Cuentos verdaderos

Rosa Montero

Fragmento

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Pasen y vean

Prólogo

 

 

 

 

Este libro ha nacido, como casi todo en la vida, del azar. César Vallejo y Ángela Gallardo, los creadores de la estupenda serie Pacto de silencio, un documental de RTVE sobre el juicio por la desaparición del Nani, se pusieron en contacto conmigo para entrevistarme, porque yo había cubierto parte de la vista para El País haciendo crónicas de ambiente. Dije que sí, pero que, con mi malísima memoria, no me acordaba de casi nada. Así que me mandaron la copia de mis textos. Me interesaron como si no fueran míos: eran un inquietante espejo de un tiempo remoto. Aquel juicio se celebró en 1988 y fue la primera vez que España fue capaz de sentar a las alcantarillas policiales en el banquillo. El Nani fue un delincuente común de poca monta de veintinueve años que se juntó con malas compañías. Pero lo grave fue que estos indeseables eran inspectores de policía; así que lo detuvieron, lo metieron en la Dirección General de Seguridad, en Sol, el edificio del reloj que hoy es sede de la Comunidad de Madrid, y a partir de ahí su rastro se perdió para siempre. Se supone que a los malos se les fue la mano en las torturas; su cadáver nunca ha aparecido. La sentencia que condenó al comisario y a otros inspectores a más de veintinueve años de cárcel por ser policías corruptos y torturadores fue un hito formidable en el camino de la democratización de España. Y todo eso se atisba en las crónicas. Ese hedor de cloacas que se me había olvidado. «Deberías publicarlas», me dijo César. Y me quedé pensando.

Empecé a recordar otros trabajos de la época. Reportajes de aquellos tiempos intensos y tumultuosos. Conseguí rescatar no todos, pero sí varios de aquellos textos, y a medida que los leía me iba quedando pasmada. Eran ventanas a un mundo imposible, a realidades que parecían tan remotas como exoplanetas. Las crónicas aquí reunidas van desde 1978 hasta 1988. Una década esencial en la construcción y modernización de este país. Reflejan una España turbulenta y caleidoscópica que intentaba encontrar su lugar en el mundo, con un Estado débil, un paro que se multiplicaba cada año, unas instituciones obsoletas, un terrorismo brutal (ETA asesinó a sesenta y siete personas en 1978, a ochenta en 1979, a noventa y siete en 1980...), una epidemia de heroinómanos que se había convertido en un riesgo para la seguridad ciudadana (las calles eran de verdad peligrosas) y con todos los restos del franquismo y del subdesarrollo aflorando como icebergs en un mar de tormentas. Ni que decir tiene que todos los trabajos se publicaron en El País, un gran diario que ha sido y sigue siendo mi casa periodística, el medio en el que he trabajado casi toda mi vida, y que además fue, en aquella década, una de las más importantes fuerzas democratizadoras de este país.

Los textos están ordenados de forma cronológica. No es la presentación literariamente más equilibrada ni la más atractiva, pero creo que es la más verdadera, la que nos comunica mejor el ritmo de la década. He incluido dos reportajes internacionales porque creo que ambos nos proporcionan una información de algún modo relevante para España. El primero lo hice en el vigésimo aniversario del asesinato de John Kennedy, un presidente que por entonces constituía una referencia mítica, tanto en su vida como en su muerte; y es curioso comprobar la idea que teníamos entonces del imperio norteamericano, en nuestra ignorancia de todo lo que vendría después. En cuanto al segundo, viajé a India y Nepal a raíz de que un niño granadino, Osel, fuera designado por los budistas como la reencarnación de un lama tibetano. Osel, que tenía dos años, se trasladó junto con su familia a vivir a un monasterio cerca de Katmandú. La historia hizo correr ríos de tinta en nuestro país, por lo peculiar y exótico de ese súbito salto de las Alpujarras al Himalaya.

