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Cuando mi hermano y yo cumplimos dieciocho años, mi madre se sintió liberada. Ya éramos mayores, podía dejarnos. Muy convencida lo dijo, me consta. Nuestra madre nunca fue como otras, las de los compañeros de escuela, por ejemplo, o las de los amiguitos del barrio, tan pegadas a sus hijos (al menos era eso lo que mi hermano y yo veíamos). No, ella siempre fue una mujer independiente; hasta de sus hijos, que le llegaron juntos —mellizos— para colmo, y ella, casi sola, con un marido que al año de haber nacido nosotros fue acuciado por una urgente necesidad de independencia (no como mamá que, según remarcaba cada vez que se le presentaba la ocasión, ya desde la cuna había sabido valerse por sí misma). Con papá sucedió de otra manera: la convivencia familiar durante ese primer año de nuestras vidas despertó en él un ansia imparable de libertad. Se fue a México por unos meses y se quedó para siempre. Un para siempre que en vida no resultó demasiado largo: se mató una madrugada lluviosa en la ruta, excedido de alcohol, mientras competía con sus amigos en una desquiciada carrera de autos.
No volveré sobre esto; no importa para lo que quiero contar. Sí importa, y mucho, la casa que heredamos de un pariente lejano de mi madre, un primo segundo o tercero, no sé, alguien a quien jamás conocimos, pero que nos legaba una casa, nada menos, una tremenda casa en Adrogué, rodeada de un extenso jardín con árboles y flores, no muy lejos de la estación del ferrocarril. Una casa imposible, de novela o de película, pero ahí, para nosotros. Y llegaba justo en el momento en que mi madre —ansiosa por irse— había comenzado a buscar un departamento para Nahuel y para mí. La casa donde vivíamos había sido de mis abuelos paternos y, desde la muerte de mi padre, sus dos hermanos habían empezado a reclamar su parte. Ahora se iba a poder vender, y nosotros ni siquiera tendríamos que preocuparnos por pagar el alquiler de un departamento. La posibilidad de vender la casa heredada, en cambio, a mi madre no se le ocurrió ni por un instante. No solo le gustó, y mucho, igual que a mi hermano y a mí, sino que se imaginó viviendo en ella, en un futuro no demasiado lejano, con Derek, su novio alemán, a quien la compañía en la que trabajaba había trasladado recientemente a Canadá, donde debería permanecer por un período de cinco años, antes de poder regresar a Buenos Aires e instalarse aquí definitivamente. Mientras tanto, Derek aguardaba a su prometida en Toronto y hacía planes, como ella, para habitar en el futuro la casa de Adrogué, que prácticamente ya conocía a través de las innumerables fotos que mi madre le había enviado.
Nos mudamos enseguida. La casa de los abuelos se vendió rápido y bien, y cada descendiente recibió su parte. De esta manera, a Nahuel y a mí nos tocó una suma más o menos considerable, que nos iba a permitir cierto desahogo siempre y cuando pudiéramos incrementarla con otros ingresos.
Una nueva vida se desplegaba ante nosotros y nos adaptamos a ella sin ningún inconveniente. Nahuel viajaba todos los días a Buenos Aires, donde estudiaba Artes Plásticas y daba clases de pintura a un grupo de niños en un taller que compartía con Máximo, su mejor amigo. Salía temprano a la mañana y volvía a la tarde —a veces, a la noche—, feliz de regresar a la casa tan bella que se había convertido en nuestro hogar.
Yo, salvo excepciones, como la necesidad de hacer algún trámite que exigiera mi presencia en Buenos Aires, no salía de Adrogué. Había conseguido trabajo en un vivero, no muy lejos de la casa, al que iba en bicicleta o caminando, y que no me ocupaba más de cinco o seis horas diarias. El resto lo pasaba recorriendo habitaciones, hurgando en armarios y cajones, ordenando, limpiando un poco y leyendo. También cocinaba y me encargaba del jardín. Todavía no me había decidido por ninguna carrera; quería estudiar algo, pero nada terminaba de convencerme. Por el momento, la casa, mi trabajo en el vivero, que me encantaba; el barrio, tranquilo y señorial, exquisito con tanto perfume de árboles y flores, y canto de pájaros; y los libros, los míos y los de la biblioteca, también heredada junto con los muebles y la casa, absorbían todo mi tiempo, un tiempo placentero como jamás había conocido.
Era una vida idílica, como de otro mundo, de otra dimensión, de película y de novela, como la casa. Parecía otra realidad.
Era otra realidad.
El primer indicio nos llegó al día siguiente de nuestro cumpleaños número diecinueve. Ya hacía cuatro meses que mi madre había partido a Toronto, tiempo que resultó más que suficiente para que Nahuel y yo nos adecuáramos a la casa, hasta el extremo de sentir como si toda la vida la hubiésemos pasado allí. Decidimos hacer una fiesta. Doble festejo: cumpleaños y casa nueva. Invitamos a todos nuestros amigos; en realidad, más de Nahuel que míos. Mi hermano es un ser sociable por excelencia, mientras que yo vendría a ser todo lo contrario: una “ogra”, como me llama él —crítico, pero benevolente—, calificativo que asumo sin ningún resquemor. Siempre fui una persona solitaria; siempre amé mi soledad, aunque a veces me pese un poco.
Por eso, de los veintitrés amigos que vinieron a nuestra fiesta, solo dos fueron aportados por mí; y hasta esto es relativo, ya que ambos también son amigos de Nahuel, aunque haya sido yo quien los introdujo en el círculo familiar. Esa noche Máximo durmió en casa. Había tomado bastante y, como no estaba acostumbrado, se quedó dormido en un sillón. Entre Nahuel y otro amigo lo subieron al “último cuarto”; así llamamos a la habitación que se encuentra en lo que vendría a ser un segundo piso: una especie de altillo que corona la casa en lo alto del tejado y que, suponemos, tal vez haya funcionado como cuarto de huéspedes y también como estudio, ya que además de la cama, el ropero y la mesita de luz, cuenta con varios estantes repletos de libros, un sillón tapizado en cuero, ideal para sentarse a leer, y un pequeño escritorio. Allí acostaron a Máximo, mientras abajo seguía la fiesta.
El domingo nos levantamos al mediodía; yo fui la primera. Puse a calentar el agua para el mate y, mientras tanto, empecé a lavar los vasos que habían quedado amontonados en la pileta y en la mesada de la cocina. Enseguida apareció Nahuel y nos pusimos a tomar mate con pizza fría. En eso estábamos, cuando entró Máximo con cara de no haber dormido o, al contrario, de haber dormido demasiado.
—No sé cómo aguantan ese tren —fue lo primero que dijo, mientras estiraba el brazo reclamando un mate.
—¿Qué tren? —dijimos mi hermano y yo al mismo tiempo.
Se quedó un segundo con el mate suspendido en el aire, la bombilla a escasos centímetros de la boca.
—El tren —repitió—. El que pasa por ahí —y señaló hacia el fondo de la casa, como si las vías estuvieran en el patio trasero.
—Es un tren eléctrico, Negro, apenas se oye… Y tampoco pasa tan cerca.
—Yo lo escuché como si pasara debajo de la ventana. Y el silbato… ¿seguro que no lo oyeron? Sonaba como una sirena.
El tren se oía desde la casa, sí, pero era un ruido sordo y suave, para nada molesto. No me imaginaba cómo sería escucharlo desde el último cuarto, cuya ventana daba hacia el fondo de la casa, en dirección a las vías, pero no creo que fuera un ruido demasiado diferente del que se oía en las habitacione