Prólogo
Leah Wexford miró a uno y a otro lado del jardín con el corazón encogido. Algunas secciones parecían haber sido engullidas por la oscuridad, no así la entrada del laberinto, que era visible con dos farolas que, igual que Caronte, iluminaban el camino hacia lo desconocido, guiando a los valientes a través de la penumbra.
El dédalo, formado por setos altos y densos, parecía absorber la luz, dejando solo un débil resplandor en sus bordes, como si los dioses griegos hubieran tejido una trampa de sombras para desafiar a los mortales.
Cerró los ojos por un instante y vio el rostro de su prometido, lo que la animó a mantenerse fuerte. De haber sido por ella, habría continuado en el salón bajo las luces de las arañas que se reflejaban en la cristalería, en los espejos y en las joyas de las damas, soportando que el duque de Oxford continuara devorándola con los ojos de manera tan descarada y obscena. Pero temía que Edward se cansara de la situación y cometiera alguna locura.
Respiró hondo y corrió hacia la entrada, recogiéndose la falda, pues las lluvias de aquella mañana habían dejado el suelo embarrado y no quería mancharse y que alguien adivinara que se había escapado. Llevaba un vestido de baile confeccionado en seda azul celeste, con un corsé ajustado que realzaba su figura. La falda, amplia y adornada con delicados bordados de hilo de plata, se movía grácilmente con cada paso que daba, y las mangas, largas y ajustadas, terminaban en encajes finos que acariciaban sus muñecas.
Leah se sintió un poco más protegida al adentrarse en el laberinto, aunque la angustia le apretaba la garganta como una serpiente constrictora. El aire estaba cargado de humedad y penetraba en sus pulmones de forma densa y pesada impidiendo que respirase con normalidad.
A medida que avanzaba en el interior, el silencio se volvió casi palpable, roto solo por el crujido ocasional de una rama bajo sus pies. La luz de la luna, aunque tenue, le daba un pequeño consuelo, ya que, cuanto más se adentraba, las paredes de setos se cerraban a su alrededor, creando un pasillo estrecho y sinuoso que se extendía hacia lo desconocido.
Pasó junto a una glorieta, sin dejar de advertir que cada giro y cada esquina era similar al anterior; una trampa diseñada para confundir y desorientar. La sensación de estar atrapada aumentó su ansiedad, haciendo que su pecho subiera y bajara rápidamente con cada respiración agitada, mientras el temor se apoderaba de ella.
Llegó a la segunda rotonda y allí esperó, con el corazón golpeando en su pecho como una tropa de caballería en plena carga. La impaciencia la consumía; deseaba acabar pronto con lo que había ido a hacer allí. Anhelaba regresar a la reunión y bailar con Edward, mientras él le contaba la conversación que había sostenido con el vicario y con el conde de Bredford.
Leah era joven y hermosa, hija de un vizconde. Poseía una nariz respingona y unos labios carnosos que le daban un aire de inocencia y belleza que no pasaba desapercibida. En ese momento, el cabello de un tono castaño claro lo llevaba recogido en un elegante moño bajo, con algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro y caían graciosamente sobre sus hombros.
Escuchó un ruido a su espalda y, antes de poder girar sobre sí misma, unas manos de huesos finos y dedos largos y delgados se hundieron sobre su cintura. Una oleada de rechazo, incluso de enfado y miedo, recorrió su cuerpo. La repulsión la invadió, haciendo que su piel se erizara al contacto.
—Querida Leah —susurró la voz del duque, junto a su oído, con un tono que le heló la sangre.
Ella dio un respingo y se apartó dando unos pasos hacia adelante, después se volvió a mirarlo con el ceño fruncido y la respiración agitada.
—Lamento haberte asustado —dijo él entre risas, como si hubiera cometido una travesura y se divirtiera con ella. La miró de arriba abajo y Leah se inquietó bajó su atenta inspección—. Estás muy hermosa esta noche.
Ella levantó el mentón y clavó en él una oscura y desafiante mirada.
—No he venido aquí para escuchar más halagos de su parte, milord, sino para advertirle de una vez por todas que deje de perseguirme. Estoy enamorada de Edward y es con él con quien pienso casarme. La situación con usted se está haciendo tan insostenible que he pensado en rechazar las demás invitaciones que le incluyan a usted.
El lord, con una sonrisa presuntuosa, paseó por la glorieta sin dejar de mirarla, como si ella no fuera más que un conejo al que tenía cercado. Leah aborrecía esa seguridad de hombre poderoso que le otorgaba su título, esa arrogancia que le hacía creerse superior a los demás. En el fondo, aparte de ser un hombre atractivo, no era más que un caprichoso que compraba sus antojos con dinero.
