El libro de la alegría

Dalái Lama
Desmond Tutu
Douglas Abrams

Fragmento

cap-1

¿La invitación a la alegría

Para celebrar el cumpleaños del Dalai Lama, nos reunimos en Dharamsala durante una semana para disfrutar de nuestra amistad y, al mismo tiempo, crear algo que esperamos sea un regalo de cumpleaños para quien lo lea. Seguramente no hay momento más feliz que el nacimiento y, sin embargo, pasamos buena parte de nuestra vida sumidos en la tristeza, el estrés y el sufrimiento. Esperamos que este breve libro sea una invitación a una alegría y felicidad aún mayores.

El destino, por oscuro que sea, no determina el futuro. Cada día, en cada momento, somos capaces de crear y recrear nuestra vida, así como la calidad misma de la existencia como especie en el planeta. Este es el poder que poseemos.

La felicidad duradera no reside en la búsqueda de un objetivo concreto ni de un logro en particular. Tampoco se encuentra en la riqueza o en la fama. Se halla tan solo en la mente y en el corazón, y es ahí donde confiamos que la encuentres.

Douglas Abrams, coautor del libro, aceptó amablemente ayudarnos en este proyecto y nos entrevistó durante una semana en Dharamsala. Le hemos pedido que entreteja nuestras voces y añada la suya como narrador para que podamos compartir no solo nuestras respectivas visiones y experiencias, sino también las fuentes de las que mana la alegría, identificadas por científicos y por otras voces autorizadas.

No es necesario que nos creas. Es más, nada de lo que digamos debe entenderse como un dogma de fe. Simplemente queremos compartir contigo lo que dos amigos, procedentes de mundos muy distintos, hemos presenciado y aprendido en el curso de nuestra larga vida. Esperamos que apliques el contenido de estas páginas a tu vida y descubras si lo que se dice aquí es cierto.

Cada día es una oportunidad para empezar de nuevo. Cada día es tu cumpleaños.

Que este libro sea una bendición para todos los seres vivos y para los hijos del Señor, incluido tú.

TENZIN GYATSO,

Su Santidad el Dalai Lama

DESMOND TUTU,

arzobispo emérito de la república de Sudáfrica

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cap-2

Introducción

 

Cuando bajamos del avión en aquel pequeño aeropuerto, engullidos por el rugido ensordecedor de los motores y con las laderas nevadas del Himalaya elevándose a nuestras espaldas, dos viejos amigos se abrazaron. El arzobispo acarició con ternura las mejillas del Dalai Lama y este frunció los labios como si le lanzara un beso a su amigo. Fue un momento de enorme afecto y amistad. En el año que llevábamos preparando la visita, éramos muy conscientes de lo que aquel encuentro podría significar para el resto del mundo, pero nunca se nos ocurrió pensar cómo les afectaría a ellos pasar una semana juntos.

Ha sido un gran privilegio y una responsabilidad abrumadora compartir la extraordinaria semana de conversaciones que tuvo lugar en Dharamsala, en la India, ciudad donde el Dalai Lama ha establecido su residencia en el exilio. A lo largo de las páginas de este libro, he intentado compartir contigo sus conversaciones más cercanas, repletas de risas interminables y salpicadas de momentos emotivos dedicados al recuerdo del amor y de la pérdida.

Se habían reunido solo media docena de veces, pero, a pesar de ello, compartían un vínculo que trascendía esos breves encuentros, y ambos se consideraban el uno al otro «mi travieso hermano del alma». Nunca antes habían tenido la oportunidad de pasar tanto tiempo juntos, disfrutando de la alegría de su amistad, y seguramente no volverían a tenerla.

Los pasos cada vez más cercanos de la muerte estaban presentes en nuestras conversaciones. En dos ocasiones habíamos pospuesto el viaje para que el arzobispo pudiera asistir al funeral de algún compañero. La salud y la política mundial han conspirado para mantenerlos alejados, así que éramos conscientes de que aquel podía ser su último encuentro.

