Antes que nada

Martín Caparrós

Fragmento

cap-3

 

Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez —empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez— y otra muy otra que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo.

El proceso lo fue: durante meses, médicos agotaron sus variadas ignorancias buscando explicaciones que fallaban. Todo había empezado con una tonta caída en bicicleta —y fue en París, para que significara un poco más, agosto de 2021. Desde ese golpe, el dedo gordo de mi pie derecho no seguía mis órdenes. Entonces fui a ver a un traumatólogo que me dijo que me había seccionado un tendón y que debía operar. Yo pensé que no valía la pena: podía vivir con el dedo gordo de mi pie derecho levemente rebelde. Después, poco a poco, fui notando que mis piernas se cansaban pronto.

Mi síntoma era simple: piernas débiles, reacias a sostenerme como siempre. Fui a ver a un médico, después otro y otro; los cinco o seis se enredaron en las explicaciones menos graves. Preferían, se ve, la compasión a la verdad: que si era el efecto secundario de un remedio, que si una vértebra estrechada, que si el eco de algún tumor menor, que si los músculos tenían no sé qué, los nervios no sé cuánto.

Fue un camino insidioso y variopinto: sus momentos de pesimismo siempre aminorados por las distintas formas de esperanza, por las nuevas ideas de causas que podrían tratarse, por las expectativas de una solución. Hasta el final hubo ilusiones de esas: la penúltima, aquella punción de mi líquido bulbo-raquídeo para ver si tenía no sé qué anticuerpos. No los tenía, como no había tenido un estrechamiento suficiente, ningún tumor en ningún sitio, nada grave en mis músculos. Así que al fin tuvieron que rendirse a la evidencia: estaba condenado.

(Después pensé que si se hubieran atrevido a buscar este mal desde el principio lo habrían encontrado mucho más rápido y habrían podido intervenir bastante antes; los redime que no haya intervención posible.)

Es raro que te digan que estás condenado. Quizá fue menos raro porque fueron diciéndomelo, sin querer, de a poco: cada vez que una hipótesis benévola fallaba, la más brutal crecía otro tanto. Pero siempre quedaba la posibilidad de la siguiente, de otra, de alguna que no fuera esa. Hasta que no: hasta ese día en que te dicen claramente mire, lo que usted tiene es tal. Lo siento tanto.

(Yo lo temía desde el principio. Desde el principio imaginaba que tenía lo que tenía pero lo descartaba con esos argumentos lógicos: no seas idiota, siempre pensando lo peor, dejate de dramas baratos. No seas hipocondríaco o hiperkinético o neoestagirita; no seas pelotudo. Siempre encontraba una forma de desechar eso que, entonces, no era más que un miedo sin respaldo.)

Y todo, al fin y al cabo, se resuelve en un momento de una simpleza abrumadora: un hombre joven detrás de un escritorio, su casaquita blanca, su mascarilla puesta, su voz de circunstancias. Un momento casi banal: un hombre amable en una charla muy amable, que ni siquiera resultó dramática. Me lo dijo, dijo que no, que no tenía ninguna cura y lo sentía, que era mejor que me viera un especialista en esas cosas, me derivó a uno de ellos, me despidió con un resto de afecto. Acababa de decirme lo peor que había oído en mi vida y no sabía qué hacer con eso: él sí sabía —pasar al siguiente—; yo era el que no. Yo era el que sigue sin saber.

(Yo soy el que sabe que no puede hacer nada —y que no puede no hacer nada. Yo soy el que no soy, al menos el que era. Yo soy el condenado.)

Es un momento tan extraño: de pronto te dicen lo que toda tu vida temiste oír, lo que te imaginaste a otros escuchando, lo que confiabas en no escuchar jamás. Y no suenan trompetas ni tambores ni te caés redondo ni súbitamente se te revelan los destinos del cosmos. No pasa nada: solo te dicen que te vas a morir mal mucho antes que lo que habrías querido —mucho antes que lo que podías esperar. Y no sabés qué hacer con eso. El hormigueo, el nudo en la garganta, el peso en el cerebro. No sé qué hacer con eso.

Desde entonces tomo cada mañana un antidepresivo —«para no obsesionarte», me dijo aquel médico y otra vez fracasó. Y tomo algunos ansiolíticos, siempre dentro de un orden, y trato de no hablar del tema. Hago todo lo posible por no hablar del tema: no quiero convertirme en ay pobre qué mala suerte tuvo; ay qué pena qué mal lo debe estar pasando. No quiero convertirme en ese héroe de la época: la víctima. No quiero que me traten como un héroe victorioso: para bien y para mal, un condenado. No quiero esa deferencia melancólica. No quiero que los que me quieren me vean con tristeza. No quiero que al verme vean al muerto. Mientras siga vivo quiero seguir vivo.

A veces, claro, me da un escalofrío. «A veces» es un eufemismo: cuando me pienso muerto o brutalmente postrado me da un escalofrío. Estoy aprendiendo a reconocer esos escalofríos como los momentos de verdad —y a tratar de evitarlos. La verdad es la enemiga, pura crueldad innecesaria. ¿Para qué sirve saber verdades brutas cuando no hay modo de cambiarlas?

Y esta estúpida urgencia —esta obviedad— que ahora me dio de escribir unas «memorias».

Nunca creí que valiera la pena escribir sobre mí. ¿Por qué ahora sí? O, al menos: ¿por qué ahora sí lo hago? Supongo que la llegada de la muerte justifica muchas cosas. ¿Se justifica que la llegada de la muerte justifique muchas cosas? ¿O los buenos son los que hacen ante la muerte lo mismo que hicieron cuando podían creer que no existía? ¿O los buenos son los que pueden seguir creyendo que no existe hasta el momento en que sin dudas? ¿O esos son los locos, los estúpidos?

Solo tendría que escribir preguntas.

(Soy, sabemos, una caricatura: decido volcarme a mi pasado cuando me dicen que no tengo futuro —y que mi presente, cada uno de mis presentes, va a ser bastante insoportable.)

Pero igual: por qué, para qué. ¿Para qué escribe alguien sus historias? ¿Cómo lo justifica ante otros, cómo ante sí mismo? Para empezar, escribir unas memorias supone una soberbia extraordinaria, una memez extrema: suponer que hay personas que querrán saber lo que uno recuerda sobre uno. O que, en el peor de los casos, uno logrará algo en la estructura o la escritura de ese texto que las atraiga más allá de las banalidades de la historia. Aunque, al buscar esa justificación, esté cayendo de nuevo en la misma vieja trampa: pensar lo que escribo en función de quien podría, eventualmente, llegar a leerlo. Pensarme como alguien que propone algo, no como alguien que hace lo que puede, lo que cree querer, lo que consigue.

Es, supongo, el peor de los errores que quien escribe puede cometer. Y yo, que me he pasado dos o tres vidas denunciándolo, no estoy nada seguro de no haberlo cometido muchas veces. Pero ahora creo que no: sé que no me queda mucho que escribir —de varias maneras: porque ya he escrito demasiado, porque no tengo tanto tiempo. Y como no me queda mucho —por escribir— me dieron ganas de recorrer ciertos pasajes de mi vida. Recuperarla, digamos, revisitarla, revisarla. No para que nadie lo haga después; porque yo quiero hacerlo. Si algún otro lo hace será su decisión; yo ya no estaré allí para hacer como que me hago cargo.

Así que podríamos desechar la primera cuestión: no escribo esto para nadie, solo para mí. Me quedaba por decidir si lo iba a publicar o dejarlo para cuando ya no decidiera nada; he decidido publicarlo antes porque por qué no y hay cosas que es mejor hacer en vida. Pero, de cualquier modo, lo escribo porque quiero dar esa vuelta, revivir ciertos recodos del camino, intentar, incluso, entender ciertos puntos. Con eso, a esta altura, me alcanza y me sobra.

(Será, digamos, para mí y si acaso, con miedo, para los cinco o seis que realmente quiero.)

Lo curioso es la idea de «memoria». ¿Qué es la memoria, qué cuernos son unas memorias? Notable que un plural cambie tanto el sentido: si la memoria es la capacidad de cada persona de recordar momentos, hechos, frases, ideas, sensaciones, unas memorias son ese relato en que una persona decide recrear algunos de esos momentos, hechos, frases, ideas, sensaciones: un artefacto, un artilugio para producir de sí misma una versión que por alguna razón consiga complacerla —porque se ve mejor, tanto peor, inteligente, dramática, exitosa, afanosamente fracasada, envidiable, misteriosa, trágica. La memoria es el espacio donde se almacena lo que supuestamente fue; unas memorias son el recurso para montar con todo eso —y mucho más o, habitualmente, mucho menos— un personaje interesante.

¿Unas memorias deberían ser el intento de recordar todo lo que uno ha tratado de olvidar a lo largo de su vida? ¿O, en cambio, la tentativa de juntar todo lo que uno había jurado recordar? ¿O una sabia mezcla de ambos elementos? ¿Y, en tal caso, cómo se mide la sabiduría de las proporciones?

(Para empezar, ¿habrá un número más o menos constante? ¿Cuántas imágenes, escenas, canciones, cifras, caras, personas recordará normalmente una persona? ¿Existe una normalidad para el recuerdo? Funes, claro, pero ¿del otro lado la cantidad es más o menos fija? Últimamente —desde que escribo esto— se me aparecen tantos lugares —escenarios— donde pasaron cosas completamente irrelevantes. Entonces hoy, por ejemplo, recordé un momento de mis quince años en que me asomé a una peluquería en el pasaje Barolo, un momento de mis cincuentas en que la enfermera de un dentista no me abría la puerta en la avenida Córdoba, uno de mis veinte en que unas carrozas pasaban tirando caramelos en una noche de Colonia, Alemania, un partido de pelota hacia mis treinta con mi tío Nicolás en el frontón de Torrecaballeros —y así de seguido. ¿Es infinito incontenible interminable? ¿O el monto de imágenes que podría recordar está tasado de antemano? ¿Dónde están, todas ellas, que vienen como desde ninguna parte?)

Como siempre, él lo dijo mejor, él encontró la forma: «Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo. Simplifiquemos desaforadamente una vida: imaginemos que la integran trece mil hechos. Una de las hipotéticas biografías registraría la serie 11, 22, 33…; otra, la serie 9, 13, 17, 21..; otra, la serie 3, 12, 21, 30, 39… No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico; desgraciadamente, no lo es. Nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor, la biografía militar de un soldado; todos prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la biografía tipográfica», escribió Borges en un prólogo al Vathek de William Beckford.

