Un rey de invierno

Juan Arcones

Fragmento

cap-1

1

Lost!

Ya no me gusta Luca Calliveri.

Era una máxima que me repetía todas las mañanas. Nada más levantarme y, al mirarme al espejo, lo decía en voz alta. Con los ojos aún pegados por haber dormido menos horas de la cuenta. Por quedarme más de lo necesario leyendo bajo la luz cada vez más apagada de la lámpara de mi mesilla de noche. Por mirar el móvil una y otra vez esperando recibir un mensaje que nunca llegaba. Por volver una y otra vez a aquel beso interrumpido, fantaseando con lo que podía haber sido y no fue. Y también por beber demasiada Coca-Cola. Con cafeína, con azúcar. Con todo. Algunos pasan los malos tragos con alcohol. Yo no estoy en ese bando.

¿Todo lo que dicen sobre sufrir por amor? Es cierto.

Mira que me he roto la muñeca en dos ocasiones, me han picado más avispas de las que puedo contar y ni recuerdo las veces que he tenido que ir al dentista. Pero nada es comparable con que te rompan el co­razón.

Puede que estuviera exagerando, pero realmente era lo que sentía. Mi corazón estaba roto, por la mitad. ¿Eso cómo se cura? ¿Qué puedes hacer para que no acabe por resquebrajarse del todo y te arrastre por el camino? ¿Hay acaso algún tipo de medicina o de tirita para que deje de sangrar? ¿O quizá lo hacemos todo demasiado grande? Como si fuéramos el centro del universo, y todas las miradas tuvieran que fijarse en nosotros, en lo mal que lo estamos pasando porque una persona que creías que te entendía acaba dándote la espalda. Eso sentía al pensar en él. Un… no sabía cómo definirlo. Un ¿algo? que me atenazaba el estómago y no me soltaba ni siquiera cuando me metía en la cama por la noche, o por la tarde, o en cualquier hora que tuviera libre para tumbarme. Sabía perfectamente que él y yo no teníamos nada. No habíamos llegado a tener nada y, según los momentos finales que compartimos, tampoco íbamos a tenerlo. Drama en vena, con un gotero que me lo iba trasvasando poco a poco, para que no dejara de revivirlo una y otra vez. ¿Qué hay peor que los recuerdos? Recordarlos.

—Ya no me gusta Luca Calliveri —repetí delante del espejo, mientras me lavaba los dientes. Así que quizá sonó más parecido a un «yampf nompf me gufta Luca Calliferi». Solo me faltaba decir su nombre dos veces más y, como Candyman, aparecería al otro lado, dispuesto a arrebatarme la poca vida que me quedaba.

Mi padre debía de estar harto de mi rutina de todas las mañanas. Levantarme tarde, poner Olivia Rodrigo a todo volumen (la música en italiano estaba prohibida) y beberme dos tazas de café antes de salir de casa, para volver a los cinco minutos porque me había olvidado algo. Unas veces era la cartera, otras el móvil. Incluso un día salí dejándome la mochila y me di cuenta casi al llegar al instituto.

Así una mañana.

Y otra.

Y otra más.

Repitiendo el mismo esquema, pero sin marcadores de colores.

Habían pasado ya más de dos meses desde el-día-que-no-podía-ser-nombrado. Y habían sido dos meses bastante complicados, por decirlo de alguna manera, en los que no había dejado de repasar en mi cabeza continuamente los errores que podía haber cometido. Obviando mi evidente tristeza por haber sido rechazado, lo de ser famoso cuando tienes diecisiete años no es para todo el mundo. Menos aún cuando vas a mi instituto. Todo tardó en normalizarse más tiempo del que me habría gustado. Mi padre se planteó denunciar al periódico que subió mi fotografía, sobre todo porque yo era (y seguía siendo) menor. No sé si llegó a hacer alguna llamada, pero ya era muy difícil encontrar esa imagen con mi cara sin pixelar. Sara Medina, la periodista que me acosó, literalmente, en el Coriali, no había dejado de escribirme (quién sabía cómo había conseguido mi email). Muy educada siempre, pero muy insistente también. Quería una entrevista conmigo y lograr que hablara de Luca, que desvelara sus secretos más íntimos, sus trapos sucios. Al principio declinaba sus ofertas con amabilidad (aunque se me colara algún «vete a la mierda» aleatorio). Pero ya había ­dejado de contestar. No era algo que la hubiera frenado. Ya no solo porque seguía insistiendo, sino porque había escrito varios artículos sobre Luca e incluso sobre mí. Al parecer, me gustaban los atardeceres y odiaba las fiestas formales. Vale, ¿y quién no?

Salvo ese pequeño problema, por suerte me habían empezado a dejar un poco en paz en clase. Ya no era la novedad. Había insistido tantas veces en que no iba a hablar sobre mi verano en Santino que ya no tenía sentido seguir preguntándome. Lo de que me sacaran forzosamente del armario, robándome ese momento que debería ser sagrado, y dieran por hecho que Luca y yo éramos novios ya era otro tema. Perdón, el rey Luca Calliveri. Seguro que él también lo había pasado mal. Porque tener diecisiete años y convertirse de golpe en rey debía de ser difícil de asimilar, por muchos años que llevaras preparándote. Por fin había salido a la luz, como una mariposa después de mucho tiempo encerrada en su capullo, y había aprendido a volar, estando cada semana en un país diferente. ¿Un rey de diecisiete años? A nadie le parecía una locura. ¿Sinceramente? A mí tampoco. Lo conocía. Sabía a ciencia cierta que iba a ser un rey increíble. Aunque todavía quedaban un par de meses para que su padre Carlo diera el paso atrás. Porque seguía yendo con él a todos los viajes.

O eso creía.

Porque yo no lo veía.

Nunca jamás.

Luca Calliveri era el pasado.

Solo me enteraba de algo de su vida por la noche, cuando miraba mis redes, y me aparecían noticias o algún vídeo suelto. Todo estaba superado. Al cien por cien. Y que me vistiera todos los días con dos tonos de color más oscuros que el vantablack absorbiendo el 99,965 por ciento de la luz visible o que me hubiera comprado más de veinte cómics en la última semana eran cosas que no tenían nada que ver. Ni siquiera mi nuevo corte de pelo. Fue una decisión totalmente autónoma e independiente.

—¿Estás seguro? —me preguntó mi peluquero de confianza. Acostumbrado a recortar un poco de aquí y un poco de allá, debía de ser extraño para él tener que raparme casi al cero.

