No traiciones a tu corazón

Sandra Bree

Fragmento

Prologo

Prologo

La honorable señorita Wexford descendió del alto carruaje apremiada por la impaciencia de su tía Leah.

—No te demores, Daphne, debemos hacer muchas cosas.

La joven respiró hondo y dejó que los rayos de sol que se filtraban entre las nubes de abril bañaran su rostro. Comprendía lo importante que era comenzar con los preparativos que conllevaba una ceremonia, pero todavía quedaban meses para que pronunciara sus votos y no deseaba ponerse peor de lo que ya estaba.

Leah se acercó con velocidad hacia la puerta del establecimiento de madame Dupont, una de las modistas más famosas de Londres. Las clientas de la alta sociedad acudían a ella en busca de los diseños más exclusivos y vanguardistas.

—Niña, vamos a encargarte un vestido, no a una ejecución y madame es una persona muy atareada que no va a esperar infinitamente por nosotras. ¡Y sonríe, por Dios! Tienes una dentadura preciosa. —Daphne le regaló una mueca desganada—. Estira el cuello, pero no alces tanto la cabeza.

Daphne siempre había tenido la ilusión de poder confeccionarse su vestido de novia. Tenía una habilidad excepcional en la costura. Sus manos eran ágiles y precisas y podía transformar telas en hermosos vestidos y prendas. Había modificado muchos de los suyos. Pero su tía en esta ocasión se había opuesto a ello y el vizconde de Wexford, su padre, había secundado a la mujer.

Leah la tomó del brazo e ingresaron en el local. A pesar de ser temprano, madame Dupont tomaba medidas a una dama.

La modista, una mujer bastante elegante y refinada les saludó con una sonrisa. Tenía el cabello recogido en una cola baja sobre los hombros y sus ojos verdes reflejaban agudeza y creatividad. Llevaba un exquisito vestido de seda adornado con encajes e intrincados detalles y un pañuelo en el cuello.

—Enseguida estoy con ustedes —les dijo, permitiendo que recorrieran el lujoso interior de la tienda. Había espejos dorados, maniquíes vestidos con las últimas creaciones y telas de colores brillantes.

Daphne había soñado muchas veces con el día de sus esponsales y ahora que era un hecho que contraería matrimonio con lord Randalf, no se sentía tan feliz como había esperado.

Su prometido era un hombre respetado en la sociedad. Ambos se conocieron en una solemne recepción en la mansión de los condes de Waverley, un lugar repleto de nobles ansiosos por establecer conexiones y alianzas.

Daphne había llamado la atención de muchos. Su piel era pálida y suave, con un tono cálido que se iluminaba bajo la luz del sol. Melena de cabello castaño claro, ligeramente ondulada, que solía llevar recogida en un moño desordenado o trenzas sueltas, aunque aquella noche lucía un elaborado peinado sobre la coronilla. Tenía ojos grandes y expresivos, de un color avellana profundo; esbelta, grácil, de estatura media. Una mujer de belleza natural y encanto discreto, con una mezcla de dulzura y determinación en su mirada.

Durante la velada encontró en más de una ocasión que lord Randalf la observaba con interés mientras ella charlaba con otros invitados. Más tarde, se le acercó y comenzaron una conversación. Una semana después se habían comprometido. Pero después, ella comenzó a sentir una creciente inquietud.

Había sido algo gradual. No podía decir que fuera un hombre feo. Mal terminado, quizá. No obstante, de todos sus pretendientes, según su padre, lord Randalf era quien más le convenia. El vizconde Wexford, representante de la tradición y la rigidez aristocrática, decía que su matrimonio beneficiaría a la familia en términos de conexiones, riquezas y posición social.

Al principio, lord Randalf había demostrado ser un caballero amable y educado, pero ella pronto intuyó que algo no iba bien. Su sonrisa forzada, las excusas evasivas cuando hablaba de sus finanzas y su desdén por los animales, empezaban a pesarle.

Desde que habían formalizado el noviazgo, las noches de Daphne eran largas, llenas de reflexiones y dudas y vivía en un estado constante de tensión. Se encontraba dividida entre su deber como prometida y su deseo de libertad.

En los eventos sociales mantenía una fachada de felicidad, pero en la soledad de su alcoba, su único consuelo eran las lágrimas.

