Capítulo 1
París, 26 de Pluvioso del año I
(14 de febrero de 1793)
—No deberías acompañarme.
Joséphine tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco al escuchar las palabras de su padre. Ya habían discutido aquello e incluso iban de camino al encuentro, por lo que no entendía por qué seguía insistiendo en lo mismo.
—No puedes acudir solo a algo así —replicó ella—. Eres ya mayor para este tipo de reuniones.
—Reuniones que no son apropiadas para mujeres.
—Ya hemos hablado del tema, padre, y sabes que no estoy en absoluto de acuerdo con esas ideas arcaicas. Se supone que vivimos una nueva era, ¿cierto? Pues entonces tendrán que dejar que nosotras también tomemos nuestras propias decisiones.
Él protestó por lo bajo, aunque siguió caminando. Sus intentos de persuadir a su cabezota hija no le habían servido de nada, y como era demasiado mayor ya para encerrarla en casa bajo siete llaves, no le quedaba más remedio que dejar que lo acompañara a aquella misteriosa cita de la que no sabía muy bien qué esperar. Solo deseaba que aquello no les pasara factura ni a él ni a su familia. Vivían tiempos extremadamente convulsos desde hacía casi un lustro, y la situación, en lugar de mejorar como todos añoraban, parecía complicarse más y más cada día que pasaba.
Cuando por fin llegaron al lugar acordado, llamaron a la puerta y dieron la contraseña que les habían hecho llegar y que les abrió la entrada a aquella casa de apariencia normal, pero que escondía en su interior un auténtico tumulto.
—¡Monsieur Fontaine, mi viejo amigo! —exclamó monsieur Corday, el artífice de todo aquello—. Cuánto me alegra que haya podido venir. Y... acompañado, por lo que veo. Aunque este no es lugar apropiado para damas, mademoiselle.
—Según antiguas convenciones que deberían caer en el olvido. ¿O no luchamos por eso, monsieur? —replicó ella, aunque guardó silencio al notar la mirada severa de su padre clavada en ella—. ¿Acaso no somos también ciudadanas?
—Algo así, supongo, aunque debe admitir que la situación no es... la idónea.
—Y ¿para qué nos ha citado? —Tomó la palabra monsieur Fontaine para evitar que su hija interviniera de nuevo—. Decía en su mensaje que tenía algo que compartir con un selecto grupo de amigos.
—Exacto. Y espero que haya destruido la nota como especifiqué. No queremos que nos descubran. Ya sabemos que, tal y como está la situación del país, cualquier cosa puede ser usada como prueba acusatoria.
—Oh, claro, y acabaremos como el Capeto —añadió Joséphine, incapaz de morderse la lengua ni un solo segundo más—. Aunque al menos nuestras cabezas no sostienen las joyas de la corona, así que pesarían mucho menos al caer al cesto.
—Creo que la ejecución del rey está aún demasiado reciente para ese tipo de comentarios, mademoiselle.
Se giró al escuchar una voz a su espalda y enarcó una ceja al ver a un joven desconocido que la miraba como si acabara de pronunciar la mayor de las blasfemias. Lo observó con detenimiento. Era un hombre de su misma edad o, quizá, un par de años mayor, con el pelo castaño y los ojos de un verde brillante.
—¿Es que acaso no podemos alegrarnos del fin de su tiranía?
Él tuvo que contener una pequeña sonrisa al escuchar aquella réplica. No conocía a muchas personas que hablaran con semejante determinación, así que le sorprendía que aquella mujer de estatura baja y cabellos dorados fuera capaz de hacerlo sin ni siquiera despeinarse.
Era, cuando menos, intrigante.
—Por supuesto. Soy el primer defensor de la causa republicana —le aclaró tras unos instantes—, pero sé muy bien dónde están los límites y qué comentarios son apropiados.
—Los únicos que lo tacharían de inapropiado son aquellos que se oponían a ese final.
—Bueno, yo soy más bien de los que no aprueba el uso que se le está dando últimamente a la guillotina. Poco me importa si se trata de un rey o de un vagabundo: los tribunales están dictando unas sentencias desproporcionadas.
—¿La traición y conspiración contra Francia no te parecen delitos suficientes?
—Creo que las cosas podrían haberse hecho de forma diferente. Debemos ser cuidadosos o acabaremos sustituyendo una tiranía por otra y toda la sangre derramada estos años habrá sido en vano.
—No deberías preocuparte tanto —insistió Joséphine. Notaba las miradas de todos los presentes fijas en ella—. Vamos por el buen camino para lograr la libertad.
—¿Eso cree?
—¿Acaso tú no?
—La verdad es que creo que la situación se fue de las manos hace demasiado tiempo.
—Oh, no te equivoques: esto no ha hecho más que empezar. Aún debemos luchar nosotras, las grandes olvidadas de esta causa, aquellas que no parecen importar ni a los poderes de la antigua nobleza ni a los de esta nueva república.
—Creo que hay asuntos más relevantes que...
