Prólogo
Mahou
La primera vez que vi a esa mujer no supe qué pensar de ella, excepto que era jodidamente guapa. Tenía unos ojos grises y grandes que brillaban como estrellas en una noche de verano, llenos de una luz que guardaba risas, travesuras y una inocencia cautivadora, algo que yo había perdido hacía tiempo. Tal vez con doce años, incluso con menos. Fue el día en que llegué a casa de la escuela y encontré a mi padre golpeando a mi madre. En aquel entonces yo respondía al nombre de Miguel, me metí en medio, quizá creyéndome un pacificador o algo así, y terminé en el hospital. Desde aquel momento mi vida fue una mierda; cuando no tenía un brazo roto, era un pie, o la cara destrozada. La cosa pareció mejorar cuando el malnacido del viejo entró en prisión. Pero poco después, mi madre se lio con otro tío peor; y yo, cansado de defender una causa imposible, me largué de casa.
La mujer que ahora llamaba mi atención parecía ajena a todas las miradas que atraía, a pesar de estar sobre el escenario, cantando a pleno pulmón un tema de Gloria Gaynor, convertida casi que en un himno:
I should have changed that stupid lock
I should have made you leave your key
If I’d a known for just one second
You’d be back to bother me
La observaba con detenimiento, analizando cada gesto, cada nota que salía de su boca. En un bar de tipos duros y peligrosos, ella era como un inesperado rayo de luz que no dejaba indiferente a nadie. Una conejita tierna y jugosa en un campo de zorros.
No pude evitar sonreír; me recordaba a esos castings de televisión que buscaban la mejor voz, en los que uno pensaba: «¿Lo puede hacer peor, que hasta las jarras de cerveza vibran?». Pero el solo hecho de ver cómo aquella Cara guapa bailaba —yo lo llamaba «trote cochinero»— y las carcajadas que ni siquiera podía contener hacía que todos los que estábamos allí nos contagiáramos de su alegría, y en vez de ser el típico bar de carretera que podía encontrarse en cualquier lado de Montana, se había convertido en una fiesta improvisada.
El garito se erguía solitario junto a la desolada autopista; un faro de neón en medio de la nada. El olor a tabaco, cuero y cerveza llenaba todos los rincones del interior y las paredes estaban decoradas con placas de matrículas antiguas, viejas fotografías en blanco y negro de moteros y banderas descoloridas.
Miré a mi alrededor, curioso por ver el rostro de los demás, y salvo un par de tipos cubiertos de tatuajes que hablaban animadamente, cuyas risas retumbaban en el aire cargado de humo, el resto sonreían y vitoreaban a la chica. Algunos se habían levantado de sus asientos y bailaban.
A un lado del escenario, un grupo de mujeres —cual gallinas revolucionadas— hacían el coro con el mismo trote cochinero que la que seguía aullando:
No, no, not I, I will survive
Oh as long as I know how to love, I know I’ll stay alive
I’ve got all my life to live and I’ve got all my love to give
And I’ll survive, I will survive
Obviamente debían ser amigas y, obviamente, también iban hasta el culo de alcohol, no porque lo dijera yo, sino que sus dos mesas estaban repletas de vasos y botellines, e incluso de una botella de tequila medio vacía.
Una camarera, con su pelo recogido en una cola de caballo y una sonrisa astuta, limpiaba vasos detrás de la barra del bar.
—Estas sí que saben montárselo bien —dijo uno de los chicos que me acompañaban, relamiendo la espuma de cerveza de sus labios con una sonrisa torcida.
—Macho, eso es no tener sentido del ridículo —añadió Obispo; un hombre rubio y de piel tan blanca que las venas se marcaban en sus mejillas como si estuvieran cubiertas por una red rosada. No era ni cura ni nada, pero lo llamábamos así porque siempre intentaba mediar y razonar cuando alguno de nosotros nos veíamos envueltos en peleas. La verdad es que nunca lo había visto joder a nadie. Se enfadaba, sí, pero antes de llegar a las manos, se marchaba a enfriarse la cabeza. ¿En qué coño pensaba durante ese tiempo? Ni puta idea, pero siempre volvía más calmado, como si no hubiera pasado nada. De haber sido otro tío habría pensado que se metía algo, pero Obispo no. Lo conocía bien, y aparte de la bebida, era de los más sanos de sus colegas.
