Introducción
Pareciera que la nutrición y la psiquiatría no fueran la dupla más natural. Cuando te imaginas al doctor Freud con su pipa y su sofá de piel, lo más seguro es que no esté recetando salmón ahumado a sus pacientes. De hecho, en mi experiencia, los psiquiatras envían a sus pacientes a casa con una prescripción de medicamentos o la referencia de otro tipo de terapia, pero ninguna clase de guía sobre qué alimentos pueden ayudarlos a sobrepasar los problemas que los llevaron hasta el sillón del analista. Y aunque muchos consumidores modernos conscientes piensan constantemente en los alimentos que comen —cómo afecta nuestro corazón, el medioambiente y, sobre todo, nuestra cintura—, no pensamos en su influencia en el cerebro.
Si bien esta relación entre la nutrición y la salud mental quizá no parezca intuitiva a primera vista, es clave para comprender epidemias gemelas en el cuidado moderno de la salud. Aunque el conocimiento médico y la tecnología son mejores que nunca, tanto los trastornos mentales como una mala salud resultante de precarias decisiones alimentarias son preocupantemente comunes. En Estados Unidos, uno de cada cinco adultos tendrá en cualquier año una condición de salud mental diagnosticable, y 46% de toda la población cumplirá con el criterio de una condición de salud mental diagnosticable en algún momento de su vida. El 37% de la población se considera obesa, con un 32.5% adicional con sobrepeso, lo que suma un total de 70%, aproximadamente, por encima del peso óptimo. Un estimado de 23.1 millones de personas tienen un diagnóstico de diabetes, mientras que se estiman otros 7.2 millones todavía sin diagnóstico. Es un total de 30.3 millones de personas; casi 10% de la población.
Parecido a la intricada relación entre el intestino y el cerebro que conforma la base de este libro, la dieta y la salud mental se encuentran inextricablemente vinculadas, y la conexión entre ambas es recíproca: la falta de buenas decisiones alimentarias lleva a un incremento en los problemas de salud mental, y los problemas de salud mental, a su vez, llevan a malos hábitos alimenticios. Hasta que resolvamos los problemas nutricionales, no habrá ninguna cantidad de medicamentos ni psicoterapia capaz de frenar la oleada de problemas mentales en nuestra sociedad.
Mientras que es de hecho importante arreglar la relación trunca entre la dieta y la salud mental a nivel social, también puede hacer una diferencia crucial a nivel individual, y no sólo para quienes sufren condiciones mentales diagnosticadas. Aunque hayas acudido o no con un profesional de la salud mental para tratar la depresión o la ansiedad, todos nos hemos sentido tristes y nerviosos. Cada uno hemos experimentado obsesión y trauma, en mayor o menor medida. Todos queremos mantener nuestra atención y nuestra memoria en óptimas condiciones. Todos necesitamos dormir y tener una vida sexual satisfactoria.
En este libro quiero mostrarte formas en las que puedes usar la dieta para alcanzar un nivel de bienestar en cada aspecto de tu salud mental.
Cuando la gente se entera de que soy psiquiatra, nutricionista y chef profesional, muchas veces asumen que he estado cocinando desde joven y que mis intereses médicos vinieron después. Sin embargo, en realidad aprendí a cocinar relativamente tarde en mi vida. Crecí en una enorme familia del sur de Asia, rodeada de mis abuelas, tías, una mamá y una suegra que eran cocineras excepcionales. ¡Yo no necesitaba cocinar! Mi mamá, una doctora con doble especialidad, excelente cocinera y panadera, sí logró interesarme en la panadería, y fue justo a través de tomar medidas exactas de ingredientes que crecieron las raíces de mi amor por la ciencia. Por lo demás, estaba feliz de permitir que otros manejaran las cosas en la cocina.
Cuando me mudé a Boston para estudiar psiquiatría en Harvard, me sentí arrancada del amor y la calidez de mi familia, y la deliciosa comida que simbolizaba mi hogar. Sabía que tenía que aprender a cocinar para poder crear un hogar en este nuevo espacio. Mi esposo, siendo el hombre brillante que es, ya sabía cocinar, pero yo lo exilié de la cocina (lo digo en broma, a él le gusta bromear; en realidad, fue una guía invaluable y un catador brutalmente honesto) y empecé a probar unas cuantas recetas que había aprendido.
Como inspiración, canalicé recuerdos de mi abue Pinetown, como llamábamos a mi abuela materna. Mientras que mi mamá asistía a la escuela de medicina en el día, yo me quedaba con mi abuela y la veía cocinar. A los tres años de edad, me asomaba a la cocina, ya que no me permitían acercarme a la estufa y el horno calientes, y la observaba con atención. Empezábamos el día juntando verduras frescas del jardín, luego las preparábamos para la comida, poníamos la mesa, contábamos historias y tomábamos una siesta en la tarde.
Ya que la televisión por cable era un lujo que no podíamos costear, pues apenas salíamos a flote en Boston, también veía televisión pública y conocí a la magnífica Julia Child, volteando omelets y enseñándome sobre cocina francesa. Me inspiraba gran confianza en la cocina y me mantenía acompañada durante largas horas en soledad cuando mi esposo estaba cursando su beca. Progresivamente cocinar se volvió parte de mí y un espacio donde podía relajarme una vez que empecé mi residencia.
Incluso después de empezar a trabajar como psiquiatra practicante, mi pasión por la cocina siguió firme, y mi esposo sugirió que pasara tiempo en el Instituto Culinario de Estados Unidos. Me encantaban las clases ahí, pero no podía hacer los trayectos y trabajar activamente como doctora en Boston al mismo tiempo. Así que me inscribí en una maravillosa escuela local, la Escuela de Artes Culinarias de Cambridge, y reafirmé mi compromiso con la psiquiatría y la cocina.
Pronto aprendí que, a diferencia de los dramas médicos sensuales en televisión, los cuales se encuentran muy lejos del mundo real de la medicina, cocinar a nivel profesional, como se muestra en pantalla, sí es así: muchos gritos y regaños del chef líder, aunque no suelen ser tan groseros como Gordon Ramsay. Aún con el estrés, nada se compara con la sensación gratificante de que tus merengues salgan perfectos del horno, o cuando aprecias la profundidad y el sabor de un consomé impecablemente ejecutado, o cuando tu paté tiene la textura de la crema de mantequilla antes de que se endurezca.
Y mientras tanto, seguía trabajando activamente en el hospital. Ahora que lo recuerdo, no sé cómo lograba hacer todo. Hubo muchas veces en que cenaba con mis libros para estudiar para mis exámenes culinarios escritos. También hubo largas horas para ponerme al corriente con el trabajo, los correos, las prescripciones y las llamadas telefónicas después de la escuela. De alguna manera lo hice. Ahora veo que mi pasión por ambos mundos me impulsaba, ya que en verdad amo la psiquiatría tanto como la cocina.
Durante esta fase, también me empezó a fascinar el valor nutricional de la comida. Empecé a hablar activamente