Te deseo la sonrisa

Papa Francisco

Fragmento

Prefacio. Mi deseo

PREFACIO

Mi deseo

Mi deseo se resume en una palabra: «sonrisa».

La inspiración me la dio uno de los últimos países que visité: Tailandia. Lo llaman el país de la sonrisa, porque en él la gente sonríe mucho, es especialmente amable, noble, unas cualidades que se sintetizan en ese gesto facial y se reflejan en el porte. Esa experiencia me impresionó mucho y me ha llevado a concebir la sonrisa como una expresión de amor, de afecto, típicamente humana.

Cuando miramos a un recién nacido, algo nos impele a sonreírle, y si en su pequeño rostro también se dibuja una sonrisa sentimos una emoción simple, ingenua. El niño responde a nuestra mirada, pero su sonrisa es mucho más «poderosa», porque es nueva, tan pura como el agua de un manantial, y despierta en nosotros, los adultos, una íntima nostalgia de la infancia.

Esto se produjo de manera única entre María, José y Jesús. Con su amor, la Virgen y su esposo arrancaron una sonrisa a su hijo recién nacido, pero, cuando esto sucedió, sus corazones se llenaron de una alegría nueva, celestial, y el pequeño establo de Belén se iluminó.

Jesús es la sonrisa de Dios. Vino al mundo para revelarnos el amor del Padre, su bondad, y la primera manera en que lo hizo fue sonriendo a sus padres, como cualquier recién nacido. Y, gracias a su extraordinaria fe, la Virgen María y san José supieron recibir el mensaje, reconocieron en la sonrisa de Jesús la misericordia que Dios les mostraba, a ellos y a todos los que aguardaban su llegada, la del Mesías, el Hijo de Dios, el rey de Israel.

Pues bien, queridísimos hermanos, nosotros revivimos esta experiencia en el pesebre: mirar al Niño Jesús es sentir que Dios nos sonríe, que sonríe a todos los pobres de la tierra, a todos los que esperan la salvación y aguardan un mundo más fraternal, donde ya no haya guerras ni violencia, donde cada hombre y mujer puedan vivir con la dignidad propia de los hijos e hijas de Dios.

A veces resulta difícil sonreír, por muchos motivos. En esos momentos necesitamos la sonrisa de Dios y el único que puede ayudarnos es Jesús, que es el único Salvador, como experimentamos en ocasiones de forma concreta en nuestra vida.

Otras veces las cosas van bien, pero en esos casos existe el peligro de sentirse demasiado seguros y de olvidarse de los que padecen. Así que también necesitamos la sonrisa de Dios para que nos libre de las falsas certezas y nos devuelva el gusto por las cosas sencillas y gratuitas.

De manera que, queridísimos hermanos, intercambiemos este deseo, que vale para siempre: dejémonos sorprender por la sonrisa de Dios, que Jesús vino a traernos. Él es la sonrisa. Acojámoslo, dejemos que nos purifique y así podremos regalar también a los demás una sonrisa humilde y sincera.

Llevad este deseo a vuestros seres queridos, a casa, sobre todo a los enfermos y a los más ancianos: que sientan la caricia de vuestra sonrisa. Porque es una caricia. Sonreír es acariciar, acariciar con el corazón, con el alma. Y permanezcamos unidos en la oración.[1]

I. Cambiar y renacer

I

Cambiar y renacer

La esperanza no decepciona

El optimismo decepciona, ¡la esperanza no! Y la necesitamos mucho en estos tiempos oscuros, en los que a veces nos sentimos perdidos ante el mal y la violencia que nos rodean, ante el dolor de muchos de nuestros hermanos. ¡Hace falta esperanza! Nos sentimos extraviados y también un poco desanimados, porque creemos que no podemos hacer nada y que la oscuridad no tiene fin. Pero no debemos permitir que la esperanza nos abandone, porque Dios camina con su amor junto a nosotros. Cualquiera puede afirmar: «Confío porque Dios está conmigo».

La felicidad de la humanidad compartida

En este mundo que corre sin un rumbo común, se respira un ambiente donde «la distancia entre la obsesión por el propio bienestar y la felicidad que procura la humanidad compartida parece ensancharse hasta el punto de que cabe pensar que existe un auténtico cisma entre el individuo y la comunidad humana. Porque una cosa es sentirse obligados a vivir juntos y otra apreciar la riqueza y la belleza de las semillas de vida en común que debemos buscar y cultivar juntos». La tecnología no deja de progresar, pero «¡qué bonito sería si al crecimiento de las innovaciones científicas y tecnológicas se uniera una mayor equidad e inclusión social! ¡Qué bonito sería si, al mismo tiempo que descubrimos nuevos planetas lejanos, redescubriéramos las necesidades de nuestro hermano y de nuestra hermana, que orbitan a nuestro alrededor!».

