1 Yahvé
Lavaréis vuestros pies.
Guiaréis vuestros pasos limpios por donde la voluntad os mande. Vuestra voluntad será respetada porque esa es mi palabra, y mi palabra es el todo, lo primero y lo último.
Lavaréis vuestros pies tres veces.
La primera haréis una reverencia a mi nombre porque mi nombre es el antes del todo. Es el principio y el fin.
En la segunda veneraréis el nombre de mi hijo, aunque no haya sido concebido. Porque mi hijo es el hijo del todo, carne de mi carne, sangre de mi sangre.
La tercera vez enjugaréis los pasos limpios de vuestra persona en lágrimas vertidas por vuestros ojos, los de nadie más. Verteréis lágrimas sobre ellos y de este modo veneraréis los pasos que se anduvieron antes de los vuestros y los que fueron antes de esos, y es en nombre de esos pasos y pies que os unjo en bendiciones y cierro los ojos para no veros hacer vuestra voluntad. Lo permito, pero no lo miro. Porque no sé permitirlo y mirarlo al mismo tiempo y estoy viejo para aprender.
Lavaréis vuestros pies tres veces, y después de honrar y venerar lo que os mando, verteréis vuestras lágrimas para surcar la humedad que os permita caminar en el desierto.
Andaréis tres años sin los ojos de Dios, sin mis ojos mirándoos y elevaréis tres veces al cielo la oración al padre creador. Oraréis por mí y para mí porque así lo he mandado, pero no he de responderos porque no comprendo vuestra libertad y me duele.
Soy Dios y detesto que me duelas. Pero sois libre porque soy Dios y soy grande y os concedo que seáis libre.
Las palabras que escucháis son las mías. Soy vida, soy espíritu. Estoy viejo, pero aún soy el principio y el fin, el antes y el después, el cielo y la tierra, el paraíso y el infierno.
Cierro los ojos. Sois libre.
***
Luz Verdadera, ilumíname. Luz Verdadera que iluminas a todo hombre que viene a esta tierra, no te desprendas de mi alma. Sé la guía de mi camino. Si la muerte es el destino, he de llegar a ella sin un reclamo. Si la muerte es el encuentro contigo, luz omnipresente, bienvenida sea, la bendigo.
Busco la luz. Para eso camino. Para eso tengo el permiso de Dios. Yo, la que aún no es madre de su hijo, la primera de todas, la señalada, la elegida.
Padre nuestro que estás en los cielos, santificados sean tus pies porque el camino han hecho. Bendito el camino que mis propios pies han de recorrer. No sé si voy detrás de tus pasos o son justo tus pasos los que señalan el camino que no he de andar.
No me has de guiar Tú, me guiará el camino, porque al caminar el mundo caminaré mi espíritu y encontraré la respuesta que estoy buscando.
Escucho tu palabra, Señor, pero sigo mis pasos. Lavo mis pies y sigo mis pasos.
Camino.
Tres veces, trescientas, por una trinidad de caminos o trescientos. Los que sean necesarios.
Camino. Dios no me bendice, pero ¡que Dios me bendiga!
2 Gabriel
Alégrate, llena de gracia; el Señor es contigo. No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos de los siglos y su reino no tendrá fin.
Díjele a María por centésima vez y por centésima vez ella respondió lo mismo:
—No. No soy la esclava del Señor.
Dios Todopoderoso. El mensaje ha sido dicho como Tú lo has mandado, de la manera en que me fue comunicado. Hice lo que tu voz me ordenó que hiciera.
Después de la primera negativa, regresé cobijando la benevolencia con mis alas.
Es palabra de mujer, pensé. Es conocido, Señor, porque así me has dejado conocer, que es la mujer como la tierra, que cambia sus temperaturas conforme pasan los días y los ciclos y los años. Sabiendo entonces de los cambios propios de los climas de las palabras, presenté mi entidad con devoción ante su puerta una y otra vez hasta contar cien.
