Cuéntamelo todo

Elizabeth Strout

Fragmento

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1

Esta es la historia de Bob Burgess, un hombre alto y robusto que vive en el pueblo de Crosby, Maine, y tiene sesenta y cinco años en la época en que hablamos de él. Bob tiene un gran corazón, pero él no lo sabe: como muchos de nosotros, no se conoce a sí mismo tanto como supone y jamás creería que en su vida haya algo digno de ser contado. Pero lo hay, como nos ocurre a todos.

El otoño llega pronto a Maine.

En la segunda o tercera semana de agosto, cualquiera que vaya conduciendo un coche, al levantar la mirada verá a lo lejos la copa de un árbol que se ha puesto roja. En Crosby, Maine, al primero que le pasó este año fue al gran arce junto a la iglesia, y ni siquiera estábamos a mediados de agosto. Pero el árbol empezó a cambiar de color por el lado que da al este. A los que llevaban años viviendo allí les resultó curioso: no recordaban que ese fuera el primer árbol en cambiar de color. A finales de agosto se había convertido en algo entre anaranjado y amarillento, más que rojo, que se veía al doblar la esquina de la calle principal. Y después llegó septiembre, los veraneantes regresaron al sitio de donde habían venido, y muchos días solo pasaban unas cuantas personas por las calles de Crosby. En conjunto, las hojas no parecían brillantes, y la gente suponía que se debía a la falta de lluvias que había sufrido agosto, y también septiembre.

Unos años antes, la gente que entraba a Crosby desde la salida de la autopista de peaje pasaba por un concesionario de coches, una tienda de dónuts y una cafetería, y también por delante de grandes casas de madera destartaladas cuyos porches albergaban cosas como ruedas de bicicleta, jugue­tes de plástico, perchas y aparatos de aire acondicionado que llevaban años sin usarse, y en una de esas casas vivía un hombre de mediana edad llamado Ricky Davis. Era corpulento, se emborrachaba con frecuencia y a veces se lo veía inclinado sobre la barandilla del porche lateral de su casa con los pantalones a medio bajar enseñando el enorme trasero, raja incluida, a los que pasaban por allí, y quienes no habían visto hasta entonces el espectáculo volvían la cabeza para mirar con asombro. Pero un día el Ayuntamiento decidió por votación poner la comisaría nueva en aquel sitio, y Ricky Davis y la casa en la que había vivido desaparecieron; se rumoreaba que había acabado en una vivienda protegida de Hatfield, cerca del antiguo parque de atracciones.

Cuando llegabas al centro del pueblo veías una casa grande de ladrillo que se alzaba cerca de la calle principal. Después de atrasar los relojes en noviembre, con lo que oscurecía antes, las escasas personas que pasaban en coche y las que paseaban por la calle de enfrente podían ver las ventanas de esa casa, amarilla por las lámparas encendidas dentro, y observar en la cocina a Bob Burgess y a su mujer, Margaret Estaver, cocinando juntos, hasta que corrían las cortinas. La gente sabía quiénes eran, y esa pareja que vivía en medio del pueblo les daba cierta sensación de seguridad, aunque no fueran plenamente conscientes de ello. Margaret era la pastora de la iglesia unitaria y tenía sus seguidores; Bob había ejercido como abogado en Nueva York muchos años en su juventud, pero nadie se lo echaba en cara, probablemente porque se había criado en Shirley Falls, a cuarenta y cinco minutos de allí, y había vuelto a Maine hacía casi quince años, cuando se casó con Margaret. Seguía llevando casos penales de vez en cuando en Shirley Falls, donde tenía bufete, pero prácticamente ya estaba jubilado. Y, además —la gente lo comentaba en voz baja —, Bob había vivido una tragedia en su infancia: el coche familiar se precipitó cuesta abajo por el sendero de entrada de los Burgess cuando él estaba enredando con la palanca de cambios. La gente del pueblo entendió que el coche —y, por tanto, Bob— había matado al padre, que estaba mirando el buzón.

Olive Kitteridge, que tenía noventa años y vivía en una residencia de mayores llamada Maple Tree Apartments, conocía esta historia sobre Bob Burgess, y siempre le había caído bien. Pensaba que lo envolvía una callada tristeza, seguramente por su temprana desgracia. Olive no sentía especial cariño por la mujer de Bob, Margaret. Se debía a que Margaret era pastora de la iglesia, y a Olive no le gustaban los pastores de la iglesia, salvo Cookie, que los había casado a ella y a Henry, su primer marido. Un hombre estupendo, el reverendo Daniel Cooke. Y también era estupendo Henry Kitteridge.

