Hasta donde nos lleve la pasión

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

La tormenta se echó encima de repente. Los cielos se tiñeron de un gris plomizo y amenazador, como si una mano invisible hubiera difuminado el azul con una goma de borrar. Las ramas de los árboles se despertaron de su plácido letargo y sus extrañas formas evocaron las garras de siniestros espectros abriendo y cerrando las manos, como si quisieran capturar a sus presas.

En menos de un minuto el aire se impregnó del olor a tierra mojada y de repente el cielo entero se desplomó soltando litros y litros de agua. Hacía tiempo que no llovía así, y la furia del temporal reflejaba lo que sentía el sargento Fuentes en su interior, que guardando su arma reglamentaria en la pistolera que colgaba en su costado bajo el brazo, salía en ese momento de la comisaría.

Llevaban meses trabajando en un caso de desapariciones. Estaban secuestrando chicas jóvenes y estas parecían volatilizarse. Trabajaban arduamente para dar con ellas. Pero en aquel momento los habían alertado de un cuerpo medio oculto bajo la tierra, y por la descripción obtenida, coincidía con una de las víctimas. Él rogaba que no fuera así, al igual que todo su equipo. Durante aquel tiempo sostenían la hipótesis de que ellas seguían vivas en algún lado, incluso barajaban la posibilidad de que se refiriera a trata de blancas, pero ese hallazgo, si era una de ellas, desmontaba sus sospechas. Que encima lloviera complicaba todo a la hora de hallar pruebas o incluso en la identificación del cadáver.

De la ciudad al lugar donde debían acudir no tardó más de dos horas y cuarto. En ese tiempo su enojo no desapareció del todo, pero sí se apaciguó bastante. Al menos los efectivos habían tenido la delicadeza de cubrir toda la escena del crimen con una especie de carpa. Un toldo que estaba en bastante mal estado y filtraba agua por varios agujeros, pero que protegía a la víctima y el terreno de su alrededor.

Fuentes fue uno de los primeros en salir de su coche, antes que el resto de su equipo, y acercarse al lugar. A priori le pareció extraño descubrir que el cuerpo estaba en un camino practicable de senderismo por el cual pasaba mucha gente.

—¿No habéis tocado nada? —preguntó al forense, que había llegado poco antes que él.

Las arrugas del rostro castigado del médico, ofendido por la duda, se acentuaron.

—Nada. Todo está como lo encontramos. —Se inclinó sobre la bolsa de utensilios que había llevado consigo—. Ni siquiera parece que la hubieran arrastrado. O bien la han traído en algún vehículo o ha sido asesinada aquí mismo, pero no se observan señales de lucha.

Fuentes pasó la vista sobre el suelo e hizo una mueca de fastidio al ver el barrizal que se estaba formando. Ordenó a uno de sus hombres que tomase fotografías antes de que fuese demasiado tarde. Se acuclilló sobre la víctima y sacó un sobre al tiempo que estudiaba la cara de la mujer.

—¿Sabemos quién es? —inquirió el médico agachándose a su lado.

—Creo que es una de las nuestras —respondió con un ligero cabeceo. Buscó en un sobre que llevaba en el bolsillo interior de la cazadora—. Puede ser Marian Robles.

―Lástima.

Los ojos preocupados de Fuentes examinaron el cuerpo.

―Tienes razón —convino—. Esperaba que no tuviera nada que ver con nuestro caso.

—¿Esta fue la primera? —Gordon, su segundo al mando, llegó desde atrás.

—No. Es la víctima número dos —le confirmó Fuentes—. Creo que lleva cerca de seis meses desaparecida. —Observó la ropa. Unos vaqueros viejos y desgastados y una camisa sencilla—. Es probable que sean las mismas prendas que llevaba la última vez que la vieron; sin embargo, no ha debido de morir hace mucho, ¿verdad? —Clavó su mirada en el forense, que analizaba las señales en el cuello de la mujer—. ¿Estrangulada?

—Me temo que sí. Y es cierto, yo diría que no lleva muerta más de un día.

—¿Y dónde coño ha estado todo este tiempo? —La voz sarcástica del oficial Gordon no pilló a nadie por sorpresa, pero tampoco ninguno le contestó. Él solía preguntar sabiendo que no le responderían.

