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Isla de Bonaire, costa oriental, julio de 1991
Un cangrejo azul, viscoso y reluciente, plantado en las rocas. Los niños lo han visto, se acercan despacio. Son tres. El coral hiere como un puñal. Basta con rozarlo para que la carne sangre. Procuran no cortarse. El coral murió hace tiempo; esqueletos blancos y quebradizos que estiran sus brazos hacia el cielo como si no supieran que están muertos. Crujen bajo los pies infantiles, sus añicos se desparraman con un tintineo de campanilla. El cangrejo echa a correr y desaparece entre las grietas.
Las risas de los niños se confunden con el viento. Tienen la piel pegajosa y los labios salados. Entre cada ola que rompe en el litoral, la bruma queda suspendida en el aire, inmóvil y chispeante al sol. El viento es tan constante que no son conscientes del calor. Si no tienen cuidado, acabarán aturdidos.
Los alisios, cálidos y cargados de sal, llegan de lejos. Se oye su fragor en mar abierto igual que un enjambre inquietante. Han atravesado el Atlántico y desembocan en la isla en un flujo continuo y poderoso. Devoran todo a su paso. Los niños gritan para hacerse oír, pero el viento se lo lleva todo consigo, sus palabras y hasta sus pensamientos.
Han ido a perderse por la costa oriental de la isla, salvaje y hostil. En ella, los árboles solo sobreviven reptando. El litoral está sembrado de desechos traídos por la marea: hay varados tapones de botellas, zapatos, maderos flotantes, baratijas.
La línea costera es tan llana que de noche se confunde con el océano. Muchos barcos naufragaron antes de que se construyera el faro. Cuenta una leyenda que las sirenas atraían a las embarcaciones hacia estas aguas traicioneras para que los habitantes de la isla pudieran subsistir saqueando los pecios despanzurrados en la playa.
Los cangrejos han desaparecido. Los niños siguen su camino dando puntapiés a los objetos desperdigados. De pronto, un blanco resplandor en el agua cristalina; hay una silueta atrapada en los arrecifes. Acuden corriendo. El océano les trae algo.
Un vestido azul empolvado con volantes se deja zarandear sin oponer resistencia. Un cuerpo que flota. Un cuerpo menudo de una blancura radiante, salpicado de musgo verde. Ya no tiene cabello. Ya no tiene cara. Los niños echan a correr despavoridos.
Es el cuerpo de mi hermana Carmen.
* * *
Era la única que faltaba por encontrar. El cuerpo de nuestro padre había sido hallado ya al día siguiente del naufragio, ocurrido tres días antes. Mi hermano, Thomas, era el único superviviente.
Fue la mujer del campesino la que llamó a la policía. Al amanecer, su marido había sorprendido en el jardín a un adolescente desnudo y ensangrentado que buscaba «a los demás». ¿Habían llegado ya?
Habían naufragado durante la noche. Una noche sin luna. El chico tuvo que esperar al alba en el agua negra, sumido en la oscuridad más absoluta. Con los primeros brillos del día escaló el muro de coral y atravesó descalzo la llanura desértica y cubierta de cactus en dirección a la única vivienda visible desde la costa, con el cuerpo completamente torturado.
El campesino lo sentó en una mecedora y le dio café caliente y una manta. Lo dejó solo un momento para subir a buscarle algo de ropa y despertar a su esposa. Cuando bajaron juntos, el chico estaba meciéndose con la mirada perdida. Estaba tranquilo, terriblemente tranquilo. Los bucles rubios de su pelo, sus facciones delicadas como de niña y sus ojos azules recordaban a un ángel maculado. La visión del chico había dejado atónito al campesino, que no sabía qué otra cosa hacer aparte de observarlo, pasmado, debatiéndose entre la lástima y el espanto mientras su mujer llamaba a los servicios de emergencias.
Ella intentó recopilar como pudo los retazos de la historia que refería el muchacho. Había dos barcos. En el primero, su padre y su hermana, él en el segundo. Algo salió mal. Tal vez el faro no funcionaba. Tal vez el padre se había desmayado. Se habían estrellado contra los arrecifes. Estaba buscando a su hermana y a su padre.
Cuando los servicios de emergencias se llevaron al chico, el campesino fue a ver lo que quedaba de la embarcación en los arrecifes. Un barco de madera de cuarenta y cinco pies destrozado. Restos de sangre en la arena por donde había pisado el muchacho. Aquí y allá varias prendas de ropa, una cacerola, un cronómetro marino. Encontrará una pequeña sandalia blanca de niña y otra de hombre de cuero pardo. Nunca sabrá por qué, pero se las llevará consigo maquinalmente y las clavará a una viga en la entrada del cobertizo del fondo del jardín.
