El amo de la pista

Fragmento

libro-3

 

 

 

 

 

 

Fue en el patio del Caravel donde conocí a Cirro Cobalto un día de febrero, cuando ya estaba avanzado el segundo trimestre y no parecía muy razonable que un nuevo alumno viniera a integrarse en el curso.

 

Cirro apareció de la misma manera sorpresiva con que acabó aprobando al final de curso todas las asignaturas con buenas notas y casi sin asistir a clase, mientras la mayoría nos quedábamos a verlas venir, sin lograr que los aprobados superasen a los suspensos o que, al menos, no se apreciara demasiado.

 

Apareció aquella mañana en el patio del Caravel con una trinchera que le llegaba muy por debajo de las rodillas y una boina que le cubría la cabeza de forma holgada y caída hacia un lado, y se me acercó con el gesto decidido de quien presume conocerte de toda la vida.

 

—Si eres Cantero —me dijo, cuando yo todavía ni me había fijado en él, entretenido como estaba con otros amigos que me pasaban la pava y contaban las caladas para que el cigarrillo durase y nadie se pasara de listo—, ven conmigo y no te esfuerces en negarlo, si es que no estás avisado. Además del aula, tienes que enseñarme los retretes, me estoy meando.

 

En el patio del Caravel la niebla de febrero se agarraba a las verjas.

Los recreos dejaban en los pasillos a la mitad de los alumnos que no se atrevían a salir al patio, temerosos del frío o la lluvia, ya que los abrigos y las gabardinas quedaban colgados en las aulas al comenzar las clases y no estaba permitido recogerlos hasta el final de las mismas.

Los que nos arriesgábamos a la intemperie era para poder fumar. Solapados en alguna de las esquinas del patio, mojados y temblorosos. Aprovechando hasta el límite las colillas de los cigarrillos siempre compartidos, y con la amenaza de que cualquier esbirro del Jefe de Estudios nos descubriese.

 

Cirro Cobalto no hizo el mínimo gesto que no fuera mover la cabeza con desgana mientras me hablaba, y sin atender a lo que yo pudiera contestarle, se dio media vuelta y caminó en la niebla.

Ni siquiera se me ocurrió rechazar la pava a la que me tocaba dar la última calada, ni ver u oír lo que hacían o decían los demás fumadores, tan ateridos y sorprendidos como yo. Ni mucho menos caer en la cuenta de que había sido requerido por mi nombre, como si me conociese el que lo hizo.

Tampoco comprendí bien sus palabras, si se trataba de una orden o una mera solicitud o la ambigua llamada de alguien que podía ser una aparición amparada en la niebla.

 

—Se me heló la vejiga en la Pensión Aludes —le escuché al llegar a su altura, observando que apretaba las manos contra el vientre en los bolsillos de la trinchera—. Ni hay calefacción ni pupila que se metiera en la cama conmigo. Nadie me avisó de que el invierno en Borenes era tan crudo.

 

Atravesamos el patio.

Lo llevé hasta los retretes por el pasillo donde algunos alumnos jugaban a las cartas tirados en el suelo, mientras otros daban cabezadas contra la pared o pintaban obscenidades en el vaho de los cristales de las ventanas.

A los que se interponían a nuestro paso, los que se movían como sonámbulos de un extremo a otro del pasillo, los empujó Cirro con igual displicencia a la que caminaba, perdiendo todos el equilibrio sin alterar el alboroto.

 

—Me esperas ahí quieto, no voy a cerrar la puerta —me dijo tras meterse en el retrete—. No sé si sólo meo o hago algo más. Cualquier cosa que te llame la atención me la avisas, no dejes que me pillen en cuclillas y sujetando los pantalones. Puedes ir contándome lo que quieras mientras evacúo. ¿No serás de los que se la cogen con papel de fumar? Hacer las necesidades es como hacer lo debido, algo congénito.

 

Iba a aprovechar el momento para irme.