—Sí. Corta. Sin miedo. —Claro, cuando me vio mi padre con el pelo más corto que había llevado en mi vida y, encima, de color rubio casi le da un infarto. Pero no dijo ni una sola palabra desagradable. Suponía que él también habría pasado alguna ruptura similar. Bueno, era viejo. Lo entendería. Los adultos deberían entender esas cosas, ¿no? Ruptura. Me empeñaba en llamar «ruptura» a algo que ni siquiera había llegado a existir.

Aunque los profesores no parecían entender tan bien mi situación. De algún modo, se habían vuelto mucho más exigentes conmigo. O puede que fuera porque ya estaba en segundo de Bachillerato. Probablemente fuera eso. Pero prefería pensar que el mundo estaba en mi contra.

—Costa, ¿está aquí o en Santino? —La voz de la profesora de Arte me devolvió a la realidad. Y es que encima fue a hacer daño. Dijo una de las tres palabras que no debían decirse delante de mí. Sí, la primera era «Santino». Y además acompañada por varias risitas de algunos de los gilipollas de mi clase.

—Aquí. ¿No me ve? —repliqué. Mi respuesta pareció descuadrarla por completo. No era yo el tipo de alumno que contestara a los profesores de mala manera. Pero me salió del alma.

—Si quieres podría verte también el director. —Una amenaza sutil nada velada. Ahí ya preferí no responder y volver a concentrarme en cualquier cosa que estuviera contando, pero, claro, al hablar de palacios, y de arte renacentista, y de frescos pintados en las paredes… No podía dejar de pensar en mis noches en el palazzo Santino, o en aquellas mañanas calurosas cuidando el jardín junto a mi abuelo. Mierda. Tenía que haber elegido Ciencias.

Cuando salí de clase, al menos estaba esperándome Lucía para darme mi ración de chocolate del día en forma de napolitana gigante. Lo intentaba, y se esforzaba por ser esa amiga que necesitaba, por ser ese paño de lágrimas que me ayudara a sobrellevar lo que había ocurrido. Pero algo extraño me había empezado a pasar con ella, y es que no era capaz de soltarme tanto como antes. Quizá me frenaba porque me sentía demasiado pesado cuando estábamos juntos. Y, pese a ello, todas nuestras conversaciones seguían girando en torno a Lu…, en torno a él. No quería ser el típico amigo que tiene un solo tema de conversación. Aunque lo fuera. Porque lo era. Pero me daba igual. Si es que acaso tiene algo de sentido.

—Creo que me voy acostumbrando a tu cambio de look —dijo mientras me miraba de arriba abajo, moviendo lentamente la cabeza—. Sobre todo porque me encanta tocarte el pelo.

Paseó su mano sobre mi cabeza y fingió un escalofrío de placer. He de admitir que yo hacía lo mismo casi todo el rato.

—No soy un perro —protesté, apartándome.

—Desde luego que no. Eres un gato de manual. —Frunció el ceño—. ¿Qué tal Arte? ¿Igual de aburrido que siempre?

—No es aburrido. A ver, es más culpa de la profesora que de la asignatura. A mí me gusta el arte —me defendí.

—Y a mí me gustan los Doritos —contestó, sin ningún tipo de sentido—. Pero eso no significa que no pueda aburrirme de ellos si me como dos bolsas, ¿sabes?

—No sé si la palabra que buscas es «aburrimiento» —puntualicé.

—¿Quieres quedar después para ir al centro?

—No puedo. He quedado con Alejandro. —Lo había convencido para ir a comprar nuevos cómics. De Robin, por supuesto.

—Últimamente quedáis mucho. —Obviamente entendí lo que quería decir con esa frase. E iba a responder cuando Campos y Tomás, dos de los más imbéciles de mi curso, tuvieron que hacer su aparición. Con lo tranquila que estaba la mañana…

—¿Dónde te has dejado a tu novio, el principito? —se burló Tomás, mientras Campos le lanzaba besos al aire.

—¿Envidia?

—¡¡¡Qué dices!!! —bramó Campos, estúpido como él solo. Es curioso cómo los más homófobos suelen ser los más imbéciles. Porque ambos eran repetidores. Y lo increíble es que se jactaban de ello, como si llevar un año más de encierro en el instituto los hiciera más interesantes. Ya habían tenido problemas en sus redes por hacer comentarios misóginos y racistas. Pero, como tenían su propia cuadrilla en la que se retroalimentaban con su abominable estupidez, pensaban que todo lo que hacían lo hacían bien. No merecían mi tiempo ni el de nadie, desde luego.

—Oye, enhorabuena, Tomás —añadió Lucía, socarrona.

—¿Enhorabuena?

—Sí. Me han dicho que por fin has aprendido a sumar y que vas a pasar a la ESO. —Y los dos nos echamos a reír mientras pasábamos a su lado, sin importarnos ninguno de los insultos que no dejaron de dedicarnos hasta que nos perdieron de vista. Lucía, la única persona que conseguía hacerme reír a esas alturas. Lucía y Alejandro. Al menos todo había servido para que recuperáramos nuestra amistad perdida. Por muy tópico que sonara, ser amigo de un chico hetero me costaba. Horrores. Más aún después de haberle confesado que me gustaba… y que me hubiera rechazado. Al menos me daba buenos consejos.

Por eso me apetecía quedar con él. Era mi desahogo. Con Alejandro no me sentía tan pesado como me sentía a veces con Lucía. Pensé que al principio sería raro. Por el pasado que teníamos y esas cosas. Parecía que habían pasado años desde ese momento incómodo y raro. Y Alejandro lo hacía todo tan fácil… Hay veces que nos cuesta mucho menos abrirnos con gente con la que tenemos menos confianza. Puede que sea porque pensamos que no nos van a juzgar tan a la ligera o, si lo hacen, nos va a dar más igual. Aunque yo no quería que Alejandro me juzgara. Para nada. Quería que me entendiera.

—A ver si algún día invitáis, que prefiero dar una vuelta con vosotros que quedarme en casa con los idiotas de mis hermanos pequeños —refunfuñó Lucía.

—No sabía que te gustara ir a ver cómics.

—No me gusta, peeero tampoco me disgusta —sonrió, encogiéndose de hombros.

Alejandro y yo habíamos quedado en la plaza de España, como siempre, y de ahí íbamos paseando hacia la tienda de cómics que se había convertido en mi templo. Lo gracioso era que ni siquiera era realmente fan de los cómics, pero esa ya era otra historia, mucho menos interesante. Curioso cómo nos agarramos a ciertas cosas que nos recuerdan a alguien. Y Robin me recordaba a Luca. Cada vez que veía un dibujo suyo, lo veía a él, ayudando a Batman a salvar el día.