Así que en algún momento pensé que quizá valiera la pena construir unas memorias a la manera crónica: reporteando, entrevistando a personas —parientes, amigos, enemigos, viejos conocidos— que pudieran contarme historias de mi vida, y trabajar con eso, amalgamarlo en un relato. Entonces recordé la cantidad de veces que he escuchado a personas contando situaciones que me involucraban y que no recordaba en absoluto; cuántas, incluso, que sabía que no podían ser ciertas. Así que no. No digo que mis recuerdos sean precisos; digo que son míos, y que cada cual se arma los recuerdos que quiere. Eso es, supongo, una memoria, e incluso unas memorias.

Y, de todos modos, no sé para qué sirven. A veces creo que para crear un relato tolerable, amable de uno mismo, para creer que uno ha sido en el pasado lo que no consigue ser en el presente, lo que no puede proyectar en el futuro. A veces me resulta difícil no creer que es puro narcisismo trasnochado, perdida la esperanza.

Y no querría y me digo que no es mi caso —aunque es probable que lo sea. Pero me digo que lo que quiero es dejar un boceto del mundo donde estuve; es verdad y es, por supuesto, mentira cochina: no estoy haciendo una historia de la humanidad en las últimas décadas, estoy usando esa historia para ponerme en el medio de la escena y contarme como si importara. Aceptarán —supongo, aceptarán— que a mí pueda importarme; hablarles —como lo estoy haciendo— a «ustedes» es otra forma de desmentir lo que acabo de decir o de decirles. Para eso, también, sirven las memorias.

Pero escribir unas memorias es como inocularte —con perdón— un virus autoinmune: cuanto más te metés en ellas más te parece que tiene sentido hacerlas, este no-tema se constituye más y más en tema —no temas, anatema.

Y la pregunta, que siempre es la misma:

¿qué importa contar de una vida?

O, dicho en serio:

¿una vida, qué carajo sería?

EL ORIGEN

I

Nací, y solo por nacer me perdí tantas vidas. ¿Por qué cuernos fue en Buenos Aires a mediados del siglo XX y no en Florencia en el XIV o en Shanghai a fin del XXII o en una tribu de zulúes victoriosos? ¿Por qué fui hijo de mi padre y de mi madre? ¿Por qué soy el que soy, si hubiera podido ser todos esos que nunca? ¿Por qué soy uno solo?

En 1957 el mundo era, como siempre, un lugar tan extraño: un escenario de tubos fluorescentes y lamparitas tenues, de sombreros todavía y matrimonios, de pobres como ratas y optimismos extremos y África colonial y unos pocos televisores blanco y negro. En 1957 se murió, pobre, la perrita Laika, y nací yo.

La perrita Laika fue el primer ser terrestre que salió al espacio: lo lanzaron los soviéticos rusos el 3 de noviembre en un cohete llamado Sputnik y llegó a ponerse en órbita alrededor de la Tierra. La perrita pesaba cinco kilos y la habían cazado en una calle de Moscú: los científicos alegaron que un perro de la calle —rusa— estaría habituado a casi todo, que sabría soportar lo insoportable. Pero aun así no duró mucho: al cabo de tres o cuatro horas se murió de calor. Los soviéticos rusos no lo dijeron: tardaron seis días en anunciar su muerte —y dijeron que había vivido esa semana. Muerta, en cualquier caso, siguió girando alrededor del mundo: 2.570 veces durante varios meses más. Solo cuarenta años después, cuando los rusos ya no eran soviéticos, se supo que los que la mandaron ya sabían que estaba condenada: que no tenían manera de traerla de vuelta. La mentira, en cualquier caso, había funcionado, como funcionaban entonces —y siempre— tantas otras: en aquellos días del ’57 el mundo lloró por la perrita Laika, y yo lloré también, supongo, por si acaso.

Yo, entonces, tenía 158 días de vida, un poco más de cinco meses: imagino que lloraría con frecuencia. Ahora, pese a todo, me reconforta imaginar que algunas de esas lágrimas se sumaron a tantas otras en la pena por la perrita Laika. Nada une tanto como llorar juntos.

Yo recién empezaba

a formar parte.

Mis padres deben haber llorado, también, por la perrita Laika. Aunque no lo sepa a ciencia cierta, es muy probable: los dos eran, entonces, militantes de ese Partido Comunista argentino que apoyaba todo lo que hacían los rusos soviéticos y, calculo, especialmente ese lanzamiento que ponía al falso socialismo por delante del verdadero capitalismo en esa carrera armamentista disimulada que era, en esos días, la competencia por escapar del mundo y entrar en el espacio.

Mis padres eran comunistas. O, por lo menos, en ese momento eran comunistas. Mi padre, Antonio, tenía veintinueve años cuando se transformó en mi padre. Un hijo no ha sido nada antes de ser un hijo; un padre, en cambio, una madre, fueron mucho hasta que cambian tanto cuando se vuelven padre o madre.

Como había nacido en Madrid en 1928, mi padre Antonio había sido niño en la Guerra Civil, conocido hambres y bombardeos aéreos y, entre tantas, la muerte de su perro: el mastín de la casa se perdió cuando una bomba le cayó demasiado cerca. Mi padre Antonio tenía ocho o nueve años y sí sé que lloró por su perro: se acordaba de él, se llamaba Caireles. Desde entonces, los cristales que cuelgan de las arañas luminosas siempre fueron para mí una explosión, un perro muerto.

(¿Cómo se van armando, en la memoria, los recuerdos tristes? ¿Por qué algunos que no deberían serlo aparecen pesados de bruma y otros que sí, relucen? Las razones suelen ser confusas, las consecuencias, claras: es muy raro que un recuerdo triste se vuelva uno feliz, pero no viceversa.)

Mi padre Antonio llegó a la Argentina con sus padres cuando tenía veinte años: un muchacho. Era flaco, un punto acongojado, cierta belleza melancólica, los ojos verdes y ese acento perdidamente madrileño. Muchas veces intenté imaginar sus años anteriores, españoles: la vida del hijo de un preso, un derrotado, en esos días de posguerra en que la venganza y el hambre cobraron tantas víctimas, esos días en que todo era gris por la gracia de Dios. Madrid era la muerte; sus padres lo mandaron, para que comiera más seguido, a vivir con un tío rico en Almería. Allí pasó dos o tres años, a sus catorce o quince: el tedio provinciano, el colegio de curas, la adolescencia tan piadosamente reprimida. Hasta que mis abuelos Antonio y Sagrario entendieron que las democracias triunfantes en la guerra mundial aceptaban la dictadura de Franco, y que debían huir. Mi abuela Sagrario, hija y hermana de militares victoriosos, podía viajar legal; mi abuelo Antonio tenía que escaparse.

Empezó a buscar formas de salir de España: Sagrario y los niños podrían irse legalmente pero él no. Así que primero imaginó —y preparó— el viejo truco de sumarse a una procesión de encapuchados que marcharían desde la Seo de Urgell, en pleno Pirineo, a algún rincón de Andorra; desde allí podría pasar a Francia y después a Venezuela, donde alguien le había hablado de un empleo y un gobierno que era amable con los exiliados españoles. Pero algo no funcionó en el plan, y lo dejó. Entonces se fue hasta Gran Canaria; allí, nunca sabremos cómo, conoció a un patrón de pesca que también quería huir. Junto con otros quince o veinte hombres emprendieron el cruce del océano en una barca de diez metros de eslora. La travesía fue larga y peligrosa; cuando por fin, tras la debida tempestad, encallaron en el puerto militar de Güiria, en la desembocadura del Orinoco, en el mismo lugar donde Cristóbal Colón llegó al continente por primera vez, los metieron presos: el gobierno amable había sido derrocado unos días antes. Mi abuelo Antonio dijo que era médico: lo pusieron a cargo de esa guarnición perdida en la selva. Tras meses de servicios gratuitos lo dejaron seguir a Caracas; allí, el amigo español que lo había convocado le habló de un conocido y un trabajo en Argentina. Antonio intentó reunir sus recuerdos sobre ese fin del mundo —y recordó dos o tres tangos cantados con acento aragonés o sevillano. No era mucho, pero tampoco tenía más opciones. El resultado fue que mi vida se hizo posible por ese cambio de destino: la Argentina, de pronto y de repente.

Meses después mi padre Antonio llegó con su hermana, su madre y su gato en un barco elegante: ellos podían. Mi abuelo Antonio llegó poco después, desde Caracas. En esos días, en Buenos Aires, el acento español todavía era cosa de almaceneros y porteras pero, para unos pocos, era el de García Lorca, Machado, Hernández y otros ilustres derrotados muertos. Me imagino que aquel muchacho jovencito y perdido lo usaría para ser diferente, interesante, apetecible de algún modo. En todo caso empezó la facultad de Medicina —sería, como su padre, médico— y se mezcló con esos estudiantes comunistas que peleaban contra el autoritarismo peronista, contra ese general que había alabado a Mussolini y ayudado a Franco. Allí, poco después, conocería a mi madre.

Mi madre Martha era chiquita. Había nacido en 1936 y cuando entró a la facultad de Medicina tenía dieciséis años, o quién sabe quince. Era flaca, pecosa, bonita sin melancolías, quizás un poco tímida, la segunda hija de un judío polaco que había llegado poco antes y de una argentina —la única argentina—, hija de un judío ucraniano que había llegado a principios de siglo: mis abuelos Vicente y Rosita. Mi madre Martha era despierta, inteligente: tanto, que entró en la facultad demasiado temprano; tanto, que cayó fácil en la trampa del gallego doliente.

Pero no sé cómo se conocieron, cómo se cortejaron, quién buscó a quién, quién se hizo el más difícil: es curioso lo poco que sabemos, en general, sobre esas escaramuzas sin las cuales no seríamos nada. Sé, sí, que se casaron en 1956: la foto lo demuestra. Mi padre Antonio llevaba un traje que le quedaba un poco grande; mi madre Martha, un vestido floreado de verano y zapatos sin tacos. Los dos parecían razonablemente contentos: mi madre no había cumplido veinte años.

