Alpe d’Huez

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Alpe d’Huez

11:33 a.m. a 11:46 a.m

—Señoras, señores: hoy puede ser un día histórico para Colombia —dice entonces, al aire, el comentarista radial Pepe Calderón Tovar—. Durante las dos semanas pasadas el equipo nacional a duras penas sobrevivió a los rigores de este Tour de Francia pensado para nazarenos, y soportamos los vientos y los embalajes y las contrarrelojes que siguen siendo nuestros peores calvarios, pero lo que ha venido haciendo en estos días «el Jardinerito de Fusagasugá» Luis Alberto Herrera Herrera, aquí en lo que suele llamarse en perfecto francés «la grande boucle», es sin duda una gesta: dos segundos lugares que debieron ser primeros, el lunes en la cuesta infame de Guzet y ayer mismo en la pendiente endiablada de La Ruchère, han empujado a los colegas franceses a bautizar al querido escarabajo colombiano como «el divino hijo de la montaña». La palabra del diccionario es «épico».

—Muchísimas gracias, mi querido profesor Calderón, por una más de esas magníficas disquisiciones que lo honran —responde «el Aristócrata» Ismael Enrique Monroy, la voz penetrante del deporte colombiano, rapándole el teléfono del percudido Hôtel Alizé de Grenoble a su compañero de tantas batallas.

Es fundamental tener claro que estos dos están cumpliendo ocho, nueve, diez años de ser una reconocida y monógama pareja de la radio criolla: comentarista y narrador, yin y yang. Es clave saber que empezaron a pelear a medianoche. Desde la primera etapa de este tour satánico —qué digo: desde el prólogo— ambos han estado coqueteándole a la cosmopolita e impecable corresponsal de la revista Prisma: una muchacha bogotana con modos de francesa, Marisol Toledo, que ha resultado ser la gran cronista de la travesía de los ciclistas colombianos. Pero en la habitación de anoche, luego de desplegarle sus encantos a la pobre mujer, en vano, en aquella comida de colegas en un restaurante chino a la vuelta del hotel, el uno amenazó al otro —y viceversa— con contárselo todo a su mujer: «A ver qué».

Y hacia las tres de la mañana, desesperados por turnos con los ronquidos de cada cual, se enfrascaron en una riña porque Calderón le sacó en cara a Monroy el dinero que le debe: ni más ni menos que las dos terceras partes de su sueldo de este mes.

Por eso Monroy le berreó a Calderón lo que le berreó: que ni por el chiras le soportaba más las dietas de cuarentón que andaba haciendo en vano, ni las afonías berriondas que le entraban de golpe cuando no se atrevía a pegar el grito de independencia que quería pegar, ni los lloriqueos porque su mujer sonaba a punto de dejarlo a larga distancia, ni las listas de futbolistas checoslovacos que balbuceaba en vez de contar ovejas en la cama de al lado, ni los halagos de chupamedias que les soltaba a los hermanos de Cali cuando visitaban la emisora, ni las peculiaridades de esposa cositera, ni la neurastenia, ni los agüeros con los que se metía a las estrechas cabinas en las que un día no iban a caber si seguía engordándose como una bolsa de basura: hay que ser muy imbécil —le berreó con su acento golpeado de Ocaña, Norte de Santander— para creer que el equipo de uno va a ganar si uno se mordisquea las uñas, se pone un lápiz número dos en la oreja, carga en la billetera una fotografía de los padres y se peina el pelo que le queda hacia la meta.

Calderón le respondió a Monroy, exasperado y trémulo, que no se le aguantaba más sus mañas de chivato, ni que hubiera apostado la plata que él le había prestado para cubrir la última apuesta, ni que anduviera en semejante calor con un saco de lana cuello de tortuga, ni que cargara esa maldita botellita de Menticol dizque para refrescarse, ni que se la pasara ofreciéndoles a todos una pastillita de Halls Mentho-Lyptus para la carraspera, ni que aprovechara el momento menos pensado para saquear las neveritas de los cuartos de hotel que les tocaba compartir como un par de hermanastros, ni que lo redujera a marido ausente, ni que terminara sus monólogos verborreicos con el mismo «se los digo yo y yo sé lo que les digo», ni que tuviera el coraje de reírse, él, de su acento del Huila, y luego pateara las puertas cuando le entraban esos arrebatos iracundos: hay que ser muy idiota y muy cobarde para desquitarse con objetos indefensos.