El ruido de Cirro Cobalto se mezclaba con el esfuerzo de unos susurros denodados y algunas voces que no se sabía bien si eran de ánimo o de compunción, como si la vejiga se le hubiese contraído o el intestino se le enquistara.

No me atreví a moverme.

Seguía sin tener la mínima idea de lo que podía suponer aquella sorpresa avasalladora de su llegada.

La presencia de alguien con aquellas pintas, sin nada que pudiera hacérmelo reconocer, tampoco la suposición de que él me llamase sabiendo quién era yo.

 

—Cuéntame algo —me ordenó con la voz ronca de un esfuerzo que llegaba al límite y una sarta de ruidos que parecían abdominales y dolorosos—. Dime quién manda en el Caravel y a cuánto se cotizan los sobresalientes. ¿Hay cuadro de honor y diplomas? ¿Los cates los regalan o los rifan con las bofetadas y las collejas? No te andes por las ramas.

—Mandan don Tulio, don Centeno y la señorita Camelia —afirmé como un bobo, casi sin saber lo que decía, y hasta sentí vergüenza al enumerar a quienes en el cuadro de profesores mantenían la vara más alta, ya que sus asignaturas se contaban entre las más importantes, lo que hacía que ellos tuvieran igual mando que menosprecio al departirlas—, y Osco y Balandrán, que son los bedeles que tienen la mano más larga.

 

Me pareció que Cirro Cobalto terminaba de evacuar, no sin explayarse con unos gemidos que parecían reconfortarle, y antes de tirar de la cadena suspiró hondamente.

 

—Iremos por partes —anunció complacido y sin duda también satisfecho de haberse aliviado de lo que el vientre dolorido reclamaba o necesitaba la vejiga, lo que también le hizo silbar, antes de dar una patada a la puerta del retrete que a punto estuvo de hacerme daño en la rodilla—. A unos les bajamos los humos y a otros les damos un repaso. Todo entre tú y yo, como compinches y emprendedores del negocio. La somanta la dejamos para otra ocasión. Hay que trabajarse el expediente escolar porque luego viene la licenciatura, y las profesiones no son fáciles. Tampoco las ilusiones. Es la vida la que tira por donde le queda cuerda.

 

Salió del retrete y se ajustó la boina y la trinchera.

 

Tuve la primera sensación de que se trataba de alguien tan ajeno y lejano como comprometido.

Un ser más parecido a un personaje que a una persona, pero tan cierto y verdadero que me inquietaba con la mera sorpresa de su aparición y lo que en mi vida podría significar.

 

Volvimos a los pasillos, donde los refugiados del recreo daban los últimos coletazos.

Subimos al segundo piso, en el que estaba el aula que Cirro Cobalto quería conocer, y, entre una y otra cosa, repartió algunas patadas y mantuvo una gresca con un sonámbulo que despertó al recibir una bofetada e intentó cogerle por las solapas de la trinchera.

 

—No me imaginaba que el Caravel tuviese la tasa tan baja —me dijo con gesto agrio—. ¿El claustro de profesores, aparte de los mandamases que me citabas, se dedica a la enseñanza o al sabotaje formativo? No me hago a la idea de tanta molicie, a no ser que no sea el Caravel que buscaba ni tú el Cantero que había de recibirme. Vaya chasco, menuda indigencia, qué pena en todo caso, qué calamidad. No vengo en balde y tampoco tengo tiempo que perder. Hay asuntos urgentes.

 

No supe contestarle.

Volví a sentir el desconcierto que no había podido evitar una vez más cuando todavía desde el interior del retrete me pidió que mantuviera la puerta un poco más abierta para respirar mejor y, sin contener mi vergüenza, tuve que percibir el olor de su laboriosa fatiga.

La puerta del aula estaba abierta.

El exceso de calefacción, los pupitres desordenados y las prendas de los alumnos caídas por el suelo al pie de las perchas atiborradas me hicieron mirar a Cirro con temor, sin que él se diera cuenta, ya que no hizo ningún comentario inmediato.