Todos los reportajes aparecen tal cual salieron en su momento, sin más retoques que la corrección de algunos errores y de las erratas, muy abundantes en esa época analógica, pero sobre ellos ha caído la vertiginosa y alucinante pátina del tiempo: los textos tienen entre cuarenta y cinco y treinta y cinco años. Ha pasado toda una vida. Ha pasado toda mi vida. La grandeza del periodismo es que se escribe sobre la inmediatez de lo experimentado, atrapa el aleteo de los segundos como quien clava mariposas en un corcho. Y lo que vemos es un mundo económicamente pobre, carente de muchos derechos elementales, sin teléfonos móviles, sin ordenadores, sin internet. Percibo, en la elección de muchos de los temas, mi gusto por lo lumpen y lo canalla, porque siempre he creído que es ahí, en las oscuras trastiendas de la sociedad, donde la vida se manifiesta con menos maquillajes, más pura, más auténtica, tanto en lo malo como en lo bueno. Y hay mucho bueno en este libro, dicho sea de paso. Como los luchadores del Campo del Gas o los artistas del Teatro Chino de Manolita Chen. Oh, con qué cariño y admiración los recordé, al releer los reportajes.

Por otra parte, muchos de los trabajos parecen cuentos. Están escritos con las mismas técnicas narrativas con las que se escribe un relato, como, por ejemplo, la reconstrucción de la matanza de los abogados de Atocha (otro hito, este atroz, de la Transición), que podría ser un capítulo de una novela negra. Esta técnica narrativa aplicada al periodismo supone un esfuerzo descomunal, porque no puedes inventarte nada. Los pequeños detalles que introduces dando carne y color tienen que salir de alguna fuente: de declaraciones de testigos, de los atestados policiales. Si sugieres una hipótesis, por muy razonable que sea, conviene que lo avises: «quizá...», «supongamos que...». No hay que dejarse llevar por la imaginación. El texto más redondo no es el mejor, periodísticamente hablando, si lo que cuentas no está documentado.

Estas crónicas nos trasladan a territorios remotos. Hay otros mundos, pero están en éste, como decía Éluard. En ocasiones resultan tan insólitas, tan alucinantes, que me siento un poco como esas presentadoras de las antiguas ferias que se desgañitaban anunciando los gabinetes de curiosidades: el Hombre Serpiente, la Mujer Barbuda... Aquí estoy, en efecto, plantada ante la puerta. Y simplemente digo: pasen y vean.

 

ROSA MONTERO

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Se acabaron los paraísos

05/03/78

 

 

 

 

En este reportaje hablo mucho del desencanto político y social. Hoy, visto en perspectiva, creo que debería hablarse mucho más del desconcierto. Era un país que se balanceaba sobre el vacío, y ninguno de nosotros sabía bien cuál era su lugar y qué iba a sucederle en el futuro. Como he dicho en el prólogo, teníamos terribles problemas; un terrorismo feroz, las drogas duras extendiéndose como un incendio, el desempleo aumentando vertiginosamente (el paro pasó del 7,6 % en 1978 al 18,3 % en 1988), constantes amenazas de involución y ruido de sables, una sociedad sin modernizar y con pocas ayudas institucionales... Baste decir que la plena escolarización (hasta los catorce años de edad) sólo se alcanzó a mediados de los ochenta; que el divorcio se legalizó en 1981, y que la primera y alicorta ley de despenalización del aborto se promulgó en 1985. El personaje del Zorro del que hablo en el texto era conocido en realidad como el Lobo. Murió poco después del reportaje, atropellado.

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—Corren tiempos muy flipantes, tío, hay que ver qué marcha lleva la gente.

Corren tiempos locos, sí, tiempos locos, y hay como una agresiva y abstracta ansiedad en el ambiente. La ciudad hierve con miles de jóvenes inquietos e inquietantes: los adolescentes urbanos taladran sus orejas con diminutos aros dorados y se husmean, se reconocen, se reúnen al caer la tarde. Son los jóvenes de la noche, y durante el día han desperdigado su soledad marginal por una ciudad enemiga. Es quizá su hijo, su hermana, o su vecino, ese chico que vive en el apartamento de al lado y que pone la música tan alta y a horas oficialmente indecentes. Eres, quizá, tú mismo, recién venido del Rastro del domingo —tomada una caña en la obligada Bobia, punto de reunión junto a Cascorro—, que hojeas distraído el periódico para llenar esas horas inútiles y tempranas de la tarde.