—¿No tienes todos los de Robin ya? —me preguntó Alejandro mientras echaba un vistazo a unos mangas de My Hero Academia—. ¿No quieres dar el salto al manga? Tengo un amigo al que le flipan. Te caería bien. Tiene el pelo rojo igualito al de esta portada…

—Aún me faltan algunos. Tú si ves alguno de Robin, o de Batman, o algo que se le parezca, avísame —respondí casi sin prestarle atención, centrado en mi misión.

—Tú mandas —asintió—. Luego si quieres podemos ir al Retiro a leer, que todavía hace buen tiempo.

—Claro, lo que te apetezca —contesté prácticamente en automático. Cuando estaba allí, rodeado de ese olor a tinta, me olvidaba de todo lo demás. Era como estar de nuevo en la tienda de cómics Metrópolis, en Santino. Solo faltaba el calor abrasador que me hacía sudar a cada paso que daba. La verdad, eso era de lo poco que no echaba de menos. ¿Y qué echaba de menos? Todo lo demás.

—¡Eh! Creo que he encontrado uno que no tienes —gritó Alejandro de repente, y me acerqué a él a toda velocidad. En sus manos había un número de Nightwing, tumbado en lo alto de una azotea, sonriente. No me sonaba tenerlo. ¿Cómo no lo había visto hasta ese momento?—. No lo tienes, ¿verdad? O eso dice tu cara…

—¡No! Eres un genio. Por eso te traigo.

—Pensaba que era porque te gustaba estar conmigo —respondió, dolido.

—¡Claro! Es decir…

—Era broma, Gaspar. No te lo decía en serio. A mí también me encanta estar contigo —sonrió, como si lo hiciera sin esfuerzo, y siguió mirando el resto de los cómics, más por mí que porque le interesaran realmente.

—Gracias.

—¿Por?

—Por todo.

—Ah, no me las des, que no hace falta —sonrió de nuevo. Pero, ante mi silencio, cambió su expresión, confuso—. ¿Hay algo que me estoy perdiendo?

—No, no. Nada. Solo que…, pues eso, que gracias. Que sé que esta no es tu forma favorita de pasar una tarde.

—No seas dramático, Gaspar —bromeó—. ¿Nos vamos? Que, si no, cuando lleguemos al Retiro será de noche. —Como siempre, tenía razón.

Así que compramos de camino varias bolsas de patatas fritas, un par de refrescos, y llegamos al parque para sentarnos en una de las cuestas de césped frente al Palacio de Cristal, cada uno con nuestra lectura. A Alejandro le había dado por leer clásicos de literatura y había llevado El conde de Montecristo. Yo estaba con Muerte en la familia, uno de los cómics de los que me había hablado Luca cuando estuvimos en la Biblioteca Real. Al abrirlo, y casi sin darme cuenta al principio, cayó al suelo mi marcapáginas. Alejandro, siendo tan servicial como siempre, corrió a recogerlo.

—¿Y esta flor? —Vale, quizá sobrerreaccioné. Solo quizá. Sin el «quizá». Es decir, sí. Sobrerreaccioné. Le arrebaté la flor de medianoche que me había regalado Luca como si fuera un billete de cien euros. Solo tras hacerlo, me di cuenta de lo bruto que había sido.

—Perdón, es que…

—Sí que te gusta la flor, ¿eh?

—No es por la flor —admití.

—Lo sé —señaló Alejandro—. ¿Quieres hablar de ello?

—No —mentí—. Mi vida no tiene que girar en torno a un chico.

—Gira en torno a lo que te hizo sentir y, oye, no pasa nada. Es normal… y superválido. No dejas de machacarte por ello. Está bien estar triste, Gaspar.

—¿Durante tanto tiempo? —Porque pasaban los días y, por mucho que me mintiera a mí mismo, la cosa no acababa de mejorar.

—El que haga falta. A ver, a mí nunca me ha pasado algo parecido, pero yo qué sé. No me gusta verte agobiado.

—No, si a mí tampoco.

—No has vuelto a hablar con él, ¿no? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta. Porque, si hubiera hablado con Luca, se lo habría contado al momento.

—Qué va. Si es una tontería. Ni siquiera sé si yo le gustaba… —Non posso, Gaspar—. Pero es pensar en él y recuerdo el verano pasado y mira, yo qué sé…

Al sujetar la flor de medianoche entre mis dedos, recordé esa ­noche en la que Luca se abrió por primera vez, y se permitió dejar de ser un estirado y empezar a parecer un ser humano normal. Si no me hubiera lanzado durante el Coriali, ¿seguiríamos hablando? ¿Las cosas habrían sido diferentes? Probablemente, pero prefería arrepentirme de haberlo hecho. Porque, si no me hubiera atrevido, aún estaría carcomiéndome por dentro.

Miré a Alejandro, con su flequillo rebelde bailoteando continuamente por delante de sus ojos, y esa sensación de vértigo me golpeó de nuevo. Pero no era por Luca, sino por estar delante de otro chico que me había gustado y había salido mal.

Cuando llegué esa tarde a casa, mi padre estaba fuera de su despacho. Sorprendentemente. Y no solo eso, sino que además había hecho la cena. Puede que fuera la primera vez que la hacía en semanas. No es que fuera un gran cocinero…, y eso si se acordaba de cocinar algo. Había veces que se olvidaba por completo de comer. Así que a mí no me quedaba otra que hacerme un sándwich con los restos que hubiera en la nevera. Pero esa noche parecía estar de buen humor y no había pedido comida china o hamburguesas.

—¿Y este banquete? —bromeé al ver el plato de espaguetis con tomate que había sobre la mesa del comedor.

—Para que luego digas que no sé cocinar… —me recriminó.

—A ver, papá. Un plato de espaguetis con tomate no sé yo si es cocinar…, con todos mis respetos.

—El tomate lo he hecho yo, siguiendo la receta de tu abuela —replicó, ofendido—. Así que más te vale decirme lo rico que está.

—Por supuesto —sonreí y me senté a la mesa mientras me servía un buen plato, con la salsa por encima, humeante y deliciosa. Porque tengo que admitir que olía de miedo. Me eché también un poco de queso y empecé a comer mientras mi padre se sentaba frente a mí y bajaba un poco el sonido de la televisión, con los informativos de fondo.

—¿Qué tal en clase hoy?

—Poca novedad, ya sabes —respondí mientras todo el tomate me salpicaba en la camiseta—. Eh, papá, están buenísimos.

