Introducción
¿Cuándo una leyenda es leyenda? ¿Por qué un mito es un mito? ¿Cuán antiguo y desusado tiene que ser un hecho para ser relegado a la categoría de «cuento de hadas»? ¿Y por qué determinados hechos permanecen incontrovertibles en tanto que otros pierden su validez para asumir un carácter gastado e inestable?
Rukbat, en el sector de Sagitario, era una estrella dorada tipo G. Tenía cinco planetas y uno extraviado que había atraído y había retenido en el reciente milenio. Su tercer planeta estaba envuelto por aire que el hombre podía respirar, decantaba agua que el hombre podía beber, y poseía una gravedad que permitía al hombre andar confiadamente erecto. Los hombres lo descubrieron y no tardaron en colonizarlo. Hacían eso con todos los planetas habitables, y luego —bien por insensibilidad, o bien a través del colapso del imperio, los colonos nunca lo descubrieron y eventualmente se olvidaron de preguntarlo— dejaban que las colonias se las arreglaran por sí mismas.
Cuando los hombres se establecieron por primera vez en el tercer mundo de Rukbat y lo llamaron Pern, apenas se habían fijado en el extraño planeta que giraba alrededor del que ellos habían adoptado en una órbita elíptica descabelladamente errática. Al cabo de unas cuantas generaciones habían olvidado su existencia. La absurda órbita del planeta errante lo acercaba a su hermanastro cada doscientos años (terrestres) en el perihelio.
Cuando los aspectos eran armónicos y la conjunción con su planeta hermano lo bastante próxima, como ocurría a menudo, la vida indígena del planeta errante trataba de salvar el abismo espacial hasta el planeta más templado y hospitalario.
Durante la frenética lucha para combatir aquella amenaza que caía a través de los cielos de Pern como hebras plateadas, el tenue contacto de Pern con el planeta madre quedó roto. Los recuerdos de la Tierra se alejaron un poco más de la historia pernesa con cada generación sucesiva, hasta que la memoria de sus orígenes degeneró, más allá de leyenda o mito, en olvido.
Para prevenir las incursiones de las temidas hebras, los perneses, con la inventiva de sus olvidados antecesores terráqueos, desarrollaron una variedad altamente especializada de forma de vida indígena de su planeta adoptado. Los humanos que poseían un elevado nivel de empatía y cierta capacidad telepática congénita fueron adiestrados para utilizar y conservar este singular animal, cuya capacidad de teleportación era de gran valor en la ardua lucha para mantener a Pern libre de hebras.
Los alados, rabudos y escupefuego dragones (bautizados con ese nombre a causa de los legendarios animales terrestres a los cuales se parecían), sus jinetes, una raza aparte, y la amenaza a la que combatían, crearon un grupo enteramente nuevo de leyendas y mitos.
Una vez a salvo de todo peligro inminente, Pern estableció un sistema de vida más cómodo. Los descendientes de los héroes cayeron en desgracia, como las leyendas caen en descrédito.
PRIMERA PARTE
La búsqueda del weyr
Lessa despertó, fría. Fría con algo más que la frialdad de las perpetuamente viscosas paredes de piedra. Fría con la presciencia de un peligro más intenso que el que la había enviado, hacía diez revoluciones enteras, gimiendo de terror, a ocultarse en la fragante madriguera del wher guardián.
Rígida a causa de la concentración, Lessa yacía en la paja de la olorosa quesería que compartía como dormitorio con los otros marmitones. En el ominoso portento había un apremio distinto a cualquier otra advertencia. Captó la vigilancia del wher guardián, bamboleándose en sus rondas en el patio. Daba vueltas en torno al estrangulante límite de su cadena. Estaba desvelado, pero indiferente a algo anormal que acechaba en la oscuridad que precedía al amanecer.
Lessa se enroscó en un apretado nudo de huesos, abrazándose a sí misma para aliviar la tensión a través de sus tensos hombros. Luego, obligándose a relajarse, músculo por músculo, articulación por articulación, trató de percibir la sutil amenaza que podía angustiarla a ella, sin inquietar al sensible wher guardián.
El peligro no estaba concretamente dentro de las murallas del fuerte de Ruatha ni se acercaba al enlosado perímetro exterior del fuerte, donde la implacable hierba se había abierto paso a través del antiguo hormigón, verde testigo del deterioro del otrora fuerte de piedra limpia. El peligro no avanzaba por el ahora poco utilizado estriberón que ascendía del valle, ni acechaba en las viviendas de piedra de los artesanos al pie del acantilado del fuerte. No perfumaba el viento que soplaba desde las frías playas de Tillek. Pero, sin embargo, percutía agudamente a través de los sentidos de Lessa, haciendo vibrar todos los nervios de su delgada figura. Completamente desvelada, trató de identificarlo antes de que su presciencia se desvaneciera. Se proyectó al exterior hacia el paso, más lejos de lo que nunca había llegado. La amenaza no estaba en Ruatha…, todavía. Ni tenía un sabor familiar. En consecuencia, no era Fax.
