1
Sante
Había sido una noche de perros.
Sante estaba de pie en la barca. Empujaba el gran remo hacia delante. El cielo se tiñó de rosa. La aurora se reflejaba en la laguna y parecía revelar el suave capuchón de una medusa gigantesca, como si esta descansara bajo el vientre líquido de Venecia. Hasta hacía pocos días el gran espejo transparente había sido una única capa helada. Ya había ocurrido antes. Los viejos contaban que en otras ocasiones los venecianos habían tenido que romper el hielo para poder desplazarse sobre el agua. Y ahora, de los grandes bancos de días anteriores, formados cuando la cortina de hielo se había cubierto de vetas oscuras hasta romperse, solo quedaban unas pocas placas flotantes, similares a los rastros iridiscentes de un fantasma.
Seguía haciendo un frío terrible, aunque la temperatura había subido. El Rio dei Mendicanti, o canal de los Mendicantes, se había convertido en una cinta lívida. Un vagabundo, envuelto en un viejo tabardo oscuro, tan desgastado como para sugerir que las polillas lo habían devorado trozo a trozo, se tambaleaba hacia un lado del canal. Llevaba en la mano un farolillo que se balanceaba con su débil resplandor. A Sante no le preocupó. No era extraño ver a un desgraciado así en un lugar como aquel.
Las masas oscuras de los falansterios y las casuchas caídas que dominaban el astillero se elevaban hacia el cielo, como si los pobres se hubieran afanado en construir un piso sobre otro en un intento desesperado por tocar las manos de Dios y, al hacerlo, obtener de él una gracia o perdón que, lamentablemente, nunca había llegado. No era que no tuvieran quién sabe qué culpas, devorados como estaban por el hambre y la indigencia, hermanas meretrices dispuestas a hacer picadillo a cualquiera de la zona. La colada estaba tendida secándose y las sábanas y la ropa, llenas de remiendos y rasgaduras, se veían abofeteadas por el viento helado que las levantaba como rígidos trapos pertenecientes a un puñado de condenados.
A medida que la góndola avanzaba sobre el agua, una luz febril se extendía por todas partes y el alba cedía dando así paso a los temblores enfermizos del día. Unos cirros de humo salían de las chimeneas. La pequeña embarcación oscura se movía con exasperante lentitud, pero Sante no tenía ganas de remar con más vigor. Había sido una noche de insomnio y se había quedado mirando las vigas podridas del techo mientras su frente se iba cubriendo de un sudor helado. El miedo a no poder tener nada que cenar le había impedido cerrar los ojos. Y las punzadas del hambre habían hecho el resto. Finalmente, dirigió su mirada hacia la gran fachada de San Lázaro y al Hospital de los Mendicantes, viéndolos desfilar de reojo. Hacía tiempo que había jurado no volver a vivir en Castello. Ese barrio, por desgracia, resultaba ser el más infame de Venecia y, con los años, se había convertido en la sentina de una ciudad que parecía anhelar su propia muerte, jurando hundirse en cualquier momento. Las fiestas salvajes, el carnaval casi interminable, la corrupción y el vicio que moraban en aquellos callejones en los que cada día parecían aflorar nuevos reductos y burdeles: todo parecía hablar de una carrera contra el tiempo, en un desesperado intento de encontrar una ruptura definitiva.
Su mente volvió a sus legítimas aspiraciones de cambiar de casa, estaban destinadas a estrellarse contra los exorbitantes precios de la vivienda. Alguien como él, un simple calderero, no tenía ninguna posibilidad de cultivar tales esperanzas. En lugar de ello debía conformarse con el modesto cuchitril donde vivía con su mujer y sus tres hijos.
Suspiró.
De repente, mientras seguía remando fatigosamente, con la cabeza aún llena de preocupaciones y pensamientos, sintió que la barca chocaba contra algo sólido. El impacto no fue de los peores, pero, sorprendido por tal hecho y distraído por las reflexiones de unos momentos antes, a punto estuvo de perder el equilibrio y acabar en el agua. Con un movimiento bien calibrado de su torso y desplazando su peso consiguió mantenerse erguido mientras su mirada, en cambio, se posaba casi instintivamente en la superficie del agua. A pesar de que la luz espectral del amanecer había iluminado el espacio a su alrededor, no comprendió de inmediato de qué se trataba.