Y cierto es que los días se cambiaron por las noches, los calores por el frío invernal. Fui testigo de cómo las pieles de los hombres se secaron y se abrieron ante la ausencia del fuego celeste que todo lo ilumina. Miré desde la altura que entronan mis alas cómo hubo frutos que dejaron de crecer dando paso a la infertilidad de los árboles. Observé tu milagro, Señor, el milagro de la permanencia del cambio, de la tierra que has creado y agradecí por tal privilegio. Fue así que convencido estuve de que la respuesta de María era tan solo el botón de una flor que mis ojos de siervo no lograban vislumbrar, pero que tu voluntad habría de florecer y no tendría por qué dudar. Y esperé, entonces, que la palabra de María se entregara a la primavera de tu mandato. Pero su respuesta fue la misma:
—No. No soy la esclava del Señor.
¡Ten piedad de mí, oh Gran Creador!, pues la respuesta de María no cambió. No lo conseguí con súplicas, ni provocando la ternura y la piedad propias de la futura madre del Hijo de Dios. No lo conseguí con las promesas de la vida eterna ni la salvación. Y cuando vieron mis ojos que su palabra era lo único que en este mundo no cambiaba, le conté de cómo la desobediencia a tu voluntad había desatado plagas y catástrofes de todo tipo. Le hablé de tu ira y de las veces que el arrepentimiento había llegado tarde a aquellos que se habían atrevido a desafiarte. Le relaté con detalle, Señor, del llanto de ébano de aquel rey de Egipto al tener a su primogénito muerto en brazos y de cómo sus amargas lágrimas no le trajeron de vuelta la vida de su hijo, ni la de sus tierras, ni su fe.
Pero su respuesta se repitió, como se repiten los rezos en tu templo:
—No. No soy la esclava del Señor.
Y estas palabras, con los días, se fueron convirtiendo en espinas horadando mi entendimiento. Perdóname, Señor, pero el odio se apoderó del corazón de este ángel y a punto estuve de llevar hasta su casa el fétido aliento de la putrefacción del mundo, ese que nos mandaste guardar para el día del Juicio Final. A punto estuve de encarnarme en un vellocino endemoniado y romper su cuerpo en dos, hasta sacarle de en medio del corazón la respuesta que Tú me habías enviado a buscar. A punto estuve de convertir mi voz en un torrente de maldiciones en tu nombre.
Pero ella descubrió mis intenciones con una facilidad inesperada, así como las bestias con el olfato reconocen el humor de su presa, aunque no la vean. Y con la dulzura de su sonrisa franca y su mirada cierta deshizo toda génesis de furia en mí. Su sonrisa encarna el amor absoluto y eso me desarmó, Señor.
Sucumbí ante ella, mi Señor, no me dejó otro remedio. Mendigué entonces por la salvación de mi alma y le hablé del infierno y del temor que siento de volver a él. Y no es que dude —por ningún momento lo pienses, Presencia Universal—, no es que dude de tu misericordia infinita. No lo dudo como no dudarán los hombres una vez que haya nacido tu hijo y sea llevada tu voz a los confines del mundo. No dudo porque soy tu siervo, en estos tiempos y en los futuros, en el antes y en el después, porque Tú eres el antes y el después y de eso no duda un ángel. Pero nunca conocí tal templanza en una mirada, Señor. Su respuesta, repetida cien veces martillando mi entendimiento, no tuvo debilidad. Cada que pronunciaba su voluntad, mis huesos se pulverizaban y la arena que formaba mi esqueleto apenas podía sostenerme las alas.
Así hizo una y otra vez: me miró, habló como quien le narra al mundo tus mandamientos desde la montaña y se dio la vuelta sin mirar atrás.
Fue hasta el centésimo día y ante la tristeza de mis ojos, que al terminar de dar su respuesta de la misma manera que los días anteriores, me atravesó con la mirada y besó mi frente y párpados como poniendo punto final a la conversación.
Y así ocurrió que, con esta acción, oh Gran Poder, insufló en mi alma un aliento divino hecho de la misma materia con la que avivaste a aquella primera criatura que del polvo hiciste a tu imagen y semejanza.
No lo comprendo, Señor. Sé, porque así me ha sido permitido saber, que Tú, y solo Tú, ostentas el poder de dar la vida. Sé, porque así me lo has hecho saber, que tu mandato es más grande porque eres Tú lo más grande. Por ello el desconcierto se apoderó de mí y es así, con las alas caídas por haber fracasado en la santa misión, que vengo hasta ti para hablarte primero y tratar de explicar, con las palabras que me fueron dadas por tu bondad, lo inexplicable.