Lord Randalf era un hombre de complexión robusta y postura erguida, reflejo de su alta cuna y educación, con rostro marcado por una mirada penetrante y cejas densas que a menudo se veía ensombrecido por una expresión de desdén o impaciencia. Su cabello, aunque lo peinaba cuidadosamente, no lograba ocultar su naturaleza controladora y meticulosa. Emocionalmente era reservado y calculador y rara vez permitía que sus sentimientos se mostraran, manteniendo una fachada de indiferencia y superioridad.

Todos los indicadores auguraban a Daphne una vida cómoda y plácida. ¿Qué más podía esperar? Las mujeres nacían para casarse, ser fieles a sus esposos y proveerlos de toda la comodidad que pudieran darles. También la de tener hijos. Así de fácil.

Ella había asumido ese compromiso a pesar de que en su fuero interno rechazaba la idea. Entre otras cosas porque amaba a los animales, hasta tal punto, que costeaba en secreto un refugio de perros y gatos con la asignación mensual que su padre le entregaba. Lord Randalf lo desconocía y no quería ni pensar en lo qué ocurriría cuando lo descubriera.

—No entiendo por qué debemos esperar si tenemos cita —susurró Leah en su oído.

Daphne la miró sobre el hombro con la esperanza de que diera marcha atrás y volvieran otro día. Le había prometido a Cecily, su hermana de catorce años, que irían juntas a pasear por el parque cuando terminara sus lecciones.

Madame Dupont acabó en ese mismo momento.

En un abrir y cerrar de ojos, Leah se despojó de su capa y se volvió hacia Daphne que con dedos temblorosos luchaba con la cinta del cuello.

—Está un poco nerviosa —le explicó Leah a la modista, ayudándola a desatar el nudo.

—Yo puedo sola —se quejó apartándose un poco. Se quitó la prenda y madame recogió los abrigos y los colgó en un perchero alto.

Estuvieron buena parte de la mañana observando modelos, escuchando ideas y sugerencias y viendo la calidad de los tejidos. Cuando salieron de allí habían escogido un bonito vestido. Algo recargado para el gusto de Daphne, aunque no tenía ningún problema, ya que lo modificaría a su antojo cuando lo recibiera en casa y solo su tía se daría cuenta cuando se lo viera puesto.

Al llegar a su hogar, las mujeres se encontraron con que lord Randalf esperaba en la sala de recepción de las visitas. Parecía un poco molesto por la ausencia de Daphne, pero se le olvidó en cuanto Leah le dijo dónde habían estado.

Capítulo 1

—¿Se ha marchado ya lord Randalf?

Daphne se volvió hacia Cecily, cuyo vestido, más corto que el largo tradicional, ondeaba alrededor de sus tobillos. Aunque compartían rasgos familiares, el cabello de Cecily destellaba con matices cobrizos, contrastando con los tonos más claros de Daphne.

—Acaba de partir. Quiere adquirir una residencia en el corazón de la ciudad y ha solicitado mi compañía para evaluar algunas opciones

—¿Y qué le ocurre con su actual morada?

Daphne respondió con un gesto ambiguo.

—Opina que es insuficiente para nosotros y que no me acomodaría en ella.

—Confío en que no elija una demasiado distante de nuestro hogar.

Una sonrisa melancólica se dibujó en los labios de Daphne.

—Ya conoces mi predilección por el campo, por un lugar donde el aire sea fresco, donde pueda recolectar flores y disponer de amplios establos.

—¿Está al tanto lord Randalf de tus anhelos?

Con un asentimiento, Daphne se dirigió al diván, en el que pocos minutos antes habían estado ella y su prometido sentados.

—Se lo confesé hace tiempo, pero insiste en la necesidad de permanecer cerca de su linaje, dada la frágil salud de su madre.

—Curioso, pues la última vez que la vi, gozaba de excelente vitalidad.

—Así me lo parece también, pero si lord Randalf ha tomado una decisión, así será.

Cecily se acomodó en el sillón favorito de su padre, observando a Daphne, sumida en sus pensamientos.

—Te envidio, hermana —confesó con franqueza, captando la atención de Daphne—. Anhelo el día en que pueda casarme y formar una familia. Imagina las recepciones que organizaré, de las que hablará toda la ciudad. Será extraordinario, ¿verdad? Elegiré las cortinas y mi alcoba será la envidia de la casa. Y, por supuesto, contaré con un séquito de sirvientes.