(Y, sospecho, temía que el gallego se fuera. El gallego —en Argentina llamaban gallego a todos los españoles— ya estaba a punto de recibirse de médico y se había hecho —en la facultad, en el partido— fama de muy inteligente. Leía y leía, retenía lo que leía, tomaba anfetaminas para leer más, solía ser brillante y quería serlo y hacer algo importante con su vida —la revolución, supongo, para empezar, y después todo el resto. Y eso lo volvía distraído, disperso, inapetente, incapaz quizá de querer a la niña judía como la niña habría querido. En cualquier caso dicen que, asustada, ella le hizo un hijo: lo buscó, parece, como la forma más eficaz de retenerlo. Yo soy —yo fui— la forma poco eficaz de retenerlo.)

Tampoco solemos saber mucho sobre el polvo que nos hizo. Es curioso —¿alarmante?—: el momento decisivo de nuestras vidas, el momento sin el cual nuestras vidas no existirían, les sucedió a otros y no sabemos nada o casi nada. Ni queremos saber, en general. Yo recién ahora, a mis 66, me puse a hacer la cuenta obvia: debo haber sido concebido alrededor del 1 de septiembre de 1956, cuando el invierno se iba deshilachando en Buenos Aires, cuando los recién casados estrenaban la casa que les habían comprado mis abuelos paternos —un departamento de piso siete y tres ambientes en la calle Cochabamba, ya Constitución, un barrio modesto pero no muy lejos del centro, sus grandes ventanas, su cocina minúscula—, cuando solo habían pasado once años desde el final de la Segunda Guerra, cuando Marruecos y Túnez acababan de independizarse de Francia, cuando el futuro rey ex rey de España acababa de asesinar a su hermano de un escopetazo, cuando Estados Unidos acababa de reventar su primera bomba H en un islote llamado Bikini, cuando los militares argentinos acababan de fusilar a varios insurrectos peronistas, cuando Elvis Presley acababa de romper todos los récords de audiencia en la televisión, cuando una empresa francesa llamada Teflon acababa de inventar una sartén que no se pegaba, cuando los tanques rusos acababan de ocupar Hungría, cuando un equipo de una empresa americana llamada International Business Machines acababa de inventar una cosa llamada hard disk o, después, disco duro, cuando Antonio Di Benedetto publicaba una novela —Zama— que nadie leyó entonces y Ian Flemming una —Diamonds are forever— que todos vieron en el cine, cuando Marilyn Monroe se casó con Arthur Miller, cuando Fidel Castro, Ernesto Guevara y unos cuantos más estaban por desembarcar en Cuba, cuando en Edina, Minesota, se abría el primer mall cerrado y climatizado del mundo, el Southdale Shopping Center. Muchos hombres, entonces, usaban sombrero. En medio de todo eso mi madre Martha y mi padre Antonio se echaron un polvo alguna noche. Quizá lo harían muchas noches, quizá no. Quizá fue un gesto casi rutinario, quizá no. Quizás él estaba arriba, quizás ella, quizá ninguno de los dos. Insisto: qué raro no saber nada sobre eso. Pero tampoco estoy seguro de quererlo.

(Tanto, que recién ahora, mientras escribo estas líneas, caigo en la cuenta de lo obvio que nunca había pensado: lo que importa no es el 1 de septiembre, que había tomado como referencia, sino el 31 de agosto. Nací justo nueve meses después del día en que mi madre Martha, tan chiquita, cumplió veinte años. Soy, entiendo —ya era hora—, el festejo de sus veinte años. Y me enternece y me impresiona: una chica de rulos y pecas que querría ser médica y celebra sus veinte años cogiendo con su señor marido, un muchacho flaquito y desterrado que querría ser médico. Y que quizás haya pensado que la manera de consolidar su matrimonio vacilante fuese tener un hijo o quizá no, puro festejo de la carne.)

Durante su embarazo, me contaron, mi madre Martha tomaba una solución de fósforo con no sé qué más porque se suponía que eso me iba a hacer inteligente. Mi destino estaba manifiesto: en otros ámbitos se incuban otros valores; en el mío, estaba claro que era ese. Yo debía ser inteligente —significara lo que significara.

Yo debía ser inteligente.

Nací, en cualquier caso. Mis padres se transformaron en mis padres, yo no me transformé en nada porque no había sido nada todavía. Me sorprende, al intentar volver a recorrer el socorrido recorrido, mi ignorancia completa: no sé —nadie sabe, supongo— qué hizo cuando nació, cómo lo hizo; cómo es ese momento en que, de pronto, aparece la luz. Dar a luz —esa expresión que parece tan repipi— es de una precisión deslumbrante: post tenebras lux, un bichito que ha vivido en las sombras se encuentra con la claridad. Pero nos han hecho —nos hicimos— cerebros extraños: repletos de memorias que no empiezan a acumularse hasta que empezamos a ser capaces de contarlas. Otro argumento en contra de los recuerdos: si necesitan las palabras para ser, no deben ser fiables. Si precisan relato, ¿cómo pensar que son más que relatos?

Nací, no supe nada, no sé cómo lo hice. Muchos años después, en el único libro que escribí, contaría ese misterio:

«La mujer se acordaba de todo. Se imponía a los resoplos y a los gritos y contaba el trayecto. Contaba que al principio, en el recinto, el vaivén suave. Iba y venía y pensaba que iba a poder acostumbrarse: intentaba acostumbrarse y no quería saber que una costumbre es un renunciamiento. Después contaba que no, que en el recinto no había espacio para la costumbre. El recinto estaba lleno: aterrador, porque todo su lugar estaba lleno y las paredes avanzaban. Se le venían encima: el aire era de agua. Ella no se veía. Se achiquitaba lo posible y esperaba el avance: las paredes eran rojas con cráteres enanos, erosiones: como gastadas por el uso. De las paredes colgaban hilos rojos.

Hilos rojos se le mezclaban con los ojos, las orejas, dentro de las narices: los hilos palpitaban también con las paredes, avanzaban. Dijo que sabía: era como vivir adentro de un pedazo de carne mascado sin descanso. Pero entonces no sabía. Llevaba todo su tiempo presa entre las paredes y le crecía la maldad: tenía que escaparse. La maldad le había crecido tanto.

Tenía que escaparse. Más adelante, un conducto era de paredes rojas más oscuras: sórdido. El aire acuoso le acariciaba las orejas, le sonaba a tambor en cada oreja. El olor era ensordecedor: un olor a matanza, a vieja carne. Los olores son siempre lo que queda. Empezó a moverse.

Las paredes se le pegoteaban más y más en los ojos, se le hundían en los ojos: se iban y volvían. La maldad le había crecido tanto que mordía lo que hubiera con la boca sin dientes. Golpeaba con las piernas algo blando y las piernas se le reblandecían: el cuerpo se le confundía con las paredes rojas. Se meneaba, reptaba, arrastraba de a poco hacia el conducto más oscuro. Cada vez eran días. Cada impulso eran días y escuchaba a lo lejos las voces de las bestias: lejos. Todo venía de demasiado lejos. Vio un destello.

Ya no podía usar las manos: las manos eran parte de las paredes rojas. Las paredes rojas eran casi marrones y su odio era más y más rojo: cólera blandengue. El mundo era blandengue, pegoteado adentro de los ojos. Dio un manotazo terrible sin las manos, vio otra vez el destello, arrimó la cabeza y escuchó a las bestias. Creyó que alguna vez, quizá, saldría.

Se cagaba. Las paredes estaban más marrones y le ceñían como un espanto la cabeza. Como un destello, vio un ariete rosita en el fondo del túnel que abría como un destello, ahí en el fondo: estaba lejos. El olor era un gusto. Los ojos un repollo. Algo la sacudía todavía más que las paredes, sacudía las paredes, despendolaba el mundo; los gritos de las bestias estaban cada vez más cerca: estaba yendo hacia los gritos de las bestias. Que bufaban, resoplaban, hundían los tambores. Por un momento ya no tuvo cólera: fue pánico. Otra vez vio el ariete rosita y unos dedos le agarraban la cabeza, tiraban, empujaban, le cerraban el mundo en la cabeza.

La luz cambió de pronto: se hizo blanca, contaba la partera. Contaba que la luz de pronto se hizo blanca y ella gritó más fuerte que las bestias. Ella contó su grito: yo gritaba. Ella contaba cómo había nacido.

Yo nacía y ella le contaba a mi madre lo que estaba haciendo. Las parteras recuerdan: son por eso.

Las parteras recuerdan: es su arte. Desde chicas empiezan y cada vez recuerdan más. De vez en cuando tienen una iluminación, visitas: como si un pedacito de su trayecto se les apareciera de pronto, y así completan de a poco el recorrido con pelos y señales. Lo saben y son capaces de contarlo: recuerdan.

Deben recordar: así pueden ir explicándole a la madre lo que hace y ella aprende a pujar, gritar, soplar, sangrar cuando se debe.»

Así, tan eventual, un parto y las parteras y nacer en La historia. Y después, por supuesto, están Lawrence Sterne y el Tristram Shandy, y la ignorancia más supina y la aceptación de esa ignorancia. ¿Qué forma de la inteligencia más o menos artificial o artificiosa conseguirá reconstruirlo, saber qué siente el casi casi cuando atraviesa esas tremendas galerías y se le hace la luz, lo dan a luz?

Así que así: nací.

Y nací en Argentina, Buenos Aires.

(En esos días la Argentina todavía era un país que creía en sí mismo, en su futuro. Que suponía, si acaso, que el hecho de que no brillara tanto como debía se debía a los malos gobernantes, pero que la base estaba y que pronto volveríamos a ser lo que unos años antes nos habíamos creído: una de las economías más ricas del mundo. La Argentina tenía, todavía, el mayor consumo de carne por persona —cien kilos de vaca cada cual cada año— y esa famosa idea del ascenso social. Argentina era entonces, todavía, un apéndice perdido de Europa Occidental: sus diferencias con el resto de América Latina seguían siendo brutales. Su producto bruto por habitante, su cantidad de diarios y vías férreas, el sistema estatal de salud, la educación de sus chicos y chicas, sus carreteras y cloacas, los libros y su circulación, la ciencia, todo era entonces muy distinto de los países circundantes. Y tantos argentinos no se sentían «latinoamericanos» o, si acaso, algunos lo intentaban: cierta izquierda, sin demasiado éxito, con el mismo movimiento que hacían esos mismos burgueses cuando querían asimilarse a los obreros. Eran tiempos —ya casi nadie lo recuerda— en que los obreros habían sido ungidos por una de las ideologías dominantes como los salvadores, los constructores de ese mundo nuevo, más o menos perfecto, que ya estaba llegando. Ser obrero era, para la izquierda, formar parte de la clase elegida. Y los que no lo eran se rendían a su predestinación, los respetaban, se llenaban de culpa por mantener sus costumbres burguesas.

