La búsqueda del dragón (Dragonriders of Pern 2)

Fragmento

Preludio

Preludio

Rukbat, en el sector de Sagitario, era una estrella dorada tipo G. Tenía cinco planetas, dos cinturones de asteroides y un planeta errante al que había atraído y retenido en el último milenio. Cuando los hombres se instalaron por primera vez en el tercer mundo de Rukbat y lo llamaron Pern, prestaron poca atención al extraño planeta que giraba alrededor de su primario adoptado en una órbita elíptica caprichosamente errática. Durante dos generaciones, los colonos apenas pensaron en la brillante estrella roja…, hasta que el extravagante curso de la vagabunda la acercó a su hermanastra en el perihelio.

Cuando tales aspectos eran armónicos y no estaban distorsionados por conjunciones con otros planetas del sistema, la vida indígena de la vagabunda se desplazaba a través del espacio en dirección al planeta más templado y hospitalario.

Las pérdidas iniciales que sufrieron los colonos fueron muy importantes, y durante la subsiguiente y prolongada lucha para sobrevivir a aquella amenaza, que caía a través de los cielos de Pern como hebras plateadas, y combatirla, el leve contacto de Pern con el planeta madre se rompió.

Para controlar las incursiones de las temibles hebras (los perneses habían desguazado muy pronto sus naves de transporte, al considerar que aquella sofisticación tecnológica estaba fuera de lugar en tan bucólico planeta), los ingeniosos hombres se embarcaron en un plan a largo plazo. La primera fase implicaba la educación de una variedad altamente especializada de forma de vida indígena. Hombres y mujeres dotados de elevados niveles de empatía y cierta capacidad telepática innata fueron adiestrados para utilizar y conservar aquellos animales extraordinarios. Los «dragones» (bautizados con este nombre por su parecido con los míticos animales terrestres) poseían dos características sumamente útiles: podían trasladarse de un lugar a otro instantáneamente y, después de masticar una roca rica en fosfina (a la que llamaban «pedernal»), podían emitir un gas que se inflamaba al contacto con el oxígeno del aire. Dado que los dragones podían «volar», serían capaces de quemar a las hebras en pleno aire, escapando al mismo tiempo de su agresión. Se tardó generaciones en desarrollar plenamente el uso de esta primera fase. La segunda fase de la defensa contra las incursiones de las esporas tardaría más en madurar. La Hebra, una espora micorizoide viajera del espacio, devoraba materia orgánica con insaciable voracidad y, una vez en el suelo, se enterraba y se propagaba con aterradora rapidez.

Los que proyectaron el programa de defensa en dos etapas no tuvieron suficientemente en cuenta el azar ni el efecto psicológico del exterminio visible de aquel ávido enemigo. Resultaba psicológicamente tranquilizador y profundamente satisfactorio para los amenazados perneses ver a las hebras carbonizadas en el aire. Asimismo, el continente meridional, donde se inició la segunda fase, se reveló insostenible, y toda la colonia fue trasladada al continente septentrional para buscar refugio contra las hebras en las cuevas naturales de las montañas del norte. La importancia del hemisferio meridional perdió sentido en la lucha inmediata por establecer nuevas colonias en el norte. Los recuerdos de la Tierra fueron borrándose de la historia pernesa con cada sucesiva generación, hasta que la memoria de sus orígenes se desvaneció del todo, más allá de la leyenda o del mito.

La fortaleza original, construida en la cara oriental de la gran cordillera del oeste, no tardó en resultar demasiado pequeña para albergar a sus moradores. Se estableció otra colonia un poco más al norte, junto a un gran lago idóneamente situado cerca de un acantilado lleno de cuevas. El fuerte de Ruatha quedó también superpoblado al cabo de unas cuantas generaciones.

Dado que la Estrella Roja se alzaba por el este, se decidió establecer una fortaleza en las montañas orientales, siempre que se dieran en ellas las condiciones necesarias. Esto implicaba la existencia de cuevas, ya que únicamente la roca y el metal (del que Pern padecía una preocupante escasez) eran impenetrables para las hebras.

La crianza de los alados dragones había producido ahora ejemplares que necesitaban más espacio del que los fuertes podían proporcionar. Los antiguos conos salpicados de cuevas de volcanes extinguidos, uno en las alturas del primer Fort, y el otro en las montañas de Benden, se revelaron idóneos; necesitaban pocas reformas para que resultaran habitables. Sin embargo, aquellos proyectos consumieron todo el combustible que quedaba para los grandes taladros (pensados solamente para pequeñas operaciones mineras, y no para importantes excavaciones en la roca), y los subsiguientes fuertes y weyrs fueron labrados a mano.

Los dragones y los jinetes en sus alturas y la población en sus cuevas se dedicaron a sus respectivas tareas, desarrollando paralelamente hábitos que se convirtieron en costumbres, y éstas en tradiciones tan incontrovertibles como leyes.