Dice el censo nacional de 1970 que hay tres millones setecientos mil españoles entre quince y veintiún años. Habrá que hacer el cálculo actual a ojo: no existen cifras globales modernas. Dos millones de jóvenes, señala el censo, pertenecen a zona urbana. A la intermedia, setecientos mil, y el resto a la rural, a ese campo paulatinamente despoblado. Los grandes monstruos ciudadanos albergan, por tanto, a la mayoría de los jóvenes españoles, y el hormigón les impone sus reglas y su ley. La ciudad adquiere una personalidad muy concreta en el mundo marginal: la ciudad es dura, pesada, comecocos, según palabra del argot callejero. No es casual que una revista underground se llame El Pollo Urbano, ni que un grupo de rock duro madrileño se llame Asfalto y cante en una matinal del cine Alcalá La ciudad me va a matar. Es la metrópolis como imagen última de un sistema enloquecedor y aniquilante: el símbolo de un mundo represivo, de una sociedad de agostadas posibilidades, de unas opciones políticas que evidentemente son incapaces de satisfacer las necesidades de las nuevas generaciones.

Es el desencanto. Un desencanto juvenil en primer lugar político: «Yo no tengo nada que ver con la política», dice Ramoncín, un rockero duro que va camino del mito y al que la gente se empeña en ver como punk: «Yo en lo que creo es en la libertad absoluta y total, sin cortapisas de ningún tipo. No puede estar la gente encerrada en la cárcel por una ley de peligrosidad social, porque lleven un pendiente, o se pinten, o se desnuden; eso de encerrarles es una barrabasada, no tiene sentido. Cada uno tiene que poder hacer lo que quiera, sin perjudicar a nadie. Pero lo que se tiene que meter la gente en la cabeza es que, entre quien entre en el poder, sean izquierdas o derechas, todo va a seguir igual: ningún partido va a quitar esa ley de peligrosidad porque no les interesa, porque les conviene mantener marginadas a personas que de una forma u otra les pueden hacer daño. Por eso, a mí, la política no me interesa. Ni a mí ni a nadie que tenga un poco de coco y deseos de vivir libremente, ¿entiendes? La política no tiene ningún sentido, es un timo total, es un engaño, y todos sabemos que de ella viven cuatro, mientras que los demás curramos. Hay que pasar absolutamente de la política». Y las nuevas generaciones pasan de ella. Es un fenómeno mundial: en Italia, el movimiento Lotta Continua se disgrega mientras el PCI intenta infructuosamente dar una alternativa a las nuevas generaciones. Los partidos alemanes condenan unánimemente la actuación desesperada e individualista de la Baader-Meinhof, pero las calles germanas se llenan de manifestantes adolescentes en su apoyo. El hilo de unión entre la vida oficial y los jóvenes se ha roto. Las nuevas generaciones se sienten estafadas, marginadas, olvidadas por un parlamentarismo democrático que intuyen como un simple juego que no renovará los valores básicos de la sociedad actual, de esa sociedad ajena, enemiga y castrante: no parece quedarles más salida que los peligrosos, heroicos, inútiles actos individuales.

Es el desencanto, sí, pero también el desencanto interno, el derrumbamiento del propio mito contracultural, de la mística underground. Han pasado casi treinta años desde que irrumpió la generación beat de la mano de los nuevos santones: Kerouac, Burroughs, la filosofía de la psicodelia, el recién descubierto Oriente. Fue la época mítica de Katmandú, del Himalaya, de la India. Pero el paraíso asiático está hoy quemado: «India es algo muy duro, ¿sabes?». La gente del rollo dice India sin artículo, amputando ese «la» previo de manual geográfico escolar. «India es muy duro, la miseria es atroz, la experiencia es fortísima: mucha gente se queda allí y no sale. Y lo peor es que cuando ya has ido a India ¿qué te queda? Desde aquí Asia es la promesa de otra cosa. Pero cuando estás en India ya no te queda sitio adonde huir, se te ha acabado el camino. Aquello es el fin de la tierra, el fin de ti mismo. India es el forro del mundo». Lo dice el Zorro, personaje de la noche madrileña, veintinueve años, que hace algún tiempo se llamó Antonio López o José Hernández, cuando era progre politizado y abogado. Más tarde se dejaría pelo y barbas, tiraría sus trajes ortodoxos, se pintaría los ojos en noches locas con maquillajes cargados de intenciones revulsivas y revolucionarias. En algún lugar del mundo se tatuó un zorro en el antebrazo como nueva identificación, y ahora sólo responde por este apodo y ha conseguido olvidar su propio nombre.