Pero, más allá de esos detalles globales, la Argentina: un país que creía mucho en sí mismo, que se creía mucho, un país muy creído. Odiado, por lo tanto, detestado por sus vecinos y cercanos, envidiado por sus vecinos y cercanos, enarbolado por sus propios: ser argentinos era, creo, en esos días, una especie de orgullo.)

Y nací en la Argentina. Tantas veces tantas personas se han sorprendido de haber nacido en tal o cual lugar, en tal o cual momento. Yo también, cada tanto, pero es rara esa tendencia a suponer que uno podría haber sido uno naciendo en otro tiempo y espacio, de otros padres, en otra cultura. Por decirlo con voz de Perogrullo: yo solo soy yo porque nací en 1957, en Argentina, de un padre español y una madre judía.

Más de una vez he dicho, como un tonto: si ustedes, franquistas, no hubieran encarcelado y después echado a mi abuelo en los cuarentas yo habría nacido aquí, en España. La necedad es obvia: ¿quién habría nacido aquí, entonces? El hijo de mi padre con qué madre, ¿quién? Uno es apenas uno, yo soy apenas yo, por un delicadísimo equilibrio de miles de elementos, uno que podría haberse roto de tantos modos y maneras. Uno es apenas uno: cada quien es un milagro o un azar, un choque de partículas en la cámara de Wilson, una absoluta tontería.

Y entonces fui bebé.

Qué extraño, ser bebé.

¿Cómo es ser un bebé?

¿En qué piensa, qué quiere, qué teme, qué precisa un bebé?

A veces creo que si tuviera que elegir una sola etapa de mi vida para revivir, reviviría exactamente esa, entre los pocos meses y los pocos años pero con conciencia: la posibilidad de saber, de recordar, de comprender.

Y de nuevo la queja: ¿cómo se nos pudo ocurrir hacernos de esta manera en que recordamos tantas cosas pero no las que nos construyeron?

Y, repetida, la ignorancia: ¿cómo será ser un bebé? ¿Qué tipo de ideas tendremos entonces, más allá de las sensaciones que podemos imaginar —hambre, sueño, placer, necesidades, delicia, dolorcitos? ¿Qué haremos todo ese tiempo que nos pasamos panza arriba en una cuna, en qué pensaremos —si la palabra pensar se nos aplica—, qué imaginaremos —si la palabra imaginar—, cómo leeremos lo que vemos a nuestro alrededor? ¿Querremos de verdad expresar cosas y no sabremos cómo? ¿O nos importará tres carajos esa idea de «hacernos entender», fuera de las necesidades más primarias?

(A veces pienso que un bebé es un ente magnífico, soberbio, que no cree que necesite el mundo derredor, que solo lo precisa para tener su comida y su calor pero que para conseguirlos le basta con reclamar a gritos, y que recién con el tiempo, poco a poco, se resigna a la comunicación, ve que vive en medio de demasiados otros, que es una parte ínfima de un lodo muy confuso: que deja de ser él para ser uno y se resigna a intentar la interacción, las formas de relacionarse. Debe ser tan triste.)

Me gustaría, entonces, saber contarlo, pero unas memorias tienen que ser, de alguna forma, verosímiles: forma parte de las convenciones del género. No importa que no sean verdaderas —todos sabemos que la memoria, más que nada, falsea, re-produce— pero sí que lo puedan parecer. Y los recuerdos de un bebé son una falacia obvia, así que las memorias de las personas empiezan, con suerte, a sus cuatro, cinco años. Que es cuando, supuestamente, empieza su memoria.

Qué pena no saber cómo se me ocurrió que quería hablar.

II

Entonces el mundo era tan rudamente bipolar: aquella famosa Guerra Fría. Había comunistas y anticomunistas, rusos y norteamericanos, y decenas de países que se alineaban con el uno o el otro y hacían del planeta un escenario en blanco y negro. Aquello sí que era una grieta. Con sus movidas, por supuesto, sus deslices: ese día, por ejemplo, los guerrilleros de Castro, Guevara y compañía entraron en La Habana y se hicieron con el poder en Cuba. Todavía no hablaban de revolución; proclamaban limpieza y democracia —y empezaron a matar a los esbirros de la antigua dictadura y empezaron a construir la nueva pero en nombre del pueblo, la igualdad, la solidaridad, la libertad y otras plumitas del futuro. Era difícil, entonces, no quererlos: unos jóvenes desarrapados pero cultos, inteligentes pero audaces, sonrientes y barbudos que acababan de desbancar a un tirano sanguinario y prometían las mejores cosas. Camisas verde oliva, boinas, armas; aquella campaña militar había durado menos de tres años y se convirtió en un modelo para tantos: tantos lo intentaron, nadie lo volvería a conseguir —pero, entonces, nadie lo sabía. Los veinte años siguientes, en Ñamérica, fueron el resultado de esa entrada de esos muchachos en La Habana, el día en que empezaba 1959.

Y yo, en esos días, ya era un bebé hecho y derecho: año y medio, dos años, un ente caminante y balbuciente, sospecho que iracundo —no veo por qué no lo sería todavía—, coronado por un casquete de pelo lacio rubio. Mi pelo blanquecino no tenía sentido: ni mi madre Martha ni mi padre Antonio lo habían tenido, o por lo menos nunca tanto. Así que mi padre Antonio, quizá para tranquilizarse, empezó a reírse de esa melena inesperada llamándome morocho —argentinismo por moreno—: creo que mi padre intentaba, como siempre intentamos los migrantes, acriollar nuestro lenguaje, acercarlo al lugar al que nos hemos acercado, aún guardando —en su caso, y en el mío décadas más tarde— nuestro acento primero. Tardé muchos años —y mucho destierro— en entender que mi padre también había sido, durante tanto, un desterrado: uno que hablaba con el titubeo del migrante, donde uno tiene una palabra en la punta de la lengua pero debe guardársela y escupir otra, donde se vive entre lo natural y el deber ser, donde se elige entre uno y otro en proporciones tornadizas, según las circunstancias. A mí me pasa —y creo que le pasaba a él— que en los momentos de insultar en serio abandono la máscara y grito en argentino; él insultaba en español muy coño. Y tardé en entender que un desterrado es, también, uno que hizo unos chicos que no serían de su mismo país, que no hablarían en realidad su lengua: unos que tendrían, con él, diferencias potentes. Es tonto: tuve que partirme mucho para entender que él vivió partido tanto tiempo.

Morocho, me decía, en todo caso, y de ahí morochito, mopochito, mopito: todo terminó en Mopi. Desde entonces —desde antes de saberlo y entenderlo— mi verdadero nombre se hizo Mopi. Me bautizaron Antonio —por mi padre Antonio— y Martín —no por mi madre Martha, dice ella—, pero nunca me llamaron ni lo uno ni lo otro; siempre, hasta que me hice adulto, Mopi. Y ahora, todavía, la familia, la gente de esa época.

(Pero los más me llaman Martín, por supuesto. Si yo, siendo bebé, no hubiera sido un bebé, probablemente me habría negado a ser llamado Mopi. El problema, ahora, es que no sé si soy Martín o Mopi. Según con quién, para qué, de qué manera: no me gusta que me llamen Mopi los que no me conocen de esos primeros años y me gusta que me llamen Mopi los que sí me conocen de esos primeros años y sé que para la mayoría soy Martín, pero me suena raro. Así que envidio —siempre envidio— a las personas que tienen un nombre, saben cómo se llaman, no vacilan. Yo firmo mis mensajes, mis cartas, mis cositas «m.»; no es por pereza: es porque así puedo ser cualquiera de los dos. En general, en mi vida, suelo creer que puedo ser cualquiera de los dos —pero sospecho que no es cierto. Al fin y al cabo, si debo confesarlo, creo que cuando me llaman Martín llaman a un señor que conozco de cerca, con el que he hecho muchas cosas en mi vida, que me resulta íntimo. En cambio cuando —los de antes— me llaman Mopi, me llaman a mí.)

Y entonces la aventura, digamos, de empezar a caminar, de tratar de hacer algo que nunca antes hiciste. Ahora que ya casi no puedo la valoro distinto, trato de imaginarla, de saber qué pensaría mientras daba esos pasos que eran, cada uno, una incursión en el abismo. ¿Por qué alguien que ha vivido cómodo, tranquilo, panza arriba, de pronto decide tomar ese riesgo espantoso de elevarse, tratar de sostenerse erguido sobre sus propias piernas y, en un momento de una audacia extrema, poner una delante de la otra para ver si consigue moverse —y, por supuesto, caerse de narices o de culo? ¿Por qué, digamos, no nos quedamos sentaditos, acostados, chupando y pataleando y esperando que llegue la comida? ¿Cómo consigue la madre naturaleza, so forma de genética, que seamos tan estúpidos?

¿Es eso lo que llamamos ambición?

¿El intestino de tanto instinto tonto?

Pero no lo sé, no lo recuerdo, no conozco a nadie que lo recuerde y me lo pueda contar y me sirva, al menos, para extrapolarlo, inventarme una hazaña o una tontería. En esos años, entonces, no pasó gran cosa que recuerde, nada que recuerde. Sé, sí, que me dieron los nombres.

Y un osito: tiempo más tarde, mi oso de peluche empezaría a llamarse Gurubito. Es un dato, supongo, que se llamara Gurubito.