—Yo admiro a esta gente —dije, mientras me recostaba en la silla y tomaba un trago de cerveza—. Van a su bola, sin preocupaciones y pasando de todo. A mí me fliparía ser como ellas.
Foca me palmeó el brazo con una sonrisa lasciva, dejando su vaso en la mesa con un golpe sordo. Era un tipo grande y fuerte, que por su estructura tenía las formas de un gorila, aunque con menos pelo.
—A ti lo que te gustaría es poder follarte a esa rubia.
Volví a dar un repaso de arriba abajo a la chica; era esbelta y delgada. Vestía unos pantalones vaqueros ajustados, botas altas y una sudadera fina en tonos cremas. Desde luego ella no había salido a ligar, de lo contrario se habría puesto algo más excitante o llamativo, como un minivestido apretado de los que se llevaban ahora, o esas cortas faldas que parecían cinturones anchos. Tenía el pelo largo y ondulado con un gracioso pico que caía entre sus omóplatos; labios bonitos, ni delgados ni generosos. No me gustaban las mujeres que los rellenaban con bótox porque me recordaban al Señor Patata, y los de ella eran muy lindos.
—Sí —admití—, podría ser divertido pasar una noche con ella.
Después de todo era libre y podía hacer lo que quisiera; además, ni siquiera me acordaba de la última mujer con la que había estado. Hombre, exageraba; si hacía memoria recordaba a una biker chick[1] muy mona y su horrorosa ropa interior de leopardo. La zorra la chupaba bien.
—¿Qué dices, Mahou? ¿Las invitamos a unas birras? —preguntó Golden.
Sí, en efecto, éramos un grupo bastante peculiar. Yo, el líder no oficial, destacaba por mi altura y por el cabello rubio oscuro en varios tonos que cubría mi nuca. Mis ojos verdes reflejaban una frialdad calculadora y los rasgos firmes y duros me daban un atractivo rudo.
Pertenecíamos a la misma hermandad —eso sonaba mejor que decir «banda»—, Los hijos de Caín. No éramos una secta ni músicos; simplemente moteros.
Golden, con su sonrisa siempre presente, era conocido por su habilidad para meterse en problemas y salir de ellos con gran facilidad. Era el encargado de la contabilidad y siempre tenía algún trapicheo entre manos. Foca tenía una risa contagiosa y una lealtad inquebrantable, y se encargaba de la seguridad de un garito grande que considerábamos nuestro. Obispo, serio y meticuloso, llevaba todo lo relacionado con la abogacía y defensa jurídica, asegurándose de que la ley estuviera de nuestro lado en todo momento. Y yo, Mahou, era socio y mano derecha del jefe: Caín.
Los hijos de Caín no éramos una simple banda de moteros, éramos más de sesenta, cada uno con su rol, pero todos bajo el mismo mando: Caín, el todopoderoso, un hombre al que todos respetábamos. Lo que él decía iba a misa. Era veterano en todos los aspectos, y nadie, ni siquiera yo, se atrevía a contradecirlo.
—Adelante. —Dudaba de que esas mujeres aceptaran al llevar un rollo completamente distinto al nuestro. Pero para mi sorpresa lo hicieron, y se unieron a nosotros juntando más mesas.
En realidad, no sabía de qué me sorprendía, porque, aunque sus aspectos eran corrientes —no iban muy maquilladas ni vestidas sexis, lo normal en aquellos antros— no hubieran estado en un bar de carretera lleno de tíos de haber sido unas mojigatas criadas entre algodones.
