INTRODUCCIÓN
LA ESTATUA QUE TENÍA ALGO RARO
En septiembre de 1983, un marchante de arte llamado Gianfranco Becchina se puso en contacto con el Museo J. Paul Getty de California. Decía estar en posesión de una estatua de mármol del siglo VI antes de nuestra era. Se trataba de un kurós, una escultura que representa a un varón joven desnudo, de pie, con la pierna izquierda adelantada y los brazos pegados a los costados. Sólo se conservan alrededor de dos centenares de estas obras, en su mayor parte bastante dañadas o reducidas a fragmentos, descubiertas en tumbas o en yacimientos arqueológicos. Pero éste era un ejemplar conservado casi a la perfección. Superaba los dos metros de altura y tenía una coloración clara resplandeciente que lo diferenciaba de otras piezas antiguas. Se trataba de un descubrimiento extraordinario por el que Becchina pedía algo menos de diez millones de dólares.
El Museo Getty respondió con cautela. Aceptó el kurós en préstamo e inició una investigación exhaustiva. ¿Casaba la estatua con otros kuroi conocidos? La respuesta parecía afirmativa. El estilo de la escultura recordaba al del kurós de Anavyssos, que se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas, lo que sugería que podría encajar en un lugar y una época determinados. ¿Dónde y cuándo se había encontrado la figura? Nadie lo sabía con exactitud, pero Becchina proporcionó al departamento jurídico del Museo Getty un montón de documentos relacionados con su historia más reciente. Según constaba en ellos, desde la década de 1930 el kurós formaba parte de la colección particular de un médico suizo llamado Lauffenberger, quien a su vez lo había adquirido a un conocido comerciante de arte griego llamado Roussos.
Stanley Margolis, geólogo de la Universidad de California, pasó dos días en el museo examinando la superficie de la escultura con un microscopio estereoscópico de alta resolución. Luego, extrajo una muestra de un centímetro de diámetro y dos de longitud de la zona situada justo debajo de la rodilla derecha y la sometió a análisis mediante microscopía electrónica, microsonda electrónica, espectrometría de masas, difracción de rayos X y fluorescencia de rayos X. Margolis concluyó que la estatua era de mármol dolomítico procedente de la antigua cantera del cabo de Vathy, en la isla de Thasos, y que la superficie estaba cubierta por una delgada capa de calcita; el geólogo señaló al museo la importancia de este detalle, pues la dolomita tarda cientos, cuando no miles, de años en transformarse en calcita. En otras palabras: la estatua era antigua. No se trataba de una falsificación contemporánea.
El Museo Getty quedó satisfecho y, catorce meses después de comenzada la investigación sobre el kurós, aceptó comprarlo. Se expuso por primera vez en el otoño de 1986. The New York Times señaló la ocasión con una primera página. Pocos meses después, Marion True, conservadora de antigüedades del Museo Getty, escribió un largo y encendido relato sobre la adquisición para la revista de arte The Burlington Magazine. «Erguido sin necesidad de ningún soporte exterior, los puños firmemente apretados contra los muslos, el kurós expresa la confiada vitalidad característica de sus mejores hermanos». Y concluía en tono triunfal: «Divino o humano, encarna toda la energía radiante de la adolescencia del arte occidental».
Pero había un problema: el kurós tenía algo raro. El primero en señalarlo fue un historiador del arte italiano llamado Federico Zeri, que formaba parte del consejo de administración del museo. Cuando en diciembre de 1983 le llevaron al estudio de restauración para ver el kurós, se quedó mirando las uñas de la escultura. En aquel momento no pudo expresarlo con palabras, aunque le pareció que tenían algún defecto. Evelyn Harrison fue la siguiente. Era una de las expertas en escultura griega más destacadas del mundo y se encontraba en Los Ángeles visitando el Getty justo antes de que el museo cerrase el trato con Becchina. «Arthur Houghton, el conservador en aquel momento, nos acompañó a verlo», recuerda Harrison. «Retiró la tela que lo cubría y dijo: “Todavía no es nuestro, pero lo será en un par de semanas”. “Pues lo lamento”, respondí yo». ¿Qué había visto Harrison? Ella no lo sabía. En el preciso instante en el que Houghton retiró el lienzo, tuvo un presentimiento, una sensación instintiva de que algo no encajaba. Pocos meses más tarde, Houghton llevó a Thomas Hoving, anterior director del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, al estudio de restauración para que viese también la estatua. Hoving siempre repara en la primera palabra que se le pasa por la cabeza cuando ve algo nuevo, y nunca olvidará cuál fue esa palabra en su primera visión del kurós: «Reciente. La palabra fue “reciente”», recuerda Hoving. Y «reciente» no parece ser la expresión correcta que suscita una escultura de dos mil años de antigüedad. Más tarde, pensando en aquel momento, Hoving comprendió por qué se le vino a la mente tal idea: «Yo había excavado en Sicilia, donde encontramos fragmentos de objetos similares, pero el aspecto con el que salen no es éste. El kurós parecía haber sido sumergido en el mejor café con leche de Starbucks».