—Por supuesto que piensas eso. Porque eres un hombre, un ciudadano libre y, gracias a la revolución con la que no pareces simpatizar, con derechos. Pero ¿qué pasa con nosotras? Nadie parece acordarse de las mujeres. La liberación llegó para los vasallos del Capeto, pero nadie se preocupó por nuestras cadenas. Ya lo dice Olympe de Gouges.
—Modera ese lenguaje, Joséphine —la reprendió su padre al darse cuenta de hacia dónde los llevaba aquella discusión. Conocía demasiado bien a su hija y sabía que, si no la acallaba, acabaría pronunciando un mitin que haría enrojecer al mismísimo Robespierre—. Declaraciones así podrían llevarte al cadalso.
—Padre, sabes que tengo razón.
—Las damas que hablan de esa forma, renegando de su sexo, no son de fiar —masculló otro de los invitados al escucharla—. Nos llevarán a todos a la más absoluta de las ruinas.
—Empiezan así y acaban negándose a ser buenas esposas y darles hijos a sus maridos. ¡Tiempo al tiempo!
—¿Por qué no comenzamos con la reunión y nos dejamos de debates estériles? —intervino monsieur Corday al darse cuenta de que los ánimos comenzaban a caldearse y dejaba de ser el centro de atención—. No hemos venido aquí para debatir sobre las damas.
—Porque no deberíamos ser objeto de debate. Somos ciudadanas francesas de pleno derecho igual que vosotros.
—Claro, por supuesto... —Hizo un gesto para quitarle importancia a aquello—. Venga, tomen asiento. Tengo un nuevo planteamiento político que podría interesarles. Va mucho más allá de jacobinos y rolandistas.
El grupo empezó a colocarse para escuchar aquel pequeño mitin, aunque Joséphine se quedó unos pasos atrás, algo derrotada tras los comentarios que había oído. Sabía que sus opiniones y su lucha no eran demasiado populares entre los revolucionarios, que pensaban que aún había que ocuparse de otros asuntos antes de, si acaso, hablar de las mujeres. Pero para ella era algo urgente. Literalmente le iba la vida en esa lucha.
—Aunque no comparta todas sus opiniones, debo admitir que admiro su forma de expresarlas. —Dio un pequeño brinco al escuchar, de nuevo, aquella voz. El hombre, al percatarse de su nerviosismo, levantó ambas manos en señal de paz—. Es usted muy valiente, mademoiselle...
—Joséphine —lo corrigió ella—. Y, por favor, no me trates de usted. Vivimos en una nueva época en la que nadie es más que nadie, ¿cierto? Así que lo mejor será que empecemos a demostrarlo en nuestra forma de hablar y relacionarnos con los demás. El tuteo es el futuro.
—Lo intentaré porque me lo pide... porque me lo pides tú. Aunque no sé si comulgo demasiado con esas ideas.
—Parece que estamos condenados a no entendernos, eh, esto...
—Étienne —se presentó.
—Encantada, Étienne. Creo que deberíamos reunirnos con los demás. Me interesa lo que tenga que decirnos este hombre. A ver si, de verdad, sus ideas son tan revolucionarias y necesarias como él parece creer.
—Sí, yo también quisiera oírlo. —Señaló la dirección que habían tomado los demás, ampliando su sonrisa—. Después de ti.
Joséphine sonrió y negó con la cabeza.
—Oh, no necesito que me traten con caballerosidad ni que me cedan el paso. Puedo abrírmelo yo misma sin problema.
Él rio al escuchar el comentario, cada vez más intrigado por aquella mujer.
—No lo dudo, pero me gustan algunas de nuestras costumbres.
—A mí no demasiado.
—Parece que tienes razón: estamos condenados a no entendernos.
Se quedaron unos segundos más ahí parados, mirándose el uno al otro fijamente, hasta que Étienne se rindió y echó a andar primero. Joséphine amplió la sonrisa y lo siguió, deseando poder escuchar lo que tenían que contarles y, si era posible, continuar aportando su propio punto de vista a aquella revolución. No pensaba dejar que la silenciaran cuando, por fin, las mujeres estaban a punto de conseguir sus derechos.
Aunque no tardó demasiado en darse cuenta de que no podía haberse equivocado más con aquella reunión. Durante casi una hora escuchó a aquel hombre que se la daba de entendido, pero que, en realidad, no era más que alguien que solo quería tocar poder, se había olvidado de los verdaderos motivos de la revolución y ni siquiera les permitía compartir otras perspectivas.
Abandonó aquella casa junto a su padre, muy decepcionada y cabizbaja.
—¿Ves? Ya te dije que este no era lugar adecuado para mujeres —le dijo su padre—. Solo te ha servido para enfurruñarte y dejarte en evidencia delante de un montón de desconocidos.
Joséphine no quiso ni siquiera contestar. Sabía que, algún día, podría alzar la voz sin ningún miedo.
Capítulo 2
—Mademoiselle, tiene una visita.
Joséphine, que estaba bordando junto a su madre, levantó la cabeza al escuchar a su criada. No esperaba a nadie aquel día, por lo que no sabía de quién podría tratarse.
—¿Quién es?
