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Este regreso a una etapa inverosímil y semiolvidada de mi vida, pese a que me modeló y convirtió en quien soy, lo provocaron, en rigor, dos maestros que llegaron hace poco a mi casa en un destartalado kleinbus1 Volkswagen a montar la estantería para la biblioteca que he ido armando a lo largo de los años y los viajes.
El tinglado consta de macizos tablones —vértebras de una antigua casona de la zona central de Chile que se desplomó durante un sismo— y de finos perfiles metálicos pintados de negro que los soportan con gracia. Brinda digno amparo a mis libros, mi mejor y más leal compañía después de Flora, mi mujer, pintora y madre de nuestros hijos, que instaló su taller en un establo con muros de adobe, tejado y piso de tablas, que se yergue detrás del olivar al final de la parcela que habitamos.
Hace mucho Flora y yo nos despedimos de los fuegos fatuos de la capital, de su vida insegura y trepidante, su cielo sucio y su gente agresiva y, cual Séneca, Toreau o Salinger, nos instalamos en el campo a escribir, pintar, leer, escuchar música y ver cine, o simplemente a vivir en los faldeos de la cordillera de la Costa, entre los Andes y el Pacífico, junto a una polvorienta calle de tierra flanqueada por pimientos.
En fin, se trataba de dos maestros. Uno era un viejo de sombrero de fieltro de ala ancha y pantalones con holgados bolsillos colmados de clavos, tornillos y pernos, que observaba todo con aire alerta y urgido, como consciente de que no le quedaba ya mucho tiempo de vida. El otro era su nieto, de menos de veinticinco años, barba acicalada, cabellera recogida en impecable cola de caballo azul de tan negra, jeans ajustados, polera de marca, y un iPhone del cual era esclavo.
Empezaron a descargar la estructura metálica y los tablones que el kleinbus portaba de puro milagro —diría yo— dentro, encima y por los costados de su oxidada carrocería.
El abuelo era carpintero autodidacta y durante la crisis económica de los ochenta se las había arreglado como cocinero en las embarcaciones que surcan los canales del sur y, a veces, como arriero de boina y mate en la Patagonia. El nieto, egresado de un instituto de capacitación metalúrgica, se enorgullecía de haber vacacionado dos veces en Cuba eludiendo el invierno chileno. Admiraba al Che y a Ho Chi Minh, pero también a Benzema y a Haaland, a Ed Sheeran y Shakira, y los fines de semana torcía porros y bailaba con amigas. En las pausas, el abuelo examinaba concienzudo la terminación de lo avanzado, mientras el nieto revisaba la pantalla del iPhone con los audífonos bien puestos.
Fue el antiguo modelo Volkswagen con su frente chato, parabrisas dividido en dos, manubrio horizontal e inconfundible jadeo el que me transportó en el tiempo. Primero hacia otro kleinbus, eso sí, uno bruñido y restaurado, que llegó hace un tiempo a nuestra parcela, y luego a los noventa, cuando entre temores y esperanzas Chile recuperaba la democracia, e incluso más lejos, a la década del setenta que pasé en la grisácea, contaminada y melancólica ciudad sajona de Leipzig.
—¿Patricio Dupré? —me preguntó el hombre fornido que llegó hasta el portón en su joyita.
—Soy yo —repuse intrigado.
—Vengo de Alemania por encargo de Valentina Bode —anunció, serio.
Le abrí de inmediato, le indiqué que estacionara a la sombra de los espinos y lo invité a un café bajo el parrón.
—¿Le apetece también un vaso de agua? No está de más con este calor.
—Con hielo, por favor —respondió—. Y el café sin azúcar, si tuviera la amabilidad.
Andreas Fischer, así se llamaba, era alemán y hablaba bien el español. En cuanto desocupó el vaso, comenzó a tomar el café sentado en el borde de la silla, lo que me hizo temer que perdiera el equilibrio. Pero más que concentrarse en la bebida, creo que buscaba las palabras adecuadas para decirme lo que tenía que decirme.
Y lo que me planteó me arrojó de manera violenta, como en una explosión feroz, a mi aleccionador pasado en las dos Alemanias, que yo trataba de olvidar en vano desde mi retorno a Chile.