Durante una semana, charlamos sentados bajo una suave iluminación, dispuesta cuidadosamente para no dañar los sensibles ojos del Dalai Lama, mientras a nuestro alrededor cinco cámaras nos grababan. A lo largo de ese viaje para comprender la alegría, exploramos muchos de los temas más profundos de la vida. Buscábamos la auténtica alegría, aquella que no depende de las vicisitudes de lo circunstancial. Sabíamos que también tendríamos que derribar los obstáculos que tan a menudo hacen que la alegría parezca tan huidiza. Durante las conversaciones esbozaron los ocho pilares de la alegría: cuatro de la mente y cuatro del corazón. Ambos, grandes hombres y líderes mundiales, coincidieron en los principios más importantes y propusieron diferencias reveladoras, mientras tratábamos de reunir aquellos conocimientos que pudieran ayudar al lector a encontrar una felicidad duradera en este mundo cambiante y, a menudo, tan lleno de sufrimiento.

Todos los días compartíamos té Darjeeling y una hogaza de pan plano del Tíbet. El personal encargado de filmar estas entrevistas estaba invitado a participar de este sencillo refrigerio. Una mañana, el Dalai Lama invitó al arzobispo a su residencia privada para iniciarlo en la práctica de la meditación y, a cambio, el arzobispo le dio la comunión, un rito reservado generalmente a los practicantes de la fe cristiana.

Cuando la semana ya tocaba a su fin, celebramos el cumpleaños del Dalai Lama en el Pueblo de los Niños Tibetanos, uno de los internados para niños exiliados del Tíbet. Las autoridades chinas les impiden recibir una educación basada en la cultura y en el idioma de su país, y por eso los padres de estos niños los envían montaña a través, con la única compañía de un guía que promete llevarlos hasta una de las escuelas del Dalai Lama. Se me hace difícil imaginar el dolor de esos padres que se separan de sus hijos sabiendo que pasarán más de diez años antes de que vuelvan a verlos, si es que llega ese día.

En el corazón de esta escuela marcada por el trauma, más de dos mil estudiantes y sus profesores aclamaron entusiasmados al Dalai Lama mientras este se balanceaba tímidamente, ya que su condición de monje le prohíbe bailar, animado por el ritmo irresistible del arzobispo Tutu.

El Dalai Lama y el arzobispo son dos de los maestros espirituales más grandes de nuestro tiempo, pero también son líderes morales que trascienden sus propias tradiciones y se expresan siempre desde la más profunda preocupación por la humanidad en su conjunto. Su valentía, su resiliencia y su fe inquebrantable en la humanidad son una fuente de inspiración para millones de personas, que no se dejan vencer por el cinismo, tan de moda en la sociedad actual y que amenaza con engullirnos a todos. Su alegría no es evidente ni superficial; ha sido moldeada en el fuego de la adversidad, de la opresión, del esfuerzo. El Dalai Lama y el arzobispo Tutu nos recuerdan que la alegría nos pertenece por derecho y que es aún más esencial que la felicidad.

«La alegría —señaló el arzobispo Tutu durante la estancia— es mucho más grande que la felicidad. Solemos percibir la felicidad como algo estrechamente vinculado a las circunstancias externas, mientras que la alegría es independiente.» Este estado mental, y emocional, se acerca mucho más a lo que, según el Dalai Lama y el arzobispo Tutu, anima nuestra existencia y, a la larga, llena nuestra vida de satisfacción y significado.

Las conversaciones versaron sobre lo que el Dalai Lama denomina «el propósito de la vida»: evitar el sufrimiento y hallar la felicidad. Ambos compartieron sus conocimientos, adquiridos a lo largo de toda una vida, sobre cómo vivir con alegría a pesar del dolor inherente a la existencia. Juntos exploraron cómo transformar su estado efímero inicial en una característica duradera, cómo convertir el sentimiento fugaz en una forma de ser que perdure en el tiempo.

Desde el principio, este libro fue concebido como un pastel de cumpleaños de tres pisos.

El primer piso son las enseñanzas del Dalai Lama y del arzobispo Tutu acerca de la alegría. ¿Realmente es posible ser una persona alegre a pesar de los problemas del día a día, desde la frustración del tráfico de primera hora de la mañana hasta el miedo a no ser capaz de mantener a nuestra familia; desde la ira que sentimos hacia aquellos que nos han hecho daño hasta el dolor por la pérdida de un ser querido; desde los estragos de la enfermedad hasta el abismo de la muerte? ¿Cómo podemos aceptar la realidad de nuestra vida sin renunciar a nada y, al mismo tiempo, trascender al dolor y al sufrimiento que le son propios? E incluso cuando la vida nos trata bien, ¿cómo podemos vivir en la alegría cuando muchos otros sufren, cuando una pobreza demoledora le roba el futuro a la gente, cuando la violencia y el terror campan a sus anchas por las calles, cuando la destrucción del medioambiente pone en peligro la vida en este planeta? Este libro intenta responder a estas preguntas y a muchas más.