—Un caballero. Monsieur Fresneau. Aunque me ha dicho que probablemente usted solo lo conocería por Étienne.
—¿Éti...? —Sonrió, dejando su nombre a medio pronunciar. Aquel hombre con el que había discutido en la reunión, pero que había parecido dispuesto a escucharla. No sabía cómo la había encontrado, mas le alegraba mucho que lo hubiera hecho—. Dile que pase.
La doncella se fue y ella se apresuró a dejar sus bordados a un lado. No quería que el caballero creyera que no era más que una de esas pánfilas que se dedicaba a esperar en casa a que alguien llegara a pedir su mano.
—¿Quién es ese monsieur? —le preguntó su madre, con los ojos brillantes. Había empezado a perder la esperanza de que su hija encontrara un buen pretendiente, pero aquello podía ser una oportunidad.
—Nadie importante, madre. Solo un hombre que conocí el otro día en la reunión a la que asistí con padre.
—¿Un revolucionario? —bufó la mujer. Su gozo en un pozo—. Ese no va a desposarte, Joséphine.
—Te he dicho muchas veces que no necesito ningún marido.
—No digas sandeces. Por supuesto que lo necesitas, igual que cualquier mujer decente. Alguien que haga que te olvides de todos esos temas políticos que no te llevarán a ningún buen lugar.
No pudieron continuar con la conversación. Étienne atravesó la puerta del salón y ambas se levantaron para recibirlo.
—Étienne —lo saludó Joséphine—. Qué sorpresa. No esperaba encontrarme contigo de nuevo. Mucho menos en mi casa.
—Siento presentarme así, sin recibir ningún tipo de invitación.
—Es, cuando menos, poco ortodoxo —intervino la madre de la joven—. ¿No nos presentas, hija?
—Sí, por supuesto. Étienne, esta es mi madre. Madre, este es Étienne.
—Encantada de conocerlo, monsieur...
—Fresneau —le indicó él—. Igualmente, madame Fontaine. Y, de nuevo, disculpe que me haya presentado de esta forma en su hogar. Le aseguro que no suelo comportarme así.
—Al fin alguien que conserva los modales —respondió ella, sorprendida. Había esperado que aquel hombre se comportara como su hija, por lo que era una grata sorpresa descubrir que él, al menos, sí que la trataba como era debido. Quizá aquello tenía más futuro de lo que había creído en un principio—. Es maravilloso ver que esta revolución no ha arrasado con la buena educación de todo el mundo, como lo ha hecho con la de mi hija.
—Madre, ¿por qué no nos dejas para que podamos charlar tranquilos? ¿No tienes nada que hacer en otra habitación?
—Nada en absoluto. Estoy estupendamente aquí y, además, no puedo dejarte con un hombre sin supervisión.
—Eso no son más que sinsentidos arcaicos con los que yo no comulgo.
—Pero yo sí, así que no hay nada que hablar. Aunque... me retiraré a ese sofá algo más apartado para que podáis hablar sin ser molestados.
La mujer se alejó un poco mientras su hija resoplaba sin ningún tipo de disimulo ni pudor, lo que hizo que Étienne tuviera que contener una sonrisa.
—¿Puedo sentarme?
—Por supuesto. Así podrás aprovechar para contarme cómo me has encontrado y qué haces aquí.
—Directa a lo importante.
—Probablemente ya te hayas dado cuenta de que eso es parte de mi encanto. —Señaló el asiento en el que su madre había estado hasta hacía unos instantes y que él no tardó en ocupar—. ¿Y bien?
—Disfruté mucho nuestra conversación en la reunión y me quedé con ganas de conocerte un poco más. Sabía quién era tu padre, así que no me costó demasiado descubrir algunos detalles.
—Un poco siniestro, si me lo permites.
—Prefiero pensar que soy resolutivo.
Joséphine amplió la sonrisa al escuchar aquello. Étienne, a pesar de parecer estar más apegado que ella a las antiguas tradiciones, era un auténtico descarado capaz de presentarse en una casa en la que no había sido introducido de manera formal.
Y eso le gustaba bastante.
—¿Has venido, entonces, para seguir hablando de una revolución que, según tus propias palabras, se nos está escapando de las manos?
—Es posible, sí.
Él también sonrió. Le gustaba aquella determinación y la capacidad que tenía Joséphine de no callarse sus opiniones pasara lo que pasara. Parecía incapaz de morderse la lengua.
—Soy toda oídos.
—Creo que no la... te —se corrigió, haciéndola reír— complació demasiado lo que nos contaron.
—A ese hombre solo le faltó decir que deberíamos darle una corona y hacerlo rey de Francia. Menuda pérdida de tiempo.
—Parece que sí estamos de acuerdo en una cosa, fíjate. Fue una reunión nefasta que podríamos habernos ahorrado.
—¿Cierto? —Joséphine sintió una pequeña punzada de emoción en el estómago—. Odio a esas personas que solo intentan enriquecerse a costa del pueblo y sus necesidades. Trataba esta situación como algo terrible y a evitar, como si no hubiéramos conseguido absolutamente nada con nuestra lucha durante los últimos años.