Daphne sonrió ante el entusiasmo de Cecily y rodó los ojos sobre ella con afecto.

—Deseo de corazón que todos tus sueños se hagan realidad, especialmente que encuentres a alguien que te ame profundamente.

—¿Y lord Randalf? ¿Te ha expresado su amor alguna vez?

Daphne negó con la cabeza, con las mejillas teñidas de rubor. Aunque las palabras de afecto suelen ser comunes entre prometidos, no era su caso. No deseando desalentar a Cecily, optó por desviar la conversación hacia otro tema.

—No deberíamos estar hablando de esto. Has terminado temprano. ¿Hoy no tienes clase con la señorita Smith?

Cecily negó con la cabeza.

—La señorita Smith está indispuesta y confinada en cama. Para mí, es un respiro. Sus lecciones son tediosas más allá de lo imaginable.

—Yo disfrutaba del aprendizaje.

—No alcanzo a comprenderlo. No veo el propósito de estudiar algo que jamás aplicaré.

—Nunca digas nunca. El futuro es un enigma.

Cecily se sumió en sus pensamientos, intentando concebir una situación en la que la teoría numérica tuviera cabida. Si la gestión financiera recaía en su futuro esposo, no tenía por qué inquietarse.

—¿Qué te parece si salimos a pasear? —propuso Cecily—. Me lo prometiste.

—Estoy de acuerdo, pero procuremos evitar el encuentro con algún pariente de lord Randalf.

Cecily elevó una ceja interrogante.

—¿Acaso te resultan desagradables?

—¡No, en absoluto! Simplemente prefiero que él no se entere de mi salida.

Cecily la observó, desconcertada.

—¿Te prohíbe salir? No me digas que…

—No es eso —Daphne negó con la cabeza—. Tengo libertad para hacer lo que desee.

—¿Entonces?

Daphne tragó saliva, dándole la espalda a su hermana para ocultar su incomodidad.

—Si se entera, me bombardea con preguntas sobre a dónde he ido, con quién y si he encontrado a alguien. Sus celos son abrumadores.

—¿Eso significa que te ama?

—Así lo supongo —respondió Daphne, aunque no estaba muy segura de ello.

***

James Taylor Sullivan, conde de Blackwood, se encontraba en su carruaje tirado por corceles tan oscuros como la misma noche. Habían transcurrido varios meses desde que el sueño reparador le había sido esquivo. Su prolongada ausencia de la patria inglesa había dejado sus asuntos comerciales en un estado de lamentable abandono.

Con cada visita, la metrópolis londinense le resultaba menos placentera, y sus pensamientos vagaban hacia la adquisición de una morada en Somerset, no lejos del mar, y a una distancia moderada de Gloucestershire. Soñaba con una extensión de tierra repleta de fértiles campos y bucólicas granjas de ovino.

De súbito, el carruaje se detuvo con un tirón, y James, movido por la curiosidad, asomó su cabeza por la ventanilla. El sol de la mañana incidió en su espeso cabello negro y en el rostro de rasgos angulosos y varoniles.

—Un carruaje ha obstruido la calzada —informó el cochero, respondiendo a la muda interrogante del noble.

James se reacomodó en su asiento y entrechocó los nudillos en un gesto de impaciencia. A su lado, su ayuda de cámara yacía sumido en un sueño ajeno a las trivialidades del mundo.

—Parece que el destino siempre encuentra la manera de entorpecer mi camino —murmuró con un deje de irritación.

El criado emergió de su letargo y parpadeó, desconcertado. Se incorporó, ajustándose en su asiento.

—¿Ha requerido mi atención, milord?

—No es nada, prosigue con tu descanso.

Con un juramento apenas audible entre sus labios, James dirigió su mirada a lo largo de la calle empedrada. Sus cejas se arquearon al observar a dos damiselas bajo la sombra de un árbol, gesticulando hacia algo oculto entre el follaje. Los transeúntes les lanzaban miradas fugaces, alzando la vista hacia las ramas antes de continuar con sus quehaceres.