Todas se presentaron, aunque solo me quedé con el nombre de la Cara guapa, o más bien con su apelativo, Cory. No tenía ni la más pajolera idea de por qué la llamaban así, y tampoco me importaba. Después de ese día no íbamos a seguir viéndonos, o bueno, tal vez si la cosa se daba bien, tres o cuatro días a lo sumo. Estas clases de mujeres no estaban preparadas para llevar una vida como la mía. Los hijos de Caín, aquellos que llegábamos a formar una familia, lo hacíamos con mujeres que se habían criado en nuestro entorno y que conocíamos de toda la vida. Tías fuertes preparadas para enfrentar cualquier cosa.
No hablé mucho con Cory esa noche, pero lo poco que conversamos en plan serio, ya que ella era muy ingeniosa y divertida, me dio la impresión de que era bastante inteligente, con la cabeza amueblada y los pies bien asentados sobre el suelo. Por suerte no necesité pelear con ninguno de los chicos para llamar su atención, pues ella fue la que llegó a mí como las moscas a la mierda.
Ella, Cory, la que en un futuro pondría mi vida jodidamente patas arriba.
Capítulo 1
Coraline estaba acostumbrada a levantarse temprano y esa mañana tampoco fue diferente. Los cambios de horario la dejaban hecha polvo, y aunque solo llevaba dos días en Montana, la diferencia con España, donde había vivido con su madre esos últimos años, era bastante importante.
Bueno, en realidad la dejaban hecha polvo eso y el pedazo de macizote que tenía a su lado. Lo miró con una sonrisa. Él había sido su premio gordo por haber sido una niña buena.
Se sentó sobre la cama y estiró los músculos de los brazos y la espalda, pensando en lo bien que le había sentado tener esa noche de juerga y sexo para afrontar lo que se le venía encima. Había terminado sus estudios, y después de seis años de carrera y uno de preparación como médica interna residente, podía decir que oficialmente era doctora.
Cuando ya estaba terminando de bostezar recorriendo la habitación con la vista, se quedó inmóvil con la postura de echar a volar al descubrir sobre una silla un chaleco de cuero negro.
Su corazón se aceleró de repente. A pesar de no poder ver bien el escudo pintado en la espalda, porque estaba bastante lejos para discernirlo, supo que ese chaleco pertenecía a un hijo de Caín.
Inevitablemente giró la cabeza hacia el tipo que dormía bocabajo y enseguida vio que el brazo que tenía sobre la almohada estaba tatuado con el emblemático escudo de la tribu. La calavera con dientes apretados y ceño fruncido —lo sabía, las calaveras no tenían carne, pero esta fruncía el ceño— y alas que salían de sus orejas la miraba con frialdad. Se podía leer perfectamente: «Sons of Cain».
Todavía se preguntaba por qué su padre y su tío Ian habían hecho un dibujo tan horroroso, y aunque ella les había dicho que estaban flipados, la ignoraron.
Pero en ese momento lo importante no era eso. Lo importante era que se había acostado con un tipo que trabajaba para su padre, y si él se enteraba —pensaba en Caín— se iba a cargar al macizote de un plumazo.
—Joder —murmuró entre dientes, levantándose. Tenía que recoger sus cosas cuanto antes y largarse de allí. ¿Por qué no reconoció a esos hombres la noche anterior? No llevaban chalecos ni cazadoras, ¿verdad?
Alucinada y sin un ápice de color en la cara, se vistió en silencio buscando su ropa por el dormitorio. No pudo encontrar el tanga, y no tenía tiempo de ponerse a mirar debajo de la cama. De hecho, había ido con un par de amigas, pues las demás se habían rajado a última hora, y ni siquiera se molestó en buscarlas. Ella no estaba en ese momento como para detenerse en el resto de habitaciones, además de que su presencia podía poner a todos en un grave apuro.
Con un poco de suerte, ellos ni se acordarían de su cara.
Desear eso hubiera sido lo acertado, pero también debía reconocer que sería un golpe para su orgullo si el macizote no se acordaba de ella cuando lo volviera a ver. Porque estaba claro que se verían de nuevo.