Hoving se volvió hacia Houghton: «¿Ya ha pagado usted por esto?» Recuerda la mirada de desconcierto del conservador.
«Si ya lo ha pagado, procure que le devuelvan el dinero», añadió Hoving. «Y si no, no lo pague».
Los responsables del Museo Getty empezaron a inquietarse y convocaron un congreso especial sobre el kurós en Grecia. Embalaron la estatua, la enviaron a Atenas e invitaron a los mejores expertos del país en escultura. Esta vez, el coro de voces consternadas clamó con más fuerza.
George Despinis, director del Museo de la Acrópolis de Atenas, comentó a Harrison, que se encontraba de pie a su lado, señalando al kurós: «Cualquiera que haya visto alguna vez sacar una escultura del suelo puede decir que esta cosa no ha estado enterrada jamás». Georgios Dontas, presidente de la Sociedad Arqueológica de Atenas, vio la escultura y lo que sintió de inmediato fue frío. «Cuando vi el kurós por primera vez», dijo, «noté como si hubiese un cristal entre la obra y yo». Después de Dontas, intervino en el congreso Angelos Delivorrias, director del Museo Benaki de Atenas. Se extendió sobre la contradicción entre el estilo de la escultura y el origen del mármol en que estaba labrada, que procedía de Thasos. Y por fin entró en materia. ¿Por qué pensaba que era una falsificación? Porque la primera vez que puso los ojos sobre ella, dijo, notó una oleada de «rechazo instintivo». En la clausura del congreso, muchos de los asistentes estaban de acuerdo en que el kurós no era lo que se suponía, ni mucho menos. El Museo Getty, con sus abogados, sus científicos y sus muchos meses de laboriosa investigación, había llegado a una conclusión, y algunos de los mejores especialistas del mundo en escultura griega, con sólo mirar la estatua y sentir un «rechazo instintivo», habían llegado a otra. ¿Quién tenía razón?
Durante algún tiempo, el asunto continuó sin aclararse. El kurós pertenecía a ese tipo de objetos sobre los que los expertos en arte discuten en los congresos. Pero, poco a poco, las razones del museo fueron perdiendo fuerza. Las cartas de que se valieron los abogados del Getty para seguir el rastro del kurós hasta el médico suizo Lauffenberger, por ejemplo, resultaron ser falsas. Una de ellas, datada en 1952, llevaba un código postal que no existió hasta veinte años más tarde. Otra, de 1955, hacía referencia a una cuenta bancaria que no se abriría hasta 1963. La conclusión inicial de los largos meses de investigación fue que el kurós se ajustaba al estilo del de Anavyssos, pero también esto se iba a poner en duda: cuanto más de cerca examinaban la pieza los expertos en escultura griega, con más claridad empezaban a comprender que se trataba de un pastiche desconcertante de estilos, épocas y lugares distintos. Las esbeltas proporciones del joven recordaban mucho a las del kurós de Tenea, que está en el Museo de Múnich, mientras que el peinado adornado con cuentas se parecía mucho al del kurós del Museo Metropolitano de Nueva York. En cuanto a los pies, eran más modernos que otra cosa. Al final resultó que el ejemplar al que más se parecía era una pequeña estatua a la que le faltaban algunos fragmentos, descubierta en Suiza por un historiador del arte británico en 1990. Las dos esculturas estaban talladas en mármoles similares y seguían técnicas muy parecidas. Pero el kurós de Suiza no procedía de la antigua Grecia, sino del estudio de un falsificador romano de principios de la década de 1980. ¿Y qué decir del análisis científico según el cual la superficie del kurós del Museo Getty sólo podía haberse formado después de cientos o miles de años de envejecimiento? Al parecer, la cosa no estaba tan clara. Después de nuevos análisis, otro geólogo concluyó que la superficie de una escultura de mármol dolomítico podía envejecerse en un par de meses con moho de la patata. En el catálogo del Museo Getty se reproduce una imagen del kurós con la indicación «Hacia 530 a. de C., o falsificación moderna».