La pandemia había sido muy dura para Olive Kitteridge —en realidad, para todo el mundo—, pero ella había resistido, día tras día, en su pequeño apartamento de la residencia para jubilados; sin embargo, cuando dejaron de permitir las comidas en el comedor y empezaron a traerles las cosas de fuera, creyó que iba a volverse loca de remate. Sin embargo, al final de aquel primer año, con las vacunas puestas y después la dosis de refuerzo, pudo salir un poco más, cuando alguien la llevaba en coche al pueblo o la acompañaba a la orilla del mar. Pero el verdadero problema fue que, durante la pandemia, la mejor amiga de Olive, Isabelle Good­row, que vivía dos puertas más allá, sufrió una mala caída —desgracias que ocurren— y tuvo que «cruzar el puente» hasta la clínica de la residencia. Ahora Olive iba a verla todos los días y le leía el periódico de cabo a rabo. Pero había sido duro y seguía siéndolo.

En el extremo del promontorio de Crosby, en lo más alto de un acantilado que se asomaba a las aguas (casi siempre) agitadas del océano Atlántico, vivía una mujer llamada Lucy Barton, que había llegado allí dos años antes con su exmarido, William, huyendo de la ciudad de Nueva York durante la pandemia, y había acabado quedándose en el pueblo. Había sentimientos encontrados al respecto: por una parte, la natural reserva ante los neoyorquinos, pero, además, que el precio de la vivienda en Crosby se había disparado precisamente porque gente como la tal Lucy Barton había decidido quedarse en el pueblo, y cualquiera de Maine que hubiese querido mudarse a una casa mejor veía que no podía permitírsela. Lucy Barton había crecido en un pueblecito de Illinois y había pasado en Nueva York toda su vida adulta; ni siquiera había ido de veraneo a Maine antes de llegar allí con su exmarido. Encima, escribía ficción, algo que también provocaba reacciones diversas en la gente: la mayoría habría preferido que volviera a Nueva York, pero al parecer nadie tenía nada malo que decir de ella y, salvo en sus paseos por el río con su amigo Bob Burgess, raramente se dejaba ver. Aunque a veces se la veía entrar por la puerta trasera del pequeño estudio que tenía alquilado encima de la librería.

En la mayoría de los escaparates de la calle principal había anuncios de SE NECESITA PERSONAL o SE ALQUILA, y en la costa habían tenido que cerrar varios restaurantes porque no había suficiente gente para trabajar. ¿Qué había pasado? Había diversas teorías, pero lo cierto es que la mayoría de los habitantes de Crosby no lo sabían. Solo sabían que el mundo ya no era como antes. Y la mayoría de esas personas del pueblo eran viejos o casi viejos, porque así era la población de Maine desde hacía años. Algunos decían que ese era el problema, que no había jóvenes que ocuparan esos puestos. Otros sostenían que el desempleo era una situación que no solamente se daba en Maine, sino en todo el país; otros lo atribuían a la crisis de los opioides, a que la gente no podía pasar la prueba de drogas para trabajar. Y también estaban quienes aseguraban que la culpa la tenía la generación más joven: el nieto de Malcolm Moody, por ejemplo, de dieciséis años, había ido de visita tres días y no paró de jugar a videojuegos en el iPhone. ¿Qué se podía hacer?

Nada.

Y al llegar octubre el follaje estalló, rompiendo el mundo en mil pedazos dorados. El sol brillaba, y por todas partes revoloteaban hojas amarillas: era una maravilla. Los días eran fríos y por la noche llovía, pero por la mañana volvía el sol, y todo el esplendor del mundo natural abrazaba risueño el pueblo de Crosby. Las nubes bajas ocultaban bruscamente el sol, y de repente se abrían con la misma rapidez: era como si se hubiera encendido una luz brillante, y el cielo volvía a ser azul y radiante, mientras las hojas amarillas y naranjas caían silenciosas al suelo.

Una idea se apoderó de Olive Kitteridge uno de esos días de octubre, y estuvo dándole vueltas durante casi una semana antes de llamar a Bob Burgess. «Tengo una historia que contarle a la escritora esa, Lucy Barton. Podrías decirle que venga a verme».