Al principio lo que vio fue una extraña maraña de algas negras. Pero luego, mirando más de cerca, se dio cuenta de que no era en absoluto lo que había creído. Frente a él, en el agua, emergía una gran masa de pelo. Y, cuando el cuerpo se giró, debajo vio un rostro: pálido, blanco, como si alguien lo hubiera vaciado completamente de sangre. Un rostro apagado que, tiempo atrás, debió de ser hermosísimo. Pero ahora le daba escalofríos porque llevaba dentro el aliento de la muerte.
Sante se quedó con la boca abierta y un grito mudo atrapado en la garganta.
Luego, apelando a su propia fuerza de espíritu, extendió los brazos en busca del cuerpo. Sus dedos tocaron el cuello y luego se estrecharon alrededor de los hombros. Cuando tiró del cadáver hacia sí, en un intento desesperado de izarlo a la barca, vio algo que lo dejó apabullado. La mujer no solo estaba muerta, sino que alguien, con una furia feroz, le había abierto el pecho y arrancado el corazón.
2
Canaletto
Miró el resultado. Y no le desagradaba en absoluto. Sentía que aquella técnica, que estaba perfeccionando poco a poco, le permitiría captar Venecia bajo una nueva luz y perspectiva. No las vistas habituales, la congelación del instante a través del lienzo, sino la representación de una parte de la ciudad, transfigurada en un juego de perspectivas y puntos de vista, celebrando la grandeza de la Serenísima.
Antonio Canal permaneció largo rato contemplando los detalles del cuadro. Había plasmado libremente el espacio, aunque la reproducción era, como él pretendía, una cuidadosa reinterpretación de la escena real. Había dado rienda suelta a pinceladas gruesas, intensas y llenas de color, regodeándose en el claroscuro para garantizar un evidente efecto dramático.
Por supuesto, los biempensantes creían que había repudiado el teatro, es más, que lo había excomulgado. Pero no era así en absoluto. Pintar Venecia e incluso pensar en separarla del teatro sería pura traición. Y si bien era cierto que había elegido tomarse un descanso de las escenografías para Alessandro Scarlatti, era igualmente innegable que estaba estudiando la manera de realzar del mejor modo, con sus diseños, la nueva ópera de Antonio Vivaldi: La fede tradita e vendicata.
Nada que fuera público todavía, y era mejor así, dado el tenor casi subversivo de la obra compuesta por el gran músico, pero, en cuanto a su amor por el teatro, había poco que negar. Sonrió. Desde que sus lienzos se habían convertido en los más codiciados de toda Venecia, todo el mundo se presentaba como experto en arte y pontificado sobre su obra. ¡Tanto mejor! Los encargos aumentaban y tal perspectiva era lo que él necesitaba: poco pero seguro.
Ciertamente, las facturas no se pagaban solas. Y no se trataba de pinceles, colas y mastiques para la imprimación, los colores y los lienzos, en absoluto. Para empezar, había lentes para la cámara óptica. Si querías algo bien hecho, los precios se disparaban. Y, además, la casa. Y una nueva planta para el estudio. La vieja casa ya no le encajaba del todo bien, por lo que tomó la decisión de comprar un palacete en Castello. Había costado una fortuna y, una vez pagado, se quedó sin un céntimo. Por no mencionar el hecho de que al mes siguiente tuvo que renovar completamente el tejado. Por fortuna, aquel nuevo encargo había llegado gracias a los buenos oficios de su amigo Alessandro Marchesini, un pintor de Verona que lo tenía en gran estima y que había recomendado sus paisajes a un rico comerciante de Lucca: Stefano Conti. Y a todo ello cabría añadir que si se quería causar buena impresión a los clientes y adquirir nuevos encargos, había que presentarse con decoro en el vestir. Y luego estaban los criados. No es que tuviera un montón de gente para cubrir sus necesidades: una cocinera, una criada y un criado. Pero ¡había que pagarles! En resumen, no era nada sencillo. Pero trabajar no le asustaba; de hecho, se sentía por completo inmerso en su trabajo, en ese intento nada evidente de ofrecer al ojo humano una nueva forma de ver Venecia o, tal vez, de verla por primera vez como lo que realmente era, si bien sublimada por el color y la luz.