Dios santo: estos dos hombres enloquecidos por los viajes, que durante años se han querido y se han cuidado tanto el uno al otro, ya ni siquiera son capaces de mirarse a la cara sin apretar las mandíbulas y sin sentir ganas de matarse.

Pero por bien que les vaya, están condenados a estar juntos en ese Renault 5 renegrido en el que persiguen al pelotón etapa tras etapa, apretados y asfixiados y a punto de estrangularse, desde hoy hasta el domingo.

—Y queridos oyentes de Pasatiempo Estéreo, esta briosa cadena deportiva del Grupo Radial Colombiano, permítanme decirles a ustedes, mientras se desperezan y empiezan su día, que este caluroso e inflamado lunes 16 de julio de 1984 se respira es gloria aquí en Grenoble —clama de inmediato la voz redonda, rotunda, perentoria del Aristócrata Monroy—: váyanmele guardando un espacio en sus álbumes familiares a la fotografía de la victoria de Luchito Herrera, ilustres compatriotas a lo largo y ancho del territorio nacional, porque en esta etapa reina que está a punto de comenzar va a suceder la hazaña, la epopeya, la hombrada más importante que ha sucedido desde que el bravo de Neil Armstrong conquistó la Luna: se los digo yo y yo sé lo que les digo.

—Claro que sí, apreciado Ismael Enrique, se nos viene encima una durísima etapa de 151 kilómetros con cuatro demoledores puertos de montaña de aquí hasta el mítico Alpe d’Huez —matiza «el Almirante» Calderón, que así también le dicen porque se marea entre los carros, cansado de la grandilocuencia de perdonavidas de su compañero—, que puede significar, sí, la consagración de nuestros escaladores colombianos, pero también puede convertirse en el esperadísimo duelo de titanes entre «el Extraterrestre» Laurent Fignon y «el Monstruo» Bernard Hinault: entre ese jovencísimo ganador del año pasado con cara de amable profesor de Geografía y el hosco campeón a punto de entrar al club de los dos semidioses, de los dos colosos que han ganado cinco veces el Tour de Francia: el francés Jacques Anquetil y el belga Eddy Merckx.

—Profesor Calderón —dice la voz del Aristócrata, aterciopelándose, como si por fin hubiera llegado la hora de la verdad—: ¿puede Luchito Herrera hoy, en la etapa reina de la competencia, en la etapa que desde tiempos inmemoriales ha coronado a los vencedores de la vuelta, entrar a disputarles a este par de franchutes la camiseta amarilla del campeón de «le Tour»?

—He ahí la cuestión —responde exasperado, pero fingiendo lo contrario, el cansino Pepe Calderón—: nuestro patriotismo de muchachos no nos deja ver que esta es apenas la segunda vez que asistimos con un equipo de amateurs a la carrera de profesionales más dura del mundo, y creo que así, perdiendo las proporciones e ignorando los pormenores del deporte más duro del mundo, es como terminan crucificados nuestros redentores, pero de ningún modo es exagerado, compañero, asegurar que la etapa del lunes pasado y la cronoescalada de antes de ayer han confirmado que el Jardinerito de Fusagasugá es el mejor escalador del mundo: el indiscutible rey de la montaña.

—Tal cual: este lote multicolor de ciento cuarenta pedalistas de todas las razas y las religiones, en el que aún puede encontrarse a once escarabajos criollos repletos de coraje, tendrá hoy que sobrevivir a un puerto de tercera categoría, el Col de la Placette, en el kilómetro 18; a un puerto de segunda, el Côte de Saint-Pierre-de-Chartreuse, en el kilómetro 39; a un puerto de primera pulverizador, el Col du Coq, en el kilómetro 53, y a un puerto de primera quiebrapiernas, el Côte de Laffrey, en el kilómetro 104, antes de enfrentarse a las veintiuna rampas de aquella bellísima estación alpina llamada L’Alpe d’Huez —aclara el Aristócrata Ismael Enrique Monroy caricaturizando el acento francés: Oh là là, oui, oui, anda diciendo al aire, cada vez que puede, como si fuera el mejor chiste del mundo.