Las noches de nuestra vida

Todos tenemos una cita con Dios en la noche de nuestra vida, en las numerosas noches de nuestra vida; son momentos oscuros, de pecado y desorientación. En ellos tenemos una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá inesperadamente, cuando nos quedemos verdaderamente solos. En esa noche, mientras combatimos contra lo desconocido, tomaremos conciencia de que somos unos pobres hombres —me permito decir unos «desgraciados»—, pero no debemos temer cuando nos sintamos «desgraciados», porque en ese momento Dios nos concederá un nuevo nombre que contendrá el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a los que han permitido que Él los transforme. Esta es una invitación en toda regla a que permitáis que Dios os cambie. Él sabe cómo hacerlo, porque nos conoce a todos. «Señor, tú me conoces», podemos decir todos. «Señor, tú me conoces. Cámbiame».

¡Venid a mí!

En el evangelio de san Mateo, Jesús sale en nuestra ayuda con las siguientes palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28).[2] La vida es a menudo difícil, en muchas ocasiones incluso trágica. Trabajar es fatigoso, buscar trabajo también. ¡Y hoy en día es tan extenuante encontrar trabajo! Pero esto no es lo que más nos pesa en la vida, lo que más nos pesa es la falta de amor. Pesa no recibir una sonrisa, no ser acogidos. Pesan ciertos silencios, en ocasiones incluso en el seno de la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. Sin amor la fatiga es más difícil de sobrellevar, intolerable. Pienso en los ancianos que están solos, en las familias que sufren por no recibir ayuda para mantener a quien en casa necesita atenciones y cuidados especiales. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados», dice Jesús.

El lado bueno del tapiz

El amor que se da y que obra se equivoca a menudo. El que actúa y arriesga suele cometer errores. En este sentido, puede ser interesante el testimonio de Maria Gabriela Perin, huérfana de padre desde que nació, que reflexiona sobre la manera en que este hecho ha influido en su vida, en una relación que no duró, pero que la convirtió en madre y ahora en abuela: «Lo que sé es que Dios crea historias. Con su genio y su misericordia, coge nuestros triunfos y nuestros fracasos y teje unos maravillosos tapices llenos de ironía. El revés de la tela puede parecer caótico, con los hilos enmarañados —los sucesos de nuestra vida—, y quizá sea el lado que no nos deja en paz cuando dudamos. Pero en el lado bueno del tapiz hay una historia magnífica y este es el lado que ve Dios».

Con nosotros todos los días

¡Él vive! Debemos recordarlo a menudo, porque corremos el riesgo de considerar a Jesucristo únicamente como un buen ejemplo del pasado, un recuerdo, alguien que nos salvó hace dos mil años. De ser así, no nos serviría para nada, nos dejaría igual que antes, no nos liberaría. Él, que nos colma con su gracia, nos libera, nos transforma, nos sana y nos conforta, está vivo. Es Cristo resucitado, está lleno de una vitalidad sobrenatural, revestido de una luz infinita. Por eso san Pablo afirmó: «Y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido» (1 Cor 15, 17).

Si Él vive, podrá estar verdaderamente presente en tu vida, en cada momento, para iluminarla. Así no volverás a sentir soledad y abandono. Aunque todos se vayan, Él estará ahí, como prometió: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Él llena todo con su presencia invisible y te estará esperando dondequiera que vayas. Porque no solo ha venido: viene y seguirá viniendo todos los días para invitarte a caminar hacia un horizonte siempre nuevo.

Más allá de lo conocido

Dios siempre es una novedad que nos invita continuamente a echar de nuevo a andar y a cambiar de lugar para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras. Nos conduce al lugar donde se encuentra la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la apariencia de la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta sobre el sentido de la vida. ¡Dios no tiene miedo! ¡No tiene miedo! Siempre va más allá de nuestros esquemas y no teme las periferias. Él mismo se hizo periferia (Flp 2, 6-8; Jn 1, 14). Por eso, si nos atrevemos a ir a las periferias, lo encontraremos: Él ya estará allí. Jesús nos precede en el corazón de ese hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma ofuscada. Él ya está allí.

¿Dónde está mi mano?

Solo hay una manera lícita y justa de mirar a una persona de arriba abajo: para ayudarla a levantarse. Si uno de nosotros —incluido yo— mira a una persona de arriba abajo con desprecio, vale poco. Pero si uno de nosotros mira a una persona de arriba abajo para tenderle la mano y ayudarla a levantarse, ese hombre o esa mujer son grandes. Así pues, cuando miréis a una persona de arriba abajo, preguntaos siempre: «¿Dónde está mi mano? ¿Está escondida o está ayudando a alguien a ponerse en pie?». Y seréis felices.

Esto conlleva aprender a desarrollar una cualidad muy importante, aunque infravalorada: la capacidad de conceder tiempo a los demás, de escucharlos, de compartir cosas con ellos y de comprenderlos. Solo así abriremos nuestras historias y nuestras heridas a un amor capaz de transformarnos para empezar a cambiar el mundo que nos rodea. Si no damos, si no perdemos tiempo, si «ahorramos tiempo» con las personas, lo perderemos en muchas cosas que al final del día nos dejarán vacíos y aturdidos. En mi tierra natal dirían: nos llenan de cosas hasta que nos indigestamos.