Una de las jóvenes, de cabellos castaños que caían en ondas y piel de una suavidad satinada, destacaba por su belleza inusitada. La otra, aún en los albores de su juventud, vestía ropajes que denotaban su distinguido linaje.

Movido por un impulso inesperado, abrió la puerta de su carruaje y descendió a la calzada, desoyendo las palabras de su criado que intentaba detenerle. Sentía una imperiosa necesidad de descubrir qué anhelaban rescatar del árbol las jóvenes. Era evidente que no se trataba de fruta, pues el árbol no era frutal. Y por la vehemencia de sus ademanes, dedujo que debía ser alguna criatura viviente.

—¿Necesitan ayuda? —interrogó James al acercarse a las damas. Su mirada tardó en elevarse hacia la copa del árbol, donde la joven de cabellos castaños miraba con una expresión mezcla de inquietud y asombro. Sus ojos, los más grandes y hermosos que jamás hubiera contemplado, resplandecían con el fulgor del caramelo fundido—. ¡Vaya, es un felino! —exclamó al avistar al pequeño gato.

—En efecto, y el pobre animal es tan diminuto que ignora cómo descender. Me angustia pensar que podría caer y perecer —articuló la dama con una voz que rivalizaba en dulzura con el canto de las sirenas—. ¿Nos prestaría su auxilio, por favor?

James no tenía que hacerlo, sin embargo, aquella entonación suplicante viniendo de ella, le conmovió. Rodeó el tronco en dos ocasiones, rozando con cada vuelta la proximidad de la joven. La calidez de su mirada le seguía en cada paso, aunque ella desviaba la vista cuando sus ojos se encontraban. El aroma que la envolvía era una mezcla de agua de rosas y un sutil toque de vainilla.

Se despojó de su chaqueta oscura y la tendió hacia ella.

—¿Sería tan amable de sostenerla?

Ella accedió, manteniendo su atención en el minino, su semblante reflejaba una genuina preocupación por el bienestar de la criatura.

James examinó el árbol, lo suficientemente robusto para soportar su peso.

—¿Milord? —Su ayuda de cámara se había aproximado.

—Brandon, entrelaza tus manos para darme impulso. Será un instante y salvaremos la existencia de este desdichado ser.

El sirviente lo miró atónito sin entender que le habría hecho salir del coche así. Con un gesto de cabeza saludó a las damas y asistió a James en su ascenso. En un abrir y cerrar de ojos, el conde retornó al suelo con el gato en brazos y una sonrisa satisfecha en su rostro.

La más joven de las damas aplaudió con deleite, mientras que la hermosa castaña exhaló un suspiro de alivio.

—Se lo ofrezco a cambio de mi chaqueta —propuso él, con un guiño cómplice.

Ella aceptó, y tomando al felino entre sus brazos, lo arrulló.

—Le estoy sumamente agradecida por su ayuda.

La vio hundir la nariz en la diminuta cabeza del gato. Una imagen muy tierna que le provocó cierta admiración. Siempre había valorado a aquellos que mostraban afinidad por los animales.

—Es un placer ayudar a damas tan hermosas.

Ella alzó la mirada hacia él y, por unos instantes que se dilataron en el tiempo, James se encontró sin aliento. ¡Su hermosura era sin par! Vestía un traje de un azul pálido, con encajes delicados que ensalzaban su figura esbelta. La tela se desplegaba en suaves pliegues hasta sus tobillos, y un corpiño ceñido acentuaba su cintura. Un pequeño sombrero adornado con flores reposaba sobre su cabellera, y sus ojos centelleaban con una mezcla de curiosidad y recato.

—¿Podría decirme que nombre tiene su salvador? —inquirió ella con una seductora sonrisa. Sus labios eran perfectos y sensuales. James se preguntó a qué sabrían, cómo sería su tacto.

Brandon, atento como siempre, se adelantó a las presentaciones mientras James, intentando recuperarse del hechizo en el que había caído, se acomodaba la prenda.

—El conde de Blackwood, milady.

La joven intercambio una mirada rápida con la más pequeña y ambas le dedicaron una reverencia. Como pudo, ella le tendió una de sus manos.

—Mi nombre es Daphne Wexford y ella es mi hermana, Cecily.

James tomó la mano de Daphne y posó sus labios sobre los delgados nudillos enguantados. Su aroma dulce y afrutado invadió sus fosas nasales.