Quedan pocos sitios adonde huir, eso es cierto. En la agonía de la India apareció Ketama, en el norte de Marruecos, en los macizos del Rif, unos valles verdes cubiertos de cannabis. Pero Ketama era un paraíso demasiado cercano y de fácil decadencia. Aún quedan, eso sí, santones de una mística diferente. El último gurú literario es Carlos Castaneda, que publicó a partir del 68 su fascinante tetralogía sobre Don Juan, un brujo yaqui mexicano que le tomó de aprendiz y le dio el conocimiento con ayuda del peyote, del humito (hongos alucinógenos), de la hierba del diablo. Castaneda es el último maestro de la automarginación pacífica, el último mito beat, un hombre enigmático, un antropólogo que da clases en la Universidad de San Francisco, que evita cuidadosamente ser fotografiado y mantiene riguroso secreto sobre sí mismo. ¿Tiene treinta, cuarenta años? ¿Es brasileño o peruano? ¿Existió o no Don Juan? Ayudados por Castaneda, los sucesores de la primitiva generación beat vuelven la vista hacia Latinoamérica: puede ser el próximo punto de fuga y de reencuentro. Desde hace dos años el mundo marginal reparte una consigna: «El 78 en Machu Picchu». Allí, en los Andes peruanos, en medio del Valle Sagrado de los Incas que riega el legendario río Urubamba, tendrá lugar en este mes de junio la mayor concentración de marginales del mundo. Más que Woodstock, mucho más que Wight. Es la Fiesta del Sol, el Inti Raymi, una celebración incaica que este año cumple centenario y que coincide con las conjunciones astrales que darán comienzo a la Era de Acuario. Los españoles de la noche están ahorrando para el viaje: la revista Ajoblanco habla de organizar un chárter. Machu Picchu es un llamamiento a la unidad, una nueva esperanza.

Pero la automarginación pacífica está en retroceso: la ciudad es demasiado dura como para no endurecerse uno mismo. Es la agresividad como autodefensa, y las nuevas generaciones han de escoger entre dos salidas para su estupor: la automarginal pacífica y bucólica, o la marginada urbana y rabiosa. Y es esta segunda la que está ganando. No es casual la aparición en Londres, hace unos años, del movimiento punk. El punk londinense tiene ribetes pequeñoburgueses algo artificiosos en su imagen exportable, pero es un símbolo. En realidad no supone más que la vuelta al rock, al rock primitivo de siempre, duro, salvaje y sucio, el rock pesado como alternativa a los años etéreos y psicodélicos de un Pink Floyd. Viste cueros rockeros asustantemente negros, recorta y engoma el pelo, usa cadenas, lleva gafas negras como en los cincuenta, se pega una cruz gamada en la espalda y pone imperdibles por las ropas o los prende salvaje y sangrientamente en las mejillas o la oreja. Punk es miedo. Es, una vez más, un miedo defensivo. Es el punk rabioso como alternativa al pasota inerme. Las nuevas generaciones ya no quieren pasar de todo, como antes: «Pasar de todo sólo lo hacen los muertos», dice Ramoncín. Las nuevas generaciones tienen cosas que decir y que hacer, y quieren decirlas y hacerlas. Luchan por conseguir una vida más humana. Por impedir los crímenes ecológicos, los abusos legales, la represión cotidiana, para terminar con esa ley de peligrosidad social que es en sí misma verdaderamente peligrosa y antisocial. En España el punk ha tenido un fuerte reflejo. No el punk como moda: no se trata de que una discoteca celebre una ridícula fiesta punk con profusión de imperdibles y de disfrazados. Se trata del nuevo florecimiento del rockero duro, del rockero agresivo y suburbial, del rabioso hijo del asfalto. El punk londinense, importado en un artificioso modelo, tiene aquí la contrapartida de un movimiento suburbano radical, un movimiento hambriento, reivindicativo y subdesarrollado. Es, por otra parte, un movimiento que tiene en España vieja historia: son los antiguos rockers que iban encuerados a las matinales musicales del Price de hace quince años.

—Me llamo Johnny, pero por las mañanas soy el señor Calleja...

Johnny tiene treinta años y como hoy es domingo viste cueros punk, botas de tacón, pañuelo con imperdible. Johnny «se lo hace bien», porque durante la semana vende material eléctrico y así saca la pela suficiente para vivir: «Si me ves cuando trabajo, no me reconoces». Nació en el popular barrio de Estrecho, fue botones a los trece años, y chófer, y técnico de sonido de varios grupos musicales. Ahora le van bien las cosas y tiene un Seat grande, lujoso y flamante. «Pues sí, tía, yo soy un vendedor, un comecocos. Pero me lo tengo bien montado con los clientes, me los camelo y los llevo a una barra americana donde hay un par de chicas con las que me he puesto de acuerdo para que sean amables. Y a la mañana siguiente, los tíos, zasca, hacen un pedido de seis kilos [seis millones de pesetas] y por cada seis kilos yo me llevo una comisión de sesenta talegos [sesenta mil pesetas] y luego les doy un par de talegos a las chicas, y debuti...».