La madre de la joven rio de forma poco disimulada al escuchar aquello, llamando la atención de ambos. Joséphine bufó y se cruzó de brazos con brusquedad.
—¿Qué sucede?
—Hablas como si hubieras formado parte de las barricadas, cuando apenas tenías 16 años al comienzo de estas revueltas y tu padre y yo te mandamos fuera de París durante meses, hasta que la situación se tranquilizó un poco. No has formado parte de esta lucha a la que te empeñas en llamar «nuestra» como si fueras amiga íntima de ese Robespierre.
—¡Pero eso fue únicamente culpa vuestra! —se quejó—. Yo pelearía si se me permitiera. Ya lo intento.
—Espero, monsieur, que no lo escandalicen los comentarios de mi hija —dijo la otra, ignorándola por completo. Había escuchado ya aquellas quejas cientos de veces y sabía cómo acababan, por lo que había decidido dejar de darles importancia—. Le aseguro que es una dama bien educada.
—En esta nueva era eso dará igual.
—No lo creo. ¿No le parece, monsieur Fresneau?
—A pesar de que entiendo perfectamente su punto de vista, y concuerdo en que algunas cosas no han cambiado tanto, su hija no deja de tener razón al defender que estamos en una nueva era y que todas nuestras antiguas costumbres y tradiciones podrían quedar en el olvido.
—Pero no lo aprueba, ¿cierto?
Joséphine enarcó una ceja con curiosidad. Le interesaba saber si aquel joven con el que apenas coincidían opinaba lo mismo que su madre sobre aquel tema tan importante o si, por el contrario, quería acabar también con el encorsetado sistema en el que se habían criado.
—Lamento tener que decepcionarla, madame —respondió él tras unos segundos de silencio en los que meditó cómo decir aquello para que la mujer no lo echara a patadas de su hogar y le impidiera acercarse a su hija—. A pesar de que creo que esta revolución no es perfecta, sí que considero que, quizá, hay algunas cosas que no merezca la pena salvar. Y una de ellas tal vez sean los modales clásicos. Aunque, por supuesto, siempre debemos preservar las buenas formas y no sobrepasar los límites de la decencia.
—Bueno...
No pareció demasiado conforme, pero no dijo nada más y regresó a sus bordados, dejándolos de nuevo una relativa intimidad. Aunque aquella conversación distendida duró poco.
—Debo marcharme ya, pero ha sido un placer poder seguir con nuestra charla —dijo Étienne al tiempo que se ponía de pie—. Gracias por este rato.
—Gracias a ti por la visita.
—¿A pesar de que nadie me haya invitado?
—A pesar de eso. —Ambos volvieron a sonreír. Parecía que no habían hecho otra cosa que aquello desde que se habían reencontrado—. Aunque puedes pasarte cuando quieras. Nos gustará recibirte.
—¿De verdad? No quiero resultar una molestia.
—No lo serás. ¿Verdad, madre?
—Verdad, monsieur Fresneau. Puede volver cuando lo desee.
Étienne se despidió, prometiendo, entonces, que regresaría otro día, y la mayor de las mujeres regresó a su asiento con una expresión en su rostro que no le hizo ni un ápice de gracia a la otra.
—¿Qué sucede?
—Es un joven agradable. Y, a pesar de que comulga con toda esta revolución, parece bien educado y mucho menos radical que tú.
—Oh, madre, no...
—Sería un buen marido, Joséphine. El marido por el que tanto he rezado.
No contestó. Se limitó a levantarse y abandonar la habitación. El matrimonio no era una de sus prioridades (ni mucho menos su deseo), por lo que no pensaba perder ni un instante hablando de aquello.
Capítulo 3
Étienne volvió a pasarse por casa de Joséphine aquella semana. Y tres veces más la semana siguiente. En cada uno de sus encuentros hablaban de política, de las medidas sociales que deberían implementarse, de los derechos que aún debían conquistar las mujeres y de los que la mayoría de revolucionarios parecían olvidarse. Joséphine había encontrado por fin a un compañero que parecía entenderla y que quería escucharla. Étienne no le había dicho ni una sola vez que aquellos temas no eran propios de mujeres y cada vez que lo veía sentía más y más mariposas en el estómago.
Sus padres, aunque algo preocupados por la naturaleza de sus conversaciones, no veían aquella amistad con malos ojos. Al fin y al cabo, monsieur Fresneau era un hombre respetable de una familia burguesa acomodada y su moderación podía encauzar los pensamientos de su rebelde hija, aunque a él aquello no se le había pasado por la cabeza ni un solo instante. Si había algo que le gustaba de aquella mujer era, sin lugar a dudas, su libertad a la hora de expresarse. Joséphine Fontaine era una de esas damas que podrían llegar a hacer historia si se daban las circunstancias.
Todo parecía idílico. Hasta que una noticia, que se extendió por París como la pólvora, puso todo su mundo en jaque.
—¿Lo has oído? —Joséphine se puso de pie en cuanto Étienne entró al salón de su casa.