Treinta años más tarde yo descubriría estupefacta esas sandalias clavadas a la viga, devoradas por el aire salino y el tiempo. Una visión terrorífica que se me representó como una amenaza: «No entres aquí. No entres en esta historia. La muerte te acecha. La muerte te espera».
* * *
Mrs. Elizabeth Moore
Embajada de Estados Unidos
Prefectura de Bonaire
Lunes, 29 de julio de 1991
Estimada embajadora:
Le escribo a propósito de una tragedia acaecida en Bonaire a una familia que vive a bordo de dos embarcaciones que acaban de naufragar en nuestras costas.
Según el testimonio de Thomas Tangvald, único superviviente, en el primer barco, el Artémis de Pythéas, iban su padre y su hermana. Thomas Tangvald iba en su propio barco, remolcado por el Artémis de Pythéas mediante un cabo.
Las dos embarcaciones han quedado completamente destruidas. No hay documentos que permitan confirmar la identidad de los dos cuerpos hallados. Solo Thomas Tangvald ha podido identificarlos formalmente como Per Tangvald (quien responde asimismo a los nombres de pila Peter y Pierre), nacido en Oslo en 1924, y su hija, Carmen Tangvald, nacida en Horta en 1983. Per Tangvald obtuvo la nacionalidad estadounidense cuando vivió en este país en la década de los cincuenta.
Thomas Tangvald, de tan solo quince años, se encuentra en estado de shock. Lo tenemos ingresado en el hospital por no saber a qué autoridad entregarlo. Thomas declara haber nacido en el océano Índico. Su madre, Lydia Balta, nacida en altamar en Nueva Caledonia en 1953, está fallecida, al igual que la madre de Carmen, Ann Ho Chau, nacida en Malasia en 1946.
En estos momentos buscamos a la última esposa de Per, Florence Tangvald, nacida en Bélgica en 1967, así como a la hija de ambos, Virginia Tangvald, nacida en el mar de las Antillas en 1986. La pareja estaba separada y no tenían contacto desde hacía varios años. Thomas no sabe dónde viven en la actualidad.
No parece que Thomas tenga más familia. No obstante, nos ha facilitado los datos de su padrino y su esposa, Edward y Clare Allcard, que ya han sido informados de la situación y preparan su viaje inminente a Bonaire.
Solicitamos su colaboración para que se le expida un pasaporte estadounidense a Thomas Tangvald, hijo de ciudadano de Estados Unidos.
Gracias,
El prefecto de Kralendijk
* * *
La historia del naufragio y del joven huérfano que sobrevivió circuló rápidamente por toda la isla y consternó a sus habitantes. A diario bordeaban la costa por decenas con la esperanza de reunir lo que había quedado del Artémis para restituírselo a Thomas cuando saliera del hospital.
La gente se preguntaba qué andaban haciendo en aquella parte de la isla en temporada de ciclones. El accidente era inexplicable. Peter conocía bien la zona. La había navegado a menudo. Algunos recordaban a aquella familia nómada que echaba el ancla siempre a lo lejos. Habían dado la vuelta al mundo varias veces hasta el día en que este se cerró sobre ellos. Ya no había más tierras nuevas por descubrir. Ya solo les quedaba vagar de puerto en puerto. El padre era taciturno. Se acercaba al muelle en un bote de remos para hacer acopio de provisiones y pasar por la oficina de correos y se marchaba enseguida. Los lugareños se acordaban sobre todo de la niña, Carmen, cuya frágil silueta veían bailar en la cubierta.
¿Por qué tomó Peter aquella ruta tan peligrosa? Algunos formularon la hipótesis del suicidio. Otros llegaban incluso a preguntarse si no los habría matado el niño. Al padre no se le practicaría autopsia. Imposible, a tenor del estado en que fue hallado el cuerpo; bocarriba, empalado por los corales, la cabeza destrozada. La única certeza era que la pequeña había muerto ahogada. Tenía agua en los pulmones.
* * *
En un rincón de la habitación hospitalaria de Thomas se acumulaban algunos objetos de la vida a bordo: un recipiente hermético con diapositivas, un chubasquero, un bolsito rojo infantil, etcétera. Los vecinos los dejaban en recepción con la esperanza de atisbar al chico a través de la puerta del cuarto.
Tenía esa aura astral que hacía difícil determinar su edad. Era delgado y ágil, sus rasgos delicados expresaban en ocasiones desconcierto, inocencia o un estado contemplativo impropio de su edad. Muy a su pesar, los auxiliares de enfermería experimentaban en su presencia una especie de amenaza difusa. Una extraña impresión que trataban de ahuyentar inmediatamente ante aquel crío salido de la nada y naufragado a sus pies.