En cualquier caso, lo que más le convenció del lienzo que había pintado por encargo de Stefano Conti era el resplandor que iluminaba las aguas del Gran Canal y las hacía brillar de un verde intenso. Y luego, de nuevo, los rayos sobre las fachadas de los edificios, en particular el resplandor sobre el Fondaco dei Tedeschi, claro y nítido en el lado izquierdo del lienzo para formar el contrapeso ideal al pozo luminoso de la Erbaria, que, con su plaza, dividía el Palacio de los Camerlenghi de las Fábricas Nuevas, que permanecían en la sombra. Había construido esa armonía de claroscuros partiendo de un dibujo a lápiz, repasándolo después con pluma y tinta marrón, para finalmente capturar el puente de Rialto desde el lado que miraba hacia el Fondaco dei Tedeschi, gracias al uso reiterado de la cámara óptica.
Mediante un pequeño orificio y una lente era capaz de obtener la imagen de un paisaje, una vista en escorzo, una plaza, una plazoleta o un canal, impresos en un espejo esmerilado y calcados en una hoja de papel transparente. Le encantaba utilizar ese instrumento para fijar contornos de arquitecturas y lugares. Pero, de hecho, no se limitaba a reproducir, ya que, al multiplicar las perspectivas y dilatar mediante ese efecto los espacios, recurriendo a un desprejuiciado uso del color y del claroscuro, reinventaba la realidad, y sus lienzos eran nada más y nada menos que su visión de una ciudad única en el mundo.
Suspiró. A través de los ventanales de su palacio veía caer la nieve en pequeños copos. A causa del color plomizo del cielo, aquella tarde ya se había convertido en noche y las heladas de los días anteriores parecían no dar tregua. Antonio se acercó a la mesa de patas de sable y cogió una taza de chocolate caliente. Flora, su cocinera, se lo había preparado. Él había aprendido la receta en casa de Tomaso Albinoni, de quien era acérrimo admirador. El compositor había tenido la amabilidad de enviarle las instrucciones en una carta en la que lo invitaba al estreno de una de sus nuevas óperas. Los primeros intentos no habían sido perfectos, pero después de unas cuantas veces había salido una bebida fenomenal: caliente, cremosa, envolvente. Degustarla, observando los blancos copos de nieve que caían del cielo…, sabía a placer prohibido.
Se calentaba, pues, manteniendo las manos entrelazadas en torno a la hermosa taza de porcelana de Meissen, cerrando los ojos en tanto saboreaba el agridulce aroma del chocolate, acercándose a la chimenea, cuando Alvise, su criado, se anunció. Entró en el estudio en cuanto Antonio le dio permiso. Si Alvise venía a molestarlo mientras se ocupaba de sus asuntos, algo muy grave debía de haber sucedido. Y ciertamente lo era, porque Alvise estaba pálido, con el rostro contraído en una mueca. Sus finos labios se cerraron en una única hendidura roja.
—Señor mío —dijo con deferencia.
—¿Alvise?
—Sí… —prosiguió vacilante el sirviente.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Antonio, mientras Alvise le entregaba una nota. El papel portaba el sello de la Serenísima República: el león alado.
—¿Qué significa?
—Señor mío, no tengo ni idea —replicó Alvise—. Lo que puedo deciros es que el capitán de la policía os espera en la puerta.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere?
—Ha dicho que desea llevaros al Palacio Ducal.
Sin más dilación, Antonio se hizo con una larga capa que había colocado en el respaldo de un pequeño sillón y un tricornio oscuro. Calzaba unos zapatos resistentes y, a la velocidad del rayo, alcanzó la puerta. Bajó un tramo de escaleras. Luego otro. Finalmente, llegó al patio. Fue allí donde, desde debajo del tricornio, vio la mirada destellante del capitán de la policía.
—Señor Antonio Canal, también conocido como Canaletto, sígame, por favor —dijo este lacónicamente.
