La chica abandonó su asombro y siguió jugando.

Domingo Alopex se acordó de otro asombro y de otra infancia. Surgió en su recuerdo, nítida, limpia, la panadería de los padres de José Drangulsus, La Media Luna.

Él y Drangulsus (que entonces se llamaba Drangolino) eran del mismo pueblo. Un pueblo de campo, con calles anchas y desnudas.

Un día, Domingo Alopex esperaba solo frente al mostrador de la panadería. Se acordaba de aquel día con precisión. Su madre lo había mandado a comprar cinco centavos de pan. Tenía cinco años y un delantal blanco, con grandes bolsillos. La panadería estaba sola. Domingo respiraba el olor a pan, moviendo lentamente los labios. Imitando a su madre, golpeó las dos manos y dijo: «Ave María». (Creía que la mujer del panadero se llamaba «Ave María» y le encontraba cierto parecido con las aves de su casa.) Nadie contestó. Miraba las canastas de pan, los chocolatines y las medias lunas apiladas en los estantes como en un altar y, un poco más lejos, en un rincón, los privilegiados pancitos de salud, cubiertos con un tul de mosquitero blanco. Súbitamente se dio cuenta de que había alguien en el cuarto. Un chico de su misma edad salió de atrás del mostrador, sonriendo. Tenía un sombrerito de paja y un látigo en la mano. A Dominguito le pareció reconocer esa cara. No sabía dónde vivía el chico, pero lo había visto muchas veces de lejos en la calle, rondando siempre frente a la panadería; debía de tener su misma afición al pan y a las medias lunas. Inexplicablemente, Domingo empezó a tocar las medias lunas, a palmotearlas y comerse las puntas; ya no le interesaban, sólo quería deslumbrar a ese compañero desconocido. Domingo iba guardando las medias lunas en el bolsillo. Se llenó los bolsillos de chocolatines. Levantó el tul y tomó dos pancitos de salud. El chico desconocido asentía con un movimiento de cabeza. Se había entablado una conversación entre ellos, una conversación muda y asombrosa que aumentaba entre el zumbido de las moscas y el olor a pan. Domingo se enardeció en el juego, hasta que tuvo los bolsillos llenos. El chico desapareció por la puerta entreabierta. Simultáneamente entró una señora gorda, navegando entre los pliegues de su vestido, con un plumerito en la mano. Majestuosa, se acercó al mostrador y le vendió cinco centavos de pan, pasando dos o tres veces el plumero por los panes, antes de envolverlos. En ese instante Domingo sintió la gravedad de las circunstancias. La presencia del «Ave María» lo conmovió. Sus bolsillos le dolían, con dolor de barriga hinchada. Había algo mágico en el movimiento de ese plumero, algo religioso en la manera en que las dos manos blancas del «Ave María» envolvían los panes. Domingo estiró sus brazos para alcanzar el paquete. Retrocedió al ver a un hombre grandote y rubio, en el marco de la puerta; sin duda era el dueño de la panadería y junto con él apareció de nuevo el chico del sombrerito de paja. El hombre se acercó y lo miró detenidamente y luego, dirigiéndose al chico, gritó: «¿Es éste? ¡Me extraña! ¡Un hijo de Luis Alopex, robando!». El chico del sombrerito de paja lo apuntó con el dedo: «Es él, papá. Es él», y acercándose sacudió los bolsillos de Domingo haciendo caer el contenido. El dueño de la panadería tosió fuertemente y miró a su mujer. «Vamos a tener que apuntar todo esto en la cuenta de la señora de Alopex.» Le revisaron uno por uno los bolsillos, los del delantal blanco, los del saquito gris que llevaba debajo del delantal y los del pantalón. Minuciosamente hicieron la cuenta: 20 chocolatines, 1.00; 2 medias lunas 0.05; 2 pancitos de salud, 0.10. «Qué bolsillos», no cesaba de repetir la mujer del panadero, «¡qué bolsillos de prestidigitador! Empieza temprano el niño. No lo dejaremos ser amigo de Josesito.»