Cuando Federico Zeri, Evelyn Harrison, Thomas Hoving, Georgios Dontas y todos los demás vieron el kurós y sintieron un «rechazo instintivo», acertaron de lleno. En un par de segundos, de un simple vistazo, lograron captar más sobre la esencia de la escultura que el equipo del Museo Getty en catorce meses.
El presente libro trata de esos dos primeros segundos.
RÁPIDO Y FRUGAL
Voy a proponerles un juego de cartas muy sencillo. Imaginen que frente a ustedes hay cuatro mazos de naipes: dos de color rojo y dos de color azul. Con cada uno de esos naipes ganarán o perderán cierta cantidad de dinero; de lo que se trata es de ir dando la vuelta a las cartas de los montones, de una en una, de modo que la ganancia sea máxima. En todo caso, hay algo que no sabrán al principio: las cartas rojas son un campo de minas. Ofrecen premios elevados, pero si pierden con ellas, pierden mucho. En realidad, sólo podrán ganar si sacan naipes de los montones azules, que ofrecen unas ganancias constantes de 50 dólares y pérdidas moderadas. De lo que se trata es de averiguar cuánto tardará usted en darse cuenta.
Un grupo de científicos de la Universidad de Iowa hizo este experimento hace algunos años y descubrió que, después de haber puesto boca arriba cerca de cincuenta cartas, casi todo el mundo comienza a intuir en qué consiste el juego. Los apostantes no saben por qué prefieren los naipes azules, pero están bastante seguros de que es mejor apostar por ellos. Después de sacar alrededor de ochenta cartas, la mayor parte de los participantes ha descubierto cómo funciona el juego y es capaz de explicar con exactitud por qué los dos primeros mazos de cartas son tan poco recomendables. Es lógico: adquirimos cierta experiencia, reflexionamos sobre ella, elaboramos una teoría y, por último, sacamos nuestras conclusiones. Así funciona el aprendizaje.
Ahora bien, los científicos de Iowa hicieron algo más, y ahí es donde empieza la parte más extraña del experimento. Conectaron a cada uno de los jugadores a una máquina que medía la actividad de las glándulas sudoríparas de la palma de la mano. Como casi todas las glándulas de este tipo, las de la palma de la mano responden tanto al estrés como a la temperatura, y por eso nos sudan cuando estamos nerviosos. Así descubrieron los investigadores que los jugadores empezaban a generar respuestas de estrés a las cartas rojas cuando habían sacado diez, es decir, cuarenta cartas antes de ser capaces de afirmar que intuían que en esos dos montones había algo malo. Y, lo que es más importante, observaron también que casi al mismo tiempo que empezaban a sudarles las manos, su comportamiento comenzaba a cambiar; mostraban preferencia por las cartas azules y sacaban cada vez menos naipes de los mazos rojos. En otras palabras: los jugadores habían descubierto el juego antes de darse cuenta de que lo habían hecho; empezaban a hacer los ajustes necesarios mucho antes de ser conscientes de cuáles eran esos ajustes.
Por supuesto, el experimento de Iowa no es más que eso: un sencillo juego de cartas en el que participan unos pocos sujetos y un detector de estrés. Pero ilustra de forma muy convincente el modo en que funciona nuestra mente. Reproduce una situación en la que las apuestas son altas, las cosas cambian con rapidez y los participantes tienen muy poco tiempo para sacar algo en limpio de una información abundante, nueva y contradictoria. ¿Qué nos dice el experimento de Iowa? Que en tales circunstancias, nuestro cerebro utiliza dos estrategias muy diferentes para entender la situación. La primera es la que nos resulta más familiar: la estrategia consciente. Pensamos en lo que hemos aprendido y terminamos por elaborar una respuesta. Se trata de una estrategia lógica y contundente. Ahora bien, necesitamos ochenta cartas para elaborarla. Es lenta y exige mucha información. Claro que hay una segunda estrategia que actúa con mucha mayor rapidez. Entra en acción después de sacar diez cartas y es realmente inteligente, pues capta la trampa de las cartas rojas casi al instante. Pero tiene un inconveniente, y es que, al menos al principio, actúa por completo debajo de la superficie de la consciencia. Envía mensajes por canales endiabladamente indirectos, como la sudoración de la palma de la mano. Se trata de un sistema por el que nuestro cerebro saca conclusiones sin decirnos enseguida que lo está haciendo.