Solo mucho después de esa conversación entendí que el alemán del kleinbus era el último heraldo que me enviaba una de esas etapas de la vida que no se resignan a ser olvidadas y que, con obstinada insistencia, exigen ser narradas y se vengan de uno cuando se las ignora.
2
Conocí a Erich Honecker, el arquitecto del Muro de Berlín, en enero de 1993, en el aeropuerto de Santiago de Chile, cuando llegó procedente de Alemania y le serví de traductor por encargo del partido. Arribó en la etapa final de su cáncer al hígado, recién salido de la prisión en Berlín. Lucía amarillento y demacrado tras veintiocho horas de viaje, pero indudablemente aliviado de alcanzar la libertad.
Durante un año fui su traductor y lazarillo, y aprendí mucho de sus escasas palabras, pero sobre todo de sus prolongados silencios y olvidos. Pocos tienen la oportunidad de acompañar tantos meses a un dictador defenestrado, y menos aún en una ciudad donde al mismo tiempo habitaba otro dictador abdicado, aunque de signo político contrario, el general Augusto Pinochet. Durante año y medio la capital chilena fue el único escenario del mundo donde coincidieron dos símbolos clave de la Guerra Fría que entonces se extinguía. Una etapa que me tocó presenciar de cerca como observador privilegiado.
Fue esa comprimida experiencia la que más tarde me llevó a buscar los sitios donde reposan los restos de los hombres que han marcado mi vida. Y bien digo hombres, que no mujeres, que son las que me atraen. Me refiero a caudillos, tiranos y autócratas, hombres fuertes que los llaman, esos seres huraños, desconfiados, implacables, adictos al poder, que dieron forma e impusieron sufrimientos a sus respectivos países, y que a fin de cuentas hicieron de mí quien soy.
Ahora corren los últimos días de diciembre, se extingue el año 2022, y todos ellos reposan bajo tierra, pero yo sigo sufriendo el impacto de las realidades que nos impusieron y de cuyas consecuencias sospecho jamás podré librarme. A estas alturas avanzo por un sendero con tufillo a destino esculpido, y allí radica la causa por la cual volví sobre mis pasos para acercarme al polvo o las cenizas de esos próceres.
No es poco lo que he logrado, por cierto. Conseguí aproximarme, por ejemplo, a la capilla que guarda el ánfora con las cenizas del general Pinochet. Descansan, por decirlo de alguna forma, si es que las cenizas tienen la facultad de descansar, en la finca de Los Boldos, propiedad rural de su familia, delimitada por muros, alambradas y un espeso bosque que acaricia la brisa del Pacífico.
Fui hasta allá, ciento cincuenta kilómetros al suroeste de Santiago, con el propósito de ver lo que queda del hombre cuyas decisiones determinaron en gran medida los senderos del país y de mi existencia. Sin embargo, unos guardias me detuvieron en el portón de acceso para explicarme que se trataba de un recinto privado.
—¿Quién vive acá? —pregunté, fingiendo ignorarlo.
—Sus dueños —repuso cortante un guardia.
No me quedó más que seguir caminando, frustrado, pues mi anhelo era ver el ánfora para cerciorarme, razón absurda, por cierto, de que el general está en efecto muerto —aunque sé que está muerto—, y poder reflexionar sin odios ni resentimientos, en forma desapasionada, sobre cómo él, reducido ahora a un puñado de cenizas, al apoderarse de las riendas del país en 1973, derrocando al presidente Salvador Allende, cambió de manera radical mi vida.
Quiero manifestarlo con claridad y tristeza, sin el propósito de despertar conmiseración ni lástima, pues me desagradan los plañideros: durante mi exilio, motivado por el régimen militar que duró diecisiete años, murieron mis abuelos en Chile y me fue denegada la autorización para ingresar al país y, por ende, la posibilidad de asistir a sus funerales. Mis padres se apagaron en el exilio. Todo eso jamás se olvida.
Tal vez esto comienza cuando yo vivía en Leipzig, Alemania Oriental, detrás del Muro. Estudiaba filosofía en la Karl-Marx-Universität y tenía de compañera a una bella muchacha de ojos verdes, voz suave y larga cabellera negra de la ciudad de Jena llamada Valentina Bode. Era muy feliz con ella.