«Entramos en este garito mismo», había dicho la noche anterior una amiga de su amiga Nat, y como no parecía tener pinta de que hubiera mucha gente —tampoco pensaba que iba a haber algún hijo de Caín, además no llevaban motos porque cuando se marchaban estuvieron discutiendo cómo se repartirían en los coches—, aceptaron.
En esa discusión, a Coraline le había dado igual con quién fuera, siempre y cuando ese hombre y ella viajaran juntos.
Mahou. En ese momento le vino su nombre a la cabeza. Se llamaba igual que una marca de cerveza española.
¿Por qué le parecía recordar haber escuchado su nombre antes? «Mahou», repitió mentalmente.
Miró la hora y pensó en lo agradable que sería tomarse un café; sin embargo, era preferible esperar a llegar al apartamento donde se estaba alojando esos días. Su padre todavía no sabía que había regresado de España, y no quería arriesgarse a que alguien la viera y le fuera con el chisme.
Tomó el autobús de Great Falls hasta Cardwell. Habría viajado más rápido de haber pedido a alguno de esos hombres que la llevara, cosa que prefirió no hacer. También pudo ir haciendo autoestop, pero solo los camioneros madrugaban tanto y no tenía humor para soportar palabras soeces y miradas libidinosas durante la hora y media que duraba el viaje. Aunque algunos tipos eran amables y educados, desgraciadamente, dar con ellos era como jugar a la lotería.
Lo primero que hizo al llegar fue darse una ducha para eliminar de su piel el olor a sexo y sudor. Lo segundo, tomar un café bien cargado, sin nada de azúcar.
Con la taza en la mano salió a la pequeña terraza y, apoyando los brazos en la barandilla de hierro, cuya pintura llevaba años descascarillada, contempló el paisaje con un suspiro.
El sol daba de lleno en su rostro. Era agradable sentir ese calorcito que le inundaba el cuerpo.
El vecindario era uno de esos humildes con casas de madera que no sobrepasaban las dos plantas. A la mayoría de las viviendas le hacía falta una buena dosis de amor, pues sus ocupantes estaban tan inmersos en sus trabajos, o intentando conseguir algo de dinero, que descuidaban sus hogares. Al menos esa era la impresión que daban vistas desde fuera.
Sonrió, agradecida de haber regresado a casa por fin, y no se refería al apartamento de Nat, sino a la tierra donde se crio.
—Te escuché entrar —dijo la voz de una mujer detrás de ella. Coraline se dio la vuelta y sonrió a su amiga. Nat era de las que se habían rajado la noche anterior. Llevaba una delgada bata que apenas cubría un pijama corto. Su cabello, de un rojo vibrante, teñido, caía revuelto sobre los hombros.
—¿Cómo estás? Parece que te has peleado con la almohada.
—He dormido como un tronco. —Se cubrió la boca con la mano ocultando un bostezo y se frotó los ojos—. ¿Y tú? ¿Qué tal con los tíos de anoche?
Una medio sonrisa se dibujó en los labios de Coraline.
—El rubio estaba de puta madre. —Cambió el gesto por uno de desilusión—. Lástima que sea un hijo de Caín.
Nat abrió sus ojos oscuros con sorpresa.
—¿Qué? ¡No me jodas!
Ella asintió y dio un sorbo a su café.
—¿Tú no reconociste a ninguno anoche?
—No.
Coraline hizo una mueca.
—Joder, pues no has salido de Cardwell nunca. Alguna vez has debido de verlos.
—Si los he visto, no me acuerdo. Desde que te fuiste, no he vuelto a parar con ellos. Al súper no van nunca, excepto Tommy, que va los sábados a recoger el pedido de su abuelo. Los demás a veces pasan, porque oigo el estruendo de las motos, pero no se detienen aquí.