Avanzó por el pasillo central, dando manotazos a los libros y cuadernos en los pupitres. Llegó a la tarima donde estaba la mesa de los profesores. Se sentó en la silla, movió la cabeza sin que yo pudiera entender lo que de veras pensaba y, desde luego, muy lejos de la previsión de lo que iba a decir y hacer.

 

—Nada en su sitio. Un buen garito para la didáctica impenitente. Mano de santo para alumnos subdesarrollados, mentalidades obtusas. La de dios es cristo. Vaya antro.

 

Bajó de la tarima con la silla en las manos. La estrelló contra el primer pupitre. Todo ello sin despendolarse, con mayor sosiego que el que había tenido en el retrete y repartiendo patadas y bofetadas entre los refugiados del recreo.

Se volvió hacia el encerado, que cubría el polvo de la tiza comparable al que en la atmósfera del aula supuraban los residuos de los materiales escolares.

Borró lo que pudo en la pizarra con el trapo que le puso perdida la trinchera. Tomó una tiza y escribió con letras muy grandes algo que tardé un momento en descifrar:

 

LLEGÓ CIRRO, EL TIEMPO ESCAMPA.

 

Palmeó las manos, se sacudió lo que pudo del polvo de la tiza en la trinchera.

Me pareció que asentía satisfecho, antes de volver por el pasillo, mirarme de refilón, mover la cabeza tal vez más comprensivo que enfadado y darme unos golpecitos en los hombros al irse.

 

—Si eres el Cantero que buscaba, ya sabes lo que tienes que hacer —me dijo muy serio, reiterando los golpecitos en mi espalda—. Al que le toque borrar el encerado, me lo pones el primero de la lista.

 

Reconozco que me quedé anonadado.

Cirro Cobalto había desaparecido como llegó y, escaleras abajo, cuando ya sonaba el timbre que anunciaba el final del recreo, todavía escuché algunas quejas de quienes eran empujados en los peldaños y el ruido de lo que no debiera reconocer como una ventosidad que ametrallaba a los que estuvieran más cerca de él.

Una costumbre casi obscena que jamás cesó en el tiempo que duraría lo que más que parecerse a una amistad, no pasó de un desastroso conocimiento, si hago un repaso de lo que Cirro Cobalto supuso en mi vida y de cómo me tuvo en sus manos hasta salir de la niebla que pudo ocultarnos.

 

—Siempre me quedó la duda de saber que eras el Cantero que buscaba —me repitió muchas veces—, pero no te dejabas llevar sin disgustarte, y por eso no le di importancia. Fuiste un buen esbirro y, aunque no te tenga ningún agradecimiento, tampoco te echo nada en cara.

 

Aquello daba sentido a muchas cosas tan penosas como inolvidables, y así me las iba a ver en el lío más importante en que estuve metido, siendo como soy alguien propenso a ser liado, si reconozco ese atributo en mi existencia y en manos de quienes con frecuencia hicieron de mi amistad un subterfugio.

Dos

 

 

 

 

 

 

El día que mi tío Romero me echó de casa nevaba en Borenes y era un martes angustioso en el que se me había encabritado la úlcera de duodeno, recrudecida desde que me licenciaron de la mili.

Mi tío me echó con cajas destempladas.

Menos mal que ya por entonces había abandonado sus aficiones cinegéticas y vendido la escopeta del doce con que solía cazar aves acuáticas en un pantano, en el que pilló varias neumonías y el reuma que lo acabaría postrando en una silla de ruedas.

La escopeta hubiera supuesto un serio peligro para mi integridad física, si calibro el grado de ofuscación al que mi tío Romero podía llegar y el escándalo que dio pie a que por muy poco no lograra tirarme por las escaleras.

 

Fueron mi tío Romero y mi tía Calacita quienes me recogieron cuando quedé huérfano tras las muertes sucesivas de mi padre y de mi madre.