—¿Adónde y por qué? —preguntó Antonio, que desde luego no quería discutir las órdenes, pero que pretendía al menos hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo.
—Al Palacio Ducal —soltó el capitán, confirmando lo ya anunciado por Alvise—. Como dice la nota que tiene en su mano, Su Excelencia Matteo Dandolo, el inquisidor rojo elegido entre los consejeros ducales para representar a la República, desea hablar con vos sobre cierto asunto.
Y esa era una respuesta que no admitía réplica. Y así, sin pronunciar palabra, Antonio, escoltado por dos policías, siguió al capitán hacia la plaza de San Marcos.
Mientras caminaba bajo la nieve sibilante y a aquellas alturas de la tarde noche, citado para responder de quién sabe qué actos, Antonio tuvo la clara sensación de que lo peor estaba por venir.
3
La Cámara de Tortura
—Ah —dijo el inquisidor del Estado en tono sorprendido, en cuanto Antonio Canal, empapado de nieve y niebla, hizo su entrada en la Cámara de Tortura—. Aquí estáis, señor mío. Escoltado y entregado en mis manos como se había ordenado. Al menos la policía sigue siendo eficaz en esta ciudad maldita. —Y, según lo decía, despidió al capitán de la guardia haciendo un gesto con la cabeza.
Cuando se quedó solo, cara a cara con Antonio, Matteo Dandolo, inquisidor del Estado de la Serenísima República, pareció relajarse. Al menos por un momento.
—Tomad asiento —le dijo con un amplio gesto, dejando que la túnica roja ondeara en el aire como el ala de un depredador del cielo. Su mano, enguantada en púrpura, señaló un incómodo taburete de madera. A Antonio no hubo que repetírselo dos veces y se sentó, en actitud de espera. Intentaba no dejarse impresionar demasiado por el desnudo e inquietante ambiente que lo había acogido. Sabía bien a qué obedecía el nombre de aquel lugar, pero también confiaba en que su reputación como pintor fuera el mejor elemento disuasorio para cualquier decisión precipitada. Ni siquiera un inquisidor del Estado habría sometido impunemente al tormento de la soga (que colgaba frente a él) a uno de los artistas más importantes de Venecia, cualquiera que fuera la acusación. Si es que se trataba de una acusación.
Observó con detenimiento al hombre que tenía delante. El inquisidor poseía sin duda un ego desmesurado y sus maneras pomposas lo confirmaban plenamente. Mejor, por tanto, cederle el protagonismo y limitarse a responder acorde con ello. Tanto más por cuanto no tenía ni la menor idea de cuál era el motivo de su citación nocturna. Su mirada se posó en las pocas velas encendidas: difundían una luz sanguínea alrededor, dejando gran parte de la sala en penumbra. Al fondo, frente a él, la oscuridad más profunda e inquietante. Como si le hubiera leído la mente, Dandolo le formuló la más retórica de las preguntas.
—¿Sabéis por qué hice que os trajeran aquí?
—La verdad es que no, excelencia.
El inquisidor sonrió.
—Es lógico. Ciertamente no os culpo por ello —y se permitió un gesto de satisfacción— y más aún sabiendo que el asunto es bastante complejo. No una, sino dos magistraturas deben consultaros.
Fue entonces, tan pronto como hubo pronunciado aquellas palabras cuando, casi emanando de la oscuridad, hizo su entrada Giovanni Morosini, que ocupaba el cargo de capitán grando, representante del poder ejecutivo de la Inquisición, y era el magistrado supremo de los signori di notteal Criminal, cuerpo de magistrados nocturnos encargado de la investigación de los crímenes cometidos tras la puesta de sol. Llevaba una larga capa, empapada, y un tricornio igual de mojado. Cuando se lo quitó, su largo pelo oscuro chorreaba gotas del tamaño de cinco centavos. Ese aderezo no ocultaba, sin embargo, la vaina de una espada que emergía de debajo de la capa como una espeluznante cola de hierro. Botas hasta la rodilla y calzones de terciopelo negro completaban su atuendo, mientras que en su cinturón brillaba la empuñadura de nácar de una daga.