Luego llegó un intervalo —de doscientas revoluciones del planeta Pern alrededor de su primario—, cuando la Estrella Roja estaba en el otro extremo de su errática órbita, cautiva, helada y solitaria. Ninguna hebra cayó sobre el suelo de Pern. Los habitantes empezaron a disfrutar de la vida tal como habían creído que sería cuando llegaron al atractivo planeta. Borraron las depredaciones de las hebras y sembraron cereales, cultivaron huertos y pensaron en repoblar de árboles las laderas asoladas por las hebras. Incluso pudieron olvidar que habían estado en grave peligro de extinción. Luego, las hebras reaparecieron durante otra órbita alrededor del planeta —cincuenta años de peligro procedente de los cielos—, y los perneses volvieron a dar las gracias a sus antepasados, desaparecidos desde hacía muchas generaciones, por haberles proporcionado los dragones que eliminaban a las hebras en pleno aire con su ígneo aliento.

La dragonería había prosperado también durante aquel intervalo; se había establecido en otras cuatro posiciones, siguiendo las directrices del plan de defensa. Los hombres lograron olvidar por completo que había existido una medida secundaria contra las hebras.

Cuando tuvo lugar el tercer paso de la Estrella Roja, se había desarrollado una complicada estructura económico-social para hacer frente a aquel peligro constante. Los seis weyrs, como eran llamados los cuarteles volcánicos de los dragoneros, se comprometieron a proteger todo Pern: cada uno de los weyrs tenía un sector geográfico del continente septentrional literalmente bajo sus alas. El resto de la población pagaría diezmos para mantener a los weyrs, dado que aquellos combatientes, aquellos dragoneros, no tenían ninguna tierra cultivable en sus hogares volcánicos, ni podían dejar de atender la crianza de los dragones para aprender otros oficios durante las épocas de paz, so pena de no poder defender al planeta durante los pasos.

Las colonias, llamadas fuertes, se crearon en lugares en los que existían cuevas naturales; algunas, desde luego, más extensas o mejor situadas estratégicamente que otras. Hacía falta un hombre fuerte para mantener bajo control a la frenética y aterrorizada población durante los ataques de las hebras; hacía falta una sabia administración para racionar las provisiones para que no faltaran cuando no pudiera cultivarse nada, y era necesario tomar medidas extraordinarias para mantener a la población útil y sana hasta que la amenaza se hubiera desvanecido. Hombres dotados de conocimientos especiales en metalurgia, ganadería, agricultura, pesca, minería (tal como existía), tejeduría…, formaron artesanados en los que se enseñaba la correspondiente profesión, cuyos secretos eran conservados y transmitidos de una generación a otra. Dado que el señor de un fuerte no podía negar los productos del artesanado situado en su fuerte a los otros del planeta, los talleres no estaban adscritos específicamente a un fuerte, sino que dependían directamente del maestro de su profesión particular (el maestro era elegido en función de sus conocimientos y su capacidad administrativa). El maestro artesano era responsable del funcionamiento de sus talleres y de la distribución equitativa de todos los productos sobre una base más planetaria que regional.

Los señores de los fuertes, los maestros artesanos y, naturalmente, los dragoneros, que garantizaban la protección de Pern durante los ataques de las hebras, gozaban de ciertos derechos y privilegios.

La Estrella Roja se acercaba inexorablemente a Pern, pero volvía a alejarse también, y la vida podía discurrir con menos frenesí. Ocasionalmente, la conjunción de los cinco satélites naturales de Rukbat impedía que la Estrella Roja pasara lo bastante cerca de Pern como para dejar caer sus temibles esporas. A veces, sin embargo, los planetas hermanos de Pern parecían confabularse para arrastrar la Estrella Roja todavía más cerca, y las hebras llovían sin descanso sobre la desdichada víctima. El miedo crea fanáticos y los perneses no eran una excepción. Sólo los dragoneros podían salvar a Pern, y su posición en la estructura del planeta se hizo inviolable.

El género humano ha tendido siempre a olvidar lo desagradable, lo indeseable. Ignorando su existencia, puede hacer que desaparezca la fuente del antiguo terror. Y la Estrella Roja no pasó lo bastante cerca de Pern como para dejar caer sus hebras. La gente prosperó y se multiplicó; se dispersó a través de las ubérrimas tierras, labraron más fuertes en la sólida roca; tan ocupada en aquellas tareas no se dio cuenta de que sólo quedaban unos cuantos dragones en los cielos, y un solo weyr de dragoneros en Pern. La Estrella Roja no volvería a acercarse durante muchísimo tiempo. ¿Por qué preocuparse por una posibilidad tan lejana? Al poco más de cinco generaciones, los dragoneros cayeron en desgracia. Las leyendas de pasadas hazañas y el mismo motivo de su existencia se pusieron en tela de juicio.