Era entonces un adolescente que todavía no se la pelaba y estaba muy metido en asuntos religiosos, con algunos escrúpulos espirituales contagiados por un amigo exseminarista que se llamaba Parmeno, sin haber llegado a la condición de meapilas, aunque faltándome poco para alcanzarla.

La vida espiritual tan contagiosa en lo que me ofrecía la amistad de Parmeno me resultaba un salvoconducto para superar otras contrariedades y hasta un entretenimiento para que el aburrimiento, al que era muy proclive, no me corroyera.

 

La verdad es que la muerte de mis padres paró en seco la devoción religiosa.

Me dejó sin ánimo para nada que no fuera quedarme quieto en cualquier sitio, medio atolondrado, papando moscas e incapaz de un llanto que me aliviase.

 

—Hay que nivelar la conciencia y poner el alma a remojo —me aconsejaba Parmeno, que entonces encontraba muchas dificultades para que le siguiese hasta la parroquia de San Verino, donde teníamos la costumbre de confesar y comulgar—. Con la dejadez, te desmoronas. La abulia te deja indefenso. No hay tentación que no te pille descuidado. Hay que elevarse, la infantería no es la tropa más aconsejable en tu situación. Cuerpo a tierra te quiere el enemigo, y Dios no toma el mando de los cobardes.

 

Primero murió mi madre.

Lo hizo un viernes de Cuaresma y, dada la salud con que sobrellevaba una vida sin alicientes pero también sin alteraciones, no pudo resultar más trágico aquel traspié que la derribó de espaldas, golpeando la nuca con el bordillo.

Traumatismo encefálico, oí repetir infinitas veces a don Gardiel, el médico de cabecera que siempre me pareció el menos apropiado no sólo para aquella precaria determinación de las causas de la terrible desgracia.

También lo había sido para tantos otros diagnósticos enrevesados que, en lo que a mí concierne, sirvieron para hacerme más dolorida la infancia y nada saludables sus prescripciones y recetas.

Todo ello con el insolvente afán de dar rienda suelta a mi fisiología enfermiza y dejarla que se explayase hasta que la anemia la forzara a desistir. Ésas eran sus consideraciones médicas, y mis padres no dudaban, ya que lo tenían por una lumbrera.

 

—El niño no tiene ni media torta —le decía don Gardiel muy ufano y malhablado a mi padre pesaroso, cuando el termómetro se había roto por el exceso de décimas y calentura al tomarme la temperatura en el culo.

 

 

 

 

 

 

Todo cabía en el ojo clínico de don Gardiel.

El traumatismo encefálico de mi madre no había sido fruto del tropezón sino de un quiste vaginal y las incipientes varices que intentaba disimular con las medias demasiado ajustadas y los tacones de los zapatos excesivamente altos.

Mis afecciones infantiles, repetía con el cálculo técnico que usaba con displicencia cuando me sacaba el termómetro del culo, resultaban aviesamente glandulares y convenía quitarme lo antes posible las amígdalas y las vegetaciones que hacían muy costoso mi crecimiento y el riesgo de cronificarse la irritación de garganta.

 

Mis padres no reparaban, o se hacían los suecos, en lo que a don Gardiel le había sucedido, sin que ningún colega moviera un dedo, cuando en el Colegio de Médicos le abrieron un expediente disciplinario por malas prácticas y falta de titulación en actos quirúrgicos de los que él se disculpaba asegurando que siempre se trataba de cirugías ministrantes.

Don Gardiel no se arredró ante lo que consideraba una extorsión profesional, fruto de la calumnia y la envidia y, muy al contrario, se envalentonó y dispuso a seguir con lo suyo que, aunque yo no sabía muy bien lo que era, sí estaba en sus manos por la inutilidad de mi padre ante sus ofrecimientos y esa convicción de tratarse de una lumbrera.

El ofrecimiento ya no era otro, tras haberme quitado en su día las amígdalas y las vegetaciones de una vez, que operarme de apendicitis y quitarme la hernia inguinal, una herencia de mi abuelo materno, al que ni siquiera había conocido.

