Azul serenidad o la muerte de los seres queridos

Luis Mateo Díez

Fragmento

cap-2

1.

El doce de diciembre de 2007 y el catorce de mayo de 2008 hubo dos muertes en mi familia. La madrugada del doce murió mi sobrina Sonia, que en palabras de su padre, mi hermano Antón, y de su madre, mi cuñada Luz, «emprendía su trágico vuelo hacia la calma», y a primeras horas de la tarde del catorce de mayo fallecía en el Hospital de la Fe de Valencia mi cuñada Charo, a la que un tumor de metástasis tan expansiva como implacable se la llevaba en poco más de un mes.

Una muerte entra en el cálculo de lo que la vida nos depara, en la costumbre de lo que determina nuestro destino. Poco hay que decir de la muerte habitual con que todos nos encontramos en el entorno de nuestras existencias. Hay mucho que sentir, y en la discreción e intensidad de ese sentimiento de pérdida, que la muerte supone, involucramos lo que corresponde. La muerte afianza los afectos. El acontecimiento concita lo que en el trance familiar es más expresivo, más explícito, al menos en una familia como la mía, donde el respeto y la cautela son formas de comportamiento y la dependencia afectuosa no necesita especiales declaraciones.

Dos muertes, en tan corto tiempo y con tan radicales vicisitudes, no tienen previsible cálculo, y es la reiteración y el compromiso de asumirlas lo que bloqueó mi ánimo con el común sentimiento del vacío que procuran: lo que la pérdida explaya en la desolación para en seguida construir una emoción de ausencia, que las circunstancias hacen más inminente y perdurable.

Las muertes, sean las que sean, no se entienden. Comprenderlas es una labor que exige mucho esfuerzo, pero sólo desde la comprensión se puede llegar al entendimiento. La comprensión es como un aval en la lucidez de la memoria y la inteligencia, su esfuerzo necesita enfriar los sentimientos, distanciar esa llama de las presencias para que, sin extinguir su pálpito, tamicen una irradiación no dramática, en la misma proporción en que las voces destilan los rumores y el eco de las palabras acoge la resonancia de éstas, ya sin el estrépito de su sonoridad.

La comprensión establece, con la inteligencia, un remanso de conocimiento, en el que podemos percibir, o por cuyo conducto podemos adueñarnos, de una cierta indulgencia que necesitamos para entender la muerte.

Lo que no se puede entender, podría comprenderse y, con la ayuda habitualmente redentora del tiempo, esa comprensión rozaría el entendimiento que coadyuvase a la lucidez de una conformidad, tampoco pidamos más, en la que el dolor no fuese un valor radical y absoluto, sino más cercano a la paciencia y la tolerancia.

Un dolor tolerable, un sufrimiento apacible que detalla en su fluido cierto rumor de la ausencia, la música de un vacío silencioso que estiliza las imágenes del recuerdo, aunque algunas, las más trágicas, las que inmovilizan, por ejemplo, el descubrimiento del cuerpo de Sonia en el Patio de su estudio, aquella mañana del doce de diciembre, no se pueden estilizar, ni siquiera restañar entre la herida del amanecer brumoso y la aspereza del cemento en que el cuerpo de Sonia yacía.

La irrealidad acaba siendo el único don de la extrañeza cuando el sentido de las cosas se rompe y no hay hilo conductor que redima lo que sucede, de modo que nada podía ser creíble y verdadero en lo que mi hermano Antón percibió al llegar al Patio, después de aquella carrera, más desalentada que desesperada, que emprendió tras la llamada telefónica que alertaba de lo que había pasado.

2.

La inmediatez de estas muertes, entre el dramatismo de la de Charo y la tragedia de la de Sonia, desarmó cualquier posibilidad, no ya de entendimiento y comprensión, sino de pensamiento y memoria, hasta que la radicalidad de los sucesos, en ambos casos entrelazados en la sorpresa, el golpe imprevisto con que la muerte llega sin el aviso que es un recurso muy suyo en los cuentos populares, en las ficciones en que el disfraz la resguarda para salir al paso inadvertidamente, se fue paliando con el sentimiento de su aceptación.

Aceptar lo sucedido es la parte del trance que abre un primer movimiento de comprensión.

La muerte no se entiende porque la vida es lo único que tenemos, no existe otra propiedad en la naturaleza de lo que somos.

Y tampoco la vida se entiende, pero se tiene y se siente, al menos como el misterioso fluido que cada mañana nos hace abrir los ojos.

Lo que la vida contiene en el sueño, en la inconsciencia, es un avatar de segundo grado, como si el dormido fuese dueño de una vida en suspensión que siempre me pareció el tránsito que mejor preludia la muerte. Es el sueño precisamente quien mejor establece la costumbre de morir, un hábito que sostiene el imprescindible descanso diario que, cuando llegue la ocasión, enlazará con el descanso eterno.

No podía aceptar la muerte de Sonia, era excesivo el vuelco con que la realidad quedaba rota en aquella mañana del doce de diciembre, la raya terrible en el cristal que se rasga con la llamada del teléfono, el estrép

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