La segunda estrategia fue el camino seguido por Evelyn Harrison, Thomas Hoving y los especialistas griegos. No sopesaron todas y cada una de las pruebas, sino que tuvieron en cuenta sólo aquello que podía captarse con un vistazo. Esa forma de pensar pertenece al orden de lo que el psicólogo del conocimiento Gerd Gigerenzer gusta describir como «rápido y frugal». Se limitaron a mirar la estatua, y una parte de su cerebro hizo una serie de cálculos instantáneos; antes de que tuviese lugar ningún tipo de pensamiento consciente, sintieron algo, igual que la súbita aparición del sudor en la palma de la mano de los jugadores. En el caso de Thomas Hoving fue la palabra «reciente», totalmente inapropiada, la que le vino de súbito a la mente. En el de Angelos Delivorrias fue una oleada de «rechazo instintivo». Georgios Dontas sintió como si hubiese un cristal entre la obra y él. ¿Sabían por qué sabían? Ni mucho menos. Pero sabían.
EL ORDENADOR INTERNO
La parte del cerebro que se lanza a extraer esta clase de conclusiones se llama inconsciente adaptativo, y el estudio de esta forma de tomar decisiones es uno de los nuevos campos más importantes de la psicología. El inconsciente adaptativo no debe confundirse con el subconsciente descrito por Sigmund Freud, un lugar oscuro y tenebroso ocupado por deseos, recuerdos y fantasías, tan perturbadores que no podemos pensar en ellos de forma consciente. Por el contrario, esta nueva noción del inconsciente adaptativo se concibe como una especie de ordenador gigantesco que procesa rápida y silenciosamente muchos de los datos que necesitamos para continuar actuando como seres humanos. Cuando empiezan a cruzar una calle y de repente se dan cuenta de que un camión se les viene encima, ¿tienen tiempo para pensar en todas las opciones posibles? Naturalmente que no. Si los seres humanos hemos logrado sobrevivir tanto tiempo como especie ha sido sólo gracias a que hemos desarrollado otra clase de aparato de decisión capaz de elaborar juicios muy rápidos a partir de muy poca información. Como el psicólogo Timothy D. Wilson escribe en su libro Strangers to Ourselves [Extraños a nosotros mismos]:
La mente actúa con más eficacia relegando al inconsciente gran cantidad de pensamientos elaborados de alto nivel, igual que un reactor moderno vuela sirviéndose del piloto automático, con escasa o nula intervención del piloto humano «consciente». El inconsciente adaptativo se las arregla estupendamente para hacerse una composición de lugar de lo que nos rodea, advertirnos de los peligros, establecer metas e iniciar acciones de forma elaborada y eficaz.
Wilson afirma que cambiamos entre los modos consciente e inconsciente de pensar en función de la situación. La decisión de invitar a cenar a un compañero de trabajo es consciente. Se le da vueltas, se llega a la conclusión de que será divertido y se invita al interesado. La decisión espontánea de discutir con ese mismo compañero es inconsciente y la toma una parte del cerebro diferente motivada por una parte distinta de su personalidad.
Cuando nos reunimos con alguien por primera vez, cuando entrevistamos a alguien para un empleo, cuando reaccionamos ante una idea nueva, cuando tenemos que tomar una decisión rápidamente y estamos sometidos a estrés, utilizamos esa segunda parte del cerebro. ¿Recuerdan cuánto tiempo necesitaban en el colegio para decidir si un profesor era bueno o no? ¿Una clase? ¿Dos? ¿Un semestre? El psicólogo Nalini Ambady mostró en cierta ocasión a unos estudiantes tres grabaciones en vídeo, de diez segundos cada una y sin sonido, de unos profesores, y descubrió que no les costaba en absoluto puntuar su valía. Acto seguido, Ambady redujo la duración a cinco segundos, y las puntuaciones obtenidas fueron las mismas. Y siguieron siendo muy similares cuando mostró a los estudi