A Lessa le había complacido cautelosamente que Fax no se hubiera dejado ver en el fuerte Ruatha en tres revoluciones enteras. La apatía de los artesanos, la decadencia de los dominios agrícolas, incluso las piedras atacadas por la hierba del fuerte enfurecían a Fax, autonombrado señor de las Altas Extensiones, hasta el punto de que prefería olvidar el motivo por el cual había sometido al, en otro tiempo, orgulloso y rentable fuerte.
Implacablemente impulsada a identificar aquella opresora amenaza, Lessa buscó a tientas sus sandalias en la paja. Se levantó, sacudiendo maquinalmente la paja pegada a sus largos cabellos, los cuales recogió rápidamente en una especie de moño sobre su nuca.
Avanzó con cuidado entre los marmitones dormidos, apretujados para calentarse unos a otros, y subió los gastados peldaños que conducían a la cocina. El cocinero y su ayudante yacían sobre la larga mesa delante del gran hogar, recibiendo en sus anchas espaldas el calor del fuego mortecino y roncando de un modo discordante. Lessa se deslizó a través de la cavernosa cocina hasta la puerta del patio-establo. Abrió la puerta sólo lo suficiente para que pudiera pasar su delgado cuerpo. Los guijarros del patio estaban helados a través de las delgadas suelas de sus sandalias, y Lessa se estremeció cuando el aire de la madrugada cruzó la débil barrera de su vestido remendado.
El wher guardián avanzó con paso torpe a través del patio para ir a su encuentro, suplicando, como siempre hacía, que lo soltara. Cariñosamente, Lessa acarició los dobleces de las puntiagudas orejas mientras el animal se acomodaba a su paso. Mirando la espantosa cabeza, Lessa le prometió una buena rascada dentro de un rato. El animal se agachó, gruñendo, mientras Lessa subía los acanalados peldaños que conducían al baluarte sobre la maciza poterna del fuerte. En lo alto de la torre, Lessa miró hacia el este, donde los senos de piedra del paso se erguían en una recortada silueta negra contra las primeras claridades del alba.
Indecisa, giró a su izquierda, ya que la sensación de peligro procedía también de aquella dirección. Miró hacia arriba, sus ojos atraídos por la estrella roja que recientemente había empezado a dominar el cielo del amanecer. Mientras miraba, la estrella irradió una pulsación rúbea final antes de que su resplandor se perdiera en el brillo del sol naciente de Pern. Incoherentes fragmentos de cuentos y baladas acerca de la aparición al amanecer de la estrella roja cruzaron por el cerebro de Lessa, con demasiada rapidez para que tuvieran sentido. Además, su instinto le decía que, si bien el peligro podía proceder del nordeste, también existía un peligro mayor con el que enfrentarse procedente del este. Tensando sus ojos como si la visión pudiera salvar el bache entre peligro y persona, miró fijamente hacia el este. La leve y silbada pregunta del wher guardián la alcanzó en el preciso instante en que la presciencia se desvanecía.
Lessa suspiró. No había encontrado ninguna respuesta en el amanecer, sólo portentos discrepantes. Tenía que esperar. La advertencia había llegado, y ella la había aceptado. Estaba acostumbrada a esperar. Astucia, resistencia y superchería eran sus otras armas, cargadas con la inagotable paciencia de una dedicación vengativa.
La luz del alba iluminó el desordenado paisaje, los campos sin labrar en el valle inferior. La luz del alba cayó sobre raquíticos prados, donde los dispersos rebaños de animales de leche cazaban desperdigadas briznas de hierba primaveral. En Ruatha, murmuró Lessa, la hierba crecía donde no debía hacerlo, y moría donde debía florecer. Lessa apenas podía recordar ahora el aspecto que había tenido el valle Ruatha en otros tiempos, dulcemente risueño, ampliamente feraz. Antes de que llegara Fax. Una extraña sonrisa distendió unos labios desacostumbrados a semejante ejercicio. Fax no obtuvo ningún provecho de su conquista de Ruatha…, no lo obtendría mientras ella, Lessa, viviera. Y Fax no tenía la menor sospecha de la fuente de esta ruina.
O la tenía, dudó Lessa, con su mente reverberando aún a causa de la salvaje presciencia de peligro. Al oeste se encontraba el ancestral y único fuerte legítimo de Fax. Al nordeste sólo había montañas desnudas y rocosas, y el weyr que protegía a Pern.
Lessa se desperezó, arqueando su espalda, aspirando el suave y puro viento matinal.