El comentarista Pepe Calderón Tovar no le hace el relevo en el relato a su compañero, que antes de la pelea era su compadre y su cómplice, porque ha visto en su reloj que ya son «las 11:33 a.m. hora francesa», «las 5:33 a.m. hora colombiana, hora local».

Y se ha alejado por el aromoso lobby del hotel porque sólo quedan doce minutos, ¡doce putos minutos nomás!, para que comience la etapa 17 del 71.º Tour de Francia.

Dios mío: tienen que unirse pronto a la caravana para no perderse los hechos de la primera mitad de la carrera e ir luego a tiempo a las tribunas naranjas para los periodistas en el Alpe d’Huez. Suelen compartir el pequeño Renault 5 con un par de periodistas más: el viejo cronista sureño Red Rice, que lleva una pipa larga de madera y un sombrero gris de fieltro y trabaja para The Atlanta Journal y la cadena TBG —y cubre para el New Yorker la presencia en el tour del actor Dustin Hoffman—, y aquella reportera de veintipico años que sabe más que todos de todos los temas del mundo y los tiene convertidos en un par de prematuros y babosos viejos verdes. Y tendrán que irse solos, el gringo viejo y la muchacha, si ellos siguen varados en esa transmisión por teléfono: «El que se quedó, se quedó», gritaba su papá cuando salían de la casa.

Desde la puerta del hotel agrietado, bajo la mirada impasible del conserje de la mañana, Calderón le ruega a Monroy que termine de una buena vez su monólogo como suele pedírselo: imitando un par de tijeras con los dedos.

—Faltan seis etapas para que caiga el telón de le Tour de France, pero hoy es el día del juicio final —empieza a cerrar el Aristócrata como si no hubiera visto el gesto de su socio de siempre y como si dar por terminado ese breve informe fuera idea suya—: se los digo yo y yo sé lo que les digo.

Pepe Calderón, que nació entre el calor infame de Neiva en el 44, es hipocondriaco e hipertenso. Su vida ha sido siempre una carrera contra el tiempo. Su vida es una contrarreloj: «Tenemos quince minutos para llegar», «nos van a dejar». Es el primero en aparecer en el banco y el primero en levantarse en los almuerzos y el primero en llegar a los partidos de fútbol que analiza desde hace varios años. Y es claro que el cielo, que es el lugar donde ya no hay afán, le ha puesto en el camino al Aristócrata —que así lo llaman porque es todo lo contrario— para probarle los nervios. Su esposa de siempre es su duelo. Su hija de diecisiete es su talón de Aquiles. Su hijo de quince es su gran peso. Pero Monroy es su karma: su manía de apostar, sus estallidos, sus desórdenes fueron chistosos alguna vez, pero eso fue hace siete años.

—Y ahora vamos a los estudios del Grupo Radial Colombiano en Bogotá con Henry Molina Molina —dice con su golpeado acento ocañero, sin levantar la mirada de las baldosas grises del piso del lobby del Hôtel Alizé, regodeándose en la impaciencia de su compañero—: Remolina, ¡haga el cambio…!

—¡Con Rimula, que mantiene la viscosidad y el motor le dura más! —contesta Molina Molina, resignado al apodo «Remolina», con esa voz ronca y amable que tiene sus fanáticos, pero quién no.

Ay, el satisfecho Remolina. Sin ningún rastro de frustración, de malogro, se ha pasado toda una vida transmitiendo las grandes gestas colombianas desde una pequeña cabina en la ciudad en la que lo crio su tío. Siempre quiere hablar un poco más. Siempre se le escapa una risita entre dientes que es la mueca de un hombre que se la pasa demasiado tiempo solo. Dice «gracias mil, Pepe e Ismael Enrique, por poner a sus fieles oyentes al día a estas horas de la madrugada, jejejé» comiéndose el micrófono como un cono de helado, por poner la comparación menos fea. Y cuando empiezan a despedirse para que a Calderón no le dé el infarto que algún día le dará, «gracias, Henry», tartamudea la frasecita «sólo les tengo una pregunta más, pero eso será después de este breve resumen informativo, jejejé».