—Me han informado a primera hora de la mañana —le confirmó al tiempo que tomaba asiento junto a ella—. Ha llegado una nota anónima a mi casa, supongo que de otro de los asistentes a la reunión.
—Pero esto no nos afectará a nosotros, ¿verdad? —La voz de la mujer empezó a temblar y él tuvo que contenerse para no cogerla de la mano y tratar de reconfortarla—. Ese hombre era un... tirano en potencia. Lo han detenido porque conspiraba contra Francia, mas nosotros no nos unimos a su causa. Solo... solo estuvimos en una de sus reuniones. Fue algo circunstancial. No sabíamos lo que quería contarnos, no sabíamos lo que opinaba ni muchísimo menos que estaba planeando llevar a cabo un golpe de Estado.
Étienne dudó antes de contestar. Quería creer aquello: que nadie iría tras ellos, que a monsieur Corday solo lo habían arrestado porque sus planes eran firmes y suponía un auténtico peligro. Pero una parte de él, la que era consciente de lo mucho que aquella lucha se les había escapado de las manos, la que sabía que estaban a un solo paso del más absoluto de los terrores, de la muerte y la destrucción, no estaba tan segura de aquello. Ese hombre había dado un discurso, pero, hasta donde él sabía, no tenía en sus manos los medios para atacar al gobierno. No era más que un pobre charlatán. Un perro que ladraba, pero que no tenía dientes con los que morder.
—¿Realmente crees que lo estaba? —Se atrevió a preguntar al fin—. No quiero que pienses que estoy a favor de ese hombre, pero... no me pareció una amenaza real.
—Bueno, ambos escuchamos sus desvaríos.
—Sí, mas no eran más que eso: los disparates de un hombre ansioso de poder, pero que, de facto, no tenía capacidad para hacer realidad sus planes. Apenas algunos de los presentes lo apoyaban, por lo que no suponía una amenaza real.
Un escalofrío recorrió a Joséphine de arriba abajo. Por mucho que odiara admitirlo, aquello sonaba muy factible. Quizá demasiado.
¿Y si intentaban eliminar a cualquiera que llevara la contraria al Gobierno, por muy insignificante que fuera?
—¿Qué insinúas? —preguntó, aun así, para asegurarse de que ambos se referían a lo mismo.
—Que quizá ya hayamos cruzado la línea. Y que todos estemos en peligro.
—No nos asuste de esta forma, monsieur —intervino la madre de Joséphine. Se había quedado lívida al escuchar aquello. Su marido le había asegurado que ellos no tendrían nada que temer, pero las palabras de aquel caballero la habían puesto de nuevo en alerta—. Mi esposo dice que nadie nos relacionaría con ese hombre.
—Es posible que no, pero no podemos estar seguros de que no decida vendernos a todos para librarse de la guillotina, así que lo mejor será cuidarnos durante las próximas semanas. Por si acaso.
—Y disimular —añadió Joséphine a pesar del miedo que había comenzado a sentir. Una cosa era hablar de luchar y de ideas que podían llevarte al cadalso y otra muy distinta acabar sin cabeza solo por haber cometido el error de escuchar a un supuesto traidor—. Tenemos que pretender que no pasa nada, que no sabemos lo que ha sucedido. No hemos tenido nada que ver con él y con sus reuniones.
—Exacto. Debemos fingir normalidad.
Étienne le dedicó una pequeña sonrisa de ánimo. Solo esperaba que pudieran salir de aquello con vida.
***
Los siguientes días, tanto Étienne como Joséphine y su padre se dedicaron a actuar como si no hubiera sucedido nada, e incluso incrementaron sus salidas para que los vecinos los vieran y no sospecharan de lo acontecido.
Una mañana, durante una de sus visitas que habían pasado a ser casi diarias, Étienne le propuso a la joven ir a dar un paseo por la ciudad, con la excusa de hacer vida normal, y ella no dudó en aceptar (aunque su madre la obligó a llevar a la criada como carabina). Estaba deseando poder charlar con él sin la mirada inquisitiva de su progenitora clavada en la nuca ni sus constantes comentarios y puntualizaciones para que él no creyera que era una radical y decidiera abandonarla sin proponerle matrimonio.
—¿Has visto algún movimiento sospechoso? —le preguntó él en voz baja mientras caminaban—. ¿Algo extraño?
—No por el momento. ¿Y tú?
—No, aunque les he pedido a mis padres que estén también alerta por si alguien se pasa por su casa preguntando por mí. No quiero que acaben en una situación complicada por mi culpa.
—Espero que todo siga así.
—Yo también.
Continuaron con su paseo con tranquilidad, pero cuando ya regresaban a casa de Joséphine, sucedió algo que cambiaría el rumbo de su existencia por completo. La cocinera de la familia apareció corriendo como si la persiguiera el mismísimo diablo, y los detuvo cuando aún los separaban unas cuantas calles de su destino.
—Mademoiselle, no puede volver a casa —le dijo mientras miraba hacia su espalda, como si alguien estuviera persiguiéndola—. Me manda su madre. Tiene que huir. Rápido.