—Un placer conocerlas, señoritas.

—Ahora tenemos que marcharnos —sugirió la más pequeña, volviendo a dar las gracias al conde.

De un modo extraño que no pudo entender, él se sintió desolado. Habría deseado saber más de aquella beldad. Con un movimiento de cabeza a modo de despedida, las observó partir. Ambas iban haciendo carantoñas al gato. Justo cuando se disponía a regresar a su coche, la joven dama volvió la cara hacia él, sonriente. Devolvió el gesto, sintiendo que su corazón se aceleraba. No había duda: estaba impresionado por su belleza, por la gracia con la que se movía y, sobre todo, por la chispa en sus ojos.

—¿Qué ha sido eso, milord?

Él ocultó una sonrisa apretando los labios e hizo un gesto con la cabeza.

—Nada, Brandon. Solo me apetecía ser amable.

Su ayudante de cámara frunció el ceño, pero James lo ignoró. Había oído hablar del vizconde Wexford y lo había visto varias veces en el club, pero desconocía que tenía una hija tan bella. Ahora que sabía de la existencia de tan magnifica criatura, se prometió descubrir todos los secretos que escondía.

Capítulo 2

—¡Qué hombre tan guapo, Daphne! ¿Has visto cómo te miraba?

—¡No digas sandeces! Solo ha sido amable y gentil.

—¡Y era conde! —silbó Cecily con entusiasmo.

—¡Cómo si no hubiera visto a ninguno!

—Ciertamente no tan apuesto como él.

Las jóvenes se habían sentado sobre la alfombra Aubusson de tonos burdeos que cubría gran parte de la alcoba y observaban como el gato hundía el hocico en el tazón de leche que le habían puesto.

¡Claro que se había dado cuenta de cómo lord Blackwood la miraba! No era ciega. Pero tampoco era tonta. No era el primer hombre que la contemplaba de esa manera. Además, estaba prometida y no debía ir fijándose en esas cosas.

—¿Qué vamos a hacer con él? —inquirió Daphne, pensativa.

—¿Con el conde? —preguntó Cecily elevando las cejas.

—¡No, boba! —rio Daphne—. Me refiero al gatito. Si tía Leah se entera de que lo hemos introducido en casa, se enojará mucho con nosotras.

—¡Ah, eso! ¿No podrías llevarlo al refugio?

Daphne acarició al animal con la punta del dedo índice y negó con la cabeza.

—Hoy es imposible. Esta noche tengo cena en casa de lord Randalf. Lady Agnes quiere presentarme a algunos de sus conocidos.

Cecily soltó el aire por entre los dientes con fuerza y la miró con el ceño fruncido.

—Más bien querrán exhibirte como un trofeo. Pon una excusa. Finge que tienes jaqueca.

Daphne volvió a reír. Su hermana no entendía todavía, que una vez presentada en sociedad, tenía obligaciones que cumplir.

—No puedo hacer eso, Cecily. Papá se enfadaría mucho conmigo y lo que menos deseo es defraudarle.

—Entonces deberemos abandonar al gato, pero es tan bonito y pequeño… —Le dedicó unas cosquillas detrás de las orejas y el animal ronroneó feliz, frotando la cabeza contra su palma—. Se morirá de pena.

Conocía los trucos de su hermana para hacerla sentir culpable. Cruzó las piernas por debajo del vestido en una postura bastante inapropiada para una dama. Estaba segura de que nadie entraría a su alcoba sin llamar, de lo contrario ni siquiera se habría atrevido a sentarse en el suelo.

—Tal vez al amanecer pueda escaparme sin que padre se entere —murmuró.

—¿De verdad?

Asintió.

—De momento podemos dejarlo aquí. Le diremos a Susan o a Lauren que estén al pendiente cuando nosotras nos encontremos fuera.

—¿Y si lo descubre tía Leah?

Daphne frunció los labios pensativa.

—Espero que no. Ella acudirá conmigo a la cena. Deberás encargarte tú de que no lo descubran.

Cecily accedió de mala gana. Ella habría preferido que lo llevara a un sitio seguro. Tanto lord William como Leah les habían advertido que, si volvían a encontrar algún animal en casa, ambas sufrirían un castigo y lo peor era que al pobre minino lo abandonarían en el parque.