—¿Sí? ¿O lo dices por hacerme la pelota? —repuso, intrigado.

—No, no, en serio. Están buenísimos. Un diez si me preguntan.

Mi padre sonrió como si le hubiera hecho el mejor cumplido de su vida y probó de su plato, asintiendo y dándome la razón.

—¿Y tu trabajo qué tal? —me interesé yo.

—Tengo un nuevo manuscrito que me tiene enganchado. En ­serio, deberías leerlo.

—¿Es la historia esa de fantasía? —pregunté, y ya sabía la respuesta. Llevaba hablándome de ese libro días.

—Sí. Estoy a punto de terminar las correcciones —se enorgulleció.

—Vale, pues lo leeré cuando lo acabes entonces. —Aunque no ­tenía intención de hacerlo.

—¿Qué tal llevas los exámenes?

—Quedan todavía tres semanas para el primero, papá, por favor, deja de agobiarme. Si estoy todas las tardes estudiando… —Era cierto al cincuenta por ciento.

—Vale, vale. Solo es por saber. No te quiero agobiar —se disculpó—. Cuando los termines, podríamos aprovechar diciembre e irnos a algún sitio lejos de Madrid. Una cabaña de esas en el bosque, o algo así. A desconectar. ¿Qué te parece?

—¿Tú y yo? —Sonaba raro irnos los dos solos.

—Puedes traer a Lucía si quieres. O a tu amigo Alejandro.

—No, no. Solo que me ha sorprendido. Como siempre tienes tanto trabajo…

—El trabajo puede esperar.

Menudo cambio experimentamos en esos últimos meses. Mi padre había pasado de no hablarme a querer estar en todos los aspectos de mi vida. De ser un padre ausente a estar demasiado presente. No iba a quejarme, porque es lo que llevaba pidiendo desde que había muerto mi madre, pero el cambio era chocante. Sobre todo porque, en el fondo, creo que me había acostumbrado demasiado a no tener que hablar con él, a no tener que abrirme y poder guardar mi vida en un cajón secreto. ¿Había llegado su cambio demasiado tarde? ¿O tenía que ver más con mi estado de ánimo de los últimos meses? No sabría decirlo a ciencia cierta.

—Y hablando de trabajo…

—No, papá. Ahora no —lo corté al momento, porque ya sabía por dónde quería llevar la conversación.

—Siempre dices lo mismo, Gaspar. Pero ya estamos en noviembre. No quiero meterte presión, pero…

—Pero no dejas de meterme presión —repetí—. Papá, ¿crees que no pienso en ello? Pero esto-estas conversaciones no ayudan lo que tú te crees.

—Solo quiero decir que, si necesitas hablar sobre ello para tomar una decisión, cuentes conmigo. —Sus ojos suplicaban una ayuda silenciosa que yo no sabía darle. Podía notar cómo él también quería sentir que servía para algo, que estaba haciéndolo bien. Sobre todo después de la conversación que tuvimos.

—Ay, papá. Ya lo sé. Ya lo decidiré, ¿vale? Y si no, pues escribiré un libro y me lo publicas.

—Sabes que eso no funciona así.

—Ya lo sé. Era una broma —recalqué. Últimamente estaba muy insistente con mi futuro y con que tenía que decidir lo que quería hacer con mi vida. ¡Como si no lo supiera yo ya! Pero las cosas no funcionaban así. Necesitaba tiempo. Tenía ideas, pero cada vez que pensaba en ello me agobiaba y prefería hacer otras cosas. Quién me iba a decir que decidir sobre el futuro iba a ser tan difícil.

—… rey de Santino… —Escuché de fondo y mi corazón dio un vuelco. ¿Quién había dicho eso? Espera, claro. La televisión estaba encendida. Los informativos. Estaban hablando de Luca.

Mi padre, al escucharlo, se puso pálido y cogió el mando a toda velocidad, quitando el volumen al momento. Pero ya era tarde.

—No hace falta que lo quites. Déjalo. Quiero saber qué dicen —le indiqué con una calma que me sorprendió hasta a mí. Mi padre me miró, esperando una segunda confirmación, y mi silencio se lo dijo todo. Miró el mando como si fuera un ente extraterrestre y subió el volumen de las noticias.

—… vendrá la próxima semana. Recorrerá varias ciudades de España en su visita a nuestro país, finalizando su viaje el 12 de noviembre en Madrid, en un encuentro con los reyes, el presidente del Gobierno, varios ministros y representantes del mundo de la cultura y el deporte en el Palacio Real… —decía la presentadora, mientras se veían imágenes de fondo de Luca Calliveri visitando otras ciudades europeas como París o Roma. A su lado, siempre presente, su padre Carlo Calliveri. Pero no fue la única persona a la que reconocí. Porque en las últimas imágenes que aparecieron en la televisión vi a Filippo abriendo la puerta a Luca para que entrara en el coche oficial. Resonaron en mi mente las palabras que me dijo la última vez que lo vi. «Estoy seguro de que él también te quiere».

¿Lo había dicho de verdad? ¿O simplemente para no aprovecharse más de un chico dolido en lo más profundo de su alma?

2

Miss you

En nuestro instituto, cada vez se tomaban más en serio los problemas de salud mental que afectaban a los adolescentes. Así que un miércoles al mes nos tocaba pasar por el despacho de la psicóloga y orientadora Olivia Bellman. Recién llegada de Nuevo México ese mismo año, era una señora simpática que te daba datos aleatorios sobre la historia de la psicología y que, además, sabía sacarte la información como nadie. Pero a veces era demasiado inquisitiva y eso a mí me ponía muy nervioso. Y cuando yo me pongo nervioso, hablo más de la cuenta y, generalmente, en un tono tirando a bastante borde. Desde que había escuchado la noticia de Luca, había estado en una tensión latente continua. Como con el estómago encogido, sintiendo que algo iba a pasar, pero nunca acababa de llegar. Una mezcla de apego evitativo y ansioso que no acababa de entender. Pero ni yo era Mary Ainsworth ni mi psicóloga acababa de dar con la tecla perfecta para definir lo que me pasaba con Luca, más allá de un clásico «mal de amores», de esos con los que se han escrito miles de canciones. Y si pensaba en ello más de la cuenta, mi estómago se convertía en un agujero negro que absorbía toda la felicidad a mi alrededor. Una estrella apagándose, a punto de convertirse en una supernova.