El asunto se estaba volviendo serio. Demasiado serio. Incluso poniendo en ello toda su buena voluntad, Antonio no lograba entender dónde acabaría aquella historia.
—No hace falta que os presente al señor Morosini, ¿verdad? —dijo el inquisidor mientras el otro tosía por culpa de toda la nieve helada que debió de pillar de camino, andando por los callejones aquella tarde—. Vos sabéis muy bien quién es. Pero dejadme que os diga una cosa, señor Canal: me decepcionáis. Sí, así es. ¿Y sabéis por qué? Porque vos habíais llegado a un punto en vuestra carrera como pintor que a muchos les hubiera gustado alcanzar. Vos sois de lejos el artista más admirado en la Serenísima a día de hoy. Canaletto, os llaman. Y no hay nadie que no pronuncie vuestro nombre con estima, con deferencia me atrevería a decir, y no magnifique vuestras obras, que celebran mejor que todas las demás la gloria de Venecia. Entonces, os pregunto: ¿por qué? ¿Por qué lo hicisteis?
—¿Por qué he hecho… qué? —Antonio realmente no quería responder con una pregunta, pero no tenía la menor idea de qué se trataba.
—¿Por qué habéis pintado el canal de los Mendicantes? —exclamó Morosini, pronunciando las tres últimas palabras como si juntas formaran la más terrible de las blasfemias.
Antonio seguía sin entender. Sin embargo, intentó responder. Contó lo que había sucedido.
—En los últimos años he decidido dedicarme a un estilo particular de pintura: el vedutismo. Con una cámara óptica, fijo en el papel las proporciones y perspectivas de edificios y campos, de canales y plazas, y luego reelaboro la vista que he elegido. No hay una razón precisa por la que pinté el canal de los Mendicantes. Simplemente, encontré el tema de la vista interesante para experimentar con ciertas técnicas. Como hice con la plaza de San Marcos o con el Gran Canal desde el Palacio Balbi hacia Rialto.
—¿Queréis hacernos creer que elegís al azar lo que deseáis pintar?
Antonio se aclaró la garganta.
—No, no quiero decir eso. Elijo un punto de vista, un escorzo, en función de la dificultad de realización y la posibilidad que tiene de ofrecer una visión de nuestra querida ciudad según los cánones pictóricos e interpretativos más adecuados para retratarla.
—¡Sí! Solo que hasta ahora habíais decidido representar lugares magníficos de la Serenísima, no uno de los más escuálidos y mal afamados canales que pueda exhibir. Con ropa sucia arrastrada por el viento y las casas de los miserables en primer plano. ¿Os parece apropiado?
Pero después de esa pregunta estaba bastante claro que el inquisidor no esperaba una respuesta. Por el contrario, pretendía continuar y, de hecho, un momento después, lo hizo.
—Por no mencionar que han llegado hasta mí rumores de que estáis trabajando con Vivaldi en una ópera subversiva.
—¿Subversiva?
—Hemos escuchado que Antonio Vivaldi, nuestro mejor compositor, aquel a quien la Serenísima acogió en su seno desde el principio, animándolo hasta el punto de convertirlo en uno de los mayores exponentes de la música europea, está trabajando arduamente en una ópera que tendría como tema una sucesión al trono en el transcurso de la cual se entrelazan rencores y venganzas. Y que tal intriga únicamente representaría una alegoría de las luchas entre las casas patricias de la Serenísima, empeñadas en repartirse el botín de la República.
—Excelencia, no sé a qué os referís.
—Ah, ¿no lo sabéis? —lo apremió Morosini.
—Como no creo que el tema elegido por el maestro sea en modo alguno subversivo…
—Eso dejaréis que lo juzguemos nosotros, ¿no? —lo interrumpió Dandolo en su tono más cortante.
—Por supuesto —convino Antonio—. Lo que puedo decir es que había hecho un par de bocetos para los decorados, pero luego abandoné el trabajo porque, como he tenido ocasión de explicar varias veces, renegué del teatro, ya que es ficción. En cambio, quiero formarme como artista en la reproducción de lo verdadero.
En ese momento Antonio mentía y ese hecho le repugnaba. Sin embargo, prefería no perder el pellejo, teniendo en cuenta el giro que había tomado el interrogatorio.