El segundo piso del pastel está compuesto por las investigaciones más recientes sobre la alegría, así como del resto de las cualidades que, según los autores, son esenciales para que la felicidad perdure. Los últimos hallazgos en el estudio del cerebro y en el campo de la psicología experimental han traído consigo un conocimiento más profundo del ser humano. Dos meses antes de viajar a la India, quedé para comer con Richard Davidson, neurocientífico y uno de los pioneros de la investigación sobre la felicidad. En su laboratorio, ha estudiado la práctica de la meditación y ha descubierto que esta conlleva beneficios mensurables para el cerebro. Nos sentamos en la terraza de un restaurante vietnamita de San Francisco y, mientras comíamos rollitos de primavera y el sempiterno viento de la ciudad le alborotaba el pelo de corte juvenil aunque salpicado de canas, Davidson me explicó que en una ocasión el Dalai Lama le había confesado que la ciencia de la meditación le resultaba estimulante, sobre todo a primera hora de la mañana, sentado, recién levantado de la cama. Si esta práctica ayuda al Dalai Lama, qué no podrá hacer por los demás.

A menudo percibimos la espiritualidad y la ciencia como fuerzas antagónicas, ambas apretando el cuello de la otra. Sin embargo, el arzobispo Tutu ha expresado su profunda creencia en la importancia de lo que él denomina «la verdad autorratificada»: cuando campos distintos del conocimiento señalan hacia una misma conclusión. Del mismo modo, el Dalai Lama hizo especial hincapié en el hecho de que este libro no es budista ni cristiano, sino que se trata de un texto universal basado, además de en la opinión y en la tradición, en la ciencia. (Yo mismo soy judío, aunque también me defino como seglar. Casi parece un chiste: un budista, un cristiano y un judío entran en un bar…)

El tercer piso del pastel lo conforman las historias de toda una semana en Dharamsala con el Dalai Lama y el arzobispo Tutu. El objetivo de estos capítulos más personales es permitir que el lector se una al viaje desde el primer abrazo hasta la despedida final.

También hemos incluido al final del libro una selección de ejercicios. Los dos maestros compartieron con nosotros sus prácticas diarias, los pilares de sus vidas tanto emocionales como espirituales. Nuestro objetivo no es crear la receta para una vida llena de alegría, sino ofrecer al lector algunas de las técnicas y tradiciones que utilizan tanto el Dalai Lama como el arzobispo Tutu y, como ellos, millones de personas a lo largo de los siglos, cada uno desde su cultura. Esperamos que estos ejercicios prácticos te ayuden a incorporar las enseñanzas, la ciencia y las historias en tu día a día.

He disfrutado del inmenso privilegio que supone trabajar con algunos de los grandes maestros espirituales y de los científicos más pioneros de nuestro tiempo, ayudándoles a transmitir sus conocimientos sobre salud y felicidad para que todos podamos tener acceso a ellos. (Muchos de estos científicos han aportado sus investigaciones de forma desinteresada para la redacción de este libro.) Estoy convencido de que mi fascinación —está bien, lo reconozco: obsesión— por la alegría empezó durante la infancia, en un hogar colmado de amor pero ensombrecido por la negrura de que acompaña siempre la depresión. Presencié y experimenté mucho dolor en aquellos años y precisamente por eso sé que buena parte del sufrimiento al que nos enfrentamos se produce en el interior de nuestras mentes y de nuestros corazones. La semana que pasé en Dharamsala fue para mí un punto y aparte, un hito extraordinario y especialmente difícil de alcanzar en este viaje, cuyo objetivo es la comprensión de la alegría y del sufrimiento.

En mi papel de embajador del pueblo, estuve presente durante los cinco días que duraron las entrevistas, mirando a los ojos de dos de los seres humanos más compasivos que existen. Siempre soy muy escéptico con respecto a las sensaciones mágicas que algunos asocian a estar en compañía de un maestro espiritual, pero desde el primer día, desde el primer instante, sentí un leve hormigueo en la cabeza. Sorprendente, sin duda, pero quizá solo se trataba de mis neuronas espejo, las células empáticas del cerebro, internalizando lo que veía en los ojos de estos dos hombres tan llenos de amor.