—¿Qué...? ¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Han venido a por su padre y se lo han llevado arrestado.
—¡¿Arrestado?!
Joséphine sintió cómo las piernas empezaban a temblarle y, sin ser apenas consciente de lo que hacía, se aferró a Étienne, que la agarró con fuerza para que no cayera desplomada al suelo. Se había quedado tan pálida que temía que se desmayara ahí mismo.
—Sí. Lo acusan de conspirar contra Francia —le explicó la mujer, cada vez más alterada—. Ha sido horrible. Han arrasado con todo y se lo han llevado a rastras como si no fuera más que un vulgar criminal.
—Mi padre... Yo... yo... tengo que ir a verlo. Tenemos que sacarlo de donde se lo hayan llevado. Es un hombre inocente, no ha hecho nada malo. Jamás conspiraría contra la nación.
—Lo sabemos, mademoiselle, pero no hay nada que usted pueda hacer para salvarlo.
—¿Esperáis que me quede de brazos cruzados sin hacer nada?
—Ay, ojalá pudiera hacer eso, pero... hay algo más. Aún no le he dicho lo más importante. —La cocinera tragó saliva con dificultad —. También la buscaban a usted. Querían llevársela.
Joséphine palideció aún más si es que aquello era posible. Ella jamás había dicho nada en contra de la revolución más allá de lo poco que los revolucionarios contribuían a los derechos de la mujer. Era una fiel defensora de los principios de aquel movimiento y nadie podría acusarla jamás de traidora. Y, sin embargo, la buscaban para encerrarla o hacerle algo aún peor.
Como si estuviera conspirando.
Y todo por haber asistido a la cita equivocada.
Por una vez, y sin que sirviera de precedente, puede que su padre tuviera razón: no tendría que haberlo acompañado aquel día. De hecho, él tampoco debería haber acudido a aquella reunión.
Si ambos se hubieran quedado en casa, estarían a salvo, aunque... no habría conocido a Étienne, que seguía sujetándola con firmeza como si temiera que pudiera desmayarse en cualquier momento.
—¿No puedo volver a casa? —murmuró.
—No de momento. Su madre ha conseguido convencerlos de que está visitando a una amiga fuera de París, pero creemos que aún pueden estar rondando la zona. Por eso he venido corriendo a avisarla.
—¿Y qué se supone que voy a hacer?
—Me ha pedido que le diga a monsieur Fresneau que, por favor, se encargue. Dice que durante sus visitas ha podido comprobar que es un auténtico caballero y que muestra un interés sincero en mademoiselle, por lo que confía en que usted pueda ponerla a salvo en este momento de necesidad.
Él asintió. No se habría planteado hacer ninguna otra cosa. No pensaba dejarla desahuciada justo en aquella situación.
—Dígale a madame Fontaine que no tiene de qué preocuparse. Joséphine estará a salvo conmigo.
Ella quiso protestar y decir que no necesitaba que alguien la protegiera, mas no era estúpida y no pensaba rechazar una mano amiga en aquel momento de máxima desesperación. Étienne era un rostro amable que le ofrecía una salida a aquello, un poco de consuelo en mitad de su desesperación.
Conseguirían escapar de eso los dos juntos.
Capítulo 4
Apenas tuvieron tiempo para trazar un plan. Étienne descartó de inmediato ir a su casa, ya que supuso que también podrían estar buscándolo, y sugirió pasarse por la de sus padres, por si ellos podían echarles una mano y ocultarlos hasta que pasara la tempestad. Sin embargo, se dio cuenta de lo mucho que se equivocaba cuando giraron la esquina de su calle, no demasiado lejos de donde se encontraban dando su paseo, y vieron, en su puerta, a varios hombres armados.
—Creo que también me buscan a mí —se lamentó Étienne—. ¡Mierda, creía que tendríamos algo más de tiempo!
Joséphine apretó los labios con fuerza. No podían venirse abajo justo en ese momento, no podían dejar que los atraparan por algo que no habían hecho.
Observaron a lo lejos durante unos minutos, en completo silencio, hasta que aquel grupo se dispersó para continuar con su búsqueda y no les quedó más remedio que resguardarse de miradas indiscretas en un callejón. Oyeron pasos a lo lejos, así que Étienne apoyó la espalda de la mujer en el muro y la cubrió con su cuerpo, en un gesto de lo más indecoroso pero útil para que nadie se percatara de su presencia.
Aguardaron así unos largos segundos hasta que, por fin, aquellas personas se alejaron y ellos pudieron respirar con normalidad. Aunque la respiración se les volvió a cortar al darse cuenta de lo cerca que estaban el uno del otro. Joséphine recorrió el rostro de Étienne con la mirada hasta detenerse en sus labios. Le resultaban tan atrayentes que tenía que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no lanzarse sobre ellos. Y era más que evidente que a él le sucedía lo mismo. La miraba con tanto deseo que no sabía cómo estaba siendo capaz de contenerse.
Aquel era el peor de los momentos para sentir algo así, mas no podían evitarlo. Después de tantas semanas de conversaciones supervisadas, la tensión que había entre ellos parecía estar a punto de estallar.