—Haré todo lo posible. ¿Qué voy a hacer cuando tú te marches? —preguntó con voz lastimosa.

Daphne arqueó las cejas y buscó sus ojos.

—No regresaré muy tarde, sabes que a tía Leah enseguida le duele la cabeza cuando toma algo de alcohol. —Aparte de eso se ponía muy pesada y no cesaba de hablar. Por no decir que en ocasiones desvariaba tanto que le hacía sentir vergüenza.

—No me refiero a eso. Digo cuando ya no vivas en esta casa.

Daphne se inclinó hacia ella y la abrazó con cariño.

—Yo tampoco quisiera irme nunca —contestó sincera, con los labios sobre la cabeza de su hermana—. Te echaré mucho de menos, Cecily. Pero seguiremos viéndonos, te lo prometo. —Nada ni nadie iba a impedirla estar cerca de ella. A parte de tía Leah y lord William, Daphne era quien mejor la conocía.

La señorita Smith se recuperó bastante pronto de su dolencia y justo después de comer, la pequeña de los Wexford debió retomar sus estudios.

Daphne habría deseado poder persuadir a su padre de acoger al animal en casa, por lo menos durante unos meses hasta que pudiera defenderse por sí solo en el refugio, pero sabía que no lo lograría. A Leah le salían manchas en la piel cuando estaba cerca de ellos.

Daphne comenzaba a arrepentirse de haber salvado al animalito de una caída mortal. O más bien, de haberle pedido ayuda al conde de Blackwood para que lo hiciera.

Se sonrojó al pensar en él. Era un hombre joven bastante atractivo. Mucho más que lord Randalf. Más alto, más fuerte y muy ágil… ¡Con qué facilidad había escalado el árbol para rescatar al gato! La había sorprendido. Y luego estaba su cabello negro y espeso que llevaba recogido en una cola baja, sus cejas rectas e interesantes y su chispeante mirada verde. Cerró los ojos y visualizó por unos segundos su bronceado rostro varonil de rasgos firmes y compactos.

Era extraño que nunca lo hubiese visto hasta ese día. Tampoco habían coincidido en ninguna de las muchas veladas a las que asistía con su padre, con tía Leah y, por supuesto, con su prometido.

Aunque deseaba encontrarse con él otra vez, solo para verlo de nuevo, era mejor que no lo hiciera. Nadie podía enterarse de que se habían conocido. Mucho menos lord Randalf. Cada vez soportaba menos la retahíla de preguntas a la que le sometía cuando saludaba a alguien sin estar él presente.

Con un suspiró dejó de pensar en el conde y elaboró una camita para su pequeño acompañante, a base de cojines y una manta vieja que todavía continuaba siendo suave y esponjosa. Lo situó en un lateral de la cómoda donde nadie pudiera verlo al abrir la puerta. Confiaba en Susan y Lauren para que guardasen el secreto. En quien no lo hacía era en la señorita Smith, la odiosa institutriz de Cecily era capaz de vender su alma al diablo por unos míseros chelines.

La señorita Smith no llevaba mucho tiempo en casa. Daphne había tenido a otra, pero la viuda Mildred Jones se había retirado por poseer una edad avanzada. Ahora vivía en el campo y desde entonces no se habían vuelto a ver, aunque seguían manteniendo correspondencia. Eso era algo que lord Randalf también criticaba. Decía que no entendía por qué continuaba manteniendo amistad con alguien que había trabajado para la familia.

Daphne no se consideraba una mentirosa. Más bien había aprendido a contar las verdades a medias. No se sentía orgullosa de ello, pero era la única manera que tenía para sobrellevar su compromiso.

—¿Usted cómo se llama, caballero? —le preguntó al gato que se hallaba enroscado sobre la manta. El animal abrió solo un ojo de color miel para mirarla con pereza.

Al escuchar las campanadas del reloj que estaba en la galería principal, dio un respingo. Debía de estar preparándose. No quería llegar tarde a la cena y con toda seguridad, Leah iría a buscarla de un momento a otro.

Se desnudó deprisa y se cubrió con una bata, pasándose el cepillo con firmeza varias veces sobre el cabello. Cuando se disponía a buscar a Lauren para que le ayudase a vestir, la criada llegó con un ligero trote por el corredor.

