El misterio de los mutilados

Horacio Convertini

Fragmento

El misterio de los mutilados

El jefe

No sé qué odiaba más de Barilari: si sus modos de orangután o su repentina pasión por el “gerenciamiento científico”. Desde que había ido a un congreso en Miami, estaba fanatizado con las últimas tendencias del manashmén, como decía en un inglés troglodita, porque también se le había pegado la costumbre de usar palabras anglosajonas, innecesarias y mal pronunciadas, solo para darse aires de actualizado.

Según Barilari, las ventas ya no dependían de la calidad del producto ni de la eficacia de la red de comercialización. Había escuchado que los nuevos teóricos del consumo recomendaban operar directamente sobre la motivación de los compradores y que las principales compañías del mundo ya estaban desarrollando técnicas neuronales para implantar en la gente el deseo por un objeto. “Olvídense de los avisos en la televisión, de los carteles en la calle, de los jingles en la radio. La publicidad tradicional será reemplazada pronto por mensajes subliminales que llegarán directamente a la corteza cerebral del cliente”, decía. Se había obsesionado tanto con hallar la fórmula secreta que cuadruplicara las ventas, que parecía decidido a remover los cimientos de una empresa que ya había sobrevivido a mil crisis y a varios gerentes, aunque ninguno tan ambicioso y superficial como él.

Yo, una vez, me animé a decirle que ciertas estrategias de marketing podían ser aplicables a una gaseosa nueva, pero jamás a prótesis ortopédicas. Porque eso era lo que nosotros vendíamos: piernas, pies, brazos, manos, dedos; de madera, de material sintético; articulables, rígidos. Seguramente existían maneras de estimular en la gente el consumo de una bebida sobre otra, pero ¿cómo lograr que alguien entendiera la ventaja de tener una extremidad de fibra de vidrio? Nuestro negocio nacía de la desgracia ajena —una explosión, un accidente de auto— e incluso la prótesis más perfecta no dejaba de