Perdóname, Señor. Tú sabes que yo te he sido fiel. Que al mandato de tu dedo magnánimo el ejército a mi cargo ordenó el caos en el que la tierra estaba y que no bastó más que tu voz para que hiciéramos aparecer el día y la noche y todo lo que tu voz ordenó que se le diera existencia. No comprende tu siervo absoluto cómo es que tu solo mandato no ha logrado quebrar la voluntad de ella. No es el diablo, Señor, puesto que testigo soy de cómo es la oscuridad y no hay en ella viso alguno de tu eterno enemigo. Ella, la que ya no puedo nombrar, no es el diablo.
¿Quién es ella?, me pregunté. Y no es que tentado haya estado de saber más de lo que me ha sido permitido saber. Los ángeles sabemos cuáles frutos podemos comer y cuáles no. No me pregunté buscando una respuesta que no tuviera otra intención que la de servirte. Es por ello, Dios Padre del Dios Hijo, que está en sus manos engendrar, que me atrevo a decirte, hasta donde me alcanza el entendimiento de lo divino, que su naturaleza es lo más parecido a ti que mis ojos hayan observado.
Si es ella tu hija, ¿para qué quieres que dé a luz a tu hijo?
Si no es ella tu hija, ¿por qué su voluntad tiene el poder de contradecirte a ti, que eres Lo Único, Lo Indivisible, Lo Sagrado?
No levantes tu espada, Gran Dios. No pregunto más. Solo puedo decirte que, al despedirme de ella para venir de inmediato y postrarme de rodillas ante ti, lo supe por fin. Me lo dejó saber para que así te lo hiciera yo saber.
María no aceptó tu voluntad, Señor, porque María nació sabiendo lo que nadie más sabe y contra eso no hay nada que hacer.
3 El-Shaddai
Yo soy yo. No puedo ser otra cosa porque no hay más allá y el todo está contenido en mí, incluso vos. Pero no queréis respetar mi voluntad a pesar de ser alma de mi alma, río de mis ríos.
¿Quién sois vos?
Yo os hice. Esperé 143 generaciones para que nacierais y en cada una de ellas, en cada uno de los nacimientos que preceden al vuestro, coloqué rumores de simiente. La semilla de mi hijo ha estado en vuestras ancestras por siglos. Ha sido germinada y reinventada hasta el cansancio, hasta estar lista. Por la semilla que hará nacer a mi hijo fuisteis nacida, por eso debéis parirlo.
No. No os engañéis. No todos son hijos de Dios. Esa es una mentira que se repetirá eternamente.
Vos lo sois. Él también lo será. No podéis matar mi semilla. No ha estado ahí 143 generaciones como para que la matéis.
Esto que escucháis es mi voz, mi voluntad. Y así permaneceré en vuestros sueños hasta que comprendáis. Hasta que mi voz sea vuestra voluntad.
***
No soy la esclava del Señor. Padre Nuestro que estás…, ¿eres Tú el que me habla? ¿Cómo saber, oh Señor, si eres Tú esa voz? No logro escuchar nada más. La cabeza me da vueltas. José, es como si no pudiera oír otra cosa que esa voz. No, no es la voz del demonio. No me preguntes por qué lo sé, solo es así y no es de otro modo. José, ¿qué dices? No te entiendo. No escucho nada más que su voz. No. No es tortura, amado mío. No puede ser tortura si es la voz de Él. Pero no puedo hacer otra cosa más que escucharlo. Sé cómo hacer que se calle, si le digo que sí, se hará el silencio, pero la otra voz, la que me dice que diga que no, es más fuerte que la voz del Señor. ¿Qué?, ¿que de dónde es esa otra voz? De mí, José. De mis profundidades. La reconozco, pero no la conozco. No la quiero impedir.
***
¿Cómo resistís?
No reconozco vuestra voluntad. No la inventé.
No importa. Soy el dueño del tiempo.
Puedo esperar.
Mi simiente está en vuestra carne.
Terminarás obedeciendo.
Mi voz manda. Seduce.
Todas terminaron obedeciendo. Ciento cuarenta y tres antes que tú. Y así será, por los siglos de los siglos.