—Ha sido golpeada. —El doctor señaló varios hematomas en la cara—. Apostaría a que tiene más de estos por el cuerpo. No lo sabré hasta que no la saquemos de aquí.

El sargento se volvió a guardar el sobre, se puso en pie y se abrochó hasta el cuello la delgada cazadora de entretiempo. No hacía frío, pero él lo tenía. No podía evitar la sensación de vacío cuando se encontraba cerca de un cadáver.

Dio un par de pasadas junto a varios miembros de su equipo y al final le dijeron al forense que podían levantar el cuerpo cuando quisiera. El camino estaba cerca de la carretera que ascendía a la cima, como una cicatriz en la ladera de la colina. Más abajo de donde estaban, el pinar se extendía igual que una alfombra de agujas, salpicada por las manchas de color de las tierras de cultivo y los pastizales.

—Este lugar es conocido como Roca Roja. Viene mucha gente a practicar deporte, pero con este tiempo, ni de coña alguien se atreve a salir hoy —informó Gordon. Se hallaban cerca del parque estatal Fairmount, en Filadelfia. Estaba dividido por el río Schuylkill: East Fairmount Park y West Fairmount Park, conocido por su impresionante arquitectura, estatuas, zonas verdes y atracciones culturales—. Un poco más arriba, en la colina, hay una taberna de esas prefabricadas que solo abre en verano y primavera. Voy a acercarme a preguntar. Puede que averigüe algo.

Con un suspiro cansado, Fuentes asintió:

―Sí, ve, intenta que te digan quiénes han sido los últimos en pasarse por aquí y la gente que lo frecuenta. Llévate a Mark y al Hippy. Con lo que sea me llamas. Yo iré directamente al anatómico a ver si me confirma la identidad de la chica. Y cruzo los dedos para estar confundido y que no sea ella. —Lo dudaba. Se había grabado en la mente la fotografía de todas. Aspiró una fuerte bocanada de aire fresco. Era agradable que las temperaturas hubieran descendido, pues ese verano el calor estaba siendo insoportable—. Nos mantenemos en contacto.

―Acaban de llegar los periodistas —advirtió alguien.

Con un suspiro cansado, Fuentes sacudió la cabeza. Sentía una mezcla de frustración, impotencia y rabia. Llevaban demasiado tiempo persiguiendo una sombra que se les escapaba de entre los dedos y ninguna de las pistas que poseían parecía ser fiable.

Enseguida algunos policías se adelantaron para detener a los dos vehículos que subían la estrecha carretera. El sargento se apresuró a meterse en su coche. Esa noche todavía le quedaba lo peor, informar a los familiares de Marian. Se le encogió el estómago al pensar en el dolor que les iba a causar. Odiaba esa parte de su trabajo.

Capítulo 1

La tarde se despedía con un bullicio incesante de oficinistas que abandonaban sus puestos de trabajo. El tráfico se arrastraba con pesadez, y el calor sofocante volvía a apretar tras una semana de tormentas, a pesar de que el sol continuaba sin aparecer y el gris predominara en la ciudad.

Entre la multitud, una mujer joven avanzaba con paso decidido, guiada por un objetivo claro en su mente. Tenía que resolver unos asuntos en la aseguradora con la que colaboraba su empresa. No era su responsabilidad, pero había terminado antes de lo previsto y le quedaba de paso. Sin embargo, nunca llegó a hacerlo. Sin saber cómo, se vio arrastrada por una marea de gente que fluía por la acera y de repente se halló bajando por una boca de metro. Todo en su mente se volvió borroso y desde ese instante no supo ni dónde estaba ni qué hacía. Solo quería llegar a su casa. Se sentía amenazada y ansiaba refugiarse en algún lugar.

La policía había instalado un puesto de observación en un local acristalado y móvil en el cruce de Broadway y la Séptima Avenida, desde donde escrutaban con lupa a las personas que emergían de la boca de metro más próxima. El equipo de Fuentes, él incluido, se turnaba en guardias de doce horas. La última pista los había conducido a esa zona, donde la mayoría de las mujeres desaparecidas parecían tener algún vínculo laboral o residencial.