Mientras caminaba por el exterior de la propiedad del general divisando apenas entre el follaje el campanario de la capilla, pues no pude ingresar a ella, no pensé en el golpe de Estado de septiembre de 1973 ni en el bombardeo de La Moneda, donde Allende ofreció resistencia. Tampoco en los muertos ni los exiliados, ni en las tenebrosas noches de toque de queda que pasé en vela en Santiago, sino en lo diferente que hubiese sido mi vida si Pinochet —y por cierto, Allende— no hubiese existido.
Sé que a nada conduce esta especulación crepuscular en torno a cómo pudo haber sido lo que no fue, puesto que el pasado queda esculpido en granito y corresponde asumirlo y dejar en paz a quienes lo habitaron. Invocarlo de forma incesante, creyendo que así se vuelve dúctil y maleable, solo atormenta y envenena el alma y ratifica la victoria de los enemigos sobre tu persona.
En fin, ese día me alejé de Los Boldos con sentimientos mezclados, conduje hasta un pueblo cercano, donde cené liviano y bebí media botella de vino tinto, y me alojé en una pensión que calefaccionaba una destartalada estufa salamandra. No, el odio ya no guía mis pasos, concluí esa noche en extremo silenciosa.
La idea de recorrer los cementerios donde reposan los restos de quienes marcaron mi vida obedecía a mi curiosidad por ver la tumba de quienes en gran medida me convirtieron en quien soy. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, dice Antonio Machado, y las cenizas del general, al que odié y temí, ya no me intimidan. Cuanto resta de su humanidad se halla enclaustrado en un ánfora disimulada en la tranquila penumbra de una capilla de estrechas ventanas.
Poco y nada queda de él, como poco y nada queda de otro político que dejó huella indeleble en mi vida: el presidente Salvador Allende. ¡Cuánto lo admiré en mi adolescencia! Cuánto me inspiró, emocionó y obnubiló su retórica revolucionaria, su frustrado gobierno, la polarización extrema del país bajo su mandato, y cuánta desazón me causó enterarme de que se había quitado la vida en el Palacio de La Moneda y que caíamos en una dictadura y que yo, sin haber cumplido los veinte años, debía seguir a mis padres al exilio a la República Democrática Alemana.
Tal como lo había planeado, llegué un día al Cementerio General de Santiago, donde están depositados los restos de Allende, con el afán, creo que ingenuo, de enhebrar mi vida de otro modo, de hallar nuevas respuestas a las interrogantes que plantea toda existencia, y me interné por los caminos del camposanto buscando su tumba.
Lo que vi primero fue un ramo de flores plásticas junto a su lápida, y a un costado, un desteñido letrero del Partido Socialista y un periódico amarillento que aleteaba como un gorrión moribundo. Me sigue pareciendo alucinante que tanto la elección de la carrera de filosofía que inicié en Leipzig como la de los países que me seducían entonces fuese determinada por el elegante doctor de bigote y gafas de marco negro que hoy es apenas polvo y remembranza.
Sus discursos me convencieron de que el socialismo era la panacea para todos nuestros males, que Fidel Castro y Ho Chi Minh eran los inspiradores de nuestra causa, y que un día una América Latina próspera y libre hablaría con una sola voz al mundo. Y por todo eso, que al final de cuentas era solo niebla y ventisca, terminamos huyendo con mis padres entre gallos y medianoche, a través de la embajada de Finlandia, al exilio detrás del Muro. Entonces me sentía allendista y quería cambiar el mundo. Sí, cambiarlo de pies a cabeza.
Hace un par de años regresé a Cuba a visitar al otro, o a lo que queda del otro, más bien, que también incidió en los caminos que escogí en mi juventud. Me refiero al comandante en jefe Fidel Castro. Por eso, al volar de Santiago al Berlín reunificado de inicios del milenio hice escala en La Habana, que sigue cayéndose a pedazos. Allí fui al Cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, el extremo oriental de la isla, donde el máximo líder terminó, tal como lo ordena en su testamento, enquistado en la roca de toneladas de peso que él mismo escogió. Así reposa hoy, a pasos del héroe nacional José Martí. Una guardia vigila día y noche su tumba para que no la ultrajen.
—¡Quedó imponente la tumba! —comenté al guajiro de sombrero de yarey que vertía una sustancia blancuzca en una de las grietas de la roca.
—Más respeto, señor, es el panteón del comandante en jefe —me corrigió con ojos fieros.