***
José. Mi amado José. Ahora que no escucho nada más que su voz te observo como si fuera la primera vez. Eres hermoso. Te miro como quien mira sin pudor y no puedo evitarlo. Tus brazos son fuertes, añejados por el trabajo rudo, pero aún fuertes. Tu carne color tierra me reclama la mirada y tú me hablas, y me hablas porque no pierdes la esperanza de que pueda volver a escucharte. No es que no escuche nada, es que solo escucho su voz.
Me hablas con la dulzura de un padre. Ha sido así desde que me hiciste tu esposa. Y así te había respondido yo. Pero hoy no, y no sé si es porque tengo todo mi espíritu puesto en los ojos o porque mis oídos están llenos de una voz que me hace más grande. José, no me escuchas, pero necesito que leas en mi mirada que ya no te miro como a un padre. Te estoy mirando distinto y eso me hace poderosa.
Escucha mi voz, José. Escúchala dentro de ti porque te estoy hablando con un deseo que no había conocido. Mira mis hombros. Los desnudo para ti.
Siento esa mirada en ti. Te callas. Me observas. Me deseas. Por fin me deseas, amado esposo. Mira ahora mis pechos. Los toco para ti. Juego con ellos para invitarte a que hagas lo propio. Mira mis labios cómo están más gruesos. Sí, José. Yo también te deseo. Lo siento en mi vientre y esa voz que escucho me hace más fuerte.
Te tomo, José. Te tomo lentamente para mí y para ti. Encuentras en mis ojos el encanto. Te acaricio y te llevo al lecho suave. Hago que me acaricies. Sientes vergüenza por la rudeza de tus dedos, pero yo los vuelvo suaves a besos. La voz no me dice que me detenga, al contrario. No la comprendo, solo sé que continuar es honrarla, no contradecirla.
Piérdete en mí, amado hombre. Deja que te abrace con el vientre.
¡Esa voz!
Tú, yo y esa voz que no me deja ni a sol ni a sombra. Me hace más fuerte. Me dice que es mi semilla la que ha de parir la esperanza. Es mi semilla, José. Es mi poder. No soy su esclava.
Soy tu mujer. Eres mi hombre.
Y con tu nombre agolpado en mi boca, me diluyo. Dirigiendo tus manos me diluyo y me enaltezco una y mil veces. No sé qué es lo que estoy sintiendo, pero lo sé porque lo sabemos todas las mujeres. Lo sabemos, aunque nunca nadie nos lo haya revelado. Envolviéndote en mis piernas, te recorro con las manos, con los ojos. Desdoblo mi piel y te cubro con mi santo manto. Tus ojos, José. Tu mirada desorbitada me alimenta. Más. Quiero más.
***
No recibirás su semilla.
Vuela todo lo que quieras, pero no recibirás su semilla. No esta vez ni nunca antes que la mía.
No me estorban vuestros vuelos, no me estorba vuestro calor. Os bendigo, mensajera de mi simiente. Solo permitid que mi descendencia se haga en vos y a cambio seré tu protector, por los siglos de los siglos.
Escuchad mi voz y haced mi voluntad porque mi voluntad solo es una. Pariréis a mi hijo y con eso mi mensaje será transmitido.
Volad. Vuestro deseo no me estorba, ¿no lo entendéis?
Solo necesito que recibáis mi semilla.
***
No. No la recibo. Ni la tuya, ni la de José. Ni la de nadie. No aún. Primero necesito entender. Nací sabiendo, pero necesito entender.
José, mi amado esposo, descansas exhausto sin descubrir que tu semilla no está en mí. Las mujeres sabemos cómo hacer eso.
Descansas exhausto con el latido de mi corazón haciendo de tu almohada. Duermes como niño la siesta del bendito. Porque eres bendito, eres un buen hombre. Mis latidos son tu respiración. Así han sido. Así serán. Si pudieras entender, José, la profundidad de estas estrellas que cobijan mi firmamento. Si pudieras comprender la dimensión de este cuerpo que has poseído. Hay almas con dimensión milenaria. No la tuya. La tuya es un alma buena y simple. Un alma de este tiempo y para este tiempo.
Sabes que me iré. Cuando dos personas como tú y como yo comparten el lecho y la vida, saben leerse entre líneas y sabes que me iré. Lo miré en tus ojos antes de que cayeras en este sueño profundo. Lo miré y lo descubrí entonces. Lo que tengo que hacer es irme. Ese es mi precio.