Olive había estado reflexionando sobre esta historia cada vez con más frecuencia, y pensaba —como le pasa a mucha gente— que, si se la contaba a un escritor, a lo mejor algún día aparecía en un libro. Olive no sabía si Lucy era una escritora famosa o no, pero llegó a la conclusión de que daba igual. Como en la biblioteca siempre había una larga lista de espera para los libros de Lucy, Olive los pidió a la librería, se los leyó enteros y algo en ellos le hizo pensar que a la tal Lucy podía gustarle la historia que iba a contarle, o quizá utilizarla.

Así que, en ese día concreto de otoño, las hojas amarillas del árbol que se veía por las grandes ventanas de la entrada trasera caían temblorosas al suelo mientras Olive esperaba la llegada de Lucy Barton. Sentada en su sillón de orejas, vio dos carboneros y un herrerillo en el comedero. Se inclinó hacia delante y distinguió una ardilla. Dio un golpe a la ventana con los nudillos, con fuerza, y la ardilla salió corriendo. «¡Ajá!», dijo, recostándose. Detestaba las ardillas. Se comían sus flores y siempre andaban incordiando a sus pájaros.

Olive buscó las gafas en la mesita que tenía al lado, cogió el enorme teléfono inalámbrico, que también estaba sobre la mesa, y pulsó unos números.

«Isabelle», dijo. «Esta mañana no puedo ir a verte. Tengo visita. Ya te lo contaré cuando vaya a verte esta tarde. Hasta luego». Cortó el teléfono y se puso a contemplar su pequeño apartamento.

Intentó imaginárselo con ojos de escritora y llegó a la conclusión de que estaba bien. Estaba ordenado y no lo tenía atestado de chismes espantosos como hacen muchos viejos en sus casas, con las mesas abarrotadas de fotografías de sus nietos y bobadas por el estilo. Olive tenía cuatro nietos, pero solamente había una fotito de uno de ellos en el dormitorio, del pequeño Henry, que ya no era tan pequeño. Y en el aparador del cuarto de estar, una fotografía grande de su primer marido, Henry, y con eso le bastaba. Mirándola, dijo: «Bueno, Henry, a ver cómo responde».

A las diez menos cinco Olive oyó un golpecito en la puerta que daba al pasillo y gritó: «¡Pase!».

Entró una señora bajita que parecía tímida y apocada. Olive no soportaba a la gente de aspecto tímido y apocado. La mujer dijo:

—Perdone que llegue pronto. Siempre llego pronto, es como si no lo pudiera evitar.

—Está bien. Detesto a la gente que llega tarde. Siéntese —dijo Olive, y señaló con la cabeza el pequeño sofá apoyado contra la pared de enfrente. Lucy Barton entró y se sentó. Vestía un abrigo de cuadros azules y negros que le llegaba a las rodillas y unos vaqueros que a Olive le parecieron demasiado ajustados para una mujer de su edad: Lucy tenía sesenta y seis años, Olive lo había buscado.

El sofá era duro, eso lo sabía Olive, pero la mujer se sentó de tal manera que parecía aún más duro. Y llevaba algo rarísimo en los pies, unas botas con grandes cremalleras plateadas por delante. Olive se fijó en los tobillos finos y los pantalones ajustados metidos por dentro.

—Quítese el abrigo —dijo Olive.

—No, gracias. Soy muy friolera.

Olive puso los ojos en blanco.

—No diría yo que aquí hace frío.

A Olive la había decepcionado aquella pobrecilla. El silencio cayó sobre la habitación, y Olive dejó que se quedara allí. Lucy Barton dijo al fin:

—Bueno, pues encantada de conocerla.

—Pues sí —se limitó a decir Olive, balanceando un pie. Había algo raro en aquella mujer: no usaba gafas y los ojos no eran pequeños, pero tenía una expresión ligeramente atontada—. ¿Qué es eso que lleva en los pies? —preguntó.

La mujer los miró y levantó las puntas.

—Ah, son botas. Fuimos a Rockland el verano pasado y las encontré en una tienda.

Rockland. Dinero. Claro, pensó Olive. Dijo:

—No sé para qué necesita botas. No hay nieve en el suelo.

La mujer cerró los ojos un rato y cuando los abrió no miró a Olive.

—Tengo entendido que va a quedarse en el pueblo —continuó Olive.

—¿Quién se lo ha dicho?