Ambas cirugías las llevaría a cabo, como en el caso de las amígdalas y las vegetaciones, haciendo doblete, lo que no sólo facilitaría la operación, evitando riesgos de infecciones, sino que supondría una notable rebaja en el precio de la misma, un buen alivio en la factura.

 

—Este chico no tiene media torta, lo llevo diciendo desde que nació —aseguró una vez más a mi pesaroso padre, que a punto estuvo de ceder a su propuesta—. Es previsible la peritonitis a la primera de cambio, y el estrangulamiento de la hernia el primer día que salga a correr al patio del Colegio o le hagan saltar el plinto. Opero sin anestesia, no hay necesidad, y será mayor el ahorro y menor la intoxicación. Tampoco hace falta quirófano, me las arreglo en el gabinete y la enfermera es mi hija Velita, que ya tiene la regla. Nadie de más confianza que quien pone el ojo clínico donde nos es posible rascarlo.

 

No me operó.

La suerte estuvo a mi favor con el mismo infarto que se llevó a mi padre, cuando don Gardiel insistía, ya inhabilitado para ejercer la profesión, y mi padre le daba largas, a punto de quedarse viudo y dejarme huérfano, ya que su fallecimiento fue sucesivo al de mi madre accidentada, con muy poco tiempo por parte de mi progenitor para un luto reglamentario.

 

Uno y otro, mi padre y don Gardiel, cayeron en acto de servicio.

Las necrosis por obstrucción y falta de riego sobrevinieron en ambos casos entre el pericardio y el endocardio, dándole al miocardio su merecido, según diría Cirro Cobalto con tanta sorna como mala leche, cuando contabilizaba los infartos a los que había asistido a lo largo de su vida, en muchos de los cuales reconocía una somera pero satisfactoria participación.

 

Cayó mi padre al pie de una turbina en la planta de la Central Eléctrica que alimentaba uno de los pantanos correspondientes a la cuenca hidrográfica, donde trabajaba.

Lo hizo mientras evaluaba un informe técnico, muy discutido entre los ingenieros de la Confederación, que estaban peleados entre ellos y le tenían a mi padre una inquina termodinámica que también acabaría afectando al ingeniero jefe y a dos técnicos eléctricos que le hacían la rosca, todos ellos electrocutados en la misma cavidad torácica.

 

Cayó don Gardiel sin mayores miramientos cuando, sin hacer caso a su inhabilitación y dedicado a supervisar cirugías plásticas por correspondencia, tuvo que acudir urgentemente a una intervención clandestina.

La paciente estaba siendo tratada con la silicona que proporcionaba el propio supervisor, que también proveía de los fármacos y utensilios necesarios para la cirugía, pero había salido huyendo tras las inciertas incisiones a que era sometida, y fue el propio don Gardiel quien corrió tras ella para evitar la fuga y darle explicaciones, ya que los plásticos no querían saber nada del desaguisado.

 

Don Gardiel infartó en la acera y la paciente sufrió un colapso a la vuelta de la primera esquina.

 

Con motivo de la muerte de don Gardiel conocí a su hija Velita, entonces una adolescente esmirriada que ayudaba a su padre en las labores del gabinete, donde el médico inhabilitado improvisaba lo que en un quirófano pudiera necesitarse para llevar a cabo sus intervenciones ilegales, preferentemente relacionadas con pólipos e interrupciones del embarazo.

 

Velita, según me confesó cuando no mucho después comenzamos a tener relaciones sexuales incompletas, se había convertido en una suerte de enfermera asustada que iba y venía de la cocina al gabinete con una palangana, una toalla y unos paquetes de gasas y algodones.

 

Es curioso, decía Cirro Cobalto con la petulancia que lo caracterizaba y el prurito que tenía de ser un especialista en lo general, lo que el colapso y el infarto suponen con parecida probabilidad y un tanto por ciento equiparable de obstrucción de la arteria y postración circulatoria.