Domingo Alopex salió corriendo de la panadería. Corrió tres cuadras, corrió cinco cuadras y entró en la estación del pueblo. Se escondió en la sala de espera y allí, entre un amontonamiento de papeles y escupidas, comió el último chocolatín que había quedado dentro de su gorra; estaba caliente y derretido y tenía gusto a tierra. Desde aquel día no volvió a la panadería La Media Luna.

Tenía ya diez años. José Drangulsus empezó a repartir el pan. Dos veces por semana la jardinera pintada de rojo, atada a un caballo tordillo, con cascabel, pasaba frente a la casa de Domingo Alopex, y José, tapiado entre las lonas del carrito, gritaba: «¡Ladrón! ¡Ladrón!», modulando la voz como en un canto. El canto tenía escasas variaciones. «¡Ladrón de medias lunas! ¡Ladrón de chocolatines!» Domingo esperaba este suplicio todas las mañanas. Sabía que si no lo esperaba, sabía que si se alejaba de la puerta y se distraía, la voz iba a crecer hasta alcanzarlo detrás de la casa, en el excusado, en el terreno baldío, en casa de su tía, a dos cuadras, en cualquier parte que estuviese y a cualquier distancia.

Domingo se asomó una mañana aureolado de esperanza. En el terreno vecino, un aviso de remate se había caído y se agitaba con el viento, como un enorme pájaro rojo. Sin dificultad pudo arrancarlo y luego, acurrucado contra la pared, quedó esperando con el trapo plegado entre los brazos. El carrito tardaba más que de costumbre. El trapo estaba ya húmedo de sudor en los bordes, donde las manos de Domingo Alopex se contraían. Se le hundían las uñas en las palmas. Cuando iba acercándose el carrito, antes de verlo, ya se oía el canto monótono: «¡Ladrón de chocolatines! ¡Ladrón de medias lunas!». Domingo se abalanzó, agitando el trapo rojo frente a la cabeza del caballo. La jardinera voló por el pueblo a gran velocidad, dio vueltas alrededor de la manzana, hasta que volcó en una zanja. Los panes y el chico saltaron sobre el barro. Algunas personas se asomaron a las puertas de sus casas, riéndose al ver al hijo del panadero, transformado en negro, rodeado de panes negros, pero al acercarse vieron que le sangraba la nariz. El hijo del panadero lloraba, tenía la nariz rota y una contusión en la pierna izquierda.

Desde aquel día no volvió a pasar en la jardinera. Su padre probablemente no le permitió repartir el pan, juzgándolo inapto para el manejo de vehículos. Fue puesto pupilo en un colegio. Luego se comentó en el pueblo que un señor rico lo protegía y que gracias a él había entrado en el colegio militar. La panadería La Media Luna se clausuró: los dueños habían ido a otro pueblo.

Después de muchos años, ya instalado en la ciudad, Domingo Alopex se acordaba todavía del repartidor de pan cuando comía medias lunas con su novia en una panadería. El recuerdo de aquel pueblito de campo no lo atormentaba de nostalgia. Había conseguido un empleo en la Aduana. Vivía feliz entre calles oscuras. Su novia era exactamente como él la había soñado: robusta y rosada, con los pechos abultados como dos almohadones. Una vez casados iban a vivir en casa de la novia, en dos pequeñas habitaciones, con cocina y comedor, en los fondos de la casa. Faltaba un mes para el casamiento. Había que empapelar las piezas. Se usaban entonces los papeles con grandes flores rojas y violetas. La familia de la novia llamó a un empapelador. Tardó una semana en empapelar las habitaciones. La novia, queriendo prepararle una sorpresa, le tenía vedada esa parte de la casa. Deseaba mostrarle las habitaciones ya listas, con el hermoso papel que ella había escogido.