La mujer lo preguntó como si sintiera verdadera curiosidad por saber la respuesta, con la misma expresión de ligera perplejidad.

—Bob Burgess.

Y entonces a la mujer le cambió la cara; por un momento pareció dulce y relajada.

—Bien —dijo.

Olive respiró hondo y preguntó:

—Bueno, Lucy, ¿qué le parece este pueblecito de Crosby?

—Todo un cambio —contestó Lucy Barton.

—Ya, no es Nueva York, si se refiere a eso.

Lucy recorrió la habitación con la mirada y dijo:

—Sí, supongo que a eso me refiero.

Olive siguió observándola. Durante unos momentos solo se oyeron el tictac del reloj de pie y el leve zumbido de la nevera en la pequeña cocina.

—Le dijo a Bob que tenía una historia para contarme, ¿no? —preguntó Lucy.

Se quitó el abrigo y se lo dejó sobre los hombros, y Olive vio un jersey negro de cuello alto. Flaca. La pobrecilla estaba flaquísima, pero sus ojos observaban a Olive con interés.

Olive señaló con un leve movimiento del brazo el montón de libros del estante inferior de la mesita que tenía a su lado.

—He leído todos sus libros.

Lucy Barton no parecía saber cómo responder, aunque posó la mirada brevemente sobre los libros.

Olive dijo:

—Personalmente, me dio la impresión de que en sus memorias es usted un poco autocomplaciente. No es la única persona que se ha criado en la pobreza.

Una vez más, Lucy Barton parecía no saber qué responder.

Olive añadió:

—¿Y qué piensa su exmarido William de que escriba sobre él? Siento curiosidad.

Lucy se encogió ligeramente de hombros.

—Lo lleva bien. Sabe que soy escritora.

—Entiendo. Sí, sí. —Y Olive añadió—: Y ahora ha vuelto con él. Están otra vez juntos, pero no casados.

—Eso es.

—En Crosby, en Maine.

—Eso es.

Volvió a hacerse el silencio. Hasta que Olive dijo:

—No se parece en nada a la fotografía de sus libros.

—Ya lo sé.

Lucy lo dijo con sencillez, encogiéndose de hombros.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque la hizo un fotógrafo profesional. Y, además, ya no tengo el pelo rubio de verdad. Esa foto es de hace años.

Lucy se pasó la mano por el pelo, castaño claro, que le llegaba hasta la barbilla.

—En la foto es demasiado rubio —aseguró Olive.

Un rayo de sol entró repentinamente por la ventana y cruzó el suelo de madera. El reloj de pie del rincón siguió con su tictac. Lucy levantó los brazos para recoger el abrigo y lo dejó en el sofá, a su lado.

—Es mi marido —dijo Olive, señalando la fotografía grande del aparador—. Mi primer marido, Henry. Un hombre estupendo.

—Parece simpático —dijo Lucy—. Cuénteme la historia. Bob me ha dicho que quería contarme una historia. —Lo dijo con amabilidad—. Me gustaría oírla. De verdad.

—Bob Burgess es un buen tipo. Siempre me ha caído bien.

A Lucy se le puso la cara de color rosa (eso creyó ver Olive).

—Bob es el mejor amigo que tengo en este pueblo. Es quizá el mejor amigo que he tenido nunca. —Lo dijo clavando los ojos en el suelo, pero después miró a Olive y añadió—: Cuénteme la historia... Por favor.

Olive se relajó un poco.

—De acuerdo, pero no sé si valdrá la pena.

—Bueno, cuéntemela de todos modos.

Esta es la historia: la madre de Olive era hija de un agricultor de un pueblecito de Maine llamado West Annett, como a una hora de Crosby. Ah, por cierto, Olive no le tenía mucho cariño a su madre. Pero probablemente eso carece de importancia.

—¿Por qué no le tenía cariño? —preguntó Lucy y, después de pensárselo, Olive contestó:

—Supongo que porque ella no me tenía cariño a mí. —Lu­cy asintió con la cabeza—. Yo había cumplido cinco años cuando nació mi hermana, y recuerdo, quién sabe si será verdad, que le pregunté a mi madre por qué no tenía hermanos o hermanas, y que ella me miró y me dijo: «¿Después de ti? No nos atrevíamos a tener más hijos después de ti». Pero los tuvieron.

—¿Y por qué diría una cosa así? ¿Qué le pasaba a usted de pequeña?