—Quizá deberíamos...
Ella no terminó la frase. Porque, en realidad, no sabía cómo hacerlo. Sabía que lo apropiado (o, al menos, lo que siempre había sido considerado aceptable por la sociedad) era apartarse antes de que alguien los descubriera en aquella posición, pero una parte de ella se negaba a alejarse ni un milímetro. Se sentía tan a gusto contra su cuerpo, con los brazos de Étienne rodeándola, con sus labios tan cerca... La mera idea de romper aquella burbuja le provocaba punzadas nerviosas en el estómago.
—¿Deberíamos...? —la retó él a terminar.
Lo habían educado para ser un caballero y realmente quería comportarse como tal, pero le estaba costando demasiado alejarse de Joséphine. Y, por lo que veía en su mirada, sabía que a ella también, así que se moría por saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
—No lo sé —confesó ella con los ojos aún fijos en su boca. ¿Y si se dejaba llevar por sus instintos y recorría el breve espacio que los separaba?—. No... no tengo ni idea de lo que deberíamos hacer ahora.
—¿Te refieres a en este mismo instante o a un plan de huida? —Siguió tirando de la cuerda él.
—Tampoco lo sé. Puede que a ambas cosas. Aunque hay algo que...
Se mordió el labio y él no pudo aguantarse más. Posó una mano en su mejilla, recorrió aquel breve espacio y unió sus bocas en un beso suave. Se separó y la miró, tratando de evaluar su reacción, descubrir si había sobrepasado algún límite o si, por el contrario, ella estaba bien con aquello.
Y su sonrisa y la forma en la que lo acercó de nuevo a su cuerpo le indicaron que sí lo estaba. Volvieron a besarse una y otra vez con besos que cada vez se tornaban más intensos hasta que un ápice de cordura los hizo recuperar la compostura.
Había hombres buscándolos por todo París para arrestarlos y encerrarlos por un delito que no habían cometido. No tenían tiempo para distraerse. Debían ponerse a salvo cuanto antes.
—¿Hay algún sitio donde podamos resguardarnos? ¿Tienes alguna casa secreta cuya existencia nadie conozca o algo así?
—No, pero tengo amigos a los que no les importará acogernos y que nos protegerán —le aseguró—. Son gente de confianza y nadie nos buscará en sus hogares. Podremos pasar algunos días mientras se tranquiliza la situación y, después, decidir si intentamos regresar a nuestras vidas o debemos tomar otras medidas.
—¿Hablas de huir de París?
La voz de ella apenas fue un hilo. Adoraba aquella ciudad. Había vivido prácticamente toda su existencia allí y siempre la había considerado sinónimo de lucha y de libertad, así que no se imaginaba lejos de ahí. Pero era evidente que se había equivocado y que no todos los revolucionarios tenían buenas intenciones. Quizá Étienne tenía razón y la situación se les había escapado de las manos. Tal vez estaban ante las puertas del mayor de los terrores.
—Es posible, aunque al final todo dependerá de cómo evolucione la situación. Debemos ir paso a paso.
Ella asintió lentamente. Lo mejor sería no anticiparse y planear según avanzara todo. Quizá se olvidarían pronto de ellos, por lo que podría volver a casa. O, quizá, seguirían buscándolos y no les quedaría más remedio que escapar de la ciudad, puede que incluso del país.
Ya el tiempo diría.
—¿Dónde vamos, entonces?
—Se me ocurren un par de sitios. —Le ofreció la mano y ella no dudó en aceptarla—. Venga, en marcha.
Anduvieron por las calles con cuidado, revisando cada esquina y esquivando a cualquiera que pudiera parecerles sospechoso, hasta que por fin llegaron a una pequeña casa algo alejada de aquella zona, aunque también bastante elegante. Un criado abrió y Étienne entró al vestíbulo, tirando de Joséphine para que no se quedara fuera, antes de que este pudiera pronunciar palabra.
—Dígale a monsieur Bernard que he venido a verlo para tratar un asunto extremadamente urgente que no puede aguardar. Me da igual si está ocupado: es algo de vida o muerte. Literalmente.
—Sí, claro. Aguarde un minuto.
Los dejó allí y Joséphine se removió en el sitio, nerviosa. Solo esperaba que aquel desconocido se apiadara de ellos y pudiera esconderlos al menos un par de días. Confiaba en que fuera una persona fiable, un buen amigo dispuesto a jugársela para protegerlos.
Apenas unos minutos después, el criado regresó y les indicó que pasaran al despacho, donde el dueño de la casa los recibiría. Ambos le dieron las gracias y recorrieron el pasillo hasta llegar a la habitación con muebles de madera oscura en la que monsieur Bernard los aguardaba entre papeles y libros.
—¡Étienne! —exclamó, poniéndose en pie—. ¿Qué sucede, mi buen amigo? ¿Debo preocuparme?
—No por ti, Alphonse, pero quizá sí por mí. Por nosotros. —Señaló a Joséphine con la mano—. Esta es mademoiselle Fontaine.