El inquisidor rojo asintió.
—De acuerdo —dijo—. Daré por buena esta declaración vuestra, aunque de varias partes me llegan rumores de que vuestro «renegar del teatro» no es más que una falsedad buena y bonita, inventada por vos mismo para poder seguir pintando caricaturas para decorados. No obstante, os revelaré la razón por la que os aconsejo que ceséis, a partir de ahora, cualquier conducta que pueda ser menos que irreprochable.
Luego, Dandolo miró a Morosini y añadió:
—En efecto, será el jefe de los signori di notteal Criminal quien aconseje lo mejor.
El capitán grando carraspeó. Dio un par de pasos hacia las llamas de un candelabro, extendiendo las manos. Parecía que necesitaba desesperadamente un poco de calor. Cuando empezó a hablar, de espaldas a Antonio, ni siquiera se volvió.
—Veréis, señor Canal, no lo creeréis, pero hace solo dos días… un hombre iba al mando de un bote en el canal de los Mendicantes al amanecer. Su góndola chocó con algo. Al principio no se dio cuenta de lo que era, pero el objeto resultó ser el cadáver de una mujer joven. Por supuesto, os diréis que esto no es nada nuevo. ¿Cuántos cadáveres de prostitutas se encuentran en los canales de Venecia en estos tiempos de infortunio? Demasiados. Y es una vergüenza, creedme. Pobres criaturas obligadas a vivir de la única moneda que en esta despiadada ciudad abunda: la fornicación. Sin embargo, a esta joven la encontraron con el corazón arrancado. Bárbaramente asesinada, de una manera que lo deja a uno sin aliento. Emergió de la laguna congelada. La escarcha mantuvo el cadáver intacto, tanto que alguien la apodó «la doncella de alabastro». Pero no es de eso de lo que quería hablar con vos —y en ese momento el líder de los signori di notteal Criminal se giró, mirando por fin a Antonio a los ojos—, sino del hecho cuando menos singular de que justo en estos días vuestro Rio dei Mendicanti esté despertando interés en la ciudad.
Las últimas palabras flotaron en el aire como la más turbia de las insinuaciones. Antonio no pudo contenerse más.
—¿Y por esto me habéis citado? ¿Porque pinté un lugar en Venecia en el que se encontró el cadáver de una pobre mujer?
—Debéis admitir que la coincidencia es bastante extraña —comentó el inquisidor rojo.
—¡Por supuesto! Pero, como bien decís, es una coincidencia. Si es por eso, he pintado otros lugares de la ciudad donde también se han encontrado muertos.
—Naturalmente. Pero la peculiaridad de la elección del canal de los Mendicantes nos pareció extraña tanto a mí como al capitán grando —replicó Dandolo—. Por no hablar de que vuestra participación en la escenografía de la ópera de Vivaldi, que vos mismo admitisteis, no habla a vuestro favor, dada la temática de la obra. En resumen, señor Antonio Canal, el sentido de nuestra conversación es el siguiente: os estaremos vigilando durante un tiempo. Así que evitad cualquier comportamiento inapropiado. Francamente, no creo que vos estuvierais en lo más mínimo involucrado en el atroz asesinato de esta pobre mujer, pero evitad inculcar creencias sacrílegas en la gente.
—¿Qué pretendéis?
—Vamos, ya me habéis entendido. Un pintor como vos, exitoso, con la peluca empolvada y camisas galoneadas cubiertas de botones preciosos… —dijo Dandolo, aludiendo a su hermosa falsa chaqueta de terciopelo, abrochada con elegantes perlas— no necesita retratar la miseria e indigencia del canal de los Mendicantes, sobre todo cuando se encuentra allí mismo un cadáver bárbaramente mutilado.
—Pero… ¿cómo podría haberlo sabido? Trabajaba en ese cuadro hacía meses.
—¡Claro! Y tal vez esa mujer también fue asesinada semanas atrás —observó Morosini—. No tengo que ser yo quien os explique que un cadáver se conserva mucho más tiempo en agua gélida que en agua caliente. De todos modos —continuó el capitán grando aclarándose la garganta—, nadie os acusa de nada, solo… intentad evitar cualquier comportamiento que pueda perjudicaros y alimentar la imaginación de los venecianos. ¿Queda claro?