—Pues, para empezar, no me gustaba dar abrazos, y madre... Bueno, adoraba a Isa, que sí la abrazaba. A madre le encantaban los abrazos, y parecer ser que a mí no.

—¿Isa? Ah, su hermana. Un nombre estupendo. Vale, continúe.

Lucy se quitó una pelusa o algo de los vaqueros.

Así que la madre de Olive...

—¿Cómo se llamaba? —interrumpió Lucy, mirando a Olive, y ella dijo que se llamaba Sara—. ¿Con hache al final? —preguntó Lucy, y Olive negó con la cabeza. Sin hache. Sara solo tenía un hermano, con el que se volcó toda su vida, aunque estaba como una cabra.

—Creo que no le bajaron los testículos —dijo Olive—. Nunca tuvo barba, tenía la voz aguda y era una persona muy rara. Ah, y se casó con una mujer llamada Ardele, otra chiflada, y no tuvieron hijos, pero, bueno, madre siempre se volcó con su hermano, incluso murió en casa de Ardele. —Así que Sara se crio en una pequeña granja del pueblo de West Annett. Era muy bajita, alegre... y guapa—. Yo nunca he sido guapa —añadió Olive. Lucy se limitó a observarla, y Olive tuvo que mirar por la ventana.

—Continúe —dijo Lucy en voz baja.

Olive se miró la tripa, abombada como un balón, se la cubrió con el borde de la chaqueta y siguió hablando.

—Madre quería ser maestra, así que fue a la Escuela Normal de Gorham. Escuela Normal era como se llamaba entonces donde estudiaban para maestros. —Y añadió—: Debía de ser a mediados de la segunda década de los años veinte.

Al final del primer año, la madre de Olive empezó a trabajar de camarera en un resort de la costa, y vivía allí mismo, en el resort. Y se enamoró del hijo de la propietaria.

—¿Me está escuchando? —preguntó Olive.

Lucy le contestó que sí.

—El dinero. La madre tenía dinero. Era de familia con dinero. No sé qué le había pasado al padre... Que se murió, supongo.

El caso es que Sara, la madre de Olive, estaba realmente enamorada de aquel chico, Stephen Turner. Y, según creía Olive, el chico también la quería.

La madre de Stephen tenía otro resort, en Florida, así que, aunque la madre de Olive volvió a la Escuela Normal de Gorham, dejó los estudios de repente al final del primer semestre y se fue a Florida a trabajar en el establecimiento de aquella mujer, la señora Turner.

—¿Eso se lo contó su madre? —preguntó Lucy.

—Sí.

—Continúe.

—Y cuando volvió a Maine...

—¿El chico estaba en Florida? —preguntó Lucy, y Olive le dijo que sí, que Stephen estaba allí. Pero, cuando Sara volvió, Stephen y ella ya no eran pareja. La señora Turner había decidido que Sara no era lo suficientemente sofisticada para su hijo, así que los separó en Florida. Stephen iba a ser médico, lo que significaba que Sara no estaba a su altura, al haberse criado en una granja pequeña y pobre.

—Un momento. ¿Se enteró de todo esto por su madre? —preguntó Lucy, ligeramente inclinada hacia delante.

—Pues sí. Madre me lo contó cuando yo era niña, tendría unos doce años, no sé, pero me lo contó madre. Solo una vez, eso sí. No recuerdo que volviera a mencionarlo.

—Continúe —dijo Lucy.

Sara volvió a la Escuela Normal de Maine, y tres meses después conoció al padre de Olive en un baile popular.

—Estaba sentado en el extremo de un banco porque no era capaz de socializar, así que no se levantaba del banco, y madre se puso a hablar con él. Dos meses después se casaron.

La madre de Olive terminó los estudios —su primer trabajo como maestra fue en una escuela con una sola aula—, y el padre de Olive, que no había acabado el instituto, entró a trabajar en una fábrica de conservas. Perdió su trabajo durante la Depresión y no podía pagar la comida.

Olive recordaba haber ido con su padre a la pequeña tienda de comestibles y que el tendero se negara a fiarles. Recordaba a su padre con lágrimas en los ojos al salir de la tienda.

Guardó silencio y otra vez miró por la ventana. Al fin volvió la cabeza y dijo:

—Esto no forma parte de la historia que quería contarle, pero quiero contárselo: mi padre era un hombre excepcional.

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos.

—Vale —concedió Lucy.

Olive volvió a mirar por la ventana.