Muy pronto, poco después de cumplir dos años, me institucionalizaron. En esos días no era lo habitual pero mis padres creían, creo, en ciertas instituciones: en que los chicos debían socializar, socializarse, toda esa cosa tan sesentas, así que me mandaron al jardín de infantes. La expresión «jardín de infantes» es curiosa. Por lo que sé es bastante argentina: no se usa en otros sitios. Y, en la Argentina, la palabra «infantes» no se usa en ninguna otra expresión que no sea militar, del tipo infantes de marina, o arcaica castellana, como aquellos infantes de Carrión. Y la palabra jardín da una idea bucólica y naturista, un espacio verde bien ordenado y limitado donde florecen las simientes que alguien enterró. Ni jardín ni infantes, entonces, pero yo no tenía tres años cuando empecé a ir a uno de ellos, de inspiración obviamente comunista, que se llamaba Arco Iris tanto antes de que el arcoíris se volviera un símbolo y era el destino manifiesto de muchos hijos de intelectuales de la izquierda porteña de esos días. Se puede decir que en Arco Iris empecé a entender —a saber— qué tipo de instituciones me tocarían en los lustros siguientes: me marcó el camino.

En Arco Iris los más chiquitos formamos una clase nueva, que no estaba prevista: la inauguramos. Así que tuvieron que buscarnos un nombre, y fue pollitos. La imagen todavía me persigue: bolitas amarillas picoteando un patio que se decía jardín, bichos recién salidos de los huevos, desorden esencial, manada mínima. Yo fui pollito, entonces, después patito, después conejo y por fin barrilete —pero eso, claro, pasó tanto después, como dos o tres años.

(El jardín era, entonces, una novedad: había muy pocos, el estado no tenía, era la respuesta progre —en una época donde «progre» no existía— a ese nuevo orden en que cada vez más mujeres trabajaban y no podían quedarse en casa a cuidar a sus hijos ni querían dejarlos todo el día con la empleada, arcaísmo sin vueltas. El jardín, en cambio, era un producto de la modernidad de aquellos tiempos: un lugar para mezclarse, cantar canciones, dibujar, subir por unas redes, caer por toboganes, hundirse en areneros, convertirse en personas poco a poco. El jardín era tan moderno que mi maestra de patitos, una chica de 20 o 21 que se llamaba Norma Arrostito, fue, pocos años después, fundadora de los Montoneros y, quince más tarde, asesinada en la Escuela de Mecánica de la Armada argentina, el matadero más cruel de nuestra historia.)

No sé cómo sería ir al jardín; supongo que me gustaría. Tampoco sé cómo sería ser yo: supongo que todavía no podía pensar en esas cosas. No sé cuándo es que alguien empieza a entender que es él y a imaginarse que podría ser otro —que podría, si acaso, haber sido otro—: cuándo descubre que ser él es una contingencia y que cuánto le gustaría modificarla a veces y que no sabe —tampoco sabe— cómo hacerlo, hasta que empieza a entender, décadas después, que no hay manera. Pero sospecho que un chico no lo sabe: que aprende primero que ser él no es la única forma de ser y, poco a poco, muy despacio, que para él ser él será la única forma.

No sé, decía, cómo sería ser yo ni siquiera en lo superficial: por supuesto, no me acuerdo de mí, pero tampoco tengo tantas fotos. Eran tiempos de muchas menos fotos: las hacían, con frecuencia, los fotógrafos en sus estudios o sus plazas y las personas normales no solían tener un aparato. Ahora la foto es una forma de saludo, abrazo de los tímidos: un gesto que importa más por él que por lo que produce. La foto dejó de ser la fabricación de un trozo de memoria para pasar a ser un momento común, un ritual compartido —que se agota en sí mismo. Se hacen miles de fotos, muy pocos miran las fotos que hacen todo el tiempo —pero se hacen.

Entonces no se hacían. Existía, incluso, una profesión muy menor —unos años después fue mi primera— que consistía en sacar fotos de los cumpleaños y otras fiestas rituales. Venía un joven —casi siempre era un joven— con una cámara un poco gorda y un flash de lamparitas y hacía las fotos que después vendería a los festejantes: blanco y negro, 18 x 24 centímetros, el borde del papel con filigranas. De uno de esos tengo, todavía, la imagen de un chico cumpliendo tres con el flequillo muy derecho, un moñito de lana roja sobre camisa blanca, los pantalones cortos, los zapatitos con sus medias blancas, que llora porque alguien está cortando su torta que tenía la forma de un camión: un camión que una mano, de pronto, rebanaba.

Tengo otra, sin embargo, que me gusta: mi madre Martha y yo, más pequeñitos, ella sus 21, yo mi uno: gordito, tan rubito, en sus brazos jugando los dos con un objeto no identificado. Y nada más.

Las imágenes eran, entonces, formas fugitivas.

III

Ya pasó, ya pasó: quiero creer que me lo decía mi madre cuando me lastimaba o me asustaba. Y es cierto que ya pasó pero quisiera, ya que estamos, recordarlo.

Mi primer recuerdo propio debe ser del año siguiente, cuando cumplí o estaba por cumplir mis cuatro. No es preciso pero sí insistente, lo recuerdo muy bien y bien confuso: yo en mi cama en el departamento de la calle Cochabamba porque me habían operado. No recuerdo la clínica ni la operación ni ninguna otra cosa: solo esa imagen, en la cama, con el ruido de la heladera revestida en madera —que, supongo, no debía caber en la cocina— a mis espaldas. Y la compensación: como me habían sacado las amígdalas podía comer todo el helado que quisiera. Es curioso que mi primer recuerdo sea eso: un posoperatorio, los efectos de la cirugía o medicina, la idea de la reparación: si te hacemos sufrir te damos algo para compensarlo.

O, dicho de otra manera: que el mundo debería tener cierto equilibrio. O, incluso: podía tener cierto equilibrio.

O, por fin: que sufrir era un modo de conseguir las cosas.

(El helado de dulce de leche, ciertos helados de dulce de leche. El uno para el otro: inventaron el dulce de leche para hacerlo helado, el helado para hacerlo de dulce de leche. Pocas veces hubo encuentro más perfecto; pocas, tantas evocaciones. La patria, ay, si la hay, es un helado de dulce de leche.)

No recuerdo, faltaba más, cómo era entonces: yo, entonces. ¿Qué pensaría, esperaría, disfrutaría, temería? ¿Me gustaría comer, me reiría, me daría miedo la oscuridad, dormirme? No lo sé, todavía: sigo siendo una incógnita para mí mismo ahora. Pero empiezan a aparecer recuerdos sueltos, imágenes, momentos.

Esos días en que aprendí a leer.

¿Por qué leer, por ejemplo, y no dibujar o cantar o soplar una flauta? ¿Qué determinó lo que después determinaría todo el resto?

Es raro ignorar tanto.

A ese respecto: me pregunto cómo sería, también, mi relación con mis padres. Me pregunto, en realidad, si un chico de tres o cuatro años puede tener ideas más o menos definidas sobre sus padres, odiar algo de ellos, temerlos, ir armando esos prejuicios que después definirán sus relaciones. O si todo es mucho más silvestre, todavía. Me gustaría saberlo pero no, tampoco.

Y entonces nos mudamos. Se ve que mi padre Antonio ganaba bien su vida y pudo comprar nuestro primer departamento. No estaba mal: tres dormitorios no muy grandes, living-comedor, cocina y cuarto de servicio en Arenales entre Malabia —ahora República Árabe Unida— y Canning —ahora Scalabrini Ortiz—, a media cuadra del Jardín Botánico: un barrio considerado apetecible y un lugar que me permitiría hacer de ese Jardín mi patio, los juegos en sus juegos y el descampado al fondo, la morera, donde los chicos del barrio —de un barrio que no se pensaba como un barrio— jugábamos al fútbol. Esa fue, supongo, la sanción geográfica de nuestro ingreso en la clase media alta educada de esos tiempos. Mis padres habían dejado definitivamente de ser unos estudiantes comunistas para pasar a ser unos profesionales comunistas —aunque mi madre Martha todavía no había terminado la carrera.

(Todas las viviendas de aquella clase media tenían su «cuarto de servicio». Muy pocas, entre aquellas familias, no tenían una «chica cama adentro»: una mujer del interior que vivía en la misma casa y la cuidaba, la limpiaba, cocinaba, hacía las compras, se ocupaba de los chicos —y se eclipsaba en su pequeña pieza para no imponer su presencia a sus patrones. Algunas tenían chicos, pero debían dejarlos en algún otro lado, con alguna pariente. Salían de franco los jueves por la tarde y los domingos todo el día; el resto del tiempo estaban ahí desde que se despertaban hasta que se acostaban, disponibles, usables, perfectamente sometidas. Julia era amable, boliviana, bajita, un diente de oro y unos ojos muy negros y comía, por supuesto, en la cocina. Nosotros le pedíamos las cosas por favor, porque éramos personas con conciencia.)

Aquel año tuve, también, mi breve lapso chico rico: el primero que recuerdo. Mi abuelo Vicente comerciaba. Nunca estaba claro qué, «hacía negocios» y en general no parecían muy buenos. Mi abuela Rosita, sin embargo, que había terminado su carrera de Farmacia en los años veinte, cuando las mujeres no solían estudiar, nunca había trabajado: lo había dejado para casarse y ocuparse de su casa y sus hijos. Así que la familia Rosenberg siempre había vivido de los negocios de mi abuelo Vicente, irregulares: mi abuelo Vicente tenía ínfulas de rico —o culpas de sobreviviente— y, cuando hacía un buen negocio, necesitaba gastarse todo lo más rápido posible.

(Sobre esas culpas hay dos libros: el mío, Los abuelos, y el de mi primo Santiago Amigorena, Le ghetto intérieur. Los dos cuentan su desesperación, su amargura de no saber qué estaba pasando con su madre y sus hermanos en Varsovia ocupada por los alemanes, y cómo su zozobra se fundió en silencio y vivió tanto tiempo sin hablar —y después supo que su hermano había muerto en la resistencia y su madre en Treblinka.

Y una historia que encontré muchos años después, sobre poderes y derrotas: que Berl, el hermano mayor de mi abuelo Vicente, médico, trabajó en aquel hospital del gueto de Varsovia. El hospital recibía, cada día, cientos o miles de desnutridos graves: los alemanes no dejaban entrar alimentos en el corral judío. Entonces aquellos médicos probaron todo tipo de tratamientos, de remedios, y llegaron a una conclusión triste: que la única medicina eficaz contra el hambre es la comida. No había: los pacientes se morían de a muchos. Desolados, aquellos médicos decidieron que, ya que tenían sobre el hambre una casuística cuantiosa, iban a aprovecharla para estudiar a fondo sus síntomas y su evolución. Sabían que morirían allí, así que no lo hacían para ellos ni para sus pacientes: lo hicieron para vaya a saber quién en el futuro, para esa cosa tan distante que podemos llamar humanidad. Esos hombres y mujeres condenados trabajaron y estudiaron todo lo que pudieron y consiguieron contrabandear fuera del gueto un material riquísimo, tan útil, que otros alguna vez podrían aprovechar. Pocos relatos me emocionaron más: no se me ocurre ningún modo mejor de definir la generosidad.)