Cuando le conté a Lucía que quería ir a ver la recepción de Luca por parte de los reyes de España, puso los ojos tan en blanco que casi le dieron la vuelta dentro de las cuencas. Sin exagerar. «Olvídate, Gaspar. Jugó con tus sentimientos». Lo cierto era que no, pero Lucía insistía en que Luca, en el último momento, había decidido echarse para atrás. «Y eso solo lo hacen los cobardes».

—El caso es, Gaspar, que te enamoraste de un príncipe. Y yo te lo avisé. La monarquía no es de fiar. Por eso todos los países deberían ser republicanos. Empezando por el nuestro. —Apretó el puño, como si estuviera dando un speech político. Un chico pasó a nuestro lado y Lucía lo cogió del brazo al momento—. Tú, ¿cómo te llamas?

—Soy Mario… —Lucía se encogió de hombros—. Vamos a la misma clase. —Ella frunció el ceño, sin entender nada—. Salimos juntos dos meses.

—Vale, aquí mi amigo David…

—Mario.

—Whatever. ¿Tú qué opinas sobre la monarquía y sobre el príncipe Luca Calliveri? ¿Tiene derecho a tener un palacio y mirar a Gaspar por encima del hombro?

—Lucía, creo que le estás haciendo daño —puntualicé.

—¿Luca Ca-calliveri? ¿El rey de Santino? Parece majo.

—¿Ves? Por eso lo dejamos —dijo con desprecio, soltándolo del brazo y dejando a Mario libre, que optó por escapar a toda velocidad.

—Vale. ¿Puedes parar de intentar secuestrar a otros alumnos? Solo digo que quiero ir a verlo, aunque sea de lejos —me expliqué—. Quizá me dé cuenta de que ya está todo superado, yo qué sé. Pero no quiero ir solo.

—¿No te acompaña tu nuevo mejor amigo Alejandro?

—Oh, vamos, Lu. ¿No puedo tener dos mejores amigos? —Y sonreí lo más ampliamente posible.

—Creo que técnicamente no puedes, pero esa sonrisa y esos colmillos tan monos me convencen siempre.

—¿Colmillos? ¿Qué les pasa a mis colmillos?

—Eso sí, me tienes que dar permiso para irnos cuando yo decida, por si acaso se te va de las manos —insistió. No tenía muy claro a lo que se refería, pero si algo había aprendido en nuestros años de amistad era que mejor aceptar primero y dejar las discusiones para después.

—Vaaale —acepté.

En cuanto se lo dijimos a Magda, Iván y Alejandro, me apoyaron. Aunque creo que porque tenían curiosidad de contemplar el espec­táculo. Y, aunque por una parte me daba miedo enfrentarme a verlo de nuevo en persona, por otro lado tenía ganas de hacerlo. Solo tenía que pasar el trámite de Olivia. Bellman, no Rodrigo. Y ya era mi tercera sesión. Así que todo estaba controlado. Todo controlado.

—Todo controlado —repetí por tercera vez pero en voz alta, antes de que una voz me dijera desde dentro del despacho que podía pasar.

Y, como siempre que entraba allí, el olor a incienso de frambuesa me dio una patada en la nariz al momento. Aunque nunca había visto el palito de incienso quemándose. Quizá fuera un ambientador raro. No lo sabía. Todo tenía un aire místico, como una sesión de lectura de cartas del tarot. Los pocos libros de su estantería estaban ordenados por colores, aunque no tan bien como ella creía. Porque claramente esos libros no eran todos de color amarillo.

—Buenas tardes, Gaspar. —Y señaló una silla con la mano para que me sentara. Yo, obediente, me senté.

—Buenas tardes —respondí con un gallo enorme, así que me aclaré la garganta y lo repetí—: Buenas-buenas tardes. —Habría estado mejor sin tartamudear, pero vale, vamos mejorando.

—¿Qué tal este último mes? Veo que tus notas han mejorado un poco. ¿Estás preparado para los exámenes de final de mes?

—Cuántas preguntas al mismo tiempo —bromeé. No le gustó—. A ver, este último mes genial, sinceramente. Estoy quedando más con mi amigo Alejandro, así que al menos estoy recuperando esa amistad. Los exámenes bien, guay. Y con mi padre todo bien, así que no me puedo quejar. La vida me sonríe —expuse mientras me apoyaba en el respaldo de la silla; sin embargo, estuve a punto de caer, así que me agarré con fuerza al borde de la mesa, ganándome otra mirada de desconfianza de Olivia.

—Cuánto me alegro, Gaspar… —Aunque su tono mostraba un poco lo contrario—. Y sobre lo que hablamos la última vez… —dejó caer de forma sibilina. Cómo me conocía.

—Hablamos de muchas cosas y… Vale, me callo.

—Hablo sobre tu futuro, Gaspar. —He de decir que tenía mucha paciencia conmigo—. ¿Qué tal vas con eso?

—Pues igual, un poco igual. Un poco lo mismo de siempre. No tengo muy claro lo que quiero hacer con mi vida, pero estoy en ello, ¿eh? No es que esté mirando al techo todas las tardes. —Que también—. Pero estas cosas llevan su tiempo. Supongo. Es nuevo para mí, ¿no? O sea, sí, sé que es nuevo para mí, pero ya sabe.

—Me parece bien que sigas pensando en ello. Pero, para la siguiente vez que nos veamos, estaría bien que, al menos, tuvieras una lista de cosas que te gustan, ¿no crees? Así podemos ver lo que más se puede ajustar a tus intereses, poco a poco —fue relajando el tono de su voz—. No hace falta que sean muchas cosas, pero algo que te interese, aunque sea un mínimo.

—Cla-claro. Lo intentaré —afirmé, y de verdad creía en ello—. Mi madre siempre quiso que fuera escritor. —Mencionarla no fue la mejor idea. Porque me puse triste al instante, pero también feliz al recordarla. Natsukashii en vena. Mi vida poco a poco se había conver­tido en una emoción intraducible. Pixar lo tendría complicado conmigo.

—¿Has probado a escribir? —sugirió.

—Sí, y ha sido bastante decepcionante. —Las veces que lo había intentado nunca había salido nada decente. Así que lo dejé por imposible.

—No pasa nada. Quizá no has encontrado la historia necesaria. —Y apuntó algo en su libreta—. Para escribir, lo importante siempre es encontrar una historia que quieras contar. Esa historia que te gustaría leer. Ya llegará.

—Puede ser, sí —chisté. ¿Cuánto más tiempo iba a tener que estar ahí? Quería coger sitio para poder ver a Luca. Cuando llegáramos, eso ya iba a estar lleno de gente.