Ya están listos. Tienen las dos maletas, la ordenada y la vergonzosa, recostadas en el marco de la puerta de salida. No están lejos del punto de partida de la etapa: del Hôtel Alizé a la Place Hubert-Dubedout son quince minutos a pie, cinco minutos en carro. Y sin embargo el Almirante Calderón se tapa la cara con las manos porque no podría estarle pasando algo peor: «Hágame el puto favor», dice en voz baja porque nadie va a secundarlo, «¡habrase visto semejante imbécil». Y mientras abanica la mano derecha, «vaya, vaya», les da la orden de ir avanzando a los dos compañeros del móvil número dos: Vaca y Santacruz. Y luego agita los brazos, con cara de síncope, para que detrás de ellos se vaya el obsesivo reportero de la moto: Calvo.

Se escuchan las noticias del día en la bocina vieja de ese lobby viejo: «Desde su casa de retiro en Castel Gandolfo, en el sur de Roma, el papa Juan Pablo II llamó a los fieles a pasar unas felices vacaciones»; «El profesor francés Roger Guillemin, premio nobel de medicina, ha declarado en el VII Congreso Internacional de Endocrinología que dentro de poco será posible hacer crecer a los enanos»; «El futbolista Edson Arantes do Nascimento, Pelé, encabezó ayer domingo en Bogotá una populosa versión de la gran caminata de la Solidaridad por Colombia»; «El registrador Humberto de la Calle Lombana ha dado a conocer la cancelación de 914.754 cédulas de ciudadanía por muerte de sus titulares»; «Siguen agravándose las críticas a la Casa Blanca del presidente norteamericano Ronald Reagan»; «El Departamento de Estado de los Estados Unidos negociará con el gobierno de Belisario Betancur, en Cartagena, el tratado de extradición pendiente desde 1979»; «El traficante Carlos Lehder propone liberar a los extraditables a cambio de no financiar la subversión»; «El canciller del M-19 Everth Bustamante ha declarado al diario español El País que en los próximos días el grupo guerrillero seguirá el ejemplo de las Farc en la búsqueda de un acuerdo de paz».

Y Calderón Tovar no para de hacer las tijeras con los dedos. Y Monroy no para de soltarle su mirada de «se me sale de las manos, viejo» y echa y echa monedas en el teléfono de la recepción. Y son las 11:37 a.m. cuando por fin vuelve al aire el boquisuelto de Remolina a hacerles la pregunta más estúpida en la historia de las preguntas:

—Pepe e Ismael Enrique —retoma la ronquera cándida de aquel locutor condenado a la cabina por siempre y para siempre—: cuéntennos cómo está el ambiente en la colonia colombiana, cómo se han estado comportando los nuestros en el pelotón de carrera, cómo ven ustedes, en pocas palabras, a nuestros muchachos.

El Aristócrata Monroy improvisa al aire una respuesta, que además suena improvisada y se le alarga más de lo posible, porque el tonto de Remolina no para de interrumpirlo. Monroy trata de colgar —y Calderón corta el aire con las tijeras de sus dedos, una y otra vez— pero se oye a sí mismo contando que esta mañana ha estado hablando con todo el mundo sobre qué puede pasar. Y según Martín Emilio «Cochise» Rodríguez, el viejo campeón colombiano, «esto hoy termina en aguardiente, hermano». Y según «el Viejo Macanudo» Julio Arrastía Bricca, el gran analista argentino que ahora trabaja en Caracol Radio, quien salga victorioso en la etapa de hoy puede ganarse el tour: «Que Herrera puede descontar el tiempo que le lleva Fignon es innegable —dijo esta mañana—: yo todavía pienso que es posible el liderato».

Son las 11:43 a.m., hora de Francia, cuando Monroy consigue colgar: «Nos vemos ya, a las seis y media —dice—, para otra extraordinaria transmisión colombiana de este Tour de Francia».