Era viejo, enjuto y exhibía un hueco oscuro donde antaño lució un colmillo.
—¿Usted es el encargado de mantener la cripta, compañero? —pregunté, conciliador.
—No daría abasto —dijo, volviendo a lo suyo.
Me costó convencerme de lo que veía: en el núcleo de la roca se encontraban las cenizas de Fidel. ¿Quién lo hubiese imaginado en La Habana de los setenta, cuando, enfundado en su uniforme verde olivo, vital e imponente, cruzaba la ciudad en el fúnebre ZIL soviético, regalo de Leonid Brézhnev, rodeado de Alfa Romeos cuyos escoltas exhibían por las ventanillas sus bruñidas armas ante el pueblo apostado en las paradas de buses y frente a los almacenes vacíos?
Todo cuanto resta del máximo líder son cucharadas de ceniza vertidas dentro de un caparazón que le impide sentir el calor tropical, escuchar los pasos de la lluvia y pronunciar discursos.
Dos días después, habiendo alcanzado cierta paz conmigo mismo, continué vía Madrid el vuelo a Berlín, donde me proponía visitar el Cementerio de los Socialistas para ver el sitio en el que, según algunos, estaba sepultado Erich Honecker.
3
—Ese no ha llegado por aquí —me comentaron con sorna en la administración del cementerio—, pero sí sé que murió en un país latinoamericano.
Yo lo imaginaba reposando cerca de las tumbas de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, o de Bruno Apitz y Markus Wolf, pero nada de eso: nadie conoce el paradero de sus restos. Ahí mismo finalicé mi búsqueda del secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania, PSUA.
Inicialmente supuse que lo habían sepultado en el Patio de los Disidentes, en Santiago de Chile, junto a sus camaradas y dirigentes comunistas chilenos Luis Corvalán y Volodia Teitelboim, pero al parecer fue su viuda quien desechó la opción por miedo a los vándalos. Tiempo después leí que su nieto, hoy responsable de las cenizas de la pareja, las lleva consigo en ánforas itinerantes.
Creo que lo segundo es entendible, no así lo primero, que deploro, pero después del estallido social de 2019, en Chile ya no hay respeto ni por los muertos. Pese a sus abusos, Honecker merece descansar junto a los suyos; mal que mal dirigió el primer Estado socialista en territorio alemán, como enfatizaba él con orgullo, uno que duró cuarenta años gracias al respaldo de la Unión Soviética. En Berlín habría descansado al menos entre los camaradas que lo eligieron, lo celebraron y luego lo depusieron, pero el miedo ante quienes en el pasado lo aclamaban y la sempiterna y generalizada desconfianza de Margot debieron ser determinantes a la hora de adoptar la decisión.
Pese a esas consideraciones, no olvido que en el fondo fue Honecker quien impidió que Valentina y yo nos casáramos y, por ende, que ella pudiese cruzar el Muro para reunirse conmigo en Occidente. El olvido, no el ajuste de cuentas, es el remedio; reconozco que uno lento y dubitativo, pero que al final se impone. Valentina se estrelló entonces contra dos muros: el burocrático y el de hormigón. El primero era una vetusta oficina policial con muebles desvencijados y piso de madera que crujía bajo los pasos, donde anónimos funcionarios de la Stasi tejían la telaraña legal que asfixiaba los trámites migratorios. Y el segundo, el muro propiamente tal, que consistía en varios muros, alambradas, perros atados a cables, torres de vigilancia y campos minados.
Me marché de la RDA intuyendo que nunca más nos veríamos, y aún hoy me duele que el hombre que hizo abortar ese amor juvenil y arruinó la vida de millones haya dejado plácidamente este mundo en mi patria, como si hubiese sido un inocente y melancólico guardagujas jubilado de una estación de pueblo. Aún me reprocho haber acompañado a Honecker en la recta final de su existencia, aunque fuese solo durante algo más de un año, cuando debí haber rechazado la solicitud del partido al cual renuncié en los setenta, desencantado del socialismo.
