Te deseo la felicidad

Papa Francisco

Fragmento

«Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (Juan 2, 11). Con estas palabras concluye el pasaje del Evangelio de san Juan que cuenta las bodas de Caná, cuando Jesús transforma el agua en vino para regocijo de los novios. El evangelista no habla de milagro, es decir, de un hecho extraordinario que causa maravilla, sino que cuenta que en Caná tiene lugar un signo que suscita la fe de sus discípulos.

¿Qué es un signo según el Evangelio? Es una señal que revela el amor de Dios. No se da importancia al poder del gesto, sino al amor que lo ocasionó. Un amor, el de Dios, cercano, tierno, misericordioso. Un amor que nos acompaña.

Aquel signo, el primero realizado por Jesús, se produce cuando los novios pasan por un aprieto en el día más importante de sus vidas. En plena fiesta se quedan sin algo esencial, el vino, y la alegría está a punto de desvanecerse a causa de las críticas y la insatisfacción de los invitados. ¡Cómo va a celebrarse un banquete de boda con agua!

Es María quien se da cuenta del problema, se lo hace saber a Jesús y Él interviene con discreción. Todo ocurre de manera reservada, entre bambalinas, porque es así como Dios actúa, con cercanía y prudencia —a tal punto que será el novio quien se cubra de elogios por la calidad del vino—.

Es bonito pensar que el primer signo de Jesús no es una curación extraordinaria ni un prodigio en el templo de Jerusalén, sino un gesto que sale al encuentro de una necesidad simple y concreta de la gente común, un gesto familiar, un milagro, por decirlo de alguna manera, realizado de puntillas.

Pero el signo de Caná tiene otro rasgo distintivo. El vino que se servía al final de las celebraciones solía ser el peor, pues, aunque lo aguaran, los invitados ya no se daban cuenta. Jesús, en cambio, concluye la fiesta con el vino mejor. Simbólicamente significa que Dios quiere lo mejor para nosotros: nos quiere felices.

No se pone límites y no nos pide nada a cambio.

En el signo de Jesús las segundas intenciones, las dobleces, no tienen cabida. La alegría que Jesús deja en los corazones es pura y desinteresada. Nunca está aguada, es una alegría que nos renueva.

«Yo hago nuevas todas las cosas», dice la palabra de Dios en el Apocalipsis (21, 5).

Nuestro Dios es el Dios de las novedades, de las sorpresas. Crea novedades en la vida del hombre, en el cosmos. Dios siempre hace nuevas todas las cosas y nos pide que estemos abiertos a las novedades: vino nuevo en barriles nuevos.

De ahí que no sea cristiano caminar con la mirada en dirección al suelo, sin alzar la vista al horizonte, como si nuestro camino acabara a pocos palmos de distancia, como si nuestra vida no tuviera una meta y nos viéramos obligados a un eterno deambular sin un motivo que justifique nuestros muchos esfuerzos.

Dios no ha querido nuestras vidas por casualidad, sino que nos ha creado porque quiere que seamos felices. Es nuestro Padre, y cuando, aquí y ahora, vivimos una vida que no es la que Él quiere para nosotros, Jesús nos garantiza que Dios se está ocupando personalmente de liberarnos.

Ser cristiano implica una nueva perspectiva, una mirada llena de esperanza.

Nosotros creemos y sabemos que la muerte y el odio no son las últimas palabras pronunciadas en la parábola de la existencia humana.

Hay quien cree que toda la felicidad de la vida está contenida en la juventud y en el pasado, y que vivir es una lenta decadencia.

Otros consideran que la felicidad es solo esporádica y pasajera, y que la vida del hombre está marcada por la falta de sentido.

Pero nosotros, los cristianos, no.

Nosotros creemos que el horizonte del hombre está perennemente iluminado por el sol.

Creemos que nuestros mejores días están por llegar.

Somos más de primavera que de otoño.

En vez de fijarnos en las hojas que amarillean en las ramas, vemos sus nuevos tallos.

El cristiano sabe que el reino de Dios, su Señoría de amor, crece como un extenso campo de trigo. A pesar de la cizaña, de los problemas —los chismorreos, las murmuraciones, las guerras, las enfermedades…—, el trigo crece y al final, el mal será eliminado.

No sabemos qué nos depara el futuro, pero sabemos que Jesús es la gracia más grande de nuestras vidas: no solo el abrazo que nos espera al final, sino también el que nos acompaña a lo largo del camino.

No debemos recrearnos en la nostalgia, la añoranza y las lamentaciones. Sabemos que Dios nos quiere herederos de una promesa e incansables cultivadores de sueños.

Quince pasos hacia la felicidad

Quince pasos hacia la felicidad

1

Lee dentro de ti. Nuestra vida es el libro más valioso que nos ha sido entregado y justo en él se encuentra lo que se busca por otras vías. San Agustín lo sabía: «Vuelve a ti mismo; en el hombre interior habita la verdad». Esta es la invitación que quiero haceros a todos y que me hago a mí mismo. Lee tu vida. Léete dentro, observa tu trayectoria con serenidad. Vuelve a ti mismo.

2

Recuerda que eres único, que eres única. Cada uno de nosotros lo es y ha venido a este mundo para sentirse querido en su unicidad y para querer a los demás como nadie puede hacer en su lugar. Sentarse en el banquillo para hacer de reserva de otro jugador no es vida. No. Cada uno de nosotros es único a los ojos de Dios. Así que no te dejes homologar, no estamos hechos en serie. Somos únicos y libres, y hemos venido al mundo para vivir una historia de amor, de amor con Dios, para abrazar la audacia de los retos, para aventurarnos en el maravilloso peligro que es amar.

3

¡Deja salir tu belleza! No la belleza dictada por las modas pasajeras, sino la verdadera. La belleza a la que me refiero no es la de Narciso, que inclinándose sobre sí mismo, enamorado de su propia imagen, acabó muriendo ahogado en las aguas del lago donde se reflejaba. Tampoco a la que se pacta con el mal, como la de Dorian Gray, cuyo rostro se desfiguró cuando el hechizo se desvaneció. Me refiero a la belleza que nunca se marchita porque es el reflejo de la belleza divina: nuestro Dios es inseparablemente bueno, verdadero y bello. Y la belleza es uno de los caminos privilegiados para llegar a Él.

4

Aprende a reírte de ti mismo. Los narcisistas se miran continuamente al espejo… Yo aconsejo que os miréis de vez en cuando y os riais de vosotros mismos. Sienta bien.

5

Sé una persona de sanas inquietudes. Me refiero a las inquietudes que empujan a seguir adelante, que estimulan los proyectos y los objetivos, a no dormirse sobre los laureles. No te aísles del mundo encerrándote en tu habitación como un piterpán que se niega a convertirse en adulto y mantén una actitud abierta y valiente.

6

Aprende a perdonar. Todos somos conscientes de no estar siempre a la altura del padre, la madre, el marido, la esposa, el hermano, la hermana, el amigo o la amiga que deberíamos ser. En la vida todos pecamos por defecto. Y todos necesitamos misericordia. Recuerda que necesitas perdonar, que te perdonen, que necesitas paciencia. Y recuerda siempre que Dios te precede y te perdona primero.

7

Aprende a leer la tristeza. En nuestra época la tristeza está considerada un mal del que huir a toda costa. Sin embargo, puede ser una señal de alarma indispensable para invitarnos a explorar paisajes más ricos y fértiles que se escapan a la fugacidad y a la evasión. A veces la tristeza hace las veces de un semáforo que nos advierte: «¡Detente!». Aprende a escucharla. Sería mucho más grave desoír este sentimiento.

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