Al fin de esa memorable semana, Domingo, sin pedir permiso, aprovechó que la familia hubiera salido a pasear y entró en las habitaciones del fondo. Él también tenía una sorpresa reservada: un mueble para el comedor, un aparador de cedro lustrado, con incrustaciones de imitación de ébano. Durante una semana entera Domingo Alopex se había enloquecido recorriendo mueblerías, deseando todas las camas para su noche de bodas, deseando todos los roperos para la ropa de su novia, todos los sillones para recibir visitas, todos los aparadores para el comedor. Los muebles del dormitorio iban a ser regalo exclusivo de los tíos de la novia. Faltaban los muebles del comedor. Había que tomar las medidas de la pieza, para saber de qué tamaño tenían que ser. Buscó un centímetro en el costurero de su novia, cruzó el patio en puntas de pie, abrió la puerta despacio. Primeramente vio las dalias grandotas de papel (eran sin duda hermosas y frescas), luego un enorme pincel en el suelo, los barrotes dorados de la cama. Vio las cosas con la precisión con que se ven en medio de una gran desgracia. Vio una media arrugada y vio a un hombre y a una mujer abrazados. Quedó inmóvil. Como en los sueños quiso correr y no pudo. El hombre se incorporó. Era empapelador, tenía que ser empapelador. Sin embargo no llevaba ninguno de los distintivos, ni gorrito de papel ni resfrío. Había una gran intimidad entre él y las flores atroces que lo rodeaban. Era el poseedor de aquel jardín exuberante. Se incorporó lentamente y, cuando estuvo de pie, Domingo vio crecer en ese hombre una imagen conocida. El ceño de la frente, la boca sin labios, la nariz ligeramente aplastada en un rostro monstruoso de niño; todos esos rasgos fueron creciendo y acomodándose en un rostro de adulto. Lo miró fijamente, Drangulsus no podía ser más idéntico a sí mismo. Pero su novia era irreconocible. Nunca la había visto despeinada, con la blusa desabotonada, con las medias arrugadas. Parecía una prolongación exuberante, infernal de las dalias, el rostro de su novia rodeado de cabellos ascendentes como pétalos abiertos. Domingo no se movió; una enorme vergüenza se apoderó de él frente a esa novia inesperada; tropezó contra la escalera, que se vino abajo. Drangulsus se creyó agredido y se le echó encima, amenazándolo con una silla. Los dos hombres lucharon a puñetazos contra las dalias. En la casa de al lado no faltó quien se asomara al balcón, respondiendo a los gritos con otros más agudos. Los vecinos hicieron intervenir a la policía. Al día siguiente el nombre de Domingo Alopex apareció en los diarios. La policía le atribuyó un ataque de demencia. Domingo Alopex, mucho tiempo después, dudó si había o no soñado la escena. Pensó volver a la casa de la novia; se la imaginaba sentada pacientemente en el patio, con el cabello muy bien alisado, la blusa cuidadosamente abotonada sobre los pechos; pero las dalias rojas intervenían con las cabelleras despeinadas y le invadía un malestar. No había vuelto a verla. La nitidez de su recuerdo crecía. No sabía dónde empezaban las invenciones que el tiempo había agregado a su recuerdo.

«Flores amontonadas como éstas», pensó Domingo Alopex alejándose del monumento por los caminos solitarios y anochecidos del nuevo rosedal. No comprendía todavía la diferencia que había entre una dalia y una rosa. En los arcos tejidos de alfajías verde veronés, trepaban los rosales de apariencia artificial. Las rosas rojas y rosas solferino florecían con la misma abundancia que las dalias del papel floreado. Había dos regiones, dos climas en esa plaza. En el centro, todos los colores aglomerados en torno al monumento; en los bordes, un país inexplorado, con lagos profundos de basura. Domingo Alopex se acordó de la guerra; de las basuras que dejaba el ejército, en los lugares donde acampaba.

Hacía sólo diez meses que se había casado con una maestra de piano y tuvo que dejarla para enrolarse. Cuando estalló la guerra, Drangulsus había sido ascendido incansablemente en pocos meses. Su fotografía aparecía en todos los diarios. ¿Cómo había llegado a ser general? Domingo Alopex no podía comprenderlo y menos pudo comprenderlo cuando cayó bajo su mando, en el regimiento 16 de caballería.

Entonces v

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