Cardwell era un lugar tranquilo cuya población no llegaba a los cien habitantes. El pueblo estaba junto al río Jefferson y eso añadía un toque natural y pintoresco a su entorno. Contaba con una antigua escuela de ladrillo, supermercado, campos de cultivos y un camping en la salida de la I-903. Nat llevaba mucho tiempo trabajando de cajera en el supermercado y se conocía a todo el mundo.
En cambio, los hijos de Caín se asentaban en Cascade, con más de setecientos habitantes. Situado a orillas del río Missouri, era conocido por el famoso pintor del Viejo Oeste, Charlie Russel, quien vivió y trabajó en la zona. El pueblo ofrecía varias actividades recreativas, como paseos en bote, senderismo y pesca. También tenía tiendas locales, restaurantes y bares, y sitios históricos como el puente de Hardy, que era uno de los últimos en el estado y había aparecido en algunas películas.
—¿No te acuerdas de ellos? —replicó Coraline, sin poder creerla.
Nat la miró y frunció el ceño.
—¿Tú crees que me conozco a todos?
—Pues deberías.
Nat sabía que Coraline bromeaba, aunque su rostro poseyera una expresión sería. Sacó un paquete de tabaco del bolsillo y le ofreció un cigarrillo.
—No, gracias. Solo fumo en fiestas. —Coraline se acomodó en una destartalada silla.
—No sé cómo puedes hacer eso. Yo vivo enganchada a esta mierda. —Se colocó el pitillo entre los labios y acercó el mechero. Después de encenderlo, volvió a guardar la cajetilla y la apuntó con la mano que sostenía el cigarro—. ¿Cómo te enteraste de que eran hombres de tu padre?
—Vi el chaleco del tío colgado en una silla.
Nat frunció el ceño.
—¿Ahora viven en Great Falls?
—Pues no lo sé, pero desde luego tienen casa allí. Tampoco me he quedado a preguntar; en cuanto me he dado cuenta de quiénes eran, he salido escopetada.
—De modo que tampoco te reconocieron.
Coraline negó con la cabeza, segura que, de haberlo hecho alguno, no habría acabado en la cama de nadie.
—Por cierto, he dejado a tus dos amigas colgadas —dijo, indiferente.
—Ellas se las apañan. —Nat chupó de su cigarro y observó ensimismada el humo denso y gris que ascendía lentamente hacia el cielo—. ¿Has pensado que te reconocerán cuando llegues a Cascade?
Coraline soltó una risita irónica.
—Más les vale que finjan no hacerlo. Ian y mi padre son capaces de darles una paliza. Sobre todo a ese Mahou.
Nat se atragantó con su propia saliva y la miró con ojos desorbitados.
—¿Mahou? —Coraline asintió, alzando las cejas, extrañada—. Ese hombre es el brazo derecho de tu padre.
En ese momento se acordó. Nunca lo había conocido en persona, pero sí escuchó hablar de él en diferentes conversaciones con su tío Ian y con Eva, la mujer que estaba liada con su padre. Ellos le comentaron que había llegado un tipo que les caía genial; alguien con una historia dura a sus espaldas, y ciertamente, se había ganado el respeto de Caín.
—Tú sí que tienes puntería para meterte en problemas, Cory.
—A los otros tampoco los conocí —musitó pensativa, y ahora, de repente, preocupada.
—Ya sabes que los hijos de Caín parecen crecer como setas en otoño. Será mejor que te andes con ojo.
—¿Y si me quedo contigo más tiempo del que pensaba?
Nat se encogió de hombros y dejó que la ceniza de su cigarro cayera al suelo.
—Haz lo que quieras, pero si tu padre se entera de que estás por aquí y ni siquiera has pasado por el club a verlo, ya te puedes ir preparando para la bronca del siglo.
Coraline soltó una carcajada.
—Exagerada. —Había algo de Caín que solo unos pocos sabían. Él sentía debilidad por ella, y ella aprendió desde bien pequeña a saber llevarlo a su terreno.
O eso creía.
—Oye, ¿y qué pasa con el novio que tienes en España?