Y en la siguiente escena van los dos mudos por la acera estrecha de la Rue Amiral Courbet, como los dos miembros de una pareja destruida y con ganas de seguirse destruyendo, cada cual con su maleta atiborrada colgándole de la mano. Doblan la esquina a la izquierda. Avanzan por la apretada Rue Crépu junto a la fila de carritos parqueados por los oficinistas del barrio. Apuran el paso sin intercambiar una sola palabra. Ven el reloj para sufrir más. Pasan bajo la carpa de la entrada del restaurante chino en donde anoche se pasaron de tragos: 在丽丽. Cada tanto, alguno de los dos estira la mano a ver si algún taxi les para. Pero sólo cuando cruzan la vía del tranvía, que está desierta, sí, pero mejor mirar a cada lado, se encuentran con un taxista que huele muy mal en un hotel de dos estrellas que se llama Hôtel des Alpes.

Guardan las dos maletas en el baúl bajo la mirada hastiada, desinteresada, del conductor. Suben al pequeño Citröen con la respiración atragantada, pero ni eso les recuerda que están en esto juntos.

Tardan una eternidad para explicarle al hombre a dónde van: «Vamos a la Plaza Humberto…», «a la Plas Uber Dubedó…», «a la Place Hubert Dubedout…», «el Tour», «le Tour».

El chofer los mira fijamente por el espejo retrovisor, con los ojos entrecerrados, como si ya no le sorprendiera ni un solo loco de este mundo. Y se van por el centro de Grenoble detrás de un bus articulado blanco y rojo que no les deja ver que están a un par de cuadras del lugar: la glorieta frente al ceniciento río Isère.

Ni siquiera los une sentirse un par de imbéciles a las 11:46 a.m. de este lunes 16 de julio de 1984. Pagan con una manotada de billetes roñosos porque no se les ocurre una venganza mejor. Se bajan. Agarran sus maletas. Y apuran el paso con sus espaldas y sus rodillas y sus barrigas crecientes y blandengues de cuarentones. Y aunque muy pronto notan que la caravana de la etapa 17 no ha partido todavía, que allí siguen parqueados los carros acompañantes y las motos y allá siguen acomodándose los ciclistas que han sobrevivido a las torturas de las dos semanas pasadas, se resisten a decirse nada que no sea «ahí están», «uf». Se suben al asiento trasero del Renault 5. Saludan a sus dos compañeros de viaje de estas dos semanas: al gringo le dicen «good morning» y «hello» y a la muchacha le dicen «buenos días» y «qué tal». Y ya.

Quizás deberían fingirles a sus compañeros en «el móvil número uno», que se miran entre ellos porque no les queda más, que nada malo está pasando. Deberían hacer un esfuerzo con ese gringo de sombrero y pipa que nunca deja de sonreír y con aquella mujer que no ha hecho sino lidiarles las ganas de quedarse con ella primero que el otro. Podrían reconocer que están sudando antes de enfrentar el calor del mediodía. Tendrían que concentrarse en la carrera que está a punto de empezar, en las trampas de epopeya de las montañas alpinas, en Fignon, Hinault, Herrera. Pero lo único que quieren hacer ahora es ignorarse. Y la palabra del diccionario es «patético».

11:46 a.m. a 11:52 a.m.

Ya tiene que comenzar la etapa hacia el Alpe d’Huez. Y este, que está esperando el pistoletazo de salida con la mente abrumada, es el gregario modesto Manfred Zondervan. En el Coop-Hoonved, el viejísimo equipo francés para el que ha estado corriendo en los últimos años, a nadie le viene en gana decirle por su nombre. Todo el mundo lo llama por su apellido, de lejos o de cerca, porque para romper el hielo —que tanto le cuesta— él suele revelar qué significa «zondervan» en neerlandés: «Sin nombre, je». Nació en la azulada villa de Rijpwetering, en los Países Bajos, en una casa a un par de cuadras del lugar donde creció su ídolo: «el Holandés del Tour de Francia» Joop Zoetemelk. Pero desde los dieciséis años ha corrido en equipos franceses, españoles e italianos. Y se ha sentido mudo, y común y corriente, y fuera de lugar.