«Yo es que siempre he sido igual —dice Johnny—; me acuerdo de cuando íbamos al Guethary, aquel club de la calle Reina Victoria, con los tíos del barrio del Pilar, armados de cadenas... Es que aquel barrio mío es mucho barrio... Ahora ya paso de eso, ahora me lo hago por libre, aquél era un rollo muy duro. Ahora me cojo el bugatti y me voy por ahí, al festival de rock de Murcia o a ver a Supertramp a Barcelona».

También Ramoncín recuerda cuando fue a ver a los Beatles en Las Ventas, en Madrid, cuando tenía diez años. Ahora tiene veintidós y una hija de dos años que se llama Ainhoa. Ramoncín es de una delgadez menuda y suburbial.

«Yo salgo del barrio Sur, entre Atocha y Legazpi. Es un barrio como tantos otros —dice—, pero con algo, con un toque especial. Con mucho encanto. Me da pena que la gente se lo haya perdido. Cuando tenía siete y ocho años vivíamos al lado de la Fábrica de Cerveza El Águila y la calle acababa en un cementerio, ¿sabes?, y con siete años nos íbamos a ver a las putas, que lo hacían detrás de nuestras casas por cinco y por diez duros. Y las veías allí, a cuatro palmos. Y robábamos cervezas, y había gitanos, y pasábamos del colegio y nos hemos educado en la calle. El que se ha perdido esto se lo ha perdido y no va a recuperarlo nunca. El barrio es algo muy fuerte, y lo difícil es identificarte con él. La pelea de la mayoría era salir de allí, pero la pelea mía y de otros pocos era lo contrario, era estar allí y sacar provecho de ello, sacar provecho de todo, de un nido de hormigas, de cazar lagartijas, de aquellas putitas. Era cantidad de entrañable».

Dice Ramoncín que «nació de refilón». Que su madre era actriz, que era cantante: «Mi padre vino, se acostó con ella y después se fue a por tabaco. Y luego mi madre se largó. Bueno, mucha gente piensa que con esta historia se aclara y se soluciona todo: un chico que no tiene padres, por supuesto, tiene que despotricar contra la sociedad. Pero a mí me trae al aire no tener padre y no tener madre, me trae completamente sin cuidado. O sea, que tengo una madre por ahí, sí, que tiene un porrón de críos, pero con la que no tengo nada que ver. ¿Mi padre?, pues no sé si ha muerto o no. Yo me he criado con mis tíos y ha estado muy bien». Dice Ramoncín que ha hecho de todo en la vida, «desde timos, a currar», hasta que en el 76 se dedicó a la música, cantando con el grupo WC. Él mismo compone todo su repertorio, y compone en castellano, y sus canciones son de una tremenda fuerza poética, rota y diferente. «Mastúrbate en el metro», grita Ramoncín desde el escenario, y los espectadores dejan de bailar con él: han de quedarse prendidos escuchándolo. Es un rock el suyo para oír y pensar.

Es una vez más un rock urbano. Es el barrio, la ciudad comecocos ante la que hay que reaccionar. Para no sentirse perdido en las calles enemigas hay que buscarse: las nuevas generaciones se reconocen con sentimiento gremial por las esquinas —«sabes», dirá alguien, «cuando una mañana vas por Madrid, ciego y solo, y todo es un palo a tu alrededor, los coches, la gente, el ruido, y de repente ves en la acera de enfrente a otro tío, otra tía como tú, el pelo largo, o los cueros negros, o la misma cara de pasado, entonces, no sé, entonces sientes algo grande, porque te das cuenta de que no estás solo, de que somos muchos y cada día más, sabes que con aquél puedes hablar y entenderte»— y la gente del rollo utiliza un acogedor nosotros y se cita cotidianamente en los bares del mundillo, por la zona de la calle Libertad, por el Dos de Mayo; el Tito’s, el pub de Santa Bárbara, La Cometa, El Circo de Sambo, El Armadillo, La Vaquería, Libertad 8, Eagles, Agamenón, Pentagrama.