Cuando, en el curso de las fuerzas naturales, la Estrella Roja empezó a girar más cerca de Pern, parpadeando con un maligno ojo rojizo sobre su antigua víctima, un hombre, F’lar, jinete del dragón bronce Mnementh, creyó que las antiguas leyendas estaban llenas de verdad. Su hermanastro, F’nor, jinete del pardo Canth, escuchó sus argumentos, y creer en ellos le pareció más excitante que la monótona existencia en el solitario weyr de Pern. Cuando el último huevo dorado de una reina se endurecía en la sala de eclosión del weyr de Benden, F’lar y F’nor aprovecharon la oportunidad para hacerse con el control del weyr. En su búsqueda de una mujer fuerte que habría de ser el jinete de la reina a punto de nacer, F’lar y F’nor descubrieron a Lessa, la único miembro superviviente del glorioso linaje que había gobernado el fuerte de Ruatha. Lessa impresionó a Ramoth, la nueva reina y se convirtió en la dama del weyr de Benden. Cuando el bronce Mnementh de F’lar cubrió a la joven reina en su primer vuelo de apareamiento, F’lar se convirtió en caudillo del weyr de todos los dragoneros de Pern. Los tres jinetes, F’lar, Lessa y F’nor, obligaron a los señores de los fuertes y a los artesanos a reconocer el inmediato peligro y a preparar el planeta casi indefenso contra las hebras. Pero, lamentablemente, era obvio que los escasos doscientos dragones de que disponía el weyr de Benden no podrían defender todos los fuertes. En el pasado, cuando los fuertes eran menos numerosos y estaban menos poblados, habían sido necesarios seis weyrs completos. Mientras aprendía a dirigir a su dragón reina por el inter de un lugar a otro, Lessa descubrió que los dragones podían teleportarse también al intertiempo. Arriesgando su vida, así como la del único dragón reina de Pern, Lessa y Ramoth retrocedieron en el tiempo, cuatrocientas revoluciones, antes de que se produjera la misteriosa desaparición de los otros cinco weyrs, inmediatamente después de haberse producido el último paso de la Estrella Roja.

Los cinco weyrs, conscientes del menoscabo de su prestigio y aburridos por su inactividad después de toda una vida de excitantes combates, accedieron a ayudar al weyr de Lessa y a dar un salto de cuatrocientas revoluciones hacia el futuro.

Ahora han transcurrido siete revoluciones desde aquel triunfal viaje hacia adelante, y la gratitud inicial de los fuertes y artesanados a los weyrs de la Antigüedad que habían acudido a salvarlos se ha convertido en un sentimiento de exasperación ante las cargas que comportan para ellos. Y a los propios antiguos no les gusta el Pern en el que ahora están viviendo. Cuatrocientas revoluciones conllevan demasiados cambios. Las disensiones no paran de crecer.

I

Mañana en el artesanado del fuerte de Fort.

Varias tardes después en el weyr Benden.

Media mañana (hora de Telgar)

en el taller del maestro herrero del fuerte de Telgar.

—¿Cómo empezar? —musitó Robinton, el maestro arpista de Pern.

Frunció el ceño pensativamente, contemplando la lisa y húmeda arena en las bandejas colocadas sobre su mesa de trabajo. Su alargado rostro aparecía profundamente arrugado; sus ojos, de un límpido azul que reflejaba su íntima satisfacción, estaban ahora sombreados de gris a causa de una inusitada seriedad.

Imaginó que la arena suplicaba ser violada con palabras y notas mientras él, repositorio de Pern y facundo dispensador de cualquier balada, saga o cantinela, permanecía inarticulado. Pero tenía que construir una balada para la próxima boda del señor del fuerte de Lemos, Asgenar, con las hermanastras de Larad, señor del fuerte de Telgar. Debido a los recientes informes que acerca del malestar reinante le habían transmitido sus timbaleros y arpistas que recorrían los diversos fuertes, Robinton había decidido recordar a los invitados a tan fausto acontecimiento —todos los señores y maestros artesanos— la deuda que habían contraído con los dragoneros de Pern. En cuanto al tema de su balada, había decidido contar el viaje fantástico, por el intertiempo, de Lessa, dama del weyr de Benden, montando a su gran reina dorada, Ramoth. Los señores y maestros artesanos de Pern se habían mostrado muy satisfechos entonces con la llegada de dragoneros de los cinco antiguos weyrs, procedentes de cuatrocientas revoluciones en el pasado.

Pero ¿cómo reducir a un verso aquellos días fascinantes y frenéticos, aquellas proezas? Los acordes más impresionantes no podrían recapturar el latir de la sangre, la respiración contenida, el escalofrío de temor y la tímida esperanza de aquella primera mañana después de que las hebras cayeran sobre el fuerte de Nerat; cuando F’lar había reunido a todos los asustados señores y maestros artesanos en el weyr Benden y había conseguido su entusiasta ayuda.

Lo que había impulsado a los señores no había sido un súbito resurgir de lealtades olvidadas, sino la sensación demasiado real de desastre que los invadió al imaginar sus feraces tierras ennegrecidas por las hebras que habían descartado como un mito, al pensar en las madrigueras de los parásitos que se propagaban con la velocidad del rayo, al verse a sí mismos encerrados en el interior de los fuertes detrás de macizas puertas y postigos de metal. Aquel día le hubieran prometido su alma a F’lar si podía protegerlos de las hebras. Y era Lessa la que les había traído aquella protección, casi a costa de su vida.