 

—Seas o no seas el Cantero que busco, siempre debes tenerlo muy en cuenta —remataba—, porque conmigo el riesgo es variable y no hay sálvese quien pueda a la vuelta de la esquina. Las misiones se cumplen a rajatabla. Las tramas ni son convencionales ni muchas veces hay dios que las entienda. Un infarto, una obstrucción arterial, menuda bagatela, vista la encomienda. Hay que estar a las duras y a las maduras. Soy el amo, la pista es mía. Los asuntos urgentes priman sobre los secundarios.

 

 

 

 

 

 

No caí por las escaleras de puro milagro, sin que hubiera hecho falta que mi tío me empujase.

Mi tío Romero estaba tan indignado como yo fuera de bolos, menos sorprendido de lo que debiera pero más intimidado y pesaroso, como si lo sucedido nada tuviese que ver con la realidad de los hechos.

 

Tal como me diría solazado y malicioso Cirro Cobalto más de una vez, se trataría en mi caso de una realidad novelera, impropia pero no indebida, ya que en el acervo de las pasiones humanas todo era posible, incluso los calentones y las soflamas.

Y debería tener muy en cuenta que mi tía Calacita, como paliativo de su comportamiento, lo era por el matrimonio con mi tío Romero, el hermano de mi madre, y que los parentescos tienen su grado y medida para el respeto que requieren, con el tanto por ciento en lo que son como en lo que dejan de ser, muy distinto moralmente ese respeto según la proximidad o la lejanía, pero sin prevalencias.

 

—No es lo mismo en cualquier caso una tía carnal que una prima segunda, pero sí muy parecido… —decía Cirro, del que entonces no sabía si tenía o había dejado de tener familia, y quien alababa de modo desmedido los apareamientos en el reino animal, donde no existía el componente incestuoso, sólo el instinto reproductivo.

 

Lo cierto es que habían pasado unos cuantos años desde que Cirro Cobalto me cogió por sorpresa en el patio del Caravel, y no había tenido ninguna noticia del mismo, precisamente desde que al fin de aquel curso obtuvo las mejores calificaciones y figuró en el cuadro de honor con la disimulada envidia de muchos alumnos, tanto de los suspendidos como de los relegados en la pugna de las notas.

 

Había llegado a mitad del segundo trimestre y se había integrado en el curso de una forma bastante aleatoria, muy a su aire pero dejando constancia de una capacidad de maniobra verdaderamente eficaz, suficiente para tenernos entre deslumbrados y sorprendidos a sus compañeros, y muy embelesados, aunque de manera no menos sorprendente, a casi todos los profesores, con el resultado de sus extraordinarias calificaciones.

 

—Si no das ni golpe, se te ve el plumero y llevas las de perder —advertía Cirro con displicencia—, y si te pasas de la raya, te conviertes en un empollón que da grima y alergia. Hay que ser listo, nadar y guardar la ropa, llevar la tea encendida. Si deslumbras, no es preciso hacerte valer. Se te ven las maneras. Suficiente para sacar el rendimiento preciso. Poca mecha y mucha chispa, así son las cosas.

 

Venía a clase tres días seguidos, casi nunca la jornada lectiva completa, y pasaba otros tantos sin aparecer. En ningún caso sin hacerse ver demasiado, pero siempre dando la nota adecuada en el momento oportuno.

Tenía la respuesta que nadie sabía en cualquier materia y era capaz de contestar adelantándose a las preguntas de los profesores, que parecían escucharle embobados.

En los recreos nunca se le veía el pelo.

Todos sabíamos que mantenía su retrete acotado y nadie se atrevía no ya a preguntar por él, ni siquiera a mentar aquellas ausencias y mucho menos sus desapariciones.

 

Yo era el único a quien reiteraba las advertencias para que velase por que nadie lo echara de menos, sin que se hicieran cábalas ni comentarios por anodinos que resultaran, y en su comportamiento fuera del aula había una actitud despreciativa que algunas veces hasta podía parecer amenazadora

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