—Prefiero no hablar de él; además, rompimos hace unos meses.
—Eso sí que es raro. La última vez que hablamos parecías muy enamorada.
—No le gusto a su madre —admitió, indiferente. Aunque solo de pensar en ello la rabia bullía en su interior. A la mujer le había parecido buena chica hasta que le contó que su padre era motero, que tenía un club y que ella quería ejercer la medicina en su ciudad—. La muy imbécil piensa que quiero robarle a su hijo.
—¿Y él qué dijo?
Coraline se encogió de hombros.
—Pues que su madre lleva razón y que tal vez debería quedarme en España de modo indefinido, tener hijos y vivir cerca de ella en una urbanización cursi —al decirlo retorció los labios con aversión, no por el hecho de los hijos, sino el de vivir cerca de los suegros.
—Joder, pues vaya palo.
Nunca antes había llegado a ir tan en serio con alguien, pero el rechazo de la madre de Santiago y que él le diera la razón había supuesto un duro golpe para ella. En verdad se creía enamorada de ese hombre, al menos lo estuvo durante un par de años; y aunque después de la ruptura pasó varios meses pensando en él y hasta valorando la posibilidad de seguir su sugerencia y quedarse allí, la lógica —y sobre todo que echaba mucho de menos a los hijos de Caín— hizo que lo asumiera y continuara con su vida.
—Como dice mi madre: «Hay más tíos que moscas».
Era un consuelo para tontos y Coraline lo sabía, pero ella no era de esas mujeres que se pasaban el día llorando por los rincones por un hombre. Más por uno que no se atrevía a enfrentar a su madre por no traicionarla, a pesar de saber que quizá de ese modo nunca iba a alcanzar la felicidad.
Nat asintió con una sonrisa traviesa.
—¡Que le den por culo a Santiago!
Capítulo 2
Era la primera vez que le ocurría que una tía, después de pasar una fabulosa noche con él, se marchaba sin ni siquiera despedirse. De hecho, Mahou hasta rebuscó entre sus cosas por si se había llevado algo que no le perteneciera, pero no, todo estaba en su sitio.
Tampoco tenía muchos objetos personales en esa casa, más que algunas prendas de ropa en el armario. Ese día también estaba su cartera, que continuaba en el bolsillo trasero del pantalón.
No vivían allí. Aquello era como un cuartel general en el cual dormían cuando salían de fiesta por Great Falls o estaban demasiado cansados o borrachos para ir a Cascade.
Foca se echó a reír cuando Mahou le contó lo que había pasado.
—Tal vez no la dejaste satisfecha, macho, un gatillazo lo tiene cualquiera.
—Parece que sabes mucho de eso.
—Qué va, además yo me quedé sin ninguna. Golden y Obispo fueron los afortunados —dijo, señalando con su redondeada barbilla al fondo del pasillo, donde se alojaban los otros dos.
Mahou y Foca estaban sentados en un amplio salón que apenas tenía dos sofás de cuero marrón, un par de sillones, una mesa y poco más. Olía a tabaco y ropa sucia. Tan solo había unas tristes cortinas que cubrían las ventanas para que los curiosos que circulaban por la ancha avenida no se pararan a mirar.
—Anoche parecía que las tenías a todas embobadas —dijo Mahou.
—Ajá, como siempre. Yo soy el que hago el trabajo sucio; las hago reír, me dicen lo simpático que soy, y luego me dejan con un palmo de narices para irse con vosotros a follar. Es la historia de mi vida.
Mahou le dedicó una sonrisa torcida.
—Pues también tienes razón.
—Claro que ninguna ha salido corriendo hasta que no les he dicho que se largaran. —Volvía a reírse otra vez, divertido, encerrando cierta maldad en sus carcajadas.
—¿Qué ocurre, Foca? ¿No sabes reír en bajo? —preguntó Golden, saliendo de una de las habitaciones, con el pelo revuelto, sin camisa, y con los vaqueros desabrochados. Arrastraba los pies al andar como si le pesara todo el cuerpo.