Robinton apartó su mirada de las bandejas de arena con una expresión casi de desaliento.

—La arena del recuerdo se seca rápidamente —murmuró, mirando a través del valle hacia el precipicio que albergaba el fuerte de Fort.

Había un centinela en las alturas. Tenía que haber seis, pero era la época de la siembra; el señor del fuerte de Fort, Groghe, había enviado a todo el mundo que podía mantenerse de pie a los campos, incluso a los grupos de chiquillos que debían dedicarse a arrancar la hierba primaveral de los intersticios de piedra y el musgo de las paredes. La primavera anterior, Groghe no hubiera descuidado esa obligación por muchas longitudes de dragón de tierra que deseara sembrar.

Groghe se encontraba indudablemente en los campos ahora mismo, trasladándose de un sembrado a otro a lomos de uno de aquellos animales de largas patas que el maestro ganadero Sograny estaba desarrollando. Groghe, del fuerte de Fort, era infatigable, y sus ojos azules ligeramente saltones no pasaban nunca por alto un árbol sin podar ni un surco mal trazado. Era un hombre corpulento, de largos cabellos grises atados con una cinta. Tenía una tez rubicunda y un temperamento irascible. Pero, si apremiaba a sus súbditos, se apremiaba igualmente a sí mismo, y no exigía de ellos nada que él mismo no fuera capaz de hacer. Si era conservador en sus ideas, se debía a que conocía sus propias limitaciones, y se sentía seguro en ese conocimiento.

Robinton se pellizcó el labio inferior, preguntándose si Groghe era una excepción al descuidar la obligación tradicional de extirpar toda clase de hierbas en las proximidades de las viviendas de los fuertes. ¿O acaso era ésta la respuesta de Groghe a la creciente agitación del weyr de Fort a propósito de los inmensos terrenos cultivados del fuerte de Fort que los dragoneros tenían que proteger? El caudillo del weyr de Fort, T’ron, y su dama del weyr, Mardra, habían descuidado cada vez más la tarea de comprobar que ninguna madriguera de hebras había escapado a la acción de sus jinetes. Pero Groghe se había preocupado de disponer de un buen equipo terrestre provisto de lanzallamas capaz de actuar eficazmente cuando las hebras caían sobre sus bosques. De modo que si los dragoneros eran competentes en el aire, el equipo terrestre de Groghe no lo era menos para combatir a las hebras que pudieran eludir el ígneo aliento de los dragones.

Pero Robinton había oído últimamente rumores alarmantes, y no sólo del fuerte de Fort. Dado que eventualmente se enteraba de todo lo que se susurraba y murmuraba en Pern, había aprendido a distinguir hecho de imputación, calumnia de delito. Y aunque distaba mucho de ser un derrotista, Robinton empezaba a sentirse alarmado.

El maestro arpista se hundió en su asiento, tendiendo su mirada hacia el verdor de los campos, los botones amarillos en los árboles frutales, los aseados fuertes de piedra que salpicaban el camino ascendente hasta el fuerte principal, las viviendas de los artesanos debajo de la ancha rampa que conducía al gran patio exterior del fuerte de Fort.

Y si sus sospechas eran válidas, ¿qué podía hacer él? ¿Componer una canción de reproche? ¿Una sátira? Robinton se encogió de hombros. Groghe era un hombre demasiado literal para interpretar una sátira y demasiado íntegro para aceptar un reproche. Además, y Robinton se incorporó ligeramente apoyando los codos contra los brazos de su silla, si Groghe se mostraba negligente era como protesta por una negligencia mucho mayor del weyr. Robinton se estremeció al pensar en hebras enterrándose en las grandes extensiones boscosas del sur.

Tenía que cantar sus reproches a Mardra y a T’ron como caudillos del weyr…, pero eso sería también un esfuerzo inútil. Últimamente, el carácter de Mardra se había avinagrado. Debería tener el suficiente sentido común como para retirarse discretamente a un segundo plano y dejar que los hombres solicitaran sus favores si T’ron había dejado de atraerla. A juzgar por lo que decían las muchachas de los fuertes, T’ron era bastante libidinoso. De hecho, T’ron debería contener un poco sus impulsos lascivos. Groghe no podría ver con buenos ojos que el caudillo del weyr ejerciera aquella especie de derecho de pernada.

Otro callejón sin salida, pensó Robinton con una amarga sonrisa. Las costumbres del fuerte diferían mucho de la moral del weyr. ¿Tal vez una palabra a F’lar, del weyr de Benden? Inútil también. En primer lugar, no había nada que el jinete bronce pudiera hacer, en realidad. Los weyrs eran autónomos, y T’ron no sólo podría tomar a ofensa cualquier consejo que F’lar se comprometiera a dar, sino que Robinton estaba seguro de que F’lar tendería a ponerse de parte de los señores de los fuertes.