—Joséphine —se presentó ella—. No me gustan esas formalidades. Creo que están de más en la nueva sociedad.
—Una auténtica revolucionaria.
—Algo así. —Étienne suspiró—. ¿Recuerdas aquella reunión a la que nos invitaron?
—¿La de monsieur Corday? —El otro asintió—. Por supuesto, y menos mal que no acudimos porque he oído que lo han detenido y que ha delatado a todos los que asistieron, en un vano intento de salvar su cabeza. Aunque no creo que lo consiga. Eso le pasa por ir divulgando de esa forma sus ideas contrarias al Gobierno. Hay que tener cuidado y medir muy bien ante quiénes hablamos y qué decimos.
—Por desgracia para mí, yo sí que acudí a la cita. Sentí curiosidad y... fui sin más. No me creí ni una sola de sus palabras ni me lo tomé en serio. Nadie podría haberlo hecho. Ese hombre no era una amenaza real.
—Ya sabes que hay quien piensa que hasta la menor de las amenazas podría acabar con este nuevo sistema. Así de precario es. —Alphonse suspiró—. ¿Te están buscando, entonces?
—A ambos, puesto que ella también asistió a la reunión. De hecho, nos conocimos allí.
—Fui con mi padre —intervino ella—. A él lo han detenido esta misma mañana. Yo no estaba en casa y por eso he conseguido escapar, pero me están buscando y no puedo regresar. Ni Étienne tampoco.
—Hemos intentado ocultarnos en casa de mis padres, pero ya estaban allí, así que hemos descartado la idea. Nuestra única opción ahora mismo es que algún amigo nos dé cobijo, y yo había pensado que quizá tú...
—Por supuesto —lo interrumpió el otro—. Dudo que os busquen aquí, por lo que podéis quedaros el tiempo que necesitéis.
—Serán solo un par de días hasta que decidamos qué hacer y si podemos seguir en París —le aseguró Étienne—. Pero muchas gracias. De todo corazón.
—Sí, nos estás salvando la vida.
—No tenéis que dármelas. Mandaré que preparen la habitación de invitados. Solo hay una, por lo que espero que no os importe compartirla.
Joséphine notó cómo la cara se le ponía completamente roja, aunque trató de disimular su sorpresa con un carraspeo.
—Yo puedo dormir en un sofá si es necesario —murmuró Étienne, que no parecía mucho más tranquilo que ella. Una cosa era saber que la mujer era una revolucionaria que estaba en contra de las convenciones sociales y otra muy distinta pasar la noche con ella. Aunque, si era sincero, a él no le importaría ni lo más mínimo. Mucho menos después de su breve encuentro en aquel callejón—. Nos adaptaremos. Lo importante es tener un techo para pasar la noche.
Ella, que aún no sabía muy bien qué decir, asintió. A pesar de su rechazo a las convenciones, había una parte de ella que se escandalizaba al pensar en pasar una noche a solas con un hombre. Era algo demasiado prohibido, un límite tan marcado que la mera idea de cruzarlo le ponía la piel de gallina. ¿Era lo suficientemente revolucionaria como para hacer aquello? ¿Podía realmente dejar atrás todo lo que le habían inculcado y dormir con él?
No quisieron darle demasiadas vueltas a aquel tema hasta que cayó la noche y llegó el temido momento de irse a dormir. La doncella de la casa acompañó al dormitorio a Joséphine para ayudarla a ponerse una camisa de noche que ella misma le había prestado, ya que no había ropa de ninguna otra mujer en aquella casa de soltero, mientras Étienne esperaba fuera, aún indeciso. Su amigo lo miraba y contenía la risa a duras penas al verlo tan nervioso.
—Es solo una mujer. Y podéis pasar la noche como hermano y hermana. A no ser que haya algo que no me has contado...
—Un caballero no habla de esos temas. Mucho menos cuando la otra parte implicada es una dama. La revolución puede haber cambiado nuestra sociedad, pero hay cosas que aún permanecen.
Alphonse dio una palmada, aunque no añadió nada más. No le hacía falta hacerlo para saber por qué a su amigo aquello lo ponía tan nervioso.
Una vez que Joséphine estuvo lista, el dueño de la casa se despidió hasta el día siguiente y fue el turno de Étienne de prepararse. Sin atreverse a mirar dentro de la habitación, se metió detrás de un biombo para cambiarse, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Saber que solo aquella estructura lo separaba de ella le provocaba taquicardias.
—¿Puedo salir? —le preguntó una vez que estuvo listo.
—Sí, no te preocupes —respondió ella con un ligero temblor en la voz a pesar de que intentaba fingir seguridad.
Él se asomó y sonrió al verla metida en la cama, tapada con las sábanas hasta la cintura.
—Si quieres, puedo...
—No —lo interrumpió ella—. Quiero que te quedes aquí. Conmigo.
—Joséphine...
—Sé que es inapropiado, pero lo que sucedió en el callejón también lo fue, ¿no te parece?
—Un poco.
Tragó saliva con cierta dificultad. Hablar de aquello no era fácil, ni siquiera para al