No sé qué eran sus negocios: sé que, antes de que yo naciera, mi abuelo Vicente había tenido una mueblería —influencia de su suegro, ucraniano, mueblero, mi bisabuelo «abuelo Zeide», que después vivió hasta sus ciento siete años— pero entonces ya no la tenía. Se contaba que en algún momento quiso comprar como chatarra un submarino alemán de la Segunda Guerra —una venganza muy oblicua—, pero es probable que eso tampoco funcionara. Esta vez, en todo caso, había hecho un buen negocio e invitó a sus dos hijas, sus dos yernos y su único nieto —yo— al mejor hotel de Punta del Este.

Punta del Este era, entonces, un páramo con un gran hotel con su casino y una punta rocosa con un puerto y algunos restoranes y residencias y negocios, chalets desperdigados en las dunas: todavía no era aspiracional, solo sofisticado. Y allí fuimos, al hotel San Rafael, y mi abuelo Vicente se gastó en esos días de lujo todo lo que no perdió en esas noches de casino y yo recuerdo —siempre he recordado— una vez que me mandaron solo al centro a encontrarme con mi abuela Rosita: me pusieron en el asiento trasero de uno de esos coches americanos de seis metros de largo, esos que tenían aletas como cohetes, cromados infinitos; nunca me había sentido tan poderoso, tan perdido.

(Mi abuelo Zeide —mi abuelo abuelo— era un señor milenario que, dicen, me llevaba a la plaza Lavalle cuando era muy chiquito pero yo lo recuerdo a mis siete u ocho ya en la cama, ya a sus ciento y algo, hablando en iddish y comiendo anchoas, una especie de calavera con la barba crecida. Había llegado a Buenos Aires en 1905, tras unos pogroms en su Rusia natal: entonces ya tenía cuarenta y cinco años, y después viviría otros 60 en Argentina. Dos vidas, una rusa en el siglo XIX, otra argentina en el XX —y contaban que había emigrado porque, cuando su padre rabino y viudo lo mandó a buscar a su nueva mujer en su carreta, en algún momento del largo camino por la nieve se dio cuenta de que la señora se le había congelado y que, temiendo la cólera paterna, huyó lo más lejos posible, Sudamérica. La historia es perfectamente inverosímil, así que puede que sea cierta.)

Ahora busco detalles sobre aquel año 1961, que nadie recuerda particularmente —y veo que hay bastantes. China se moría de hambre —35 millones de muertos— pero no se sabía, más y más países africanos terminaban con la ocupación francesa e inglesa, Kuwait también se liberaba del imperio británico, en Orly se inauguraba el aeropuerto más moderno del mundo, el soviético ruso Yuri Gagarin se convertía en el primer hombre en el espacio, mercenarios apoyados por el gobierno del joven presidente John Fitzgerald Kennedy invadían Cuba y fracasaban, su ejército mandaba primeras tropas a Vietnam, en Liverpool se estrenaban The Beatles y en Hollywood Desayuno en Tiffany’s y West Side Story, en Bogotá se publicaba la mejor novela del colombiano García Márquez, en Berlín se levantaba un muro, Adolf Eichmann era juzgado y condenado a muerte en Jerusalem. También se morían Wittgenstein, Schrödinger, Hemingway, Trujillo —asesinado—, Lumumba —asesinado—, Jung, Céline, Cendrars, Franz Fanon, Dashiell Hammett, Gary Cooper, y nacían Barack Obama, Carl Lewis, Diana Spencer, Manu Chao, Nadia Comaneci; poco antes había nacido Maradona.

Son tonterías, referencias. Pero me pregunto cómo imaginar ahora un solo año en que se murieran Céline, Hemingway, Hammett, Wittgenstein, Jung, Schrödinger. ¿No hablaríamos del apocalipsis?

(¿O nuestro apocalipsis es que esa mortandad

fulgurante ya no sería posible?)

Yo, por supuesto, no me enteré de nada.

LA ENFERMEDAD 2

 

Esto es un chiste malo. Esto es lo único radicalmente verdadero que me pasó en la vida —y parece mentira. Radicalmente verdadero significa: que no acepta ninguna solución, ninguna intervención, que sucede más allá de cualquier intento o intención, que me lleva sin duda a lo más cierto.

Y de verdad parece un chiste malo: como si en cualquier momento fueran a decirme ah, te lo creíste. Qué tonto, ¿de verdad te lo creíste? ¿Cómo vas a creerte esa burrada?

Pero no: tan espantosamente cierto.

Es ensordecedor,

apabullante.

Y vivo sordo, apabullado, y sin embargo esos momentos leves en que pienso en cualquier otra cosa: más que los que habría imaginado. Cuando escribo una columna, un par de páginas de mi novela, estas palabras; cuando Marta me besa y nos besamos; cuando charlo con Juan o con algún amigo o me distraigo con alguna serie. Casi que me sorprende que la muerte no me ocupe todo el tiempo.

(Todo se trata de que no me ocupe todo el tiempo;

todo, de hacerme el tonto cuanto pueda.)

Nunca fui una persona aprensiva, temerosa. No porque fuera valiente —«arrojado» sería más oportuno— sino por puro cálculo: siempre pensé que era más barato darse un golpe cada tanto que arruinarse la vida temiendo los golpes. A veces no lo lograba; muchas sí. Así que traté —con mayor o menor éxito— de despreocuparme: de hacer las cosas, más allá o más acá de sus posibles riesgos. Hasta que, la enfermedad mediante, cada paso se me volvió un susto, una zozobra, la posibilidad de derrumbarme. Caminar, lo más primario, empezó a darme mucho miedo.

Un momento de intensidad extrema: me siento caer, me agarro de una saliente en la pared con la punta de los dedos, mi cuerpo se arquea y no se tiene, solo me sostienen esos dedos que se pelan y se van deslizando. Sé que sería mucho más fácil dejarme caer. Tengo la tentación de dejarme caer. Pero sé que, entonces, no sabría cómo volver a levantarme.

Un paso, cuando los daba:

nadar contra el naufragio.

Ya no camino: mis piernas no lo logran. Eso es malo pero no es lo que importa: su debilidad es un signo de que todo yo se está debilitando. Todo yo soy un signo de que yo es una palabra que pronto será de los demás.

Y dedico una parte excesiva de mi tiempo a acechar esos signos, a tratar de confirmar que mi brazo izquierdo no me duele más que ayer, que mi garganta tiene flemas pero siempre las tuvo, que el mal avanza pero quizá no avanza tanto. Porque, de alguna forma, subsiste la esperanza: basada, por supuesto, en la ignorancia.

La clave es la ignorancia, tan útil, tan gauchita. De esta enfermedad nadie sabe nada consistente: no saben por qué empieza, no saben cómo se desarrolla, no saben —faltaba más— cómo curarla. Solo suponen cómo retrasarla —unos meses, con suerte algunos años— y esa es la medicina que te ofrecen: retardarla quizás y ayudarte a malmorir con ella. Pero en esa misma ignorancia está, decía, la esperanza: lo que saben sobre el desarrollo de la enfermedad es, como casi todo lo que saben, estadística. Que habitualmente los enfermos viven entre tres y cinco años, saben, pero saben que algunos viven dos y otros diez —y ahí aparece la esperanza: ¿por qué no ser de los de diez, por qué no hacer más todavía? Si nadie sabe, de todos modos, lo que pasa.

¿Por qué no aprovecharme, una vez más, de la ignorancia?

Si pudiera de verdad ser ese

que va ignorando más y más

y más, cada vez

más

hasta volverse

toda la ignorancia.

Si pudiera de verdad

ser ese

que no quiere saber.

Si pudiera

al fin, por fin,

ser otro.

Pero es así: lo que te permite tolerar —soportar— la enfermedad extrema es la esperanza; alguna forma de esperanza, de alguna solución, de alguna cura. Cuando te dicen que no hay, hay que inventarlas: en eso estoy, inventando esperanzas que no resisten el menor análisis. Me he vuelto un artesano aventajado de esperanzas falsas.

Hay quienes dicen que la esperanza siempre es falsa: chotacabras, chichipíos arrechos, entonces habría que discutir qué es verdadero.

Y trato tanto de ignorar: intento

con mis fuerzas menguadas

ignorar. No es fácil:

ignorar

es un esfuerzo extremo.

La ignorancia es tan útil: parece inverosímil que esta molestia de mis piernas se vaya transformando en una invalidez completa, en una fuga de mi cuerpo de mi cuerpo. Tan raro imaginar que estas causas producirán esos efectos. Me duelen las piernas, no me sostienen, no puedo caminar, vivo en silla de ruedas. Es feo, pero no intolerable. Parece delirante saber —¿saber?— que en un tiempo no demasiado largo ya no podré mover los brazos ni seguramente hablar ni, supongo, tragar. Que no voy a poder tomar este mate ni fumarme aquella shisha ni comer un sanguchito; que no voy a poder escribir y, al final, tampoco respirar. Parece un cuento —y eso, supongo, me asalta con frecuencia: la sensación de que es un gran error, confusión justo a punto de aclararse.

Y, aun así, se trata de hacer todo lo posible: sigo esperando el resultado de un análisis genético que podría salvarme. Al menos un poquito: si se encontrara una mutación en un gen tal —que solo aparece en un pequeño porcentaje de los casos— habría una terapia. Ya llevo varios meses en la espera y el resultado no aparece. Reclamo, por supuesto, pero también prefiero que no llegue: que no rompa esta modesta espera.

(Es probable que la tardanza complique el éxito del supuesto tratamiento, si lo hubiera. Pero creo que igual salgo ganando al mantener esa llamita en las tinieblas.)