Ésta no era la primera vez en los últimos meses que Robinton lamentaba que F’lar del weyr de Benden se hubiera mostrado tan ansioso por renunciar a su liderazgo después de que Lessa retrocediera cuatrocientas revoluciones por el inter para traer a esta época a los cinco weyrs perdidos. Durante unos cuantos meses, hacía siete revoluciones, Pern había permanecido unido bajo F’lar y Lessa contra la antigua amenaza de las hebras. Todos los señores, maestros artesanos, agricultores y artesanos habían sido de una misma opinión.

Aquella unidad se había ido resquebrajando a medida que los caudillos de weyr antiguos habían vuelto a implantar su dominio tradicional sobre los fuertes a los que protegían, y un Pern agradecido les había cedido aquellos derechos. Pero tras cuatrocientas revoluciones, la interpretación de aquella antigua hegemonía se había modificado, sin que ninguna de las dos partes estuviera segura de la traducción.

Quizás ahora era el momento de recordarles a los señores de los fuertes aquellos peligrosos días de hacía siete revoluciones, cuando todas sus esperanzas estaban depositadas en unas frágiles alas de dragón y en la dedicación de apenas dos centenares de hombres.

«Bueno, el arpista tiene también una obligación, por el Huevo —pensó Robinton, alisando innecesariamente la húmeda arena—, además del deber de propalarla.»

Dentro de doce días, Larad, señor de Telgar, iba a entregar su hermanastra Famira a Asgenar, señor del fuerte de Lemos. El maestro arpista había recibido la orden de presentarse con canciones nuevas y adecuadas para animar los festejos. F’lar y Lessa serían invitados, ya que el fuerte de Lemos correspondía a la zona del weyr de Benden. Y con ellos celebrarían tan fausto acontecimiento otros caudillos de weyr, señores y maestros artesanos.

—Y entre mis alegres canciones, me atracaré de carne. —Sonriendo ante aquella perspectiva, Robinton empuñó su estilo—. Debo componer un tema tierno, pero intrincado para Lessa. Se ha convertido ya en leyenda.

El arpista volvió a sonreír mientras evocaba a la delicada y menuda mujer weyr, con su piel blanca, su nube de cabellos oscuros, el centelleo de sus ojos grises, la aspereza de sus palabras. Ningún hombre de Pern dejaba de respetarla ni se atrevía a desafiar su enojo, a excepción de F’lar.

Después, un tema marcial para el caudillo del weyr de Benden, con sus incisivos ojos color ámbar, su inconsciente superioridad, la intensa energía de su delgada estructura de luchador. ¿Podría él, Robinton, arrancar a F’lar de su indiferencia? ¿O estaba quizás innecesariamente preocupado por aquellas pequeñas fricciones entre señor del fuerte y caudillo del weyr? Pero sin los dragoneros de Pern, las hebras acabarían con toda la vida del planeta, aunque todos los hombres, mujeres y niños estuvieran armados con lanzallamas. Una madriguera, bien establecida, podía correr a través de llanuras y bosques con la misma rapidez con que podía volar un dragón, consumiendo todo lo que crecía o vivía, salvo roca, agua o metal. Robinton agitó la cabeza, enojado con sus propias fantasías. Como si los dragoneros pudieran abandonar Pern o renunciar a su antigua obligación…

Luego… un sonoro redoble en el mayor de los tambores para Fandarel, el maestro herrero, con su insaciable curiosidad, sus grandes manos capaces de realizar tareas tan delicadas, su perpetua búsqueda de la eficacia. A simple vista, uno imaginaba que un hombre tan inmenso había de tener unos reflejos mentales tan lentos como deliberados eran sus movimientos físicos.

Una nota triste, bien sostenida, para Lytol, que otrora había cabalgado un dragón en Benden y había perdido a su Larth en un accidente en los Juegos de Primavera, hacía catorce —¿o eran quince?— revoluciones. Lytol había abandonado el weyr —permanecer entre dragoneros no hacía más que exacerbar su inmensa pérdida— para dedicarse a la artesanía, en la especialidad de tejedor. Era maestro de taller en el fuerte de las Altas Extensiones cuando F’lar descubrió a Lessa durante la búsqueda. F’lar había nombrado a Lytol gobernador regente del fuerte de Ruatha cuando Lessa renunció a sus derechos sobre Ruatha en favor del joven Jaxom.

¿Y cómo podía cantar un hombre a los dragones de Pern? Ningún tema era suficientemente grandioso para aquellos enormes y alados animales, tan dóciles como gigantescos. Impresionados al nacer por los hombres que los montaban, llameando contra las hebras, los atendían, los amaban; estaban unidos a ellos, mente a mente, con un lazo indestructible que trascendía de la palabra. (Robinton suspiró, recordando que su ambición juvenil había sido la de convertirse en dragonero.) Los dragones de Pern, que de un modo misterioso podían trasladarse por el inter de un lugar a otro en un abrir y cerrar de ojos. ¡Incluso de una época a otra!

Otro suspiro brotó del alma del arpista, pero su mano se movió hacia la arena y punzó la primera nota, escribió la primera palabra, preguntándose si él mismo encontraría alguna respuesta en la canción.