No necesito un ángel de intermediario, Señor. Te necesito a ti.
4 José
Me lo has explicado muchas veces, pero no lo comprendo. Eres mi niña. Mi pequeña esposa. Fuiste la bendición de tu madre y así me lo hizo saber en nuestras bodas. Te llevas mi milagro, me dijo. Y desde la primera mañana en tus brazos supe que tu espíritu era mucho más de lo que yo podría comprender.
Amada mía, María de todos mis amaneceres, sé mi esposa según la práctica de Moisés e Israel, y yo te cuidaré, te honraré, te apoyaré y te mantendré de acuerdo con la costumbre de los esposos que cuidan, honran, apoyan y mantienen a sus esposas fielmente. Así te lo hice saber y así me lo prometí a mí mismo, pero has sido tú la que me ha cuidado con esa alegría constante. La que quitó de mi rostro el gesto adusto del peso de los años y lo cambió por la sonrisa cada vez más presente. Has sido tú la que me ha honrado, haciendo que mi cuerpo olvide su vejez y sirva para algo más que expulsar semilla sin dulzura. Has sido tú la que has apoyado esta alma frágil, sosteniendo mi mano con firmeza cada vez que he tenido que aparentar ser fuerte. Has sido tú quien me ha mantenido fielmente dejándome usar tus ojos para imaginar otras formas de la madera que jamás habría concebido.
Ahora que te vas, ¿volverá a mí la pesadez, la sequedad, el llanto sin razón, la parquedad de imaginación?
Me dices que mi corazón no es más la casa de la tristeza porque te tengo ahí dentro tocando el tambor de mis latidos. «Señor mío», me nombras. No quitaré la risa de mi corazón porque tú eres mi risa. A eso viniste a este mundo y no dejarás de serlo ni siquiera por orden de Dios. Esa es mi palabra como tu esposo y la he de cumplir.
Me dices que la dulzura es ya mi segunda piel y las maderas me obedecerán y este pueblo no dejará de nombrarme el «Acariciador de Árboles», porque en los sueños seguirás susurrándome las formas que ves para que yo las talle.
Sé que no mueres, esposa amada. Te vas porque tienes que irte, pero has de volver y por eso necesito estar aquí, para que no olvides el camino de regreso. Sé que no puedo morirme, aunque no tenga manera de imaginar cómo voy a vivir sin ti.
Te doy la dádiva que me fue entregada el día de nuestra boda, para que en tu viaje no pases penurias. Me dices que Él se ocupará de que nada te falte y puedas recorrer tu camino de tres años sin peligro. Que guarde las cien monedas de plata, porque las hemos de necesitar a tu regreso. Mientras tanto, para no llorar, debo ocupar mis días haciendo un lecho para nuestra unión y muebles nuevos para nuestra casa. Bártulos nuevos que dejen atrás los que llegaron con tu dote. Esta no será más la casa de tus raíces o las mías.
Es mi tarea preparar la casa fresca: la del Hijo de Dios o la de aquella primera criatura que le dijo que no a Dios.
Caminarás tres años por donde tus pies y tu voluntad te conduzcan. Al término de ese tiempo le darás respuesta al Todopoderoso. Si decides convertirte en el vientre de su simiente, llena serás de gracia. Si decirle que no es tu voluntad, es palabra de Él que no serás castigada por eso y dedicarás tus días a cuidar a nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Esa es la palabra que el Más Grande y tú han acordado. Eso me has dicho y esa es mi verdad. Amén.
No me pregunto para qué necesitas caminar tres años. No me lo pregunto porque supe, desde que me tomaste en tu lecho, que María no es sierva de nadie. Nunca una mujer había tomado a un hombre como me tomaste a mí. Me hiciste entrar en tu cuerpo para meterte en mi alma. Entraste en mí y me supe tu esposo. Entré en ti y te supiste mi esposa. Nunca dos se amaron tanto como José y María.
Entiendo que, si quieres caminar, no hay esposo o Dios que te lo pueda impedir. Te ruego, te imploro y de rodillas te pido que no permitas que la maldad del mundo te convierta el corazón en estatua de sal. No tengo nada que ofrecer a Dios más que mi de