—Me llama la atención, Gaspar… —y dejó la libreta sobre la mesa con lentitud—, que ni siquiera hayas dicho su nombre desde que has entrado en mi despacho.

—De quién. ¿De mi madre?

—No. —Ah, vale, que se refería a Luca. Parecía haberme leído la mente—. En la última sesión que tuvimos fue lo único de lo que fuiste capaz de hablar.

—Ya, bueno… —Lo que lloré en esa sesión… Y en la anterior… Si es que lo había dicho, que esa mujer era capaz de sacarte toda la información—. Ya no pienso tanto en ello.

—Los dos sabemos que eso no es verdad —sonrió con sorna—. Sabes que viene a Madrid, ¿no?

—Sí, algo he escuchado…

—¿Lo has hablado con tu padre?

—¿El qué? ¿Que Luca viene a Madrid? No sabía que tenía que hablarlo con él. Un adolescente debe tener sus secretos, Oli —bromeé. Obviamente, me ignoró—. No, a ver. Me enteré viéndolo por la tele cuando cenaba con mi padre. Así que sí, está al corriente.

Olivia se quedó en silencio. Le gustaba mucho hacerlo. Supongo que para que yo reflexionara y rebuscara en mi interior lo que debía o no debía decir. Pero los silencios no se me dan bien. Me suelen dejar sin oxígeno y, cuando hablo, es como si saliera de debajo del agua y tratara de recuperar todo el aire posible.

—A ver, me gustaría ir a verlo, claro. Como también me gustaría volver a Santino. Pero ¿de qué iba a servir? No me ha vuelto a escribir en estos meses. Yo creo que fuimos amigos y ya está, ¿no? Y yo malinterpreté señales. O quizá es como dice Lu, y realmente no se atrevió a dar el último paso conmigo. Que lo entiendo, al final del día es un rey y tiene responsabilidades. Aunque ¿y si yo fuera una chica? ¿Habría cambiado el final? ¿Se habría atrevido? Por Dios, ni siquiera sé si es gay. Yo qué sé ya. La verdad. Pero bueno, solo sé que no sé nada, ¿no? Además, las cosas son diferentes ahora.

—¿Lo son? ¿En qué sentido?

—En que ya no me gusta Luca Calliveri. —Y lo dije con toda la convicción de la que fui capaz. No era mucha, pero lo intenté.

—¿Estás seguro de ello?

—¿Cómo que si estoy seguro de ello? Pues claro.

—A mi modo de ver, Gaspar, creo que no te hace falta regresar a Santino.

—¿No? ¿Por qué? —pregunté, inquisitivo.

—Porque sigues allí.

Su reflexión me persiguió toda la tarde de camino al Palacio Real con mis amigos a mi lado. Comprando entradas para mi debacle emocional. ¿Qué había querido decir Gloria con que yo seguía en Santino? Me dejó totalmente fuera de combate cuando me lo dijo. Ni supe qué contestar, ni me permitió hacerlo. «Piensa en ello. No respondas ahora, Gaspar». Lo que me faltaba. Deberes también de la psicóloga del instituto. Según íbamos acercándonos al centro de la ciudad, cada vez había más y más gente. Además de muchos furgones policiales. Pero tenía su lógica. Era la visita de un rey. Un rey recién coronado, nada menos. Así que supuse que ya habría precio por su cabeza. A ver, no literalmente, pero algo similar.

Paramos en un McDonald’s para coger comida para el camino y, cuando llegamos a los aledaños del Palacio Real, vimos cómo habían montado unas gradas metálicas justo enfrente. Para sorpresa de nadie, ya estaban abarrotadas de gente. ¿Por qué todo el mundo tenía tanto tiempo libre? ¿Y qué más les daba ver a un rey como Luca dándole la mano a nuestros reyes? Quizá porque se había convertido en un auténtico icono. Estaba en todas partes, aunque aún no había dado ni una sola entrevista. Desde que mi fama empezó a evadirse y difuminarse, lo habían unido a todo tipo de famosas. Sí, siempre mujeres. Porque en el mundo seguía dominando lo heteronormativo. Tampoco es que yo siguiera sus novedades ni mucho menos, pero su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Dios, estaría tan enfadado y tan molesto con todo el mundo tomando decisiones por él y no pudiéndose negar a nada… Lo que siempre había temido se iba haciendo realidad a pasos agigantados. Escrito en piedra.

—Pero ¡esto está petado! —exclamó Lucía mientras, de fondo, se escuchaba música por unos altavoces colocados en lo alto de varias farolas.

—La gente tiene demasiado tiempo libre —añadió Magda.

—¡Lo mismo que había pensado yo! —intervine.

—Podemos colocarnos junto a la valla. Mira, desde ahí se ve bien —sugirió Iván y lo seguimos, haciendo espacio con nuestros cuerpos para ponernos en primera fila. Aunque al estar tan cerca… me sentía tan expuesto de repente que incluso pensé en decirles a todos que lo dejáramos, que nos fuéramos a casa. Quizá fue la energía que irradiaba, pero Lucía debió de sentirlo porque me pasó la mano por detrás y yo, instintivamente, reposé mi cabeza sobre su hombro. Aunque no era Lucía, sino Alejandro. En cuanto me di cuenta, me separé instintivamente.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí esperando, pero sí que hacía demasiado frío para soportarlo solo con mi sudadera de Nirvana. Hasta que aparecieron varios de los coches oficiales del séquito de los Calliveri y todo el frío se me pasó de golpe, poniéndome en tensión al instante. Varios policías vinieron hacia las vallas, para colocarse entre nosotros y las autoridades, por lo que pasamos de ver perfectamente a solo atisbar lo que estaba ocurriendo detrás de esos policías de casi dos metros de altura. Y, por mucho que me pusiera de puntillas, mi vista no mejoraba.

—¡Eh! ¡Conozco mis derechos! —bramó Lucía.

—Lu, haz el favor de callar, que no quiero pasar la noche en la cárcel. No me viene bien, fíjate tú —la reprendió Iván.

Pero yo no podía estar pendiente de sus discusiones. Porque, de uno de los coches, salió alguien vestido con un traje azul claro que le quedaba perfecto, marcando sus muslos como si acabara de salir del gimnasio. Unas gafas de sol de montura dorada que reflejaban los pocos rayos de sol que quedaban en el cielo. El pelo engominado hacia atrás… Sin duda, era Luca Calliveri. La gente comenzó a gritar y varias niñas, incluso más pequeñas que nosotros, empezaron a agolparse contra las vallas, gritando el nombre de Luca hasta quedarse casi sin voz. Realmente sí que se había convertido en una auténtica estrella. Estaría pasando una vergüenza descomunal. De eso estaba seguro.