—Leah, querida —susurró, deteniéndose frente a ella con las manos entrelazadas tras la espalda—, ¿no te das cuenta de que yo también deseo que todo esto acabe?
—Entonces… —Se recogió el bajo de la falda dispuesta a marcharse de allí, pero el duque se interpuso en su camino, obligándola a detenerse.
—Estoy profundamente afectado por los problemas que mi… —el duque se llevó la mano al pecho con la palma abierta— enamoramiento pueda estar causándote. Comprendo tu situación, créeme, pero entiende que necesito que seas mi esposa. —No la dejó hablar cuando ella abrió la boca para negarse—. Ese al que llamas tu prometido no puede ofrecerte nada, en cambio, yo… —señaló con una mano a su alrededor— podría dártelo todo.
—Edward me ofrece amor, milord.
Él se echó a reír con ironía.
—¿Y con eso vivirás? ¿Con el amor? —Volvió a reírse de esa forma que a Leah le producía escalofríos—. Yo también te daré amor, y criados, y un hogar.
—Pero yo no lo amo a usted —respondió, mirándolo con desdén—. Prefiero mil veces morir a pasar un solo día sin Edward. Usted no puede comprenderlo, porque lo único que le interesa es tener su séquito de sirvientes para que vayan limpiando lo que ensucia. —Leah cambió de actitud; aunque seguía estando furiosa, le pareció más razonable mostrarse sumisa para poder conseguir su clemencia. Lo miró con ojos suplicantes—. Se lo ruego, milord, no insista más. Hay muchas damas dispuestas a casarse con usted.
La sonrisa del duque se desvaneció lentamente y la observó en silencio por un momento. Leah sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero se mantuvo firme, decidida a no dejarse intimidar.
—Mas yo deseo hacerlo contigo.
Leah negó con la cabeza y, una vez más, intentó marcharse. El duque logró atrapar sus manos y la obligó a mantenerse quieta, mirándola a los ojos con una intensidad que la hizo estremecer. El lord, aunque interesante, no era precisamente guapo. Su cuerpo delgado y su cabello claro le daban un aspecto común, y sus ojos grises, aunque fríos, no destacaban tanto como su título y su posición. Vestía con la elegancia propia de su rango, pero su físico no era lo que llamaba la atención, sino la autoridad que emanaba de su presencia.
—Leah. —El aliento de su voz golpeó de lleno en su rostro, lo que hizo que ella pusiera más empeño en alejarse, pero el duque no se lo permitió—. Seguiré insistiendo hasta…
El sonido de unos pasos le interrumpió y ambos miraron hacia el lugar de donde provenían los ruidos. Los ojos de Leah se dilataron al ver a Edward, que, muy serio, se detuvo a observarlos.
—Estaba buscándote, pero ya veo que estás ocupada.
Ella tiró con fuerza de las manos del duque, soltándose, y sacudiendo la cabeza caminó hacia su prometido.
—No es lo que tú piensas.
Edward alzó una ceja, escéptico.
—Ah, ¿no? Te hallo aquí escondida con un hombre, ¿y no es lo que yo pienso?
Leah negó con vehemencia.
—Puedo explicártelo, te prometo…
—¡Dios, tú sabes cuánto te amo! Sabes que por ti soy capaz de hacer cualquier cosa, y me lo pagas así, rompiéndome el corazón —dijo con voz quebrada, mirándola con dolor e incredulidad.
—No, Edward. —Leah miró al duque en busca de ayuda, pero este sonreía y disfrutaba como un niño con un juguete nuevo. De repente, comprendió que él lo había planeado todo. La había citado allí a sabiendas de que Edward iría y los encontraría juntos—. ¡Edward! —gritó al ver que, herido y decepcionado, se daba la vuelta y se marchaba por donde había venido.
—Leah —llamó el duque, haciendo que ella lo mirara, solo para que viese la sonrisa socarrona que se dibujaba en sus labios.
La joven, apretando los dientes, furiosa por lo que el despreciable hombre había hecho, corrió detrás de Edward, pero lo perdió de vista una vez que entraron en el salón.