Un gallo cacareó en el patio-establo. Lessa se sobresaltó, súbitamente alerta, temiendo ser observada en una postura inusitada en ella. Soltó sus cabellos, y dejó que cayeran alrededor de su rostro, semiocultándolo. Su cuerpo recuperó su fingido desmadejamiento. Bajó rápidamente la escalera, dirigiéndose hacia el wher guardián, que gritó en tono lastimero, con sus grandes ojos parpadeando contra la creciente claridad. Indiferente al hedor de su fétido aliento, Lessa atrajo la escamosa cabeza hacia ella, y rascó sus orejas y sus párpados. El wher guardián estaba extasiado de placer: su largo cuerpo temblaba y sus cerradas alas vibraban. Era el único que sabía quién era Lessa y lo que se proponía, y era el único ser en todo Pern en quien ella había confiado desde el amanecer en que había buscado ciegamente refugio en su oscura y hedionda madriguera para escapar de las sedientas espadas que habían bebido con tanta avidez sangre de Ruatha.
Lessa se irguió lentamente, recordándole al wher guardián que debía mostrarse tan arisco con ella como con todos los de más, por si había alguien cerca. El animal prometió obedecerla, oscilando hacia atrás y hacia delante para subrayar su disgusto.
Los primeros rayos del sol resbalaron sobre la muralla exterior del fuerte y, gruñendo, el wher guardián penetró en su oscuro nido. Lessa regresó rápidamente a la cocina y a la quesería.
F’lar estaba contento… y no estaba contento. Éste era su cuarto día en compañía de Fax, y únicamente el firme control que F’lar ejercía sobre sí mismo y sobre su escuadrón estaba evitando que la situación desembocara en un estallido de violencia.
Había sido una afortunada casualidad, pensaba F’lar, mientras Mnementh se deslizaba plácidamente hacia el paso de los Senos de Ruatha, que él, F’lar, hubiera escogido las Altas Extensiones. La táctica de Fax habría tenido éxito con R’gul, que era muy consciente de su honor, o con S’lan o D’nol, que eran demasiado jóvenes para haber desarrollado mucha paciencia o discreción. S’lel se hubiera retirado lleno de confusión, un desenlace casi tan desastroso como el comba te para el weyr.
Tenía que haber correlacionado las indicaciones hacía mucho tiempo. La decadencia del weyr y de su influencia no procedía únicamente de los señores de los fuertes y de sus gentes. Procedía también del interior del weyr, un resultado de reinas inferiores y de damas del weyr incompetentes. Procedía de la inexplicable insistencia de R’gul en no «molestar» a los señores, en mantener los jinetes de dragones dentro del weyr. Y dentro del mismo weyr se había puesto demasiado énfasis en los preparativos para los Juegos, hasta que la competición interna entre escuadrones se había convertido en la principal, por no decir la única, de las actividades del weyr.
El crecimiento de la hierba no se había producido de la noche a la mañana, ni los señores se habían despertado un buen día, recientemente, decididos a no seguir pagando el tradicional diezmo al weyr. La cosa había tenido un desarrollo paulatino, abonado por la lenidad del weyr, hasta desembocar en una situación en la que un advenedizo, heredero colateral de un antiguo fuerte, podía permitirse el lujo de despreciar a los jinetes de dragones y de omitir las precauciones elementales que mantenían a Pern libre de hebras.
F’lar dudaba de que Fax hubiera desarrollado su programa de agresión contra los fuertes vecinos si el weyr hubiese conservado su antigua autoridad. Cada Hold debía tener su señor para proteger al valle y a la gente de las hebras. Un fuerte, un señor…, y no un señor reclamando siete fuertes. Esto último, además de ir contra la antigua tradición, era un craso error, ya que, ¿cómo podía proteger un hombre siete valles al mismo tiempo? Un hombre, a excepción de un jinete de dragones, sólo puede estar en un lugar cada vez. Y a menos que un hombre montara en un dragón, tardaba horas en trasladarse de un fuerte a otro. El antiguo weyr no hubiera permitido esa falta de respeto a los viejos usos.
F’lar vio los chorros de llamas a lo largo de las áridas alturas del paso, y Mnementh modificó obedientemente su deslizamiento para una mejor visión. F’lar había enviado a la mitad del escuadrón por delante de la cabalgata principal. El vuelo rasante sobre un terreno irregular era un buen entrenamiento para ellos. Les había entregado pequeños trozos de pedernal con instrucciones para agostar cualquier tipo de vegetación como práctica. Esto le recordaría a Fax, así como a sus soldados, la terrible capacidad de los jinetes de dragones, un fenómeno que la gente normal de Pern parecía haber olvidado.
Las ígneas emisiones de fosfina, a medida que los dragones eructaban gases, eran todo un espectáculo. R’gul podía argüir contra la necesidad de extraer pedernal, podía citar incidentes tales como el que había exiliado a Lytol, pero F’lar conservaba la tradición…, y lo mismo hacía cualquier hombre que volara con él, so pena de tener que abandonar el escuadrón. Ninguno le fallaba.
F’lar sabía que los hombres disfrutaban tanto como él mismo cabalgando sobre un dragón llameante; las emanaciones de la fosfina eran exhilarantes a su manera, y la sensación de poder que sur