—Era hombre de muy pocas palabras. Se crio en un ambiente terrible. Su padre le pegaba y también intentaba pegar a los hijos más pequeños, pero padre siempre intervenía y se llevaba él los golpes. —Lucy no dijo nada. Solo miraba a Olive, con el abrigo en el sofá, las manos en el regazo—. Cuando mi padre tenía cincuenta y siete años, cogió un rifle y se pegó un tiro.

Olive lo dijo mirando a Lucy.

—¿Dónde? —preguntó Lucy en voz baja—. ¿Dónde lo hizo?

—En la cocina. Estaba en la cocina cuando madre volvió de sus clases. Había salpicaduras de sesos por todo el techo.

—Hala —dijo Lucy muy bajito.

—Pero eso no forma parte de la historia.

—Siga contando. No sabemos si forma parte de la historia o no.

A Olive la sorprendió, pero continuó.

—Entonces, cuando murió mi madre, tres años después que mi padre...

—¿De qué murió?

—Un tumor cerebral. —Olive miró al frente entrecerrando los ojos y añadió pensativa—: Es curioso, me parece a mí, porque su médico me dijo que podía tener ese tumor en el cerebro desde hacía años, pero que el dolor por la muerte de mi padre, el suicidio, podía haberlo disparado, hacerlo crecer. Siempre me pareció curioso.

—Y es curioso —convino Lucy. Se arrellanó en el sofá—. Verá, conocí a una señora que tenía los hijos más encantadores que te puedas imaginar, dos hijos pequeños, y estaba casada con un escritor que se hizo famoso y que se fue un semestre a una universidad. Se largó inmediatamente con otra mujer. A su mujer le encontraron un tumor cerebral y murió en poco menos de un año. Siempre me he preguntado si tendría algo que ver.

—Caray. ¿Qué pasó con el marido?

—Con el tiempo acabó solo y dejó de ser famoso.

—¡Bien! —dijo Olive, pero Lucy negó con la cabeza y replicó:

—No, fue muy triste.

Olive puso los ojos en blanco.

Lucy dijo:

—Siga con la historia. Su madre murió. En casa de Ardele —añadió, y a Olive le gustó que Lucy Barton recordase ese detalle.

—Sí, murió en casa de Ardele, y en su bolso... —Olive cambió un poco de postura en el asiento y se inclinó hacia delante —. Cuando miré en su bolso, encontré un viejo recorte de periódico todo arrugado. No estaba en la cartera, sino en un bolsillito dentro del bolso que se cerraba con cremallera. Un recorte de periódico. Lo que pasa es que, en aquellos tiempos, cuando venía al pueblo alguien supuestamente importante, la prensa sacaba un articulito absurdo sobre el tema. Y ese recorte tenía la fecha de cuando madre llevaba unos siete años casada y ya tenía dos hijas. Este es el recorte.

Un breve artículo del Shirley Falls Journal —con fotografía incluida— que decía que el doctor Stephen Turner, hijo de la señora Nosequién y del difunto señor Nosecuantos Turner, y su esposa, Ruth, habían llegado al pueblo con sus hijas. Stephen Turner ejercía la medicina en Boston, su esposa era hija de un tipo muy estirado de la región de Boston, y también tenían dos hijas muy pequeñas, que aparecían en la fotografía.

Las niñas se llamaban Olive e Isa.

Olive esperó.

De repente Lucy exclamó: «¡Dios mío!». Y Olive asintió con la cabeza. Lucy se puso a entrechocar las rodillas y recorrió la habitación con la mirada, con las manos en el sofá. «Dios mío», repitió, y Olive volvió a asentir.

—Pues sí.

—O sea, que su madre guardó ese recorte toda su vida.

—Sí.

—Y las hijas se llamaban como su hermana y usted.

—Eso es.

Lucy movió la cabeza lentamente.

—Así que su madre y Stephen Turner debieron de hablar de los nombres que querían poner a sus hijos.

—A mí me dio qué pensar —dijo Olive.

—Es que da qué pensar. —Lucy se inclinó hacia delante—. Es imposible que fuera una coincidencia, con esos nombres tan especiales. —Movió una mano mientras decía lentamente, asombrada—: Hablaron del nombre de sus hijos. A ninguna mujer se le ocurriría poner a sus hijos los mismos nombres que su marido tenía pensados para los hijos con una novia anterior.

—Eso mismo me parecía a mí...