—Está muy flipada la gente, andan todos muy locos.

Están agresivas las noches del mundillo, como respuesta a una sociedad en progresivo desajuste. El último escándalo lo protagonizó un barbado parroquiano de un bar de moda, que se cortó las venas en público regándolos a todos con su sangre. Alguien le rompe la mandíbula a otro acusándole de pusher, de comerciante de droga dura. En algún local (¿quizá la discoteca M&M?), un tipo tira de navaja y bajo la música discotequera se oyen gritos angustiados: «Ayudadme, troncos, que me están pinchando». Y esa palabra, ese «troncos» aterrado, implica todo un contexto, da la clave de una situación determinada: el tronco es un amigo para la vida y la muerte, un camarada de clan y de defensa. En los servicios de mujeres de un bar de la calle Libertad se puede leer en bolígrafo anónimo esta petición nocturnal: «Libertad para el Carpio». Y más abajo: «Carpio, te quiero». Y aún más abajo, con otra mano: «El Carpio sólo me quiere a mí, M. Lo que no impide que todas las mujeres estéis enamoradas de él». La banda del Carpio es la antítesis de la noche madrileña. Coinciden cotidianamente con la gente del rollo, pero no forman parte de ella. Rozan el lumpen y el peligro, son navajeros suburbiales, reyes marginales. Llegaron a salir fotografiados en una portada de la revista Star. Luego el Carpio fue a la cárcel y esto aumentó su terrorífico mito. En la esquina de la calle, a la luz de los faroles, pequeños grupos se dedican al trapiche, a la compra y venta de material: tate, trips, un poquito de mari... Son los camellos, vendedores de drogas suaves, de hash (el chocolate), de LSD, de marihuana. Un poco más allá, algún futuro comprador se pasa un dedo impregnado de coca por las encías para comprobar si éstas se le adormecen: es la mejor prueba, la más rápida, de verificar si la cocaína que le van a vender a entre cinco mil y siete mil pesetas gramo es de buena calidad y no está muy rebajada.

 

 

Las drogas. Se ha hablado demasiado del mundo de las drogas. Se las divide convencionalmente en duras y suaves. Pero Ramoncín dice: «No existen más que las drogas de la heroína y la morfina y esas cosas: lo otro, la hierba y el chocolate, no son drogas». No es necesario hablar del hash, de extendido uso: hoy fuman porros los ejecutivos, las modernas madres de familia. No es necesario hablar del tate verde común marroquí, que está a doscientas cincuenta pesetas gramo, o del hash más exótico y de mejor calidad, el afgano negro, el rojo libanés, a cuatrocientas o quinientas pesetas. Se habla de la próxima legalización de la marihuana en Estados Unidos, y los dos informes más importantes hasta ahora realizados a nivel mundial sobre la cannabis —el Informe Técnico 478 de la OMS y el Informe Mendelsson— concluyen que esta planta no produce adicción física, que no genera violencia ni actos delictivos, que no disminuye la capacidad de trabajo ni altera el interés vital. Que está más cercana al tabaco que al alcohol, considerando éste más peligroso. Sin embargo, el señor Mato Reboredo, jefe de la Brigada de Estupefacientes, hombre con fama liberal dentro de la policía española, sostiene en la revista Jano una opinión contraria: «No se puede hablar de drogas blandas y duras cuando nos enfrentamos al problema de las pluritoxicomanías. Se mezclan unas drogas con otras y además el individuo que empieza a drogarse, ya sea por problemas de personalidad, por presiones de grupo o por curiosidad, se encuentra con que la droga blanda que el primer día le decía algo, al cabo de un tiempo ya no le satisface [...] y entonces ha de ir aumentando la dosis o saltar de unas drogas a otras más fuertes». Lo cierto es que miles de jóvenes consumen cannabis durante años sin pasar jamás a las duras. La gente del rollo no es adicta a drogas mayores. Los heroinómanos son marginales dentro de los marginados, es la última soledad. «Cada uno es dueño de hacer con su cuerpo lo que quiera —dice Ramoncín—, pero yo aconsejaría a un amigo mío que no se pinchara». Es cierto que aumenta cada día el consumo de anfetaminas, de barbitúricos: se tragan frascos de Bustaid, se beben los jarabes para la tos que contienen codeína, se aspiran los disolventes comerciales. Cientos de escolares se embriagan oliendo acetonas modernas, pegamentos domésticos, pinturas. Es cierto también que cada día aumenta el número de yonquis, traslación directa al castellano del inglés junkie, que es aquel que es adicto al caballo, a la heroína. Y es este último círculo del infierno un submundo del terror en el que hay poco lugar para la vida. La adicción física es fatal, el nivel de necesidad va en aumento, el síndrome de abstinencia es brutal: náuseas, vómitos, dolores y calambres musculares, diarrea, escalofríos, taquicardia, a veces colapsos. El yonqui usa heroína, o morfina, incluso se pincha cocaína a falta de otra cosa en lugar de esnifarla (o aspirarla por la nariz). Si no encuentra material, tratará de adquirir sucedáneos poco explotados en las farmacias, como el Sosegon, un derivado de la morfina. Como en todo mercado negro, los materiales están adulterados. No es sólo que el hash sea mezclado con jena, un tinte de cabello marroquí, o que se le extraiga el aceite, o que a la cocaína se le añada bicarbonato. El caballo está a veces adulterado hasta en un 90 % o 95 % con lactosa, barbitúricos o quinina. Sin embargo, el gramo de heroína llega a costar entre catorce mil y veintiocho mil pesetas. El precio es tan elevado que los dealers, los vendedores de drogas duras, que son a la vez adictos, compran sólo un gramo y lo revenden por chuts, justo la pequeña dosis necesaria para provocar un flash, una subida. Chuts de bicarbonato y quinina a precios asesinos para paliar el terror, la oscuridad y la nada. Es la desolación inerme, la soledad más absoluta.