Por suerte, la abrumadora tarea de destilar la sabiduría de ambos no recayó solo sobre mis hombros. Thupten Jinpa, el principal traductor del Dalai Lama desde hace más de treinta años y un erudito del budismo, me acompañó desde el principio hasta el final. Durante muchos años fue monje budista, pero cambió el hábito por el matrimonio y una familia en Canadá, lo cual lo convertía en el compañero perfecto para traducir entre diferentes mundos, además de entre distintos idiomas. Presenciamos las conversaciones sentados el uno al lado del otro, pero antes me había ayudado a preparar las preguntas y después a interpretar las respuestas. Se ha convertido en un colaborador de confianza y en un amigo muy querido.

Las preguntas tampoco eran únicamente nuestras. Preguntamos al mundo qué quería saber de la alegría; recibimos más de mil mensajes, y eso teniendo en cuenta que solo disponíamos de tres días para recogerlos todos. Me pareció fascinante que la pregunta más repetida no fuera cómo encontrar nuestra propia alegría, sino cómo conservarla en un mundo repleto de tanto sufrimiento.

Durante la semana, los dedos de ambos solían agitarse, burlones, antes de que las manos se unieran en un gesto cargado de afecto. En la primera comida, el arzobispo nos contó la historia de una charla que una vez dieron juntos. Cuando ya se preparaban para subir al escenario, el Dalai Lama —icono mundial de la paz y de la compasión— fingió estrangular a su hermano del alma. El arzobispo, mayor que su compañero de andanzas, se volvió hacia el Dalai Lama y le dijo: «Eh, las cámaras nos están enfocando. Actúa como un hombre santo».

Ambos nos recuerdan que lo importante es cómo elegimos comportarnos cada día. Incluso los hombres santos como ellos deben actuar como tal. Sin embargo, lo que nosotros esperamos de un hombre santo, ya sea seriedad y dureza, devoción y reserva, poco tiene que ver con la forma en la que el Dalai Lama y el arzobispo Tutu entienden el mundo.

El arzobispo nunca ha proclamado su santidad y el Dalai Lama se considera un simple monje. Nos ofrecen el reflejo de dos vidas reales llenas de dolor y confusión, a pesar de lo cual han sido capaces de descubrir la paz, la valentía, la felicidad; estados que los demás también podemos alcanzar. El deseo de ambos es poder transmitir, a través de este libro, no solo su sabiduría, sino también su humanidad. El sufrimiento es inevitable, pero nosotros decidimos cómo responder ante él. Ni siquiera la opresión o la ocupación pueden despojarnos de la libertad de elegir cómo debemos reaccionar ante ellas.

Hasta el último momento no supimos si los médicos del arzobispo Tutu le permitirían viajar. El cáncer de próstata se había vuelto a manifestar y, esta vez, la respuesta al tratamiento estaba siendo más lenta. El arzobispo está siguiendo un protocolo experimental para ver si consigue mantener el cáncer a raya. Mientras aterrizábamos en Dharamsala, lo que más me sorprendió fue la emoción, la expectación y puede que incluso una leve nota de preocupación que se percibía en el rostro del arzobispo, en su enorme sonrisa y en sus ojos de un gris azulado y brillantes.

DOUGLAS ABRAMS

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cap-3

Llegada:

Somos criaturas frágiles

—Somos criaturas frágiles, y precisamente desde esa debilidad, no a pesar de ella, descubrimos la posibilidad de la auténtica felicidad —dijo el arzobispo Tutu mientras le acercaba su bastón, negro y brillante, con la empuñadura de plata con forma de galgo—. La vida está llena de desafíos y adversidades. El miedo es inevitable, al igual que el dolor y, con el tiempo, la muerte. Tienes un ejemplo en el cáncer de próstata: es una buena forma de centrar la mente.

Uno de los efectos secundarios de la medicación que tomaba el arzobispo era el cansancio. Había dormido durante buena parte del vuelo hacia la India, con una manta beis tapándole la cabeza. La idea era aprovechar el trayecto para hablar, pero lo más importante era que descansara, así que ahora, cuando ya nos acercábamos a Dharamsala, intentaba compartir sus pensamientos a toda prisa.