Owen Fuentes, de ascendencia española, había nacido en Nueva Jersey y siempre tuvo claro que su destino era ser policía. Su tesón y su entrega le habían valido un rápido ascenso y ahora lideraba a su propio equipo, con gran renombre en el cuerpo. Solo a Gordon lo conocía de antes; de raíces irlandesas, había crecido también en Nueva Jersey. El resto de sus compañeros eran una mezcla de lo más variopinta. Mark, un joven cubano de sonrisa seductora que en los interrogatorios lograba derretir el corazón de las damas. Josep, apodado el Hippy por la frondosa barba que le cubría el rostro; alto, flaco, pálido, parecía un fantasma; era el más veterano de todos. Charly era hijo de policías de Nueva York y lo había tenido muy duro para entrar en el equipo, pero se lo había ganado a pulso demostrando ser un buen negociador y un experto tirador. Peter, rubio, corpulento, gigante y tan tímido como el Hippy, era el más impulsivo. Completaban el grupo dos mujeres, Laura y Monique. Ellas adoraban su profesión tanto como el cuidado de sus cuerpos. Si no estaban revisando notas o tecleando en el ordenador, se encontraban en el gimnasio.

—¡La madre que me parió, mira cómo va esa! —gruñó Gordon, clavando la mirada a través del cristal en una joven que se tambaleaba por la acera. Era una mujer rubia de cuerpo esbelto. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo alta, que se movía al ritmo de sus pasos inseguros. Estaba drogada, sus ojos claros se perdían en todas direcciones y miraba hacia atrás con temor.

Fuentes se acercó y frunció el ceño con disgusto.

—Es una pena que se destroce así con lo bonita que es —murmuró, observándola—. Dudo que en su estado llegue muy lejos.

En ese instante, como si hubiera oído sus palabras, ella dirigió la vista hacia él. Sin dudarlo un segundo, entró en la pequeña oficina de cristal, dejándolos atónitos. La sala se impregnó con su perfume. Un aroma fresco y dulce, que chocaba con el olor a sudor y café.

Fuentes se adelantó colocándose delante de ella. La miró intrigado de arriba abajo.

―¿Qué quiere, señorita?

La mujer situó la vista sobre él después de varios intentos. Sus ojos —hermosos, del color del cielo, adornados con largas y rizadas pestañas— parpadeaban confusos. Sus pupilas eran diminutas como puntas de alfileres.

―Necesito... Quiero ayuda, por favor.

Fuentes vio a Gordon apretar los labios con cierto desagrado.

―¿Qué le sucede?

Ella emitió una corta risa nerviosa y respondió:

―No lo sé. ¿Dónde estoy?

Fuentes sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Pues no se estaba riendo? ¡Ver para creer!

―¿No sabe dónde está?

―Bueno, sí lo sé —contestó con voz temblorosa. Otra vez se echó a reír a pesar de que su rostro parecía aterrado—, pero no sé cómo he llegado hasta aquí. Me sonó el móvil y se activó la cámara. Seguro que era un virus. —Le enseñó un teléfono móvil que no era muy moderno, pero tampoco muy antiguo—. Ya no funciona, y yo... yo iba a otro lugar.

Sin comprender, Fuentes inclinó la cabeza examinándola con la mirada. ¿Le estaba tomando el pelo? Pues él llevaba un día de locos y estaba agotado. Deseaba llegar a casa, darse una ducha y ver algo en la televisión. Se cruzó de brazos.

―Nena, no sé qué te has metido, pero vas fatal.

Ella frunció el ceño. Su rostro se tensó tanto que perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer si Gordon no la hubiera sujetado.

―¡No me he metido nada! ¿Por qué dices eso? Solo necesito ayuda —replicó.

Fuentes señaló a su compañero.

―Él te ayudará. Sé buena y cuéntale de qué te has puesto.

La chica lo miró furiosa, entrecerrando sus bonitos ojos azules. Se dirigió a Gordon apretando los dientes.

―¿Qué le pasa al capullo de tu amigo? ¿Es imbécil de nacimiento o se hace?

Gordon agitó la cabeza con desaprobación. Eran muchos años conociendo a Owen y sabía que no estaba el horno para bollos. De forma brusca le ofreció una silla.