Solos no podemos

La quinta bienaventuranza dice: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Esta bienaventuranza presenta una particularidad: es la única en la que la causa y el fruto de la felicidad coinciden. Los que son misericordiosos encontrarán misericordia, la recibirán a su vez. El tema de la reciprocidad del perdón se repite en el Evangelio. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¡La misericordia es el corazón mismo de Dios!

Existen dos cosas inseparables: el perdón dado y el recibido. Pero a muchas personas les cuesta, no logran perdonar. En muchas ocasiones, el mal recibido es tan grande que perdonar nos supone un esfuerzo inmenso, como escalar la más alta de las montañas. Y uno piensa: no se puede, esto no se puede hacer. La reciprocidad de la misericordia implica que debemos dar un vuelco a la perspectiva. No podemos hacerlo solos, es necesaria la gracia de Dios y hemos de pedirla. De hecho, si la quinta bienaventuranza promete la misericordia y en el padrenuestro pedimos perdón por nuestras deudas, ¡significa que nosotros mismos somos esencialmente deudores y que necesitamos recibir misericordia!

La oración, dique ante el mal

En nuestro día a día experimentamos la presencia del mal: es una vivencia cotidiana. Los primeros capítulos del Génesis describen la progresiva extensión del pecado en los asuntos humanos. Adán y Eva (Gén 3, 1-7) se preguntan si las intenciones de Dios son benévolas, piensan que se trata de una divinidad envidiosa que les impide ser felices, por eso se rebelan. Pero la historia se desarrolla en sentido contrario: abren los ojos y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada. No olvidéis esto: el tentador es un mal pagador, paga mal.

Y, sin embargo, las primeras páginas de la Biblia cuentan también otra historia, menos llamativa, mucho más humilde y devota, que representa la redención de la esperanza. A pesar de que casi todos se comportan con crueldad, convirtiendo el odio y la conquista en el gran motor de la vida humana, existen personas capaces de rezar a Dios con sinceridad, de escribir de forma distinta el destino del hombre.

La oración es el dique, es el refugio del hombre ante la crecida del mal en el mundo. A decir verdad, rezamos también para salvarnos de nosotros mismos. Es importante rezar: «Señor, por favor, sálvame de mí mismo, de mis ambiciones, de mis pasiones». Los orantes de las primeras páginas de la Biblia son hombres que ponen en práctica la paz; de hecho, cuando es auténtica, la oración libera de los instintos de violencia y es una mirada dirigida a Dios para que vuelva a ocuparse del corazón humano. En el catecismo se lee: «Una multitud de justos de todas las religiones vive esta cualidad de la oración». La oración cultiva parterres de renacimiento en lugares donde el odio del hombre solo ha sido capaz de extender el desierto. Y la oración es poderosa, porque atrae el poder de Dios, y el poder de Dios siempre da vida, siempre. Es el Dios de la vida y con Él se renace.

Un ancla de esperanza

Job estaba sumido en la oscuridad. Se encontraba en el umbral de la muerte. Pero justo en ese momento de angustia, dolor y sufrimiento, Job proclamó la esperanza: «Yo sé que mi redentor vive y que al fin se alzará sobre el polvo. Yo mismo lo veré, y no otro; mis propios ojos lo verán» (Job 19, 25-27).

Los cementerios son tristes, nos recuerdan a los seres queridos que se han marchado y también el futuro que nos aguarda, la muerte, pero ponemos flores en esa tristeza en señal de esperanza, incluso de fiesta. Y la tristeza se mezcla con la esperanza. Esto es lo que todos nosotros sentimos ante los restos de nuestros seres queridos: la memoria y la esperanza. Sentimos también que esta esperanza nos ayuda, porque nosotros seguiremos el mismo camino. Tarde o temprano, todos lo haremos. Con más o menos dolor, todos lo haremos. Pero lo haremos con la flor de la esperanza, la esperanza de la resurrección, con ese cabo fuerte que está anclado más allá. Y esa ancla no decepciona. El primero que siguió ese camino fue Jesús. Nosotros recorremos el camino que él trazó. «Sé que mi redentor vive y que al fin se alzará sobre el polvo. Yo mismo lo veré, y no otro; mis propios ojos lo verán».

Desafíos

Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser una excusa para reducir nuestro compromiso y nuestro fervor. Considerémoslos desafíos que nos ayudan a crecer.

El caballo y el río

Un momento de crisis es un momento de elección, un momento que nos pone delante de las decisiones que debemos tomar. Todos hemos tenido y tendremos momentos críticos en la vida: crisis familiares, matrimoniales, sociales, laborales, un sinfín de dificultades. La pandemia que hemos pade

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