—Lo siento, señorita. No me he dado cuenta de la hora qué era.

***

Lady Agnes, vizcondesa de Ashbourne, era una mujer de cincuenta años con una presencia imponente y un carácter fuerte y decidido. Su cabello, una vez dorado, mostraba hilos plateados que enmarcaban su rostro.

Esa noche vestía un traje de seda negra, con encajes en las mangas y un broche de diamantes en el cuello. Aunque su belleza había perdido algo de su esplendor, su elegancia y porte seguían siendo notables. Pero detrás de su elegante fachada, era conocida por su lengua afilada y su habilidad para manipular las situaciones a su favor. Los rumores decían que había rechazado a varias damas potenciales para su hijo, lord Randalf, el actual vizconde de Ashbourne, considerándolas indignas o insuficientemente adineradas. Su objetivo había sido asegurar una unión que elevara aún más el estatus de la familia en la sociedad londinense. Y aunque la honorable señorita Wexford entraba dentro de esos cánones, no era de su total agrado.

Cuando Daphne entró en el salón acompañada de su tía Leah, lady Agnes la estudió con una mirada penetrante. La joven personificaba todo aquello que a ella le faltaba; frescura, vitalidad y una alegría contagiosa. Su vestido de seda azul pálido se ajustaba a su figura de una forma deliciosa, y llevaba el cabello recogido en un moño sencillo pero elegante.

No pudo evitar sentir una punzada de celos. No entendía cómo su hijo se había fijado en alguien tan diferente a ella, ni lo que veía cuando la miraba. Randalf debía saber que el futuro de la familia dependía de su elección de esposa. Y Daphne parecía tan despreocupada de todo, mientras que ella había pasado toda su vida preocupándose por el estatus, la riqueza y las alianzas matrimoniales, que comenzaba a aborrecerla.

Continuó observándola durante un momento hasta que decidió acercarse. La joven hablaba con entusiasmo sobre sus estudios y sus pasiones con otros invitados.

—Lamento interrumpir tan agradable conversación. —Saludó a Leah con una sonrisa que pretendió ser amable, aunque la tía tampoco era de su agrado. La conoció al poco de llegar a Londres, algunos años atrás. Leah había sido una de las candidatas preferidas para el duque de Oxford, pero por algún motivo ese noviazgo nunca se llegó a consumar. Decían que ella lo había rechazado, aunque Agnes dudaba mucho de eso. Por aquel entonces, el duque era un hombre muy atractivo. Pasó sus ojos sobre su futura nuera y señaló hacia la sala adyacente—. Será mejor que nos vayamos acomodando, o la cena se enfriará.

—Ha sido muy amable al invitarnos, lady Agnes.

Fingió una sonrisa. ¡Si la joven supiera que más que una invitación era una obligación y un suplicio, nunca habría aceptado tanta cortesía!

—¿Cómo no iba a hacerlo querida? A partir de ahora no puede faltar a ninguna celebración en esta casa. Randalf —llamó a su hijo para que acompañara a la joven a la mesa y la sacara de su vista.

Cuando Daphne se retiró del brazo de Randalf, moviéndose con gracia como si estuviera bailando, la siguió con la mirada y apretó los labios. Era demasiado atolondrada para su gusto y no estaba segura de que supiera manejar su propio hogar cuando entrara a formar parte de la familia.

El comedor estaba iluminado por candelabros de cristal, y la mesa estaba dispuesta con vajilla de porcelana y cubiertos de plata. Los invitados se acomodaron en sus sillas mientras los criados servían los primeros platos.

Daphne, nerviosa pero decidida, se sentó junto a su tía. Lady Agnes ocupó el lugar de honor en el extremo de la mesa mientras que lord Randalf se colocaba a su lado.

La conversación fluyó durante los primeros minutos, pero pronto Daphne encontró el momento adecuado para expresar su deseo, o más bien, el consejo que su tía le había dado antes de llegar.

—Lady Agnes —dijo, mirando a la anfitriona—, he estado pensando en cómo podríamos contribuir más a la sociedad. ¿No sería maravilloso si las damas de nuestra posición pudieran participar activamente en obras benéficas? Podríamos ayudar a los necesitados, visitar hospitales y orfanatos, y marcar una diferencia real en la vida de las personas.