Apenas había rellenado de arcilla la tarea terminada —para conservar el texto—, cuando oyó el primer redoble del tambor. Se dirigió rápidamente al pequeño patio exterior de su taller, inclinando la cabeza para captar las llamadas: era la secuencia de alarma, desde luego, en compás de urgencia. Se concentró tan intensamente en los redobles del tambor que no se dio cuenta de que todos los otros sonidos normales en el vestíbulo del arpista habían cesado.

«¿Hebras?». Su garganta se secó instantáneamente. Robinton no necesitó consultar la tabla temporal para saber que las hebras estaban cayendo prematuramente sobre las playas del fuerte de Tillek.

A través del valle, en las alturas del fuerte de Fort, el centinela solitario efectuaba su monótona ronda, inconsciente del desastre.

Había un suave calor primaveral en el aire de la tarde cuando F’nor y su gran pardo Canth salieron de su weyr en Benden. F’nor bostezó ligeramente y se desperezó hasta que oyó crujir su espinazo. Había estado en la costa occidental todo el día anterior, buscando jóvenes adecuados —muchachas, dado que había un huevo dorado endureciéndose en la sala de eclosión del weyr de Benden— para la próxima impresión. El weyr de Benden producía, evidentemente, más dragones y más reinas que los cinco weyrs antiguos, pensó F’nor.

—¿Tienes hambre? —le preguntó cortésmente a su dragón, mirando hacia el comedero en el fondo del cuenco del weyr. No había ningún dragón alimentándose, y las reses permanecían tranquilamente tumbadas, dormitando al calor del sol.

Sueño —dijo Canth, aunque había dormido tan prolongada y profundamente como su jinete. El dragón pardo procedió a instalarse en el saledizo calentado por el sol, suspirando mientras se agachaba.

—Eres un gandul —contestó F’nor, sonriendo afectuosamente a su montura.

El sol brillaba al otro lado de la taza montañosa que era la vivienda del dragonero en la costa oriental de Pern. El acantilado aparecía horadado por las negras bocas de weyrs de dragón individuales, centelleando en los lugares donde el sol caía sobre la mica de las rocas. Las aguas del lago del weyr resplandecían en torno a los dos dragones verdes que se estaban bañando mientras sus jinetes holgazaneaban sobre la hierba de la orilla. Más allá, delante de sus barracones, unos jóvenes jinetes formaban un semicírculo alrededor del maestro instructor.

La sonrisa de F’nor se hizo más ancha. Volvió a desperezarse indolentemente, recordando sus propias horas de aburrimiento en un semicírculo semejante, hacía veinte revoluciones. Las lecciones que había aprendido entonces tenían mucha más importancia para este grupo de dragoneros. En su revolución, las hebras plateadas de aquellas canciones docentes no habían caído de la Estrella Roja por espacio de más de cuatrocientas revoluciones para lacerar la carne de hombre y animal y devorar todo lo viviente que crecía en Pern. De todos los dragoneros del único weyr de Pern, sólo el hermanastro de F’nor, F’lar, jinete del bronce Mnementh, había creído que aquellas antiguas leyendas podían ser ciertas. Ahora, las hebras eran un hecho ineludible, cayendo sobre Pern desde los cielos con cotidiana regularidad. Una vez más, su destrucción era un sistema de vida para los dragoneros. Las lecciones que aquellos muchachos aprendían salvarían sus pellejos, sus vidas y, lo que era más importante, a sus dragones.

Los muchachos prometen —observó Canth mientras pegaba sus alas a su espalda y enroscaba su cola contra sus patas traseras. Luego apoyó su enorme cabeza sobre sus patas delanteras, con el ojo de múltiples facetas más próximo a F’nor clavado en su jinete.

Respondiendo a la muda súplica, F’nor rascó el párpado hasta que Canth empezó a susurrar suavemente de placer.

—¡Eres un gandul! —repitió F’nor.

Cuando yo trabajo, trabajo —replicó Canth—. Sin mi ayuda, ¿cómo reconocerías a un muchacho criado en un fuerte capaz de convertirse en un buen dragonero? ¿Y acaso no descubro también muchachas que puedan llegar a ser excelentes damas del weyr?

F’nor rio indulgentemente, pero era cierto que la habilidad de Canth para localizar candidatos aptos para montar dragones combatientes y reinas prolíficas era muy elogiada por los dragoneros del weyr de Benden.

Luego, F’nor frunció el ceño, recordando la extraña hostilidad que le habían demostrado los agricultores y artesanos del Boll Meridional. Sí, la gente había sido hostil hasta…, hasta que se identificó como dragonero del weyr de Benden. F’nor había creído que la cosa se produciría al revés. El Boll Meridional correspondía a la zona del weyr de Fort. Tradicionalmente —F’nor sonrió con ironía, dado que el caudillo del weyr de Fort, T’ron, era tan rígido en el mantenimiento de todo lo tradicional, sancionado por la costumbre…, y estático—, el weyr que protegía un territorio tenía derecho preferente sobre cualquier posible jinete. Pero los cinco weyrs antiguos rara vez buscaban candidatos más allá de sus Cavernas Inferiores. Desde luego, pensó F’nor, las reinas antiguas no producían nidadas tan numerosas como las reinas modernas, ni demasiados huevos de reina dorada. Pensando en ello, recordó que en las siete revoluciones transcurridas desde que Lessa fue en busca de ellos, en los weyrs antiguos sólo habían nacido tres reinas.