—Puedo pero no quiero. ¿Algún problema con eso?
—Eres un capullo, jódete. —Golden fue a la cocina y regresó con una botella de agua. Miró a Mahou arqueando las cejas—. ¿Qué le pasa a este?, ¿se ha levantado de mal humor?
—No folló anoche.
Foca no se dio por aludido y con el mentón señaló a Mahou.
—¿Por qué no le cuentas que tu palomita voló muy temprano?
—Lo acabas de hacer tú —respondió Mahou, al tiempo que miraba la hora en su reloj de pulsera—. Levanta el culo y avisa a Obispo, tenemos que marcharnos.
—¿Hay reunión? —inquirió Golden, con el brazo en alto, a medio beber.
Mahou se levantó.
—Caín quiere preparar no sé qué poyas para su hija. —Foca lo observó con el ceño fruncido—. Una fiesta sorpresa o algo así.
—¿Cuándo llega?
—En un par de días, creo —respondió mirando la mesa de madera llena de grietas y nombres incrustados que alguien se había dedicado a hacer con una navaja o algo punzante. Había un par de ceniceros hasta los topes—. Que alguien recoja todo esto. —Se marchó a por sus cosas a la habitación.
—¿Qué es eso de su palomita? —le preguntó Golden a Foca, al quedarse solos.
—Cuando se despertó, ella ya no estaba. No estaría muy contenta. —Aunque hablaba susurrando, Mahou lo escuchó y su voz llegó clara y nítida desde el dormitorio.
—Te he escuchado, cabrón. —Salió agitando un llavero y taladró a ambos con la mirada al ver que ninguno se había movido—. ¿No me habéis oído?
Foca se puso de pie de un salto, y Golden despareció por el pasillo.
—Os espero abajo; si en diez minutos no estáis, me marcho.
A los hijos de Caín les llevó un poco más de tiempo meterse en el coche, pues debieron despertar a las chicas y echarlas de casa. Durante los primeros kilómetros en dirección a Cascade se fueron divirtiendo a costa de Mahou, pero bastó una mirada de hielo de sus ojos verdes para que guardaran silencio durante el resto del camino.
Mentiría como un bellaco si no admitía que pensaba en aquella rubia de ojos grises y tupidas pestañas. ¿Por qué diablos se había marchado como una fugitiva? Quizá no tenía que seguir divagando sobre ello y aceptar lo ocurrido como algo normal.
No. Pero no era normal. Las mujeres siempre eran las que iban detrás de él, y la que probaba «sus encantos» repetía o quería repetir.
Su mente evocó la noche pasada, justo en el momento en el que entraron en la habitación y ansiosos se desnudaron el uno al otro. «A lo mejor no me detuve mucho con los preliminares» se dijo, o también podía ser que ella se hubiera arrepentido de liarse con un hombre como él. Si era de la zona, seguro que había oído hablar de ellos y conocería la fama que tenían de tipos duros y, hasta cierto punto, de peligrosos. No le sorprendería que se tratara de esto último, pues apostaba a que todos los padres del estado de Montana era lo primero que enseñaban a sus hijas al nacer; que no se acercaran a ellos. Claro, luego había alguna, como esa Cara guapa, que deseaba probar el fruto prohibido al menos una vez en su vida. Más tarde, acabaría casada con alguien de la ciudad; y si lo veía de nuevo alguna vez, fingiría no conocerlo.
Ahora porque estaba en Montana, pero lo mismo le había ocurrido en Madrid, donde se crio y tuvo una infancia y una adolescencia bastante maltrechas —qué habrían dicho los orientadores—. Él prefería decir que muy jodida; una mierda pura y dura en la que tuvo que hacer muchas cosas ilegales para sobrevivir.
Conocer a Caín era uno de los mejores hechos —sino el mejor— que le había sucedido en muchos años. Se sentía completamente en deuda con él y lo apreciaba más de lo que había llegado a hac