Pero la sociedad no parece querer establecer diferencias. A un hijo se le interna en un psiquiátrico si fuma, se le encierra si se escapa. «Consuelo, vuelve a casa», decía el titular de un recuadro aparecido hace unos días en Diario 16. Consuelo tiene quince años y se fugó el 22 de enero, y «sus padres sospechan que la desaparición puede estar relacionada con ciertas amistades con grupos punk». Hay padres comprensivos que acogen, pero también padres represivos que encierran. Algunas familias sufren esta ruptura generacional de la que no entienden nada, aunque se esfuerzan. Hay otras familias, sin embargo, que se limitan a reproducir en una célula inferior las mismas pautas de una sociedad punitiva y represora, y parece ser este último caso el mayoritario. «Mi viejo a veces me dice: tío, ya va siendo hora de que te cases, ya tienes treinta años —dice Johnny—. Pero a pesar de eso me llevo muy bien con mis viejos. Los cogí un día y les hablé, y lo entendieron todo. A la vieja le costó más, lloró un poco y todo eso, pero ahora nos llevamos maravillosamente».

Una huida «relacionada con ciertos grupos punk». Pero Ramoncín dice que el punk no existe: «Existe solamente un rock sucio, un poco acelerado, que se le viene a llamar punk. Pero el punk no es nada, o sea, es lo mismo de siempre, el rock veinte años más tarde, es la gente que no ha querido ser hippy, la gente que no ha renunciado a la cazadora de cuero, el barriobajero». En un concierto rock, en Móstoles, los espectadores cantaban «Ramón, cabrón, trabaja de peón», y tiraban latas de cerveza vacías y vasos de vino a un Ramoncín impertérrito que les decía: «No hagáis el juego, tíos, si tiráis cosas y hacéis daño estáis haciendo el juego a los de arriba...».

—Aquella gente que gritaba y que tiraba latas eran conocidos míos. Es una cuestión de imagen, ellos pretenden tener una imagen tirando latas. A mí me parece muy bien que las tiren siempre que no me den. Lo que pasa es que el público tiene conmigo una reacción, de entrada, agresiva. Pero no se trata de una agresividad física, este rock es una alternativa a la violencia, es una forma de descargar la agresividad sin tenerte que liar a hostias.

—Y lo de las cruces gamadas punk...

—Es lógico que se usen, porque la estética nazi es algo muy fuerte, tiene mucha clase. Se adopta la estética nazi en el pelo engominado, en las botas y todo eso. Pero en el momento de colgar una cruz gamada en una camisa raída o en el culo no estás haciendo un panegírico del nazismo, sino todo lo contrario, te estás cagando en ello.

—Pero tú nunca has usado cruces gamadas.

—No, no. No se me ha ocurrido. No está el país como para cruces gamadas, ¿no te parece? Nadie entendería nada.