—Clarísimo —respondió Antonio.
—Sobre todo porque la fantasía se desata muy fácilmente. ¿Sabéis quiénes fueron los primeros en ser culpados del asesinato?
Antonio no tenía ni idea.
—Los judíos —dijo el inquisidor—. Los llaman bebedores de sangre cristiana, demonios obedientes de Satanás. Y no hace falta decir que el gueto está revuelto. ¿Cómo podría ser de otra manera? Esto es lo último que necesitamos, ya que no estoy revelando nada sorprendente si afirmo que una eventual expulsión de los judíos de Venecia no solo sería una herida a nuestro sentido de la civilización, sino también un golpe mortal a la maltrecha economía de la República. Un golpe que, francamente hablando, no podemos permitirnos. Y luego está la cuestión del panorama general, señor Canaletto…, nunca olvidéis el panorama general: tenéis que añadir, a lo que he descrito, la epidemia de viruela que está desangrando esta ciudad y entenderéis perfectamente que Venecia no necesita malentendidos o coincidencias desafortunadas, en especial si con ello se corre el riesgo de alimentar el miedo o el odio.
Antonio asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Muy bien. Me alegro de que estéis de acuerdo conmigo —continuó el inquisidor—. Veréis, señor Canal, mi primer deber para con la Serenísima República es mantener el orden público…, el statu quo, para ser claros. En consecuencia, estoy autorizado a eliminar todo lo que se interponga entre la serena convivencia y la comunidad. Tan pronto como surja siquiera la sospecha de que alguien o algo es un obstáculo, tengo la autoridad para eliminarlo. Y lo mismo, por supuesto, puede hacer por diferentes medios el capitán grando, quien, de hecho, trabaja conmigo codo con codo. Esta noche os hemos llamado porque nos gustaría evitar desde ahora que vuestra conducta se convierta en el mencionado obstáculo. Pero confío en que me hayáis entendido muy bien. Así que, si es así, nos despedimos de vos —dijo finalmente—. Y os recomiendo que no hagáis mención a nadie de esta conversación nuestra. Cualquier violación del silencio no está exenta de consecuencias. El capitán de la guardia os conducirá de vuelta a la Escalera de los Gigantes.
Y de ese modo, dejando caer la velada amenaza como la más simple de las declaraciones, Matteo Dandolo se despidió de Antonio Canal, autorizándolo a marcharse. El capitán de la guardia lo esperó en la puerta hasta que el pintor dedicó una doble reverencia, pronunciando las palabras «excelencia» y «capitán grando», y luego se eclipsó.
Apenas estuvieron fuera, Antonio Canal se encontró caminando por largos pasillos poco iluminados, atravesando magníficos salones y pequeños despachos. Cuando llegó a lo alto de la Escalera de los Gigantes, el capitán de la policía lo dejó seguir solo.
Antonio descendió entre las dos magníficas estatuas esculpidas por Sansovino. Había dejado de nevar y el aire, aunque frío, sugería que la noche sería menos dura que la anterior.
Canaletto se disponía a salir por la Puerta de la Paja cuando alguien lo llamó por su nombre.
—¿Señor Canal? —oyó una voz detrás de él.
Ni siquiera tuvo tiempo de darse la vuelta cuando un hombre con un impecable frac se le acercó por detrás.
—El dux quiere verle inmediatamente.
Antonio no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Estáis de broma? —preguntó al borde de la exasperación.
—En absoluto —fue la respuesta—. No querréis hacerle esperar, ¿verdad?
—Claro que no —respondió mordiéndose el labio.
Y así, sin añadir nada más, Antonio retrocedió por la escalera que acababa de bajar.
Evidentemente, los problemas de aquella noche no habían hecho más que empezar.
4
En conversaciones
—Por fin estáis aquí —exclamó el dux con cierta impaciencia—. Creía que no os volvería a ver —añadió.