Bueno, los antiguos podían seguir apegados a sus maneras si eso les hacía sentirse superiores. Pero F’nor estaba de acuerdo con F’lar. El sentido común aconsejaba ofrecer a los jóvenes dragones una elección lo más amplia posible. Y aunque las mujeres de las Cavernas Inferiores del weyr de Benden eran realmente amables, no nacían suficientes jóvenes en proporción al número de dragones incubados.

Igualmente, si uno de los otros weyrs, quizá G’narish del weyr de Igen o R’mart del weyr de Telgar, abrían de par en par los vuelos de apareamiento de sus reinas jóvenes, los antiguos podrían observar una mejoría en el tamaño y la calidad de sus nidadas. Era una estupidez empeñarse en las uniones consanguíneas con el fin de conservar la pureza del linaje.

Se levantó la brisa de la tarde y trajo con ella los acres vapores de las adormideras en ebullición. F’nor gruñó. Había olvidado que las mujeres estaban hirviendo adormideras para el ungüento que era el remedio universal contra las quemaduras de hebras y otras lesiones dolorosas. Ésa había sido una de las razones principales de la búsqueda del día anterior. El olor de las adormideras lo impregnaba todo. El desayuno de ayer había tenido más sabor a medicina que a cereal. Dado que la preparación del ungüento de adormidera era un proceso tan prolongado como maloliente, la mayoría de los dragoneros procuraban irse durante su elaboración. F’nor miró a través del cuenco hacia el weyr de la reina. Ramoth, desde luego, se encontraba en la sala de eclosión, atendiendo a su última puesta, pero el bronce Mnementh no estaba en su puesto acostumbrado en el saledizo. F’lar y él se habían marchado a alguna parte, sin duda escapando del olor de las adormideras, así como del variable humor de Lessa. Ella desempeñaba concienzudamente todas sus obligaciones de mujer weyr, incluso las más desagradables, aunque eso no significaba que le gustaran.

Los vapores de las adormideras eran cada vez más densos. F’nor tenía hambre. No había comido nada desde la tarde anterior y, dada la diferencia horaria existente entre el Boll Meridional en la costa occidental y el weyr Benden en el este (6 horas), se había perdido la cena en Benden.

Con una rascada de despedida, F’nor le dijo a Canth que iba en busca de comida, y descendió la rampa de piedra de su saledizo. Uno de los privilegios que le otorgaba su condición de lugarteniente de F’lar era el de elegir su alojamiento. Teniendo en cuenta que Ramoth, como reina mayor, sólo permitiría que hubiera otras dos reinas jóvenes en el weyr de Benden, había dos alojamientos para dama del weyr desocupados. F’nor se había apropiado de uno de ellos, de modo que no necesitaba molestar a Canth cuando quería descender a un nivel inferior.

Mientras se acercaba a la entrada de las Cavernas Inferiores, el aroma de la adormidera en ebullición llenó sus ojos de escozor. Cogió pan, fruta y un poco de klah, y se dirigió hacia los barracones de los jóvenes jinetes para escuchar las explicaciones del maestro instructor. A F’nor, como segundo jefe que era, le gustaba aprovechar todas las ocasiones para comprobar los progresos de los nuevos jinetes, particularmente de aquellos que no se habían criado en el weyr. La vida en un weyr exigía ciertos reajustes en los que habían nacido en un medio agrícola o artesano. A veces, la libertad y los privilegios se le subían a la cabeza a un muchacho, especialmente después de haber logrado llevar a su dragón por el inter —a cualquier parte de Pern— en el tiempo que se tarda en contar hasta tres. F’nor estaba también de acuerdo con F’lar en lo preferible de presentar muchachos mayores a la impresión, aunque los antiguos deploraban también aquella práctica en el weyr de Benden. Pero un joven más próximo a los veinte años que a los quince reconocía la responsabilidad de su posición (incluso si se había criado en un fuerte) como dragonero. Era emocionalmente maduro y, sin que disminuyera el impacto de la impresión con su dragón, podía absorber y comprender las implicaciones de un enlace para toda la vida, de un contacto espiritual, la empatía absoluta entre su dragón y él. Un muchacho mayor no se extraviaba. Sabía lo suficiente como para compensar posibles carencias hasta que se desarrollara del todo la sensibilidad instintiva de su joven dragón. Un dragón joven tenía muy poco sentido común, y si un jinete atolondrado dejaba que su animal comiera demasiado, todo el weyr sufría a través de su tormento. Incluso un animal adulto vivía para el aquí y el ahora, sin pensar apenas en el futuro y sin recordar apenas —salvo a un nivel instintivo— el pasado. Esto resultaba muy conveniente, pensó F’nor, ya que los dragones eran los más perjudicados durante los ataques de las hebras. Si sus recuerdos fueran más agudos o asociativos, tal vez se negaran a luchar.