Atravesaron los pocos metros que los separaban de la entrada lateral del Palacio Real. Luca iba acompañado de Filippo, de su padre el rey Carlo y de varias personas de seguridad. Además, tras él iban otras dos mujeres que le sacaban a Luca más de una cabeza, aunque no sabía quiénes eran. Las niñas seguían gritando desquiciadas. Solo esperaba que Lucía no se enzarzara en una pelea con ellas, porque era capaz de hacerlo. Pero esos gritos fueron los responsables de que Luca mirara hacia nuestra posición, hacia donde estábamos. Y juraría que, por un momento, más breve que un attosegundo (es decir, la trillonésima parte de un segundo), nuestras miradas se cruzaron. Volví a sentir sus brazos sujetando mi cadera cuando nos fugábamos en el cortacésped de camino a Santino Porto. Ese escalofrío que me recorrió todo el cuerpo cuando nos quitamos la ropa mojada en el día de mi cumpleaños. Escuché su voz, clara y cristalina en mi cabeza, diciendo mi nombre. Gaspar.

Ahí me di cuenta de que estaba muy lejos de superar lo que sentía por él. Porque estaba claro que seguía gustándome Luca Calliveri.

—Gaspar —dijo Alejandro hasta que volví a la realidad. Por lo visto, no era la primera vez que me llamaba.

—¿Qué pasa?

—¿Estás bien? —preguntó, preocupado. De repente, todos estaban mirándome, casi como si estuviera enfermo o algo.

—Sí, sí. Estoy bien. Me alegra verlo, así en directo.

La gente seguía gritando y aplaudiendo, y Luca comenzó a saludar desde la lejanía, moviendo rítmicamente su mano derecha. Pero era tal el fervor que decidió acercarse a una zona de la valla, seguido por Filippo y su séquito de seguridad. Las chicas no dejaban de hacerle fotos e incluso estiraban sus brazos para que Luca les diera la mano. Verlo así, experimentando el calor de la gente, era reconfortante. Al menos ya no estaba prisionero en una jaula de cristal y mármol.

—¿Están locas? Ni que fuera Taylor Swift, vamos a ver —masculló Lucía.

—Pues es mucho más guapo al natural —añadió Magda, totalmente embelesada—. Tonto no eres, Gaspar.

—Yo no sé qué le veis. ¿Esa nariz? Está mal hecho. Está desproporcionado —agregó Iván entre dientes.

—Tú sí que estás desproporcionado —replicó Lucía, ofendida.

Luca siguió saludando a la gente y, poco a poco, se iba acercando a nuestra posición. No, no, no. Eso sí que no. Una cosa era verlo de lejos y otra muy distinta tener contacto directo con él. Mi respiración empezó a acelerarse sin mi permiso. Boqueando como pez fuera del agua. La gente de mi alrededor estaba absorbiendo mi oxígeno. ¿O eran mis pulmones, que se había vuelto inservibles? Porque, por más que tratara de respirar, no lo conseguía. Así que, sin avisar a nadie, traté de dar la vuelta y salir de allí disimuladamente. El problema es que se había agolpado bastante gente detrás de nosotros y moverse se había vuelto demasiado complicado.

—Perdón, perdón. ¿Me dejas pasar? Disculpa.

—Gaspar, tranquilo. Espera, que salimos… —me indicó Lucía con una expresión de preocupación real dibujada en su rostro—. Solo hay que esperar a que la gente se mueva y…

Pero no dio tiempo, porque, antes casi de movernos, me encontré cara a cara con él. Luca había llegado a nuestra posición, con una sonrisa políticamente correcta decorándole la cara. Fue verme y su expresión cambió por completo. Abrió los ojos como platos y me miró sin saber muy bien qué decir. No sé si se hizo el silencio a nuestro alrededor, o es que yo no era capaz de escuchar nada más allá de los propios latidos de mi corazón. En ese momento, latía más rápido que el de un colibrí. A mil doscientas pulsaciones por minuto.

—¿Gaspar? —consiguió decir con ese acento santinés tan mar­cado.

No sabía ni qué decir, ni cómo actuar. Así que solo se me ocurrió decir su lema familiar.

—Lunga vita solare —susurré.

—E breve notte lunare —respondió él, igual de perdido que yo.

Al momento, varios miembros de su equipo de seguridad le indicaron que tenía que seguir andando y, casi como un zombi, dejó que sus pies marcaran el camino, rompiendo nuestro contacto visual de golpe, llevándose un trozo de mi energía con él. Siguió saludando a la gente y, cuando estaba ya a unos metros de distancia, vi cómo giraba levemente el cuello para mirarme de reojo, casi como si quisiera asegurarse de que lo que había pasado era real. De que yo era real.

—Menuda movida, Gaspar. Menuda movida —me dijo Lucía entre dientes, pasándome el brazo por encima del hombro.

—¿Qué pasa?

—Pues que sigues enamoradísimo. Eso es lo que pasa.

3

Fortnight

Ya no me gusta Luca Calliveri.

O quizá sí. Quizá había estado negando la evidencia, ¿no? El Gaspar que me devolvió la mirada esa noche en el espejo era diferente. Algo había cambiado. Yo había cambiado. Después de estar casi toda la tarde como un espíritu errante, casi sin participar en ninguna de las conversaciones que iniciaban los demás, llegué a casa solo para quedarme dormido viendo vídeos de Luca Calliveri llegando a Madrid, haciéndose fotos con los reyes, visitando Toledo con todo su séquito… Me desperté a las tres de la madrugada, aún con la ropa puesta y un hilillo de saliva cayendo por mi mejilla, mojando la almohada. Mientras me desvestía para tratar de dormir algo más antes de despertarme para ir al instituto, me miré al espejo. Me enfrenté a mí mismo y me obligué a decirme: «Ya no me gusta Luca Calliveri». Pero mi boca no se movió. No quería o no podía. Cada vez estaba más seguro de que tenía ganas de verlo. Aunque no tuviera forma de hacerlo. ¿Volver a Santino? Seguramente mi foto estuviera en todas las fronteras del país para impedirme la entrada. Por lo que sabía, seguro que Filippo estaba guardando la entrada del palazzo Santino para dispararme como poco en cuanto me acercara a menos de diez metros de distancia, pese a haber sido invitado al Coriali. Nunca entendí por qué me odiaba tanto, si lo único que trataba era de entretener y hacer feliz a Luca. Ser su amigo. Básicamente, lo que más necesitaba. Y solo yo parecía verlo.