Habíamos hecho noche en Amritsar para que el arzobispo pudiera dormir y también porque el aeropuerto de Dharamsala solo estaba abierto un par de horas al día. Por la mañana habíamos visitado el famoso Harmandir Sahib, el lugar más sagrado de la religión sij. Las plantas superiores están bañadas en oro, de ahí que se le conozca con el nombre del Templo Dorado. Tiene cuatro puertas de acceso al gurdwara que simbolizan la tradición de apertura a todas las religiones y a sus gentes. Nos pareció el lugar idóneo para presentar nuestros respetos, y es que estábamos a punto de embarcarnos en un encuentro interconfesional, en el que dos de las religiones más importantes del mundo, el cristianismo y el budismo, entablarían un profundo diálogo.

Recibimos la llamada justo cuando acabábamos de ser engullidos por los cien mil visitantes que acuden diariamente al templo. El Dalai Lama había decidido recibir al arzobispo Tutu en el aeropuerto, un honor reservado a muy pocos de entre el interminable desfile de dignatarios. Nos informaron de que ya estaba en camino. Salimos corriendo del templo y regresamos al aeropuerto empujando la silla de ruedas del arzobispo Tutu, cuya cabeza calva aún iba cubierta con un pañuelo naranja, una muestra de respeto necesaria para poder visitar el templo, que hacía que pareciese un pirata embadurnado de pintura fluorescente.

La furgoneta intentó abrirse paso por las abarrotadas calles de Amritsar entre una sinfonía de bocinas. Coches, peatones, bicicletas, motos y animales luchaban por llegar los primeros. Las calles eran una sucesión de edificios de hormigón armado con las barras de acero aún al aire, en un estado continuo de expansión. Al final, conseguimos llegar al aeropuerto y subimos al avión. Esperábamos que el vuelo de veinte minutos fuera aún más corto, preocupados por la posibilidad de que el Dalai Lama estuviera esperándonos ya a pie de pista.

—Siento decir que, por desgracia, el descubrimiento de una alegría mayor —añadió el arzobispo— no nos salva de la adversidad o de la pena. De hecho, es posible que lloremos con más facilidad, pero también reiremos del mismo modo. Quizá es que estamos más vivos. Sin embargo, a medida que descubrimos esa nueva alegría, somos capaces de enfrentarnos al sufrimiento de una forma que ennoblece en vez de amargarnos. Afrontamos la dificultad sin volvernos difíciles. Afrontamos la pena sin rompernos.

Había presenciado las lágrimas y la risa del arzobispo multitud de veces. Más risas que lágrimas, cierto, aunque se trata de un hombre que llora con facilidad y a menudo, por lo que aún no ha sido expiado, por lo que aún no está completo. Todo le importa, todo le afecta profundamente. Sus plegarias, que he presenciado en alguna que otra ocasión, abarcan el mundo entero y a todo aquel que sufre o está necesitado. Uno de sus editores tenía un nieto enfermo que formaba parte de la larga lista de plegarias diarias del arzobispo. Al cabo de unos años, el editor le preguntó si podía rezar de nuevo por su nieto porque la enfermedad había vuelto a aparecer. El arzobispo respondió que nunca había dejado de rezar por él.

Desde el avión se veían las montañas cubiertas de nieve que hacen de telón de fondo del hogar en el exilio del Dalai Lama. Después de que China invadiera el Tíbet, el Dalai Lama y cien mil tibetanos más huyeron a la India. Al principio, recibieron refugio temporal en las tierras bajas del país, donde muchos enfermaron a causa del calor y de los mosquitos. Finalmente, el gobierno indio estableció la residencia del Dalai Lama en Dharamsala, y este agradeció el cambio de altitud y el clima menos cálido. Con el paso del tiempo, muchos tibetanos se instalaron en la misma ciudad, como si la comunidad al completo añorara el paisaje montañoso y la altitud de su Tíbet natal. Y, por supuesto, por encima de todo querían estar cerca de su líder político y espiritual.

Dharamsala se encuentra al norte de la India, en el estado de Himachal Pradesh. Los ingleses, cuando aún gobernaban el país, también solían ir allí para huir del calor implacable del verano. A medida que nos acercábamos a esta antigua estación de montaña británica, vimos el verde interminable de los pinos y los campos de cultivo, un poco más abajo. El aeropuerto a menudo se ve obligado a cerrar por culpa de la niebla y las densas nubes de tormenta, que es lo que ocurrió en mi última visita, pero ese día el cielo estaba despejado y las montañas mantenían a raya las escasas nubes que manchaban el cielo. El avión descendió y nos preparamos para un aterrizaje pronunciado.