Como si hubiera dos procesos todo el tiempo: uno, en el que a veces estoy molesto, incómodo, dolorido y otras no, me siento más o menos tranquilo. Y después está el otro, el que no tiene arreglo: el que sigue avanzando pase lo que pase, haga lo que haga. El que hace que esos momentos de —relativo— bienestar se disuelvan tan rápido en el aire: en cuanto lo recuerdo.

Y a veces la lujuria —digo

la lujuria,

lujuria,

la lujuria—

de llenar de aire mis pulmones, sabiendo que más o menos pronto no va a ser tan fácil y después, más o menos pronto, va a ser una tarea abrumadora, puro anhelo.

Y la pelea por no ceder al desconsuelo más extremo, la tristeza absoluta. Sé que no podía pasarme nada mucho peor; sé que si no quiero empeorarlo más aun debo intentar vivir este tiempito, sea el que sea, lo mejor posible.

Posible es la palabra, le mot

d’ordre. Posible

es la frontera.

(Por ahora me acostumbré a moverme en este engendro: la llamo silla porque llamarla silla de ruedas es demasiado brusco; a veces no me entienden. Y la silla sigue teniendo ruedas. También la llamo —mejor, porque lo es— mi silla eléctrica.)

Y que si hay algo que nunca quise tener por mí mismo es compasión: me parece blandengue, pegajoso, triste. Espero resistir también ahora, cuando las razones podrían parecer tanto más evidentes.

Posible es

imposible.

No me gusta que me ayuden, necesito que me ayuden. Soy, al fin y al cabo, un tarado que se pasó la vida tratando de ser extremadamente independiente, de poder hacer casi todo por sí solo —vivir, trabajar, mantenerme, soportarme— y que ahora necesita que le alcancen el vaso con agua —porque todavía puede tomar agua.

Le pedí a Marta que armáramos un código: que me ayude solo cuando se lo pido. Así, supongo, no soy esa amenaza permanente, todo el tiempo a punto de caer, que precisa su atención constante, esa ruina que acabaría de derrumbarse si ella no la parara. Que no esté siempre con los brazos estirados como para atajarme. No me hagas caso; cuando te necesite te lo digo, le dije, y no siempre nos sale.

(Son, en cualquier caso, maneras tontas de conservar los últimos jirones de autonomía, de muy pequeña in-dependencia. De no ser solo víctima, de engañarme todavía cada tanto.)

Entonces intento sin gran éxito recordar lo distinta, lo feliz que era mi vida cuando no estaba condenado. Estoy seguro de que lo era, pero no lo consigo. ¿Cómo podía no ser maravillosa mi vida cuando era, todavía, sano, móvil, entero? Si todavía a veces la disfruto, ¿cómo podía no disfrutarla entonces todo el tiempo?

¿Por qué coño la felicidad se empeña en ser tan retroactiva?

Siempre creí que vivía bien, que le sacaba a la vida todo lo que podía. Pero ahora, desde la enfermedad, cuando la enfermedad se empeña en enclavarse, me pregunto por qué no entendía el privilegio de poder hacer esas cositas que ahora ya no puedo: caminar, abrazar, pretender, pensar en el futuro.

La conclusión más obvia es que uno solo puede valorar en serio lo que pierde y que los más afortunados son los que pierden algo que podrán recuperar. Esos son los que, al fin, saben.

Otra vez: no entiendo cómo antes no era muy feliz.

Enormemente feliz.

Despiadadamente feliz.

Feliz, feliz,

sin más palabras.

Que inútiles estos esfuerzos por recordar «como era antes». Antes, cuando la vida parecía normal y era, en cambio, esa explosión extraordinaria imperceptible. Qué inútiles estas memorias en que me levanto de la cama a las tres o a las cuatro y voy a la cocina para buscar un chocolate. Qué humillantes esas distracciones en que pienso que alguna vez volveré a hacerlo.

Hay tantos sitios donde no puedo ir, y los extraño. Extraño la rotonda donde hay que dar la vuelta con la moto cuando llegás al puertito de Patmos. Pienso —me duele— que ya no la veré. Y entonces me pregunto qué es verla: ¿pasar por la rotonda en una moto y decirse ah, ya estoy de vuelta acá? ¿Es eso lo que me da tanta nostalgia?

El que no se deprime es porque no quiere.

Y vivo más o menos triste, si triste es tener en los ojos ese peso, en la boca ese rictus, el íntimo cuchillo en la garganta. Vivo lo peor que podía haber temido, la tragedia más trágica y me pesa, por supuesto me pesa, pero también me sorprende que no me pese más: que pueda, por ejemplo, escribir todo esto. También, al mismo tiempo, por momentos sospecho que morirse es de una banalidad casi humillante, como una distracción, un momento de ahogo.

Por momentos temo mucho que no.

LEER Y ESCRIBIR

I

Confieso que he leído —diría el otro.

Nunca lo había pensado así, pero quizás eso es lo bueno de estos balances bobos: la posibilidad de llegar, tan cerca de la conclusión, a ciertas conclusiones. Hacerse un panorama general. Nunca lo había pensado así: es probable que nada haya hecho, en mi vida, tanto como leer. Quizá dormir, ese momento de no ser. Pero mientras sí soy, calculo o creo que leo, digamos, unas diez horas cada día. Entre los diarios de la primera mañana, los mails y apuntes y los artículos que reviso y que preparo en la segunda y, ya por la tarde, esas horas de escribir lo que estoy escribiendo —que es leer realmente. Y todo el tiempo, en cualquier momento —en el baño, en la cama justo antes de dormirme, en la comida cuando como solo, en el sillón del tedio posprandial, en los buses y los aviones y los metros y los desayunos de los hoteles y las salas de espera de los médicos— la lectura. No se me ocurre ninguna otra actividad que haya hecho tanto, que haga tanto. Si algo hice en mi vida fue leer.

(Buscarle algún sentido

a esos dibujos. Esperar

que su silencio me hable, que me diga

eso que guardan para mí.)

Quizá por eso tenía tanto apuro: se ve que quería hacerlo. Aprendí solo: entre las primeras imágenes que recuerdo se cuela un gran cartel callejero que miro desde el asiento trasero del auto de mis padres y trato de leerlo, les pregunto por una letra que no entendí o si lo que he leído es lo que dice. El coche debía ser el citroën dos caballos que compraron primero: en esos días, incluso para un médico ya relativamente exitoso como empezaba a ser mi padre Antonio, acceder a un coche era un cambio sustantivo, un ascenso evidente. En esos días mi padre compartía una clínica psiquiátrica con un par de colegas, mi madre estaba terminando los estudios que mi nacimiento y el de mi hermano habían interrumpido —y yo, visiblemente, intentaba leer.

Sé —supongo— que aprendí así, mirando los carteles de la calle, las tapas de los diarios en mi casa, preguntando. Hacia los cuatro o cuatro y medio leía y escribía: nada me fue más fácil, nada me importó tanto. Pero no tengo registro de esos principios ni mucho de esos años: deben haber sido más o menos tranquilos, imagino. Más jardín de infantes, más areneros y cantos y cuentitos, todo eso que se va acumulando sin que sepamos cómo, y nos va armando. Somos, al fin y al cabo, el resultado de un proceso ignoto.

(Pero que un día podremos releer y tratar de escribir, inventarlo bajo el pretexto del recuerdo)

Desde entonces, mi relación con el mundo está hecha de palabras dibujadas. No solo que lo piense con palabras —eso se llamaría escribir— sino que lo percibo a través de sus palabras, lo entiendo o no lo entiendo gracias a sus palabras, sigo sus palabras. Lo leo, de formas tan variadas.

Nada nos parece más natural que un mundo descripto por un conjunto de veintitantos signos. Y, sin embargo, hace cien años, cuatro de cada cinco personas no los conocían: no leían, no escribían. Esa forma, que ahora nos resulta tan banal como comer o conversar, no existía para la mayoría. Y los signos que llevaban palabras —los nombres de las calles, los negocios, los diarios, los contratos, los libros, los misales— estaban reservados a los otros. No sé si alguna forma de aprehender y de ordenar el mundo creció tanto en tan poco tiempo.

(Alguna forma de igualdad, en ese tiempo.)

Para mí, en cualquier caso, siempre fue la única. Yo leo —y por eso, a veces, escribo. Pero leo, sobre todo.

(Escribir, está claro, es leer descuidado.)

A veces me aburría. Me recuerdo vagamente diciendo meaburro meaburro meaburro con el tono más aburrido que podía lograr a mis cinco o seis años. Mi padre Antonio se permitía incluso un chiste malo a mi costa: ¿Sabes cuál es el animal al que hay que entretener para que no cambie de sexo? El burro, para que no sea burra —¿o será para que no se aburra? Hasta que terminé de entender que la lectura podía llevarme a cualquier parte y nunca más tuve miedo de aburrirme: en el peor —en el mejor— de los casos, siempre podía leer algo. De pronto me sentí autónomo, autosuficiente, todopoderoso: los libros me ofrecieron eso, que no siempre fue bueno.

Había empezado a leer y leía, leía sin parar. Creo que todo lo demás, en esos días, era contingente, casi una molestia. Tenía cinco o seis años y leía sin parar. Entonces sí, leer era estar en otra parte, ser otro, vivir vidas lejanas. En esos días, cuando leía las aventuras de Sandokán en la Malasia me subía a esos veleros frágiles, peleaba contra maharajás que cabalgaban elefantes, comía perro en fondas de Malaca. Leer era vivir, entonces.

(Escribir, está claro,

es leer descuidado. No seguir

al pie de la letra cada letra, permitirles

que se vayan ordenando de otros modos.

Escribir es romper

lo que está dado.)

En 1962 yo ya tenía un hermano y un recuerdo. Mi hermano Gonzalo nació en febrero: dejé de tener un cuarto para mí solo o unos padres para mí solo pero no parece que me haya afectado demasiado; quién sabe. Y un recuerdo: cuando él nació, mis padres —para que no creyera que perder es pura pérdida, otra vez el helado— me regalaron una cámara de fotos. Era una carcasa de plástico negro que se llamaba Agfa Gevaert, usaba rollos gordos de 12 fotos cada uno. Hay objetos que te marcan y construyen.

(No hay bien que por mal no venga, parecía ser la idea: un sistema de compensaciones que se me instaló. Después, durante todo el resto de mi vida, debí buscar, para cada revés, algo que lo contrapesara: no siempre lo encontraba, por supuesto.)