Capítulo 1
Londres, quince años más tarde
Eso era lo que lady Leah Wexford necesitaba, pensó Elvira al escuchar las sonoras carcajadas de su señora, que resonaron por toda la sala donde las damas y caballeros jugaban a las cartas y compartían chismes. Desde que Leah se había instalado en una aldea a pocos kilómetros de Londres, apenas había mantenido contacto con nadie. Su sobrina mayor, lady Blackwood, se había casado y vivía en Somerset; la pequeña estudiaba en una escuela de señoritas, y su hermano, lord William Wexford, se pasaba el tiempo sumergido en sus negocios viajando de un lado a otro para estar cerca de sus hijas.
Ahora Leah podía llevar la vida que había soñado después de su tragedia. Elvira no la conocía en esa época, pero sabía que había perdido a sus padres siendo muy joven, que su cuñada también falleció unos años después, y que, tras aquello, se había volcado de lleno en ayudar a su hermano con las niñas.
—Ay, Elvira —había dicho Leah la semana anterior, mientras observaba con nostalgia a través de la ventana cómo la lluvia regaba los verdes campos y las colinas—, antes imaginaba mi vida de un modo muy distinto. Pensaba que no tendría que dar explicaciones de cuándo entraba o salía de casa, o que, si me compraba alguna cosa o hacía algo fuera de lo normal, sería decisión mía. —Encogió sus hombros con un profundo suspiro—. No pude hacer nada de aquello porque seguí viviendo con William, y ahora, que puede decirse que me he quedado sola, no tengo ni idea de cómo desenvolverme.
—No está sola, milady, su sobrina, Lady Blackwood…
—Ah, lo sé, lo sé. —Leah se había girado hacia ella, interrumpiéndola mientras agitaba una mano—. No me refiero a eso. Sé que me ha ofrecido su casa, y William también, pero ninguno de ellos me necesita ahora. Desean que sea feliz y que cumpla mis sueños, sin embargo… —la miró con una expresión triste— no sé cómo hacerlo, no tengo ni idea de cómo gestionarlo, y lo peor, no estoy segura de que me apetezca.
Elvira, sin saber qué responder, permaneció en silencio.
Nunca había estado en la situación de su señora, pero, de ser tan hermosa como Leah, habría hecho que los hombres se pusieran a sus pies; incluso se habría permitido el lujo de rechazar sus asquerosas atenciones y fortunas, con las que seguramente muchos habrían querido comprarla.
—Esa dama siempre está llamando la atención.
Elvira miró con desprecio a las dos doncellas que conversaban a su lado. Las malditas hipócritas que censuraba a su señora cuando en realidad la envidiaban.
Una de ellas se dio cuenta de que las escuchaba y advirtió a la otra con un suave codazo.
—Sois peores que las alimañas —siseó Elvira, indignada—, pero os compadezco, porque ni vosotras ni vuestras señoras tendrán nunca la cantidad de admiradores que tiene la mía. ¿Acaso no lo veis? —Las dos recorrieron la sala con la vista—. La mayoría de los hombres, ya sean solteros o casados, la miran embelesados, y lo mejor, que solo a los que ella desea se atreven a acercarse, mientras que los demás la temen —sonrió con ironía—, o temen a sus esposas.
En ese momento, a Leah Wexford se le escapó un naipe de entre los dedos, o quizá lo tirara adrede. Llevaba el cabello recogido en un elegante moño y sus ojos brillaban con una mezcla de diversión y desafío, mientras jugaba a las cartas. El teniente Ford, que no le había quitado la vista de encima, se apresuró a recogerlo ante la mirada furiosa de su mujer. Se lo devolvió a Leah con una sonrisa de ferviente admirador y ojos brillantes de una creciente lujuria.
Elvira observó la escena con orgullo.
—La próxima vez que queráis criticar a alguien —añadió, sacudiendo su falda con gesto desdeñoso—, mirad primero vuestro ombligo.
Las doncellas, con las bandejas de los aperitivos en las manos, bajaron las miradas, avergonzadas, y se alejaron murmurando entre ellas.
***
—Lady Wexford, es la primera vez que la veo jugar a las cartas.
Leah reconoció la voz de sir Anthony Willis y giró la cabeza para mirarlo con una sonrisa. Anthony era un hombre de porte distinguido, cuya presencia llenaba cualquier habitación. Su cabello oscuro y ondulado caía con elegancia sobre sus hombros, y sus ojos, de un azul profundo, parecían penetrar en el alma de quien se atreviera a sostenerle la mirada. Vestía con la distinción propia de su título, con un chaleco de brocado y una chaqueta de terciopelo que acentuaban su figura atlética.
—Por eso dice lady Hamilton que tengo la suerte del principiante —contestó con una sonrisa coqueta—. ¿Desea unirse a nosotros?