¿Por qué acepté? En primer lugar, por respeto a la memoria de mi padre, que había fallecido en Rostock mientras mantenía congelada su militancia, decepcionado de la vía armada escogida por el partido y de la represión en el socialismo amurallado, aunque sin atreverse a renunciar a la organización por temor a perder amistades de toda la vida y sufrir represalias. Pero debo reconocer que acepté porque deseaba ver de nuevo, esta vez de cerca y animado por una dosis de schadenfreude,2 al todopoderoso dictador que me separó de Valentina. Quería verlo viejo, enfermo y derrotado, sufriendo el castigo que la historia le deparaba. ¿Lo odiaba? No creo. ¿Me regocijaba su triste desenlace? Tampoco. Tan solo me intrigaba presenciar el tortuoso final del padre del Muro. Era un silencioso ajuste de cuentas, lo admito, y además por interpósita persona, en este caso el tiempo, el implacable enemigo con pasos de seda.
—Sobre la mesa está la respuesta del distrito de Jena a nuestra solicitud de matrimonio —me anunció Valentina en tono neutral la tarde en que yo regresaba al estudio que ocupábamos en el cuarto piso del dormitorio universitario de la Strasse des 18. Oktober, en Leipzig.
Extraje con manos temblorosas el documento del sobre ya abierto.
«Su solicitud con respecto a asunto 375-2-457-1979 ha sido denegada», informaba la nota enviada por el registro civil del distrito natal de Valentina.
No añadía razones, tampoco se refería al contenido de la solicitud. Era el estilo usual con que el Estado reaccionaba. Los funcionarios que decidían sobre la vida ajena evitaban así dejar constancia escrita de su violación al elemental derecho de Valentina a casarse con quien amaba. La misiva marcó un antes y un después en nuestra relación y en mi visión del régimen de Honecker, y no me dejó más que un camino: retornar solo a Occidente.
Dejé, por lo tanto, a Valentina porque no podía resignarme a construir una familia en la que mi mujer y nuestros hipotéticos hijos vivieran condenados a permanecer hasta que jubilaran detrás del muro de la mayor cárcel de Europa. No, yo no lo hubiese podido soportar. Tampoco era capaz ni tan siquiera de imaginar que algún día podría pasear con mi familia por las calles que, desde ciertos puntos de Berlín Oriental, podía observar al otro lado del Muro.
Sí, entre Valentina y la libertad, lo admito francamente, preferí la libertad.
4
Sí, soy el hombre que, según algunos, enclaustró a todo un pueblo detrás de un muro de hormigón y alambradas, protegido por campos minados y guardias que disparaban, como lo hacen los guardafronteras disciplinados del mundo, contra quien intentara cruzarlo, y que perdió el poder el mismo día en que su mayor obra se desplomó. Sí, lo reconozco sin avergonzarme: sin la valla antifascista, mi país y sus conquistas sociales habrían sido inviables desde el primer día.
Ahora, anciano, enfermo y solitario, lejos de Berlín, en una casa de tejas coloniales y muros revestidos de enredaderas, aquí en los áridos faldeos de los Andes chilenos, a cien kilómetros de la reverberación del océano Pacífico, aguardo a que las parcas me arrastren de regreso a la nada.
Estoy en Santiago, a inicios de 1993, y el médico, un chileno que habla alemán pues se especializó en el prestigioso hospital Charité de nuestra extinta pero gloriosa República Democrática Alemana, me concede como máximo dos años más de vida.
Tras los tormentos, las arbitrariedades y los agravios que me depararon tanto camaradas como anexionistas occidentales, pude dejar la Alemania reunificada para solicitar refugio en este delgado y generoso país del fin del mundo. Después de sortear apelaciones, exámenes médicos y aparatosos traslados entre Berlín y Moscú, y asediado por las dramáticas circunstancias que me consumen anímica y físicamente y obligan a ser sincero, pregunto: ¿Alguien se traga el embuste de que un político de mediana edad, como lo era yo en 1961, pudo haber obligado a diecisiete millones de personas a levantar un muro que las encerrara?
¿No habré contado al menos con la embozada complicidad de un cocinero, de una cuadrilla de albañiles o de un par de soldados para consumar aquella serpiente enroscada de ciento cincuenta y cinco kilómetros de largo? ¿No habrá cooperado conmigo al menos una docena de ciudadanos montando las placas de hormigón, construyendo las torres de vigilancia, extendiendo el alambre de púas, empujando las carretillas con cemento, mientras yo dirigía esa orquesta empeñada en tocar tan inédito concierto?