Desde que cumplió los treinta y tres, el lánguido 25 de diciembre del año pasado, su extrañeza ha sido aún peor. En la sala de su pequeño apartamento, en la calle de Charenton del distrito XII de París, instaló el Betamax que le regaló su segunda mujer —su nombre es Cloé y en cambio no le gustan los rodeos— para dedicarse en cuerpo y alma a la labor de ver en orden todas las películas protagonizadas por el agente 007: desde el Doctor No hasta Nunca digas nunca jamás. Detrás de todo lo que dice y todo lo que hace está la sospecha de que le está llegando la hora del retiro, pero desde hace un par de años, desde la Flecha Valona embrujada que ganó Bernard Hinault, ha estado aplazando la verdad como mejor ha podido.

Qué va a ponerse a hacer. Leo el pedalista, su amigo de la infancia Leo Manders, quiere que monten juntos un restaurante de schnitzels y bitterballen a cien metros del Lijkermolen de Rijpwetering, pero él sólo sabe de ciclismo: él sólo odia y ama el ciclismo y lo demás del mundo le da exactamente igual.

Es por culpa de Cloé, su segunda mujer Cloé Vidal, que el final tan temido es un precipicio que se acerca. Si no hubiera sido por ella, que es demasiado joven y demasiado nueva para tolerarle a él los miedos, y que suele dar la espalda cuando se atreven a decirle «el mundo no es en blanco y negro, Cloé», el disciplinado Zondervan seguiría resignado a su trabajo como cualquier mercenario y como cualquier mercenario estaría aplazando la pregunta por el fin. En la madrugada del jueves 28 de junio, mientras él trataba de hacer su maleta en la negrura de la habitación, ella le susurró «qué clase de vida de hámster es la que estás llevando: un día vas a ver que no tiene nada de normal» y «qué tal que yo esté embarazada» con voz tenue de no despertar a los hijos que no han querido tener. Y desde ese momento preciso todo le ha parecido tétrico e insensato.

Sospecha que ha estado viviendo a oscuras. Siente que se ha pasado borracho la vida, y ya no.

Es como si todo el tiempo se fuera a la guerra pero ya no supiera ni importara a cuál de todas porque un oficio es un oficio nada más. Es como si hiciera parte de una banda que se va de gira para traerse de vuelta los gritos de los aficionados que corren por las cunetas: «¡Vamos!», «¡vamos!».

¿Cómo es posible que se le hayan ido treinta y tres años pensando que semejante delirio —tener cuerpo de cadáver, afeitarse las piernas a ras, tirar en invierno y poco más, ganar una miseria, vivir cagado de miedo, envidiar a diestra y siniestra al que aún tiene aire, sentir este dolor lacerante que nadie más va a sentir ni a imaginar siquiera— es «lo normal»?

Se ha estado despertando en la noche, amedrentado, porque sueña con esos gritos como si de verdad los estuviera escuchando: «¡Vamos!», «¡vamos!». Se ha estado despertando jadeante, quién sabe en qué cama de qué puto hotel de qué pueblito francés, convencido de que está punto de bajarse de la bicicleta en el monte Ventoux: «No más». Y mientras bajan los créditos de sus sueños, mientras sus sueños empiezan a terminarse en la luz de esas habitaciones de paso, ha estado escuchando la sentencia que se dice en neerlandés sobre los ciclistas que de golpe no dan más: «Se fue a pie». Desde que empezó el tortuoso Tour de Francia entre los suburbios de piedra amarilla de Montreuil, en fin, ha tenido la cabeza repleta de ruidos, de voces.

Y escucha las frases con puntos suspensivos de su Cloé como si aún no hubiera acabado de escucharlas, de digerirlas: «Esa masajista nueva no me gusta nada…», «no vuelvas si vas a volver magullado, amor mío…», «un día te vas a quedar tieso…».

Y si algo ha aprendido Zondervan en estos diecisiete largos años es que el infierno del ciclista es esta mente plagada de palabras: ¡silencio!