―Venga, siéntese aquí.

Ella le obedeció abrazando el bolso en su regazo. Paseó la vista por el despacho con curiosidad, desde la mesa de escritorio, donde había una revista de cotilleo, hasta un perchero de pie, pasando por la papelera de metal.

―¿Esto es una oficina de teléfonos?

―No, esto no es una tienda de teléfonos. ¿Qué pasa? ¿Tiene un problema con el suyo?

Ella asintió sin poder dejar de mirar al otro hombre de reojo.

―Sé que todo esto suena muy extraño. Yo iba a hacer unas cosas, pero... no recuerdo bien el qué. Se me ha borrado de la mente y de pronto me he visto rodeada de gente. —Hizo una pausa, pensando―. Me arrastraban y me llevaban de un lado a otro como si fuese un papel tirado en el suelo. Pero yo... yo solo quiero ir a mi casa.

Fuentes sacó unas monedas del bolsillo y se acercó a ella con la mano extendida y el ceño fruncido.

―Toma, para el transporte.

Ella lo taladró con sus bonitos ojos azules en una expresión llena de odio. Se levantó con rapidez y de un manotazo lo golpeó, haciendo que todo el dinero se esparciera por la moqueta.

―¡No necesito tu maldita caridad! —Zarandeó su bolso y se tambaleó con peligro de caer. Logró estabilizarse, sin apartar la vista de él, y se agarró al respaldo de la silla hasta que sus nudillos se volvieron blancos—. Tengo mi dinero. ¡No soy pobre ni drogadicta!

Fuentes, enfadado y sorprendido, sacó la chapa identificativa que llevaba colgada al cuello por debajo de la camiseta y con una sonrisa cargada de ironía la puso delante de los ojos de la chica.

—¿Ahora qué tienes que decir?

Ella lo miró con sorpresa y con una mezcla de risa y llanto, explicó aliviada:

―Se lo juro, señor, no soy drogadicta. ¡Por Dios, tiene que creerme! A veces bebo vino, y si es blanco, mejor. ¡Pero ni siquiera me he fumado un porro en la vida! —Pasó la vista a Gordon—. Sé que suena a chiste, pero estoy perdida y no me encuentro muy bien. El teléfono... el teléfono sonó y yo creí... ―Se interrumpió por un sollozo y tomó aire―. Se encendió la cámara. Pensé que era un virus y la tapé con la mano. No quería que quien controlara mi teléfono me viera o supiera dónde estaba. ¡Todo empezó esta mañana, cuando el maldito sistema se volvió loco! —Acabó de decir, con frenética urgencia, otra vez medio riendo.

Fuentes siempre había sabido controlar la situación de todo lo que lo rodeaba, pero en ese momento su compostura se estaba resquebrajando. Le indignaba que una muchacha como ella, que no podía dejar de advertir que tenía unos ojos preciosos, se hubiera hundido en el infierno de las drogas. Muchas vidas se perdían por culpa de ellas en todo el mundo.

―¡¿Pero tú te oyes?! No se te entiende nada. No tienen sentido tus explicaciones, y no me vengas con cuentos, te has metido algo. Llevo muchos años viendo gente como tú. ¿Quieres que llamemos a una ambulancia y que te hagan un análisis?

―Tranquilo, sargento. —Gordon intentó calmarlo, nervioso de que la situación se descontrolara—. Yo me ocupo de esto.

La mujer se encaró con Fuentes.

―¡Mierda! ¡Eso es lo que eres tú! ¡Mierda! —escupió, señalándolo con un dedo largo de uñas cuidadas. En un arrebato le lanzó el bolso a la cabeza.

Tras un instante de sorpresa, en el que el sargento logró esquivarlo, sacó las esposas y avanzó hacia ella.

―¡Basta! —gritó—. Dame las manos.

Sin inmutarse, ella recogió el bolso del suelo y se lo colgó en el hombro muy dignamente. Extendió las manos hacia él. Volvía a llorar y sus lágrimas parecían tan sinceras... pero también reía. ¿Estaba loca o qué? ¡Joder! Esa mujer iba colocada, no hacía falta ser adivino para darse cuenta. Llevaba una camisa azul claro metida por dentro de un pantalón de pinzas marino. Reconocía que no vestía mal, pero no podía engañarlo. Había visto asesinos psicópatas que le habían inspirado más compasión que ella.