Pero Lucy continuó.

—Entonces, no volvieron a ponerse en contacto durante el resto de su vida de casados su madre y el doctor Stephen Turner, ¿no?

—No, no lo creo. No, no creo que eso formara parte de la historia.

Lucy asintió con la cabeza.

—Seguramente no.

Se recostó en el sofá y miró al frente; después se miró las manos y, cuando al fin miró a Olive, tenía los ojos enrojecidos. Y empezaron a brotarle las lágrimas. ¡Lágrimas!

—Creía que usted no lloraba nunca. ¿No es lo que dice en sus memorias? —preguntó Olive.

—Creo que decía que me cuesta llorar.

Lucy estaba rebuscando en un bolsillo del abrigo.

—Están ahí —dijo Olive, señalando la mesa al otro extremo del sofá. Lucy se levantó, cogió un pañuelo de papel y volvió a sentarse—. Pero ¿por qué llora?

Olive quería saberlo de verdad.

—¡Porque es una historia muy triste!

—Es una historia interesante. Al menos para mí.

—Señora Kitteridge, es una historia triste.

Olive miró por la ventana una vez más.

—Sí, supongo que sí.

—Es triste porque su madre y ese chico, Stephen... Estaban enamorados de verdad. Eran jóvenes y estaban profundamente enamorados... Hablaban de los nombres que les pondrían a sus hijos. Y la madre de él los separa y ellos jamás se olvidan. Así que todo el tiempo que su madre estuvo casada con su padre, Olive, cada vez que él hace algo que a ella no le gusta piensa en Stephen y en lo bien que él habría actuado en esa situación. Y la mujer de Stephen, esa tal Ruth... Lo mismo, probablemente. Cada vez que Ruth lo decepcionaba por algo, él pensaba en su Sara, tan guapa y alegre, y en la vida que podrían haber llevado juntos. De modo que las dos parejas vivieron toda la vida con fantasmas. Y eso es triste. Triste para todos, pero especialmente para su padre y Ruth, que ni siquiera sabían que estuvieran viviendo con esos fantasmas.

Lucy ya no lloraba, pero se limpió la nariz con el pañuelo.

Olive dijo:

—El matrimonio de mis padres no fue feliz. Padre intentaba contentar a madre, pero no había manera. Durante la Depresión iba a buscarla todas las semanas, daba clase en tres pueblos lejos del nuestro, y era él quien se ocupaba de nosotras cuando éramos pequeñas. Iba a buscar a madre en su camioneta desvencijada, que se estropeaba continuamente, todos los viernes por la tarde, y una vez se paró a recogerle un ramo de anémonas, pero supongo que ella no les hizo ni caso.

Lucy estaba hundida en el incómodo sofá, con las delgadas piernas estiradas. Se incorporó un poco.

—¿Qué son las anémonas? —preguntó.

—Pues... —Olivé miró a su alrededor y contestó—: Son flores silvestres que se encuentran en las zonas más oscuras de los pinares. Padre se paró al borde de la carretera, se metió en el pinar y cogió un ramito.

—¿Cómo sabe que su madre no les hizo ni caso? ¿Eso le dijo su padre?

Olive reflexionó unos momentos.

—Recuerdo que me lo contó madre, y lo dijo... Bueno, no exactamente de una forma grosera, pero sí como si le hubiera dado igual. Como si padre pensara que eso podría ayudarlos, pero ¿de que podían servir unas flores? Así lo entendí yo.

Lucy se dio unos golpecitos en la boca con la mano. Al fin dijo:

—Entonces ¿culpa a su madre del suicidio de su padre?

Olive sintió una ligera punzada en el pecho. Miró al frente y pasó un rato sin hablar, hasta que dijo:

—Sí, en el fondo, sí. —Cuando al fin la miró, Lucy estaba observándola—. ¿Qué? ¿Qué está pensando?

—Que probablemente su padre fue más culpable que su madre.

Olive se lo pensó.

—Bueno, dos hermanos de padre murieron de la misma manera.

—¿En serio? Entonces no se puede responsabilizar a su madre. —Lucy dio un enorme suspiro—. Pero es una historia triste. Llevar ese recorte de periódico toda la vida. —Movió la cabeza—. ¡La hostia! Tantas vidas inéditas que la gente simplemente vive. —Miró a Olive y añadió—: Perdón por la palabrota.

—Por mí, puede decir todas las palabrotas que qu

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