Al principio dibujó. Un barco, olas, arrecifes. A una enfermera se le había ocurrido darle papel y lápices. Luego, poco a poco, Thomas empezó a contar aquella noche. Hablaba de una noche sin luna, de una oscuridad total. De un cielo negro como un terciopelo infinito por encima de su cabeza. Salió a cubierta cuando notó que las olas crecían y vio a lo lejos la espantosa línea blanca que formaba la espuma contra un litoral invisible. No entendía por qué el Artémis no alteraba el rumbo, por qué seguía recto hacia la costa, inexorablemente. Distinguió a su padre en cubierta, alumbrando las aguas a su alrededor con ayuda de una linterna, antes de precipitarse en la bodega por última vez.
Cuando vio el barco estrellarse y oyó el estruendo ensordecedor de la madera quebrada se tiró al agua con su tabla de windsurf. Con el primer impacto, el palo mayor se partió en dos. La jarcia tensada que unía los dos barcos se soltó de repente. Flotando en el agua tibia, el chico contempló cómo el mar se tragaba la estructura de la embarcación y la escupía de nuevo sobre los arrecifes, haciendo resonar una vez más el siniestro crujido de la madera. Cada ola reiteraba este motivo. Thomas oía a su hermana gritar por encima del fragor. Sabía que estaba encerrada en la cabina delantera. Cuando los gritos cesaron, entendió que la cabina se había anegado. Ya solo quedaba él entre el oleaje negro e indiferente. Aquella noche, hasta la luna y las estrellas que lo habían acompañado toda su vida lo abandonaron.
Ahora duerme. Sus heridas empiezan a cicatrizar. Duerme profundamente a pesar de la luz pálida de los fluorescentes y el zumbido de las máquinas del hospital.
* * *
Clare ha venido a buscar a Thomas en cuanto las autoridades contactaron con ella en calidad de amiga de Peter. Mira al chico a través del retrovisor. Su cara no manifiesta ninguna emoción y la cabeza se balancea a merced de la carretera amarilla y polvorienta.
Solares y campos de tiro se suceden hasta el infinito entre el pueblo y el litoral. Unos cactus gigantes bordean el camino, manos de esqueletos que brotan del suelo e imploran al cielo. Es el camino que Thomas tomó cuando echó a andar en dirección a la finca. Se acuerda del rumor del viento que se colaba despacio entre las zarpas de los cactus, como una culebra pesada e invisible.
La costa aparece de pronto detrás de la última curva. Una puerta al infierno, piensa Clare saliendo del coche. Nunca ha visto un arrecife tan endemoniado.
Thomas toma la delantera. En la playa deja de ser el niño celeste que ella ha visto en un primer momento. Se mueve igual que un perro de caza nervioso al olfatear una presa. Sabe exactamente adónde ir. Las rocas calizas se desintegran como tiza bajo sus pasos. No presta atención a las carcasas nacaradas de asnos salvajes, purificadas por el sol y las aves carroñeras, que salpican la extensión que separa la carretera del océano. Las olas se vuelven ensordecedoras a medida que avanzan. El mar, movido por una fuerza ineluctable, rompe en un arrecife en una secuencia sin fin, furioso y espumeante, parecido a la noche del naufragio, hipnótico, repetitivo como una canción de cuna.
Thomas encuentra el pecio, del que solo quedan astillas de madera dispersas flotando en los profundos y relucientes cráteres de coral. Recoge unas cuantas y las examina en las palmas de las manos antes de lanzarlas al aire. Continúa mostrándose terriblemente tranquilo.
* * *
Mi madre rompía las cartas de mi padre nada más recibirlas. Los pedazos de papel esparcidos por el suelo eran alas blancas y frágiles arrancadas a mariposas. Lloraba enroscada sobre sí misma, la cabeza gacha, la cara oculta entre las manos. Parecía una fuente triste con sus largos cabellos castaños y brillantes que se le derramaban alrededor de los hombros. Yo sabía que algo pasaba pero no entendía el qué. Tenía la sensación de que la pena la petrificaba. Mis manitas frenéticas buscaban en su cuerpo una brecha por la que desovillarla. La llamaba, presa del pánico. Quería estrecharla entre mis brazos, sostener su cara entre las palmas de mis manos, pero ella no me oía. Al final iba a tumbarme en el armario, a puerta cerrada. No sé si era gracias al silencio, a la perfecta oscuridad o a la falta de oxígeno, pero allí podía abandonarme.
Cuando ella salía de su trance, metía las trizas de la carta en un bolso de piel azul que guardaba debajo de la cama y fingía que no había pasado nada. Más tarde, a escondidas, yo sacaba los papeles del bolso para ver la caligrafía de mi padre y los dibujos de mi hermana en el reverso. Uno de ellos representaba a mi madre embarazada de mí: una silueta garrapateada de rojo, el pelo como una bola de sangre