Zondervan empezó a correr en 1966, a los quince años, en un equipo aficionado lleno de niños problemáticos que a duras penas duró una temporada: el WSJ Automaten. Su padre, un exciclista convertido en carpintero bonachón y desgarbado que decía llamarse Vincent pero se llamaba Gerrit, siempre le dijo «Manfred: tú sabes bien que todavía puedes más». Su madre cocinera, Mirjam o Miriam, no sólo le vaticinó una docena de veces «Manfred: yo sé que tú vas a ganar un día el Tour de Francia», sino que en 1967 le consiguió el patrocinio de un primo que trabajaba en KLM para que se convirtiera en ciclista profesional: de 1967 a 1973 corrió en el Flandria-Mars, de 1973 a 1979 en el Gan-Mercier, de 1980 a 1982 en el TI-Raleigh.

Y, como si su cuerpo por fin se hubiera agotado para siempre, todas las madrugadas —todas— se despierta pensando en lo raro que va a ser terminar en el Coop-Hoonved, o sea, en el viejo Mercier, la única carrera que ha tenido y que tendrá.

Se le va a terminar ya la vida entera: de aquí en adelante va a ser un fatigoso fantasma en bicicleta con las piernas peludas, «bu…», porque su manera de vivir ha sido correr y nada más.

De aquí en adelante se le van a ir las tardes contando y contando, bajo el puente tembloroso del Jardin de Reuilly, la carrera en la que confirmó que no había nada más aburrido en el mundo que el ciclismo de pista; la vez que se tomó «la bomba» que se tragaba el campeón italiano Fausto Coppi porque no le estaba llegando suficiente oxígeno a los músculos; la París-Niza de la que fue expulsado injustamente por tener demasiado alto el nivel de hematocritos; la caída sangrienta que le dejó la bicicleta partida en dos en pleno Giro de Italia de 1972; la Vuelta a los Países Bajos, en 1975, en la que se dio cuenta por fin —pues perdió la cabeza y bordeó la muerte para que ganara Joop Zoetemelk— de que no quería ser un líder, sino un gregario.

Siempre lo sospechó. Pero fue al final de esa vuelta cuando Zondervan se atrevió a decirle a su madre la verdad de fondo: que de ahí en adelante iba a ser un gregario porque detestaba con todo el cuerpo ser el centro de atención, llevar a cuestas la presión de los aficionados, tener encima los ojos de los demás corredores, y sobre todo verse a sí mismo, que necesitaba silencio, en la obligación de ser un ganador. Su mamá estaba empezando a impacientarse, «Manfred: ¿cuándo vas a ser el líder del Gan-Mercier?», le preguntaba siempre antes de despedirse, quizás porque la pobre había crecido bajo la mirada señorial de un padre que había sido el capitán de un carguero llamado Anoniem. Y Zondervan está seguro de que oírlo describir los pormenores de su trabajo terminó de romperle el corazón a la señora.

—Soy el que encaja —le explicó.

Soy el que trae los bidones de agua cuando los demás están orinando y cuando el patrón del equipo ya no puede seguir. Soporto y sufro el doble que los demás. Aguanto hasta el final para que mi jefe no se quede solo, pero estoy eximido de ganar: «Gelukkig!», sí, ¡qué suerte! Busco entre los regueros de las caídas, entre los marcos rotos y las llantas desgarradas y los dientes, si alguno de mis compañeros necesita que yo le dé una mano. Los espero mientras el pelotón se va y se va y buscamos el convoy donde sea. Si me dan la orden, ¡ya!, puedo convertir una etapa en una pesadilla. No soy el mejor tipo, ni soy el más abnegado ni tengo el corazón más grande de la caravana. Temo a Dios y a mi padre —a mi vader y a su fantasma— como los demás niños de mi calle.

—Pero soy implacable e inclemente cuando es necesario, madre —le dijo en vez de jurarle en vano, por Dios, que no era un segundón, sino una fuerza.

Joop Zoetemelk se dio cuenta muy pronto de que lo necesitaba a su lado. Y así Zondervan pasó de trabajar para un jefe de filas que abusaba de su caballerosidad —«necesito que me laves la ropa», le decía— a servirle a un señor que hacía lo que estuviera a su alcance para estar mejor. Zoetemelk se volvió su dueño

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