Los hijos del asfalto molestan, sí: «Yo no hago daño a la gente legal —dice Ramoncín—, no puedo hacer daño a mis amigos, a la gente que se enrolla. Pero qué duda cabe que soy un tipo molesto. Porque voy a hacer lo que me da la gana, sin símbolos, ni himnos, ni Cortes, ni Senado». Ramoncín es un personaje intuitivamente lúcido y entrañable.

Como Johnny, como tantos jóvenes de la noche, son «tíos legales». No es casual que haya tenido en su pasado problemas con la policía, que haya sido detenido. No es casual que Johnny pasara tres meses en Carabanchel a los veintiún años, por culpa de una chica que quiso hacerle responsable de un hijo que no era suyo. La chica era menor y Johnny fue detenido. «Insistieron en que reconociera al crío, pero yo estaba tranquilo con mi conciencia, sabía que no era mío, y me negué».

—¿Tú has estado dentro alguna vez? —pregunta Johnny—. Pues no sabes lo que es. Es una mierda, no me extraña que prendan fuego a las cárceles. Mira, el primer día me dieron ganas de orinar y entré en el tigre, y estaba meando y llegaron dos tíos, uno me puso por detrás una navaja en el cuello y me dijo: «Te vamos a follar», y yo les dije: «Vosotros mismos, tíos, dejaros de navaja que a mí me va el rollo», y dije esto porque a mí me gusta vivir, ¿sabes?, y entonces se pusieron los tíos más amigables y en ese momento tocaron la campana de las doce y entonces me preguntaron que para cuánto estaba, y yo dije que para tres años, aunque sabía que era para tres meses, y me dijeron entonces que ya nos veríamos, y yo les prometí que sí y así me salvé, durante los tres meses que estuve allí me aguanté las ganas de orinar, a fuerza de control no volví a entrar en el tigre, no sabes lo que es aquello, lo que es la cárcel; es un horror, es una mafia; a los chavales jóvenes se los cepillaban a casi todos, aquello es muy duro, y te diré además que yo los comprendo, si te encierran por mucho tiempo te tienes que meter en el rollo para sobrevivir, no tienes más remedio, si yo hubiera ido para más hubiera salido igual, de la cárcel sí que sales marginado del todo, aquello es una mierda.

Dice Mato Reboredo en Jano, hablando de los drogadictos: «No es que los margine la sociedad, como ellos dicen, sino que son ellos los que nos marginan a nosotros [...]. Yo, personalmente, admito que es maravilloso e ideal que la juventud busque nuevas pautas, nuevas soluciones y pretenda modificar la sociedad. Pero lo que no se puede practicar es el rechazo como sistema, la negación como principio de filosofía de uno mismo, la autodestrucción y el suicidio colectivo».

Y, mientras tanto, la gente del rollo sobrevive rabiosamente con la esperanza de hacer una revolución sin color político determinado —tan sólo anarquizante y libertaria—, una revolución individualizada que saldrá de las alcantarillas. Dice Ramoncín: «Yo no creo en la automarginación. La gente intenta marginarte, y el que habla de automarginación es que está haciendo el juego a los otros. Porque el que tú cantes para cinco o escribas en una revista para tres es una puta mierda, porque no se entera nadie. Lo que hay que hacer es todo lo contrario, es pelear contra esa marginación y salir de ahí como sea. Yo lo estoy haciendo, yo soy popular. Y soy popular entre otras cosas porque soy un personaje totalmente reconocible: todos hemos sido niños malos y como yo hay uno en cada casa...».

Y, mientras tanto, la gente del rollo se esfuerza en respirar desde los subterráneos urbanos, en un ambiente enrarecido y sin opciones. Condenados a ser adultos en un mundo que no les gusta y que ha sido hecho por otros, sin posibilidades ciertas y claras de un trabajo digno, de una sociedad habitable y de una participación política real, a los hijos del asfalto les queda el recurso de la rabia combativa, de esa orgullosa oreja taladrada. Les queda el Machu Picchu, ese Machu Picchu que ha agrandado los límites del mundo y que es la última esperanza.

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«Catherine murió de sobredosis, yo me voy cuando empieza el día 6»

19/09/78

 

 

 

 

Éste es un reportaje paradigmático de lo que fue la plaga de la heroína en nuestro país. Parques y aceras estaban sembrados de hipodérmicas, los baños de los bares de moda tenían una vampírica iluminación violácea para que los drogadictos no se e

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