—Una gran pregunta subyace a nuestra existencia —había dicho el Dalai Lama antes del viaje—. ¿Cuál es el propósito de la vida? Tras considerarlo largamente, creo que el propósito de la vida es encontrar la felicidad.

»No importa si se es budista como yo, cristiano como el arzobispo Tutu, de cualquier otra religión o de ninguna. Desde el momento en que nacemos, todos los seres humanos ansiamos hallar la felicidad y evitar el sufrimiento. Por distintas que sean nuestras culturas, educaciones o religiones, esto es igual para todos. Buscamos la alegría desde lo más profundo de nuestro ser. Sin embargo, estos sentimientos a menudo son fugaces y difíciles de encontrar, como una mariposa que se posa sobre nuestra mano para luego alejarse de nuevo batiendo las alas.

»La principal fuente de felicidad está en nuestro interior. No en el dinero, ni en el poder, ni en el estatus social. Tengo amigos multimillonarios y son personas profundamente infelices. El poder y el dinero no sirven para nada si lo que buscamos es paz interior. Los logros externos no traen consigo felicidad interna. Debemos buscar en nuestro interior.

»Por desgracia, somos nosotros mismos los que creamos esas condiciones que socavan la alegría y la felicidad. Y se deben principalmente a las tendencias negativas de la mente, a la reactividad emocional o a nuestra incapacidad para apreciar y hacer uso de los recursos que tenemos en nuestro interior. No podemos controlar el sufrimiento generado por un desastre natural, pero sí aquel que se alimenta de nuestras desgracias cotidianas. Nosotros creamos buena parte de nuestro propio sufrimiento, así que lo lógico es que también tengamos la capacidad de generar más alegría. Solo depende de las actitudes, de las perspectivas y de las reacciones que apliquemos en cada situación y en nuestras relaciones con los demás. Cuando alcanzamos la felicidad personal, es mucho lo que podemos hacer como individuos.

En cuanto los frenos rozaron las ruedas del avión, todos salimos despedidos hacia delante. El avión se estremeció y emitió un sonido ronco, tras lo cual se detuvo en un extremo de aquella pista tan corta. Miramos por la ventana y vimos al Dalai Lama de pie en el asfalto, tapándose la cabeza con una enorme sombrilla amarilla para protegerse del radiante sol de la India. Vestía su habitual túnica granate con un chal rojo, aunque bajo el chaleco sin mangas asomaban sendos trozos de tela color azafrán. Lo flanqueaba un séquito mezcla de personal administrativo y funcionarios del aeropuerto. Los soldados indios, con sus uniformes caquis, se ocupaban de la seguridad.

Los medios de comunicación esperaban fuera del aeropuerto. Aquello iba a ser un encuentro privado y únicamente el fotógrafo personal del Dalai Lama podría hacer fotografías. Cuando el arzobispo Tutu empezó a descender renqueando las escaleras, con su chaqueta azul y su característica gorra de marinero, el Dalai Lama se acercó.

Estaba sonriendo y le brillaban los ojos tras los enormes cristales cuadrados de las gafas. Se inclinó en una reverencia, el arzobispo extendió los brazos y se abrazaron. Al separarse, se sujetaron mutuamente por los hombros y se miraron a los ojos, como si intentaran convencerse de que realmente volvían a estar juntos.

—Hacía mucho tiempo que no te veía —dijo el arzobispo Tutu mientras acariciaba con ternura la mejilla del Dalai Lama y lo observaba con más detenimiento—. Tienes buen aspecto.

El Dalai Lama, sin soltar los pequeños hombros del arzobispo, frunció los labios como si le mandara un beso. El arzobispo levantó la mano izquierda, en la que brillaba una alianza de oro, sujetó la barbilla del Dalai Lama como quien le hace una carantoña a su nieto favorito y luego le dio un beso en la mejilla. El Dalai Lama, que no está acostumbrado a recibir besos de nadie, se apartó, pero al mismo tiempo se rió de buena gana y, a los pocos segundos, se le unió el arzobispo con sus agudas carcajadas.

—No te gusta que te besen —dijo el arzobispo, y le dio un beso en la otra mejilla.

Recuerdo que me pregunté cuántos besos habría recibido el Dalai Lama en toda su vida, separado de sus padres a los dos años de edad y criado en un entorno exclusivo, donde las muestras de afecto son poco frecuentes.