En fin, ¿de qué vale enredarme a estas alturas en los huiros de la historia, prostituta eterna de los vencedores? Este año, el 7 de octubre para ser más preciso, la RDA cumpliría cuarenta y cuatro años de existencia en el corazón de Europa, allí donde antes gobernaron Otto von Bismarck y Adolfo Hitler y tronaban los cañones. En esa fecha celebrábamos nuestro día nacional con paradas militares y desfiles populares, con banderitas, challa y globos de colores, mientras los quioscos expendían cerveza fría y salchichas con mostaza, y la gente —hombres y mujeres, obreros y campesinos, jóvenes y ancianos— coreaba fervorosa mi nombre, agradecida de los logros alcanzados colectivamente por nuestra patria socialista.
Para recordar esos días de jubileo, y aunque sea a solas, salí esta mañana a sentarme al jardín de esta casa de dos pisos de La Reina, la comuna de Santiago donde vivo espartanamente con Margot, mientras la oscuridad se disipaba entre jirones de luz. Respiro con la conciencia tranquila, aunque también perturbado por el cuervo que picotea inmisericorde mi hígado.
El amanecer presagia otro día caluroso bajo el esmog que levita sobre la ciudad envenenando a gente que ignora que yo, hijo de antiguas contradicciones de la Europa profunda, resido ahora entre ellos y su breve y modesta historia. Sentado en la mecedora de mimbre, aspiro el aire ácido de esta metrópolis inhóspita y ajena que, en lugar de mi asilo, ha devenido la cruel estación terminal de mis días.
—Para ser franco, Genosse Honecker —me dijo el cirujano que pasó su exilio en nuestro Berlín—, para ser franco —repitió escogiendo con pinzas las palabras que iba a proferir—, calculo que puede contar con dos años más de vida.
¡Dos años! Y aunque el galeno intenta acomodar entre algodones el plazo que anuncia, especificando que será indoloro por los sedantes, sé que dos años son eso: dos años, menos de ochocientos días, poco tiempo para vivir, demasiado para suicidarse. Y lo de que no sentiré dolor se refiere al cuerpo, a la carne, que no al alma, concepto que me desagrada pero que cobra cierto sentido en, cómo decirlo si no, en mi propia alma.
Dos años, pronuncia serio pero generoso el rozagante joven ataviado en su bata blanca, como si me obsequiara un salvoconducto a la eternidad. Dos años dura el embarazo de una elefanta y también la pasión desbocada en el comienzo de todo amor, pero dos años son apenas dos parpadeos bajo este cielo sucio donde, salvo un par de camaradas chilenos, todos me abandonaron.
Recuerdo los soberbios funerales de los secretarios generales del Partido Comunista de la Unión Soviética a los que acudí cuando lideraba la RDA. Brézhnev, Andrópov, Chernenko. Banderas a media asta; Moscú de luto, la radio soviética transmitiendo música funeraria. Eran entierros propios de un monarca, más que merecidos para los zares del movimiento obrero mundial. Todos los pueblos necesitan líderes que los protejan y conduzcan hacia el futuro.
Mi funeral, en cambio, tendrá lugar en el fin del mundo y escasa será la concurrencia. ¿Para qué me preocupo hoy por algo que, cuando llegue, no me importará? Es la hora de los mameyes, diría el comandante Fidel Castro, y ahí se ven los gallos, replicaría Luis Corvalán. Imbatible el caudillo caribeño; folclórico el camarada chileno. En fin, la historia, como sabemos, es ciega e injusta, sorda, insensible y a la vez implacable, y a menudo castiga a quien merece elogio y celebra a quien corresponde condena.
Yo goberné, a mucha honra, el único Estado de obreros y campesinos que ha existido en territorio alemán. Fui el último que dirigió ese país soñado por Karl Marx y Friedrich Engels, y que construimos entre todos, a pesar de que los oportunistas intenten negarlo. Cuando Hitler murió en medio de las ruinas de Alemania, nadie era nazi, y cuando se extinguió la RDA, nadie era comunista. El perfume que lleva todo ser humano es la traición. ¿O es que, al final, son solo fantasmas los que hacen la historia? La historia la hacen los pueblos, afirmaba Allende. Puede ser, digo yo, pero no se responsabilizan por ella.