―Por favor, llame a mi padre —susurró la joven clavando los ojos en los suyos con intensidad. Sonrió mostrando una hilera de dientes blancos y perfectos. Una sonrisa que nada tenía de divertida, aunque sí que encerraba cierta dulzura y muchos nervios—. Él vendrá a por mí y les dirá la verdad.

Gordon y Fuentes se miraron alucinados. Quizá no estaba loca y era bipolar. El último asintió:

―Llama a una ambulancia y que se la lleven. Que se encarguen ellos, yo no quiero saber nada. Bastante tenemos ya con lo que está pasando.

Necesitado de aire fresco, salió del despacho. Quedaba poco para el relevo y los siguientes eran Monique y Charly.

Desde fuera, vio que la chica se había sentado otra vez, y Gordon, al otro lado del escritorio, anotaba sus datos.

Capítulo 2

Zoe Clark era de esas personas a las que el miedo le provocaba risa nerviosa y un incontrolable deseo de lanzar todo lo que tuviera a mano. El destinatario podía dar gracias si se trataba de una botella de agua medio vacía, pero podía ser un cenicero, una lámpara o incluso un centro de mesa.

Su problema lo había comentado con varios psicoanalistas, algunos le habían dicho que tenía muy mala leche y otros que debía someterse a terapia, pero ninguno de ellos la había ayudado a superar esas crisis. De modo que arrastraba esa manía desde que era una cría, aunque los últimos años se había acentuado. Pero claro, no todos los días alguien la asustaba. La última vez, la que lanzó el centro de mesa a la cabeza de su hermano, fue porque a él se le cayó un plato al lado de ella y la hizo dar un bote.

Varias horas después del incidente con la policía, se encontraba en su cama, entre unas sábanas tan revueltas como sus sueños. La luz de la luna se filtraba por la ventana, iluminando su rostro pálido y angustiado. Seguía sin entender qué había pasado. Los análisis habían revelado que había ingerido relajantes que la habrían dejado rendida en la calle. Sin embargo, gracias a su fortaleza y salud, quizá también a su mala leche, y a que, excepto algunos fines de semana que tal vez había bebido más vino de la cuenta, nunca se encontró en ese estado, supo controlar la situación de un modo pasable.

Los médicos habían hallado, estupefactos, una diminuta herida sobre su omóplato derecho, como la marca de un insecto venenoso. Sospechaban que había sido inyectada. Y al haber sido suministrada sin su consentimiento, era un episodio que debía estudiar la policía.

Aunque, por otro lado, Zoe estaba convencida de que lo ocurrido con su teléfono móvil tenía mucho que ver. Había notado algo raro en su pantalla, como si alguien la estuviera espiando desde el otro lado. De hecho, pensaba llevarlo al día siguiente a la compañía y que le aclarasen todo y le dieran uno nuevo, ya que aún seguía en garantía.

Pero lo peor de todo, lo que no podía arrancarse de la mente, había sido el imbécil del policía que la tachó de drogadicta. Lo odiaba con toda su alma. Cada vez que pensaba en él, al que por supuesto no sabía si reconocería si lo volvía a ver, deseaba hacerlo mil pedazos, arrancarle los ojos y escupirle la cara. Y todo eso siendo ella una persona pacifista que no buscaba peleas ni riñas con nadie. Jamás, nunca, se había sentido tan humillada como ese hombre la había hecho sentir.

Al caer en la cuenta de que de nuevo estaba pensando en él, Zoe maldijo y finalmente se incorporó de la cama. El efecto del relajante se había disipado y el sueño se le resistía.

Su madre la observó salir al comedor con un pijama de pantalón corto y una camiseta de tirantes con un enorme gato dibujado en el pecho. Su pelo rubio caía revuelto sobre los hombros y en sus ojos se leía el cansancio y la ansiedad.

—¿Qué te pasa, Zoe? ¿Estás peor?

Negó con la cabeza.

—No puedo dormir.

—Deberías hacer caso a Sharisse y no ir mañana a trabajar. Unos días de descanso te vendrán muy bien.

Zoe se detuvo junto

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