F’nor respiró a fondo y, parpadeando furiosamente contra los vapores, entró en la enorme caverna cocina, en la que reinaba una intensa actividad. La mitad de la población femenina del weyr estaba probablemente involucrada en aquella operación, ya que unos grandes calderos monopolizaban todos los espaciosos hogares abiertos en la pared exterior de la caverna. Había mujeres sentadas delante de las anchas mesas, lavando y cortando las raíces de las cuales se extraía el ungüento. Algunas pasaban el producto hervido a unas grandes ollas de tierra cocida. Las que removían el contenido de los calderos con una especie de remo de mango muy largo llevaban mascarillas sobre nariz y boca, y se inclinaban con frecuencia para secarse los ojos llorosos a causa de los acres vapores. Unos niños mayorcitos iban y venían, transportando combustible desde las cuevas almacén hasta los fuegos, y ollas a las cuevas de enfriamiento. Todo el mundo estaba ocupado.

Afortunadamente, el hogar más próximo a la entrada estaba funcionando para el uso normal, con la enorme olla de klah y la caldereta de guisado colgando de sus garfios, para que se mantuvieran calientes. Cuando F’nor terminó de llenar su copa, oyó que le llamaban. Mirando a su alrededor vio a su madre legítima, Manora, que le hacía señas. Su rostro habitualmente sereno estaba nublado por una expresión de intrigada preocupación.

F’nor se acercó obedientemente al hogar ante el cual se encontraban Manora, Lessa y otra joven cuyo rostro le pareció vagamente familiar, examinando una pequeña cacerola.

—Mis respetos a ti, Lessa, a ti Manora… —Y F’nor hizo una pausa, tratando de recordar el tercer nombre.

—Deberías recordar a Brekke, F’nor —dijo Lessa, enarcando las cejas ante aquel olvido.

—¿Cómo puedes esperar que alguien vea con claridad en un lugar tan lleno de humo? —inquirió F’nor, frotándose ostentosamente los ojos con su manga—. Te he visto muy poco, Brekke, desde el día en que Canth y yo te trajimos de tu artesanado para impresionar a la joven Wirenth.

—F’nor, eres tan malo como F’lar —exclamó Lessa con cierta acritud—. Nunca olvidas el nombre de un dragón, pero sí el de su jinete.

—¿Cómo se encuentra Wirenth, Brekke? —preguntó F’nor, ignorando la interrupción de Lessa.

La muchacha pareció desconcertada, pero logró esbozar una tímida sonrisa y miró después hacia Manora, como si tratara de desviar la atención del caballero pardo. Era demasiado delgada para el gusto de F’nor, y no mucho más alta que Lessa, cuyo diminuto tamaño no le impedía ejercer autoridad e inspirar respeto. Sin embargo, en el rostro solemne de Brekke, inesperadamente enmarcado por cabellos oscuros y rizados, había una dulzura que F’nor encontró muy atractiva. Y le gustó su evidente modestia. Se estaba preguntando cómo podía convivir con Kylara, la atolondrada e irresponsable dama del weyr de más edad del Weyr Meridional, cuando Lessa dio unos golpecitos a la olla vacía delante de ella.

—Mira esto, F’nor. La parte interior se ha agrietado y toda la cacerola de ungüento de adormidera está descolorida. F’nor dejó escapar un silbido.

—¿Sabes lo que utiliza el herrero para recubrir el metal? —preguntó Manora—. No me atrevería a utilizar ungüento teñido, pero me fastidia tirarlo si no hay motivo para ello.

F’nor examinó el interior de la olla. El revestimiento interior estaba lleno de grietas.

—Mira cómo ha quedado el ungüento —dijo Lessa, entregándole un pequeño cuenco.

El ungüento anestésico, normalmente de color amarillo pálido, había adquirido un tono rojizo. Un color más bien amenazador, pensó F’nor. Lo olió, hundió un dedo en la pomada y notó la piel inmediatamente entumecida.

—Funciona —dijo, con una mueca.

—Sí, pero ¿qué pasaría si lo aplicásemos sobre una herida abierta? —preguntó Manora.

—Comprendo. ¿Qué ha dicho F’lar?

—¡Oh, él! —refunfuñó Lessa, encogiéndose de hombros—. Se ha marchado al fuerte de Lemos para ver lo que están haciendo con la pulpa de madera los artesanos de Asgenar.

F’nor sonrió.

—Nunca está a mano cuando le necesitas, ¿eh, Lessa?

Lessa abrió la boca para replicar violentamente, con sus ojos grises llameando, pero se dio cuenta a tiempo de que F’nor no estaba hablando en serio.

—Eres tan malo como él —dijo, pensando en lo mucho que se parecía F’nor a su compañero de weyr.

Sin embargo, aunque no podían nega

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