Yo, en cambio, decrépito y vulnerable, asumo lo mío: dirigí ese Estado de 1971 a 1989, durante dieciocho años, uno más que el general Pinochet condujo a Chile, hasta que me destituyeron los traidores que elevé a miembros del Buró Político del Partido Socialista Unificado de Alemania y brindé cómoda butaca en la historia europea.
Pero estos acólitos hinchados de condecoraciones y privilegios se acoquinaron ante las marchas contrarrevolucionarias de Leipzig que luego se propagaron a Berlín, Dresde, Magdeburgo y el resto del país. Dicen que salió un millón de manifestantes a la calle, pero ¿qué es un millón en un país de diecisiete millones? A mis camaradas el pánico les causó cagadera y los convirtió en liliputienses, y comulgaron con la patraña que las masas, hijas del vertiginoso progreso socialista, vociferaban a coro: que no querían capitalismo ni democracia burguesa ni ser reducidos por Alemania Occidental, como terminó ocurriendo, sino más y mejor socialismo, como aquel por el que avanzábamos, quizás algo lento, debo admitirlo, pero cumpliendo los acuerdos del partido. En fin, mis excamaradas morirán como traidores, y el pueblo será víctima de la mayor estafa de posguerra.
Egon Krenz, la hiena de la sonrisa perpetua y las ojeras de Drácula, al que sindicaban como mi delfín, fue quien encabezó la jauría golpista del Buró Político, integrado por oportunistas despreciables que me deben cuanto fueron, pues yo los acogí y ascendí, cuando apenas servían para redactar misérrimas arengas, a cardenales de nuestra hermosa Alemania proletaria.
Les di todo cuanto necesitaban y ambicionaban y me pagaron conspirando en mi contra mientras la contrarrevolución triunfaba en las calles y se apoderaba del Estado. Su propósito: defenestrarme para entregar a nuestra RDA al mejor postor occidental. Conspiraron con el Judas Iscariote de Mijail Gorbachov para encarcelarme aprovechándose de mi enfermedad.
Cierro los ojos y escucho que alguien se aproxima por el jardín. Puedo percibir los pasos sobre la hierba, pues desde la traición se me agudizó el oído.
Debe ser Patricio Dupré, mi traductor, el único que tiene las llaves para entrar a nuestra casa. Es un joven de confianza política, aseguran camaradas chilenos, algo de lo que no estoy seguro; y como sus padres se exiliaron con él en nuestra RDA en los setenta, al inicio de la dictadura de Pinochet, habla muy bien alemán, se expresa claramente y dice gracias, una palabra que parece quemar los labios a muchos de sus compatriotas.
Aguardo a que Patricio me hable entre el canto de los zorzales o siga caminando por el jardín, pero no percibo nada más. Estoy por sospechar que también mi oído comienza a traicionarme.
5
Berlín, 24 de enero 1993
Querido Patricio:
No te sorprendas con esta carta. Acabo de verte en las noticias de la televisión sobre el arribo de Erich Honecker a Chile. Estás a la bajada de la escalerilla del avión, donde traduces para quienes lo reciben con vítores y banderas de la RDA.
Aunque han pasado trece años desde que nos despedimos en la estación de Leipzig, te reconocí. Aún luces como el estudiante del que me enamoré en 1974 en la Karl-Marx-Universität. Has ganado unos kilos, imagino que por las empanadas que tanto te gustan.
Dudé si enviarte o no esta carta porque en el consulado me dijeron que tal vez ya no vives en esta dirección, pero lo intento.
Me gustaría volver a verte. Hay tanto de que hablar, no para volver al pasado común del cual huiste sin explicación verdadera alguna, sino para sepultarlo, pues lo insepulto siempre regresa a exigir explicaciones. Y ya lo ves: ayer huiste del país de Honecker, y hoy Honecker llega a refugiarse al tuyo.
Muchos me preguntaron qué había ocurrido entre nosotros, qué había sido de ti, por qué partiste dejándome atrás, y lo cierto es que jamás pude explicarlo, porque ni yo misma sé la razón. No busco un nuevo comienzo ni nada de eso, solo entender. Seguro recuerdas de qué mal padezco y que soy una convencida —lo estudiamos en la Karl Marx, ¿no?— de que la vida está hecha de causas y consecuencias y a ratos de azar y casualidades, como la de descubrirte en un noticiero que no suelo ver.
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