Lady Hamilton se incorporó en ese momento, al ver que su hija flirteaba con un caballero de fama poco honorable.
—Le cedo mi sitio, sir Willis. Me temo que estoy obligada a ejercer mi función de madre.
Los que estaban sentados alrededor de la mesa rieron y Anthony se lo agradeció con una inclinación de cabeza. Saludó al resto de los jugadores y se acomodó a la derecha de Leah.
—Menos mal que usted ya ha pasado por eso, lady Wexford —susurró.
Aquel murmullo produjo un escalofrío que recorrió la espalda de Leah, haciéndola vibrar. Sin embargo, fingió que no le había afectado y, con una sonrisa tranquila, respondió con picardía:
—No crea, todavía me queda Cecily para empezar de nuevo, aunque espero contar con Daphne para esa época.
—¿Echa mucho de menos a sus sobrinas?
Ella asintió con la cabeza, y su expresión se suavizó al recordar a las niñas.
—No me había dado cuenta de cuánto hasta que se marcharon, aunque supongo que es ley de vida.
El caballero que tenía a su izquierda señaló la baraja.
—Le toca a usted, lady Wexford.
Leah repartió las cartas con manos aparentemente torpes, disfrutando con enormidad al hacer creer a todos que era un poco ignorante y bastante calamidad. Nadie sospechaba que, detrás de esa fachada de mujer distraída e incompetente, se ocultaba una mente aguda y observadora. Su actuación le permitía moverse con libertad en un mundo donde las mujeres eran subestimadas.
Si la sorprendían haciendo trampas, creían que su falta se debía a su eterno aturdimiento, aunque hasta la fecha, gracias a Dios, nunca la habían cogido. No solo ocurría en el tema de los naipes; también cuando se cansaba de bailar con algún caballero demasiado pesado, al que propinaba varios pisotones y terminaba sugiriendo que era mejor que descansaran un poco. Leah solía decir que tenía memoria de pez y dos pies izquierdos, aunque tenía que admitir que algunas de sus facultades habían mermado mientras se dedicó a cuidar de sus sobrinas.
Con disimulo, fingió no ver el gesto contrariado que se dibujó en el rostro de la dama que tenía enfrente cuando tomó sus cartas, lo que hizo que adivinara que no tenía buena mano. El señor de su izquierda tampoco llevaba gran cosa, ya que miraba con ansiedad el montón de naipes sobre la mesa, deseando que comenzaran, para cambiarlas.
Anthony, sin embargo, la desconcertó. Había cogido sus cartas extendiéndolas en abanico, pero no ordenó ninguna, ni por figuras, ni por palos. Observó sus movimientos con curiosidad, tratando de descifrar su estrategia.
Las cartas de Leah eran bastante buenas, pero imitó la mueca de la otra dama, simulando desinterés. Anthony comenzó a jugar y ella se llevó la primera ronda, sonriendo para sí misma al ver la sorpresa en los ojos de sus compañeros de juego.
—Lady Wexford, ahora puede cambiar algún naipe —sugirió el caballero a su izquierda.
Leah estaba servida, pero con una sonrisa traviesa tomó una mirándola de reojo. Sin llegar a colocarla junto a las demás, la sostuvo en el aire.
—¿Es obligatorio? —preguntó con inocencia.
—No —contestó Anthony—. Es solo si no le gusta alguna de las suyas.
—Ah, pues prefiero dejarla donde estaba —respondió, soltando la carta sobre el montón con una sonrisa—. Les prometo que no la he visto. —¿Para qué quería ella un dos de tréboles? Si hubiera sido la sota de corazones o algún rey…
Anthony se llevó el dos, y al no soltarlo en las dos siguientes manos, Leah adivinó que iba a tréboles, por lo que no liberó los suyos hasta la última ronda.
—Creo que el juego es mío —dijo él, confiado, mostrando su triunfo sobre la mesa.
Leah colocó las suyas encima de las de él, con un suspiro de aparente decepción.
—¡Vaya, parece que ha venido a ganarnos!
Entonces, los jugadores miraron sus cartas con sorpresa.
—¡Ha ganado usted otra vez, lady Wexford! —rio la dama de enfrente, mirándola como si no se enterara de nada.
—¿Sí? —Leah observó a los hombres con una mirada que fingía ingenuidad—. ¿He ganado? —Con alegría, recogió las fichas que le entregaban.
Continuaron jugando varias partidas más, y ella, con astucia, se obligó a perder alguna mano para no levantar sospechas.