Antonio estaba más aturdido que nunca. Lo que menos habría esperado jamás era encontrarse conversando con el mismísimo dux. Se inclinó y, por un momento, sus ojos quedaron embelesados por la magnificencia del lugar: los techos de madera finamente tallados, las gigantescas chimeneas de mármol cubiertas de ornamentos, frisos y estucos.
Admiró los cofres de nogal y madreperla, la mesa lacada en oro con patas de sable y el encantador salón en el que lo esperaba el dux. Y no estaba solo, de hecho. Sentado en un pequeño sillón forrado de terciopelo azul, había una mujer vestida de negro. Aunque llevaba una máscara que le cubría los ojos, su rostro sugería rasgos delicadísimos. Una cascada de cabello pelirrojo cuidadosamente peinada realzaba su feminidad. Por lo que podía ver, a Antonio le pareció hermosísima y encantadora, pero el inquietante detalle de la máscara hacía de aquel misterio nocturno algo aún más profundo e insondable. Sin embargo, al menos el nuevo enigma se manifestaba en un contexto de elegancia y esplendor, y eso era como mínimo un avance respecto a la sordidez de la Cámara de Tortura. En cualquier caso, no había tiempo que perder.
—Su Serenidad —dijo, dirigiéndose al dux—. ¿En qué puedo serviros? —Y, sin añadir nada más, se inclinó.
—¡Ah, muy bien! Esas son las palabras que quería escuchar. Servirme, amigo mío, es la expresión correcta y, creedme, hacerlo significa beneficiar a la Serenísima. ¿Queréis una copa de malvasía?
Antonio pensó que un dedo de vino le sentaría bien, habiendo llegado a ese punto. Asintió con la cabeza.
—Muy bien. Servid una copa para mí y otra para Antonio Canal —ordenó el dux, e inmediatamente, aparecido de quién sabe dónde, un mayordomo llenó dos copas de cristal de Murano soplado, entregándolas al dux y a su interlocutor. Su Serenidad vació la suya en un par de sorbos e hizo que se la llenaran de nuevo. Luego, despidió al ayuda de cámara.
Desde el principio, Alvise Mocenigo mostró la vitalidad que lo había hecho legendario en el campo de batalla. Ya no era joven, y sin embargo se trataba de un hombre de físico enjuto y mirada franca y directa. Un soldado seguro, conquistador en su momento de la fortaleza turca de Imotski en Albania.
—Pues bien —reanudó el dux—. Dejadme explicaros la razón de esta convocatoria. En primer lugar, no malgastéis vuestro aliento en decirme que hace poco os hallabais en la Cámara de Tortura, requerido por el inquisidor rojo, porque eso, amigo mío, ya lo sé. El caso es que uno de vuestros lienzos ha despertado últimamente más de un recelo. Os preguntaréis por qué, claro, y ya puedo anticipar que el motivo no es el de la pobre chica encontrada muerta hace dos noches en esas mismas aguas.
Antonio no pudo contener un gesto de sorpresa. El mismo cuadro y dos razones distintas para acusarlo. Era como para volverse loco.
—No os lo esperabais, ¿verdad? —Casi parecía querer apremiarlo el dux—. Y, sin embargo, así es. Por muy trágica que fuera la desventura de aquella pobre muchacha, la razón por la que yo también me aventuro a hablaros de ese lienzo es completamente diferente. Mientras resulte posible, cuidemos de los vivos, ese es mi lema. Y así, os pregunto: ¿recordáis haber pintado en el lateral del hospital a tres hombres intentando confabular entre sí? Parecen tres caballeros, a juzgar por la forma en que habéis representado su indumentaria.
—Lo son. Llevan fracs y tricornios —contestó Antonio.
—Muy bien. Y es precisamente aquí donde quería llegar: ¿son esos hombres fruto de vuestra imaginación o, como me temo y creo, son personas de carne y hueso? He oído rumores sobre el uso que vos hacéis de la cámara óptica y por lo tanto me pregunto si esos tres estaban realmente allí, junto al canal de los Mendicantes, cuando los retratasteis.
En ese momento el dux se calló. Y Antonio Canal se encontró por segunda vez aquella noche teniendo que justificar sus actos. Pero si no había eludido las preguntas del inquisidor rojo y del capitán grando, menos aún p