Se separaron para realizar la entrega formal del khata (un pañuelo blanco), una costumbre tibetana que equivale a un saludo y que es también una muestra de respeto. Luego el Dalai Lama se llevó las manos unidas al corazón, el gesto de bienvenida que nos reconoce como una unidad. El arzobispo se quitó la gorra de marinero y le devolvió la reverencia, y entonces el Dalai Lama le pasó el pañuelo blanco alrededor del cuello. Se dijeron algo al oído, tratando de hacerse oír por encima del ruido de los motores del avión, que aún retumbaban de fondo. El Dalai Lama cogió la mano del arzobispo y, de pronto, fue como si tuvieran ocho años en lugar de ochenta, se dirigieron hacia la terminal entre bromas y risas, al cobijo de la sombrilla amarilla.

El arzobispo llevaba el pañuelo al cuello y, aun así, colgaba de su pequeño cuerpo casi hasta el suelo. El tamaño del khata simboliza la estima que se le tiene al destinatario; los más largos son para los lamas más importantes. El khata que el Dalai Lama le entregó al arzobispo Tutu era el más largo que he visto en mi vida. El arzobispo se pasó toda la semana repitiendo que, con tantos pañuelos alrededor del cuello, empezaba a tener complejo de perchero.

Nos acompañaron a una pequeña sala con dos sofás marrones, que era donde el Dalai Lama solía esperar cada vez que se retrasaba o se cancelaba algún vuelo desde Dharamsala. Desde allí, veíamos a los periodistas congregados frente al aeropuerto, aguardando junto a la pared de cristal con la esperanza de poder hacerles alguna pregunta o una buena fotografía. Fue entonces cuando recordé lo importante que era aquel viaje, lo histórico de la situación. Me había perdido en la logística del encuentro y había olvidado por completo que aquellos días que ambos iban a pasar juntos serían un acontecimiento importante para el mundo entero.

En la sala, el arzobispo Tutu se acomodó en un sofá mientras el Dalai Lama lo hacía en un sillón, a su lado. Junto al arzobispo se sentó su hija Mpho, que iba ataviada con un vestido de color verde y rojo muy llamativo, de estilo africano, y un turbante en la cabeza confeccionado con la misma tela. La menor de los cuatro hermanos había seguido los pasos de su padre y ahora era directora ejecutiva de la Desmond & Leah Tutu Legacy Foundation. Durante aquel mismo viaje, Mpho se arrodillaría ante su novia, Marceline Van Furth, y le pediría que se casara con ella. Aún faltaban dos meses para que el Tribunal Supremo de Estados Unidos hiciera historia legalizando el matrimonio homosexual, pero el arzobispo Tutu llevaba décadas apoyando los derechos de la comunidad gay. Su afirmación de que se negaba a ir a un cielo «homófobo» es bien conocida. Lo que muchos olvidan, sobre todo los que son víctimas de esta censura moral, es que el arzobispo condena cualquier forma de opresión o discriminación, dondequiera que esta se produzca. Poco después de su boda, Mpho fue arrebatada de su ministerio porque la Iglesia anglicana sudafricana no reconocía el matrimonio homosexual.

—Me apetecía mucho asistir a tu cumpleaños —dijo el Dalai Lama—, pero por lo visto tu gobierno ha tenido problemas. En aquel momento, tuviste a bien expresarte con palabras muy contundentes —continuó, y apoyó la mano en el antebrazo del arzobispo—. Y yo te lo agradezco.

«Palabras muy contundentes» era una forma de decirlo bastante suave.

La idea de pasar una semana en Dharamsala para festejar el cumpleaños del Dalai Lama tenía su origen cuatro años antes, en la celebración del ochenta cumpleaños del arzobispo Tutu en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. El Dalai Lama iba a asistir en calidad de invitado de honor, pero el gobierno sudafricano cedió a las presiones de China y no le concedió el visado para entrar en el país. China es uno de los mayores compradores de minerales y materias primas de Sudáfrica.

El día de la celebración de su cumpleaños se acercaba y el arzobispo aparecía a diario en la primera página de los periódicos del país cargando contra el gobierno por su hipocresía y su perfidia. Llegó a comparar al Congreso Nacional Africano —el partido en el poder por cuyos miembros Desmond Tutu luchó durante décadas hasta conseguir liberarlos de la cárcel y del exilio— con el largamente odiado gobierno del apartheid. Afirmó que, en realidad, eran todav

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