Lady Agnes levantó una ceja con una expresión imperturbable y la joven sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral.

—Daphne, querida, las damas de nuestra posición tienen un papel bien definido en la sociedad. Nuestra responsabilidad es ser anfitrionas, asegurarnos de que las cenas y los eventos sociales sean impecables. No debemos manchar nuestras manos con asuntos mundanos. Eso es trabajo para las clases inferiores.

Ella se mordió el labio inferior, molesta por la desaprobación de su futura suegra. Pero no se rindió.

—¿No podríamos hacer ambas cosas? ¿No podríamos ser anfitrionas y, al mismo tiempo, ayudar a quienes lo necesitan?

Randalf intervino, apoyando a su madre.

—Daphne, entiendo tus intenciones, pero debemos seguir las tradiciones. Las damas de vuestra posición no deben involucrarse en obras benéficas. Es simplemente inapropiado.

La joven miró a su alrededor buscando apoyo. Pero los demás invitados permanecían en silencio, como si temieran contradecir a lady Agnes. Incluso su tía, que había sido la promotora de su idea, y la que había sugerido que debía ser sincera en cuanto a sus intenciones futuras, se mantuvo en silencio con la mirada baja.

La vizcondesa viuda sonrió con suficiencia.

—Querida Daphne, hay un tiempo para todo. Quizá cuando seas más mayor y hayas cumplido con tus deberes como anfitriona, podrás dedicarte a obras benéficas. Pero por ahora, concéntrate en aprender las reglas de la alta sociedad.

Sintiéndose derrotada, Daphne asintió. ¡Odiaba a esa mujer con todas sus fuerzas! ¿Cómo se atrevía a insinuar que no conocía bien todas esas reglas? Las conocía a la perfección, sin embargo, estaba capacitada para combinar sus responsabilidades con su deseo de ayudar a los demás. Sobre todo, de seguir costeando su refugio.

Durante el resto de la cena se esforzó en mantener una sonrisa mientras la conversación derivó sobre la política y los negocios.

Capitulo 3

James Taylor se agitó en sueños. Cada noche revivía la misma pesadilla que lo empujó al borde de la muerte. Peor, al borde del olvido y la desesperación.

Gimió con imágenes demasiado vívidas e intensas, que penetraban en todos los rincones de su cabeza.

Podía escuchar como el látigo cortaba el aire antes de que delgadas tiras de cuero golpearan su espalda. Sentía el dolor en su carne y cómo la piel se desgarraba, igual que un papel de seda bajo el filo de una cuchilla.

Atado de pies y manos, rehuía el dolor con los dientes tan apretados que su mandíbula temblaba.

«Tengo que escapar de aquí. La próxima vez lo conseguiré —se repetía como una plegaria».

Rendirse no era una opción. No. Él era un Blackwood y nunca aceptaría regresar al yugo de la esclavitud. Preferiría morir que vivir por siempre en los infiernos.

Mientras tanto, el látigo no dejaba de caer sin parar.

James soltó un grito como el de un animal herido y se despertó envuelto en un sudor frío. Se levantó de la cama y prendió la luz de una lámpara.

Todavía era de noche y todo se hallaba en silencio excepto por el tictac de un reloj.

Respiró profundo, tratando de calmar la angustia al tiempo que caminaba por la habitación. Se miró las muñecas desnudas de cadenas. El reflejo de un espejo le devolvió su imagen.; los músculos tensos y pupilas dilatadas.

Se obligó a dejar la mente en blanco y de algún lugar de su pensamiento apareció el rostro de una mujer. Una muy hermosa, con ojos de color de las avellanas y labios brillantes y afresados. Sonreía y hundía la cara entre el pelaje de un gato.

Su corazón adquirió un tono más pausado y tranquilo, y todo su cuerpo comenzó a relajarse.

Daphne Wexford. No sabía por qué, pero sentía que solo ella sería capaz de aportar en su vida la serenidad que le faltaba.

Conocía a otras mujeres. Desde que había regresado a Londres no le faltaban padres que quisieran presentarle a sus hijas ofreciéndole alianzas. Damas, algunas tan delicadas que arrugaban la nariz en presencia de un caballo, o corrían espantadas si una mosca invadía su espacio. Otras, que taladraban sus oídos con risas chillonas y vo

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