Juro que intenté dormir. Pero no había forma. Cada vez que cerraba los ojos, veía su cara, frente a mí, totalmente descolocado.

—Gaspar —escuchaba una y otra vez.

¿Todo esto solo por verlo de nuevo? ¿Tanto me importaba? ¿Tan poco lo había superado? Pues sí que había avanzado mucho en esos meses… Pensé en escribir a Alejandro, pero a esas horas era imposible que estuviera despierto. Así que me quedé mirando al techo, tratando de poner la mente en blanco lo máximo posible, esperando quedarme dormido en algún momento.

No recuerdo cuándo conseguí conciliar el sueño, pero sí que recuerdo despertarme a las nueve de la mañana por pura inercia. Tardé unos segundos en ubicarme y desperezarme, hasta que caí en la cuenta de que estaba llegando una hora tarde a clase. ¿Y mi padre? ¿Por qué no me había despertado?

—¡Joder! ¡Papá! ¡Que me he dormido! —chillé mientras me ponía los vaqueros del revés y metía la cabeza por el agujero de la manga de mi camiseta.

Escuché cómo se abría la puerta de su despacho y salí al pasillo.

—¡Gaspar, no grites, que estoy en una reunión! —Y volvió a encerrarse. Genial. Ni se había dado cuenta de que estaba faltando a clase. Premio al padre del año.

Es extraño llegar al instituto después de haberte perdido las primeras horas. Uno se siente casi como un delincuente. Recuerdo cuando faltaba por ir al médico con mi madre, y sentía que la gente me miraba, juzgándome. Ese niño debería estar en clase. ¿Qué hace por la calle? ¿Acaso sus padres no saben educarlo? Sentí lo mismo cuando llegué esa mañana a la puerta del instituto. Esperando que sonara el timbre que indicaba que llegaba la hora del recreo. Pero lo que sonó primero fue mi teléfono móvil. Un mensaje de mi padre. «¿Cómo que has faltado a clase? Dónde estás. Acaba de llamarme tu tutora». Al final sí que se había dado cuenta. Le estaba contestando cuando apareció Alejandro a mi lado, con la mochila colgando de su hombro derecho, con despreocupación. Justamente lo que más me gustaba de él…, cuando me gustaba. No era de ese tipo de personas que saben que son guapos y juegan con ello. Alejandro era diferente.

—¿Gaspar? ¿Qué haces aquí?

—¿Y tú? —respondí con otra pregunta.

—Tenía médico hoy. Revisión mensual. —Y me enseñó su brazo, con un algodón pegado en el bíceps.

—¿Era hoy? Se me había olvidado por completo…

—No pasa nada. No tienes que acordarte siempre. Además, todo está bien —sonrió. Desde que tuvieron que extirparle un pequeño tumor de la espalda, tenía revisiones cada mes para controlar que todo fuera bien. Yo siempre le escribía el día antes para desearle suerte, y le llevaba una chocolatina al día siguiente. Pero hacía tiempo que no lo hacía. Casi siempre se me olvidaba.

—Vamos al súper de aquí al lado, y te compro chocolate…

—No hace falta. —Sacó una tableta a medio comer del bolsillo de su mochila—. Ya he comido la mitad de esta.

—Se me había olvidado que…

—Tranquilo. ¿Tú qué excusa tienes? Parece que no has dormido nada…

—¿Tan mala cara tengo? —me lamenté, tratando de verme en el reflejo del cristal de la entrada.

—Nunca tienes mala cara, Gaspar. —Esas palabras, hace unos meses, me habrían derretido por completo—. ¿Entramos?

—Vale.

Esa mañana las clases fueron interminables. No sabría decir la razón. Ya sabemos que el tiempo hay veces que pasa muy lento o muy rápido. Así me sentía. Desligado por completo del tiempo físico. Agobiado porque los exámenes cada vez estaban más cerca. Todo sobre lo que tenía que tomar una decisión me miraba al final del pasillo, y yo solo quería cerrar los ojos y volver al verano, con cero responsabilidades, cero compromisos. Solo comiendo corni bajo el sol abrasador de Santino. Fue pensar en ello y la puerta de la clase se abrió, interrumpiendo el silencio de golpe. En el umbral de la puerta estaba el director Nicasio, con una expresión extraña en la cara. Cuando fruncía el ceño, siempre parecía estar furioso, ya que sus cejas estaban unidas. Pero la mayoría de las veces era un trozo de pan con el que resultaba imposible enfadarse.

—Buenos días, ¿puedo pedir a Gaspar Costa que me acompañe un segundo a mi despacho?

Se me cortó la respiración al escuchar mi nombre. Un «uuuh» generalizado se propagó por el aula hasta llegar a mis oídos como una onda expansiva. Toda la clase se había girado para mirarme.

—¿Gaspar? —preguntó el profesor.

—Sí soy. Es decir, sí, sí. Estoy aquí. Voy, voy —afirmé, levantándome de mi mesa, y yendo hacia el director, sintiendo los ojos de todos clavados en mi nuca—. Creo que la he liado. Recordadme como el gran Gaspar Costa. —Nunca está de más hacer un poco el payaso y llevarse un par de sonrisas por el camino. Pero, como siempre, mi humor no es el más fino del mundo y suele caer en saco roto.

Seguí al director por los pasillos del instituto, mientras me hacía preguntas vacías sobre qué tal estaba y si llevaba bien los exámenes. Era como ir al corredor de la muerte. Mientras contestaba de manera casi automática, iba repasando punto por punto los últimos días y últimas semanas. No había hecho nada para meterme en líos. ¿Quizá era por haber faltado a las tres primeras horas? Pero la tutora ya me había llamado la atención. ¿Qué más había que hablar? Ni que faltar a clase fuera un crimen. Ni yo era el primero al que le pasaba ni sería el último.

—¿Gaspar? —dijo la voz de Nicasio.

—Sí, sí. ¿Qué? Si esto es por haber faltado esta mañana, ya lo hablé con mi tutora. Me quedé dormido porque últimamente…

—Gaspar —dijo mi nombre de nuevo.

—¿Qué?

—Cierra la puerta.

Obedecí y, cuando me di la vuelta, fui consciente de que no estábamos solos en el despacho del director. Porque estaba él, estaba yo y había un señor en traje. Medía cerca de dos metros y era casi como un armario empotrado. Su espalda era tan ancha que me costaba ima­ginarlo entrando por la puerta sin chocar sus hombros con el marco. Y, después de revisarlo de arriba abajo y ponerme en guardia, mis ojos fueron d

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