Hacer fotos. En una época en que los chicos no teníamos ningún acceso a ninguna tecnología, no manejábamos ningún aparato —apenas, si acaso, podíamos prender o apagar la luz si nos dejaban—, apretar un botón y hacer un clic y que ese gesto se transformase en un papel con una imagen blanco y negro que, semanas más tarde, mi madre Martha me traería de la farmacia o el laboratorio, era sublime.

(No recuerdo juguetes. Me imagino que tendría juguetes, pero no los recuerdo. Un camión rojo de plástico o goma, pesado, con volquete y un nombre que quizá fuera Duravit. Unos ladrillitos de plástico que se encastraban los unos en los otros para dejarte armar una casa muy precaria, mis ladrillos. Quizás algunas piezas de madera, pero no estoy seguro; quizás algunos soldaditos, pero tampoco. Casi no recuerdo juguetes. Es un lugar común, pero aun así: la cantidad de juguetes que tenían los chicos de entonces podía ser —en circunstancias parecidas— 50 o 100 veces menos que la que tienen los de ahora. Lo cual podría darme bruta envidia si no fuera por el argumento que me salva: nos obligaba a imaginar. No nos daban todo imaginado. Aunque quién sabe: para eso, claro, eran los libros.

Y en cambio, según me contaron muchos años más tarde, tenía preocupaciones infrecuentes en un chico de cinco con miedo de dormirse con la luz apagada que necesitaba una lamparita en un rincón o una encendida en el pasillo, y que, justo antes de ese momento horrible en que su madre apagaba y se iba, intentaba retenerla con preguntas:

—Ma, ¿cuál es la diferencia entre socialismo y comunismo?

Nadie es más o menos que su tiempo y su entorno.)

Empezaba a ser yo.

¿Cómo sabe alguien cuándo empieza?

¿Se puede decir —o pensar— que alguien empieza?

En esos días también me hice de Boca. O sea: empecé a «ser de Boca». Lo conté, décadas después, en la primera página de un libro que se llama Boquita: «No recuerdo muchos recuerdos anteriores. En diciembre de 1962 mi abuela Rosita me había llevado a pasar unos días en Mar del Plata: un hotelito en Playa Grande. En su baño compartido encontré un diario: yo estaba aprendiendo y leía todo lo que se me cruzaba. No sé si ese diario sería del día o de una semana antes; sí que, mientras me demoraba sobre el inodoro, leí el relato emocionado de cómo un tal Antonio Roma atajaba el penal que le pateaba un tal Delem y le daba a un equipo que se llamaba Boca Juniors la chance de salir campeón. Yo debía saber lo que quería decir campeón —porque fue en ese momento, de puro triunfalista, cuando decidí que iba a hacerme de ese cuadro.

En esos días los equipos eran instituciones sólidas: Roma Silvero y Marzolini, Simeone Rattin y Silveyra fueron un mantra que susurré en tantos recreos. En esos recreos descubrí que ser de Boca era algo que podía compartir con otros —que me hacía cómplice de otros chicos, que nos daba una causa común— pero que algunos de mis mejores amigos se transformaban de tanto en tanto en enemigos porque eran de ese equipo que se llamaba River. En esos recreos descubrí que uno se hacía de un equipo: no es poca cosa, hacerse. Y que, ya hecho, uno no era hincha de un equipo: uno era de un equipo. No es poca cosa, ser».

Ser de Boca fue uno de mis rasgos de identidad más decisivos durante varios años. Aunque, entonces, eso no suponía casi nunca «ver» a Boca. Ser y ver eran tan diferentes: durante décadas, los seguidores de un equipo de fútbol lo seguíamos a través del relato de otros. Los que iban a la cancha eran una pequeña minoría. No había, por supuesto, todavía, fútbol en la televisión, y la gran mayoría canalizaba su «ser de» escuchando cómo te lo contaban en la radio o leyendo cómo te lo contaban en los diarios. Millones eran fanáticos de algo que solo conocían por interpósitas personas —y palabras. Yo también. Mi padre Antonio todavía no nos llevaba a la cancha y yo, si acaso, miraba en el diario si «mi equipo» ganaba o perdía y, algún domingo por la tarde, raro, empezaba a escucharlo en radio Mitre, Bernardino Veiga.

Pero —ya queda dicho— leía. Leía y leía, leía sin parar. Creo que todo lo demás, en esos días, era contingente, casi una molestia. Tenía seis años y leía sin parar. Hubo, entonces, un episodio que me entregó a mi historia.

 

MIS MUERTES

1963

La primera vez pudo haber sido

—la primera última vez pudo haber sido—

en esos giros y giros y

más giros, el horror

de ese coche que gira,

que salta y se desliza y se deshace,

víctima desbocada del azar, la lluvia, ese momento

en que entendés que ya no sos lo que eras

sino quién sabe qué,

hoja en el viento, pelusas en el aire, gota

en un estanque: nada. El coche

daba vueltas y vueltas en el campo, vueltas

y más vueltas en sí mismo, retumbaban

los gritos y grititos y mi madre y mi padre, yo

tenía seis años y leía: en el asiento

delantero de ese coche que daba vueltas y más vueltas

como un trompo idiota, yo

leía, trataba de leer, intentaba leer

mi Sandokán de la Malasia. El coche

al fin paró: seguíamos vivos.

Salimos, chapoteamos, nos abrazamos

incrédulos, lloramos;

mi libro había volado, lo encontré

en el barro. Mi libro, puro barro,

era la historia.

De esa mañana saqué un mito:

mi iniciación a la lectura, mi opción

por la lectura. Si leer

te distrae tan cerca de la muerte, pensé

mucho después, leer

vale la pena. Ahora, cerca,

escribo. Y otras veces

me pregunté si entonces

el azar y los giros me mataban, a quién

habrían matado. Yo,

seis años, yo ¿me hubiera muerto?

¿O se habría muerto un chico que recuerdo

vagamente, la posibilidad de tantos yo

que ninguno es real, ninguno

verdadero?

Uno que no era yo

se habría matado,

uno que nunca sabría quién

se moría entonces, uno

que no sabía que se moría, uno

que no sabía qué se moría, uno

que no era yo porque yo

no habría existido nunca.

Por eso es que lo llaman

accidente, por eso

es que lo olvido.

Por eso, sobre todo,

lo recuerdo.

(Pero falló y seguí unos años más

hasta que la siguiente.)

II

Con perdón: uno tiene sobre sí mismo mitos. Las formas en que se piensa cuando nadie lo ve, nadie lo escucha. Las formas en que se piensa cuando está solo de verdad.

Aquel libro, el que salió volando, también era de la Colección Robin Hood: tapas duras amarillas con un dibujo como de historieta, contratapa con una lista de otros títulos, páginas de un papel basto, de un papel oscuro, impresión más o menos. La Colección Robin Hood había empezado unos veinte años antes y ya tenía docenas de títulos, pero yo me empecinaba en los de Emilio Salgari y Julio Verne —que mi madre por supuesto me compraba feliz, como compraba, en su embarazo, aquella droga. Aquel libro que voló se llamaba A la conquista de un imperio, uno de Sandokán. Mompracem era, entonces, mi lugar en el mundo: me gustaban más que nada esos piratas audaces justicieros, la idea del marginal con poder que ayuda a los más impotentes. Sandokán, Kammamuri, Tremal-Naik y, sobre todo, el portugués Yáñez todavía dan vueltas en mi mente. Y los thugs y Mariana y el rajah de Sarawak y la Perla de Labuán y todos esos. Mi osito Gurubito, en esos días, pasó a apellidarse Yáñez. Para seguir ahí no tuvo más remedio que formar parte de mi mundo nuevo.

También me compraban otros libros para chicos: hacia mis cinco tenía el Lo sé todo —nombre sarcástico pensado sin sarcasmos, una enciclopedia en 12 tomos infantiles que incluían desde los mitos babilonios hasta la ciencia más moderna entonces— y unos volúmenes de Monteiro Lobato, un comunista brasilero, igualmente didácticos: Perucho y Naricita me enseñaban las cosas más diversas. Y había otros que también me gustaban, por supuesto, menos «apropiados»: ni sé cuántas veces leí Jack & Jill, una novela romántica de chicos de Louise May Alcott, que escribía para mujercitas, o las Aventuras de Marco Polo, o Tom Sawyer o Robinson Crusoe. Había, ya entonces, demasiados libros, y la única solución era enfermarse. Circulaba una ristra de trastornos —paperas, sarampión, rubeola, escarlatina— que todo chico debía tener y en general tenía. Se parecían: cinco o seis días acostados, algo de fiebre, no muchos dolores, galletitas de agua con jamón cocido, si acaso arroz, la gran chance de leer doce horas por día. Enfermarse era una fiesta, todavía.

(Y alguna vez habría que hacer una historia sobre el papel de la enfermedad en la formación de los escritores. Con frecuencia, los mejores son los que, chicos aún, tuvieron que pasarse mucho tiempo encerrados, mucho tiempo en la cama, y allí «no tuvieron más remedio» que leer.)

¿Qué habría sido mi vida

sin leer?, me pregunté

tantas veces y la respuesta

es simple: no

habría sido mi vida.

Leía durante las comidas familiares, mi madre se enojaba y lo impedía. Leía cuando me encerraba en el baño para que nadie me impidiera leer. Leía cuando se apagaban las luces de mi cuarto, a las 10 de la noche, con una linterna bajo la frazada. Leía, leía, leía —o, por lo menos, así lo recuerdo.

Y creo que nunca volví a leer con esa fruición, con ese gusto. Cuántas veces, años, décadas más tarde, traté de recuperar la sensación de aquellas lecturas. No quería leer como un escritor, arruinándome el puro placer con la búsqueda o detección de formas, modos y maneras; quería volver a leer con la inocencia de quien no hace ese trabajo —y de hecho durante unos años imaginé que mi forma de hacerlo era leer policiales, porque lo que escribía era tan distinto que no tenía nada que buscar en ellos, hasta que escribí uno y lo perdí. O intenté recuperarlo leyendo en francés o en inglés, pero el inglés nunca fue puro disfrute y el francés no me ofrece, en general, con perdón, grandes estímulos de Perec a esta parte —salvo los libros de mi primo Santiago. Y así: mis tenta

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