—¿Qué tal se le da vivir sola? —preguntó Anthony, barajando de nuevo las cartas con destreza—. Su sobrina me comentó que se había mudado.
—Es cierto, además, muy cerca de su finca, sir Willis. Me gusta la tranquilidad y es un paraje encantador.
Sorprendentemente, él comenzó a ganar las siguientes bazas, como si se hubiera dejado vencer todo ese tiempo. Leah, al observarlo con atención, decidió abstenerse de hacer más trampas, pues su instinto le advirtió que podía descubrirla, si no lo había hecho ya. Sintió un ligero escalofrío al darse cuenta de que no era un oponente fácil de engañar.
Mientras las cartas se repartían y las miradas se cruzaban, no pudo evitar admirar su habilidad. Su mente trabajaba rápidamente, evaluando cada movimiento, cada expresión. La emoción del juego se mezcló con una creciente sensación de desafío, y Leah se encontró disfrutando de la competencia más de lo que había anticipado.
—La vida en el campo tiene su propio ritmo, ¿no le parece? —comentó él, rompiendo el silencio mientras colocaba sus cartas sobre la mesa.
—Sí, es algo que he llegado a apreciar profundamente —admitió Leah, con sinceridad—. Me ha dado tiempo para reflexionar y encontrar una nueva perspectiva.
La partida continuó, y aunque ella se esforzó en mantener su fachada, no pudo evitar sentir respeto y curiosidad por su oponente, que hacía que cada mano fuera más intensa que la anterior.
Conoció a aquel hombre la primavera pasada, en la ópera. Era socio y amigo de lord Blackwood, y compartieron el mismo palco. Recordó cómo él le ofreció el brazo para entrar; un gesto galante que la hizo sentir especial, puesto que en su calidad de solterona no había muchos hombres que se ofrecieran a acompañarla, y él lo había hecho por educación, ya que en el grupo donde se encontraban era la única dama que no tenía pareja. Luego, extrañamente, se sentaron juntos durante la representación. Leah, por aquel entonces, estaba preocupada por Daphne, pues sus sentimientos estaban muy revueltos respecto al amor. Había aceptado la proposición de matrimonio de un hombre que resultó ser despreciable, aunque, por fortuna, terminó casándose con lord Blackwood.
Desde aquel primer encuentro, Anthony y ella habían coincidido en varios eventos y reuniones en los que siempre se mostraba atento y cortés. Sus conversaciones eran agradables, llenas de ingenio y complicidad, y ella apreciaba la manera en que la hacía sentir valorada y respetada, algo que no siempre encontraba en los círculos sociales de la alta sociedad. Aunque había comenzado a notar pequeños gestos que revelaban un interés más profundo. Sus miradas se cruzaban con mayor frecuencia, y sus conversaciones se volvían más personales. Leah, aunque cautelosa, no podía negar que se sentía bastante atraída por él. Sin embargo, sus propias inseguridades y el temor a ser herida nuevamente la hacían dudar, pues, tras de lo de Edward, se había prometido que jamás iba a volver a enamorarse de ningún hombre, y mucho menos a confiar en él.
La última vez que Anthony y ella se habían visto fue en Somerset, durante la ceremonia de Daphne y el conde. Aquella celebración quedó grabada en la memoria de todos los invitados, no solo por la belleza del evento, sino porque unos bandidos atacaron la propiedad en pleno festejo. La tensión y el miedo de aquel momento aún resonaban en la mente de Leah, aunque, por fortuna, todos vivieron para contarlo y ahora no era más que una anécdota que compartían con alivio.
Capítulo 2
Leah era una mujer que le causaba mucha confusión, pero también le provocaba una profunda ternura. Aunque ya había pasado la treintena y en ciertos aspectos mostraba una madurez evidente, en otros pecaba de una encantadora inocencia. Sin embargo, esta mezcla de cualidades no le restaba ni un ápice de su belleza, siendo una de las damas más hermosas de Londres.
No iba a mentir, si todavía no había intentado seducirla era porque no había tenido oportunidad. Hasta hacía poco, la dama siempre iba acompañada de sus parientes, y para colmo, era la tía política de su mejor amigo. Sin embargo, el tiempo comenzaba a premiarle y sentía la necesidad de formar su propia familia. Habría sido de tontos decir que no disfrutaba de la vida que llevaba hasta la fecha, saliendo con quien quería y cuando le apetecía, sin necesidad de presumir de ello. Al contrario, prefería mantener sus asuntos en privado. Nadie tenía por qué enterarse de si su amante era una dama de la alta sociedad, una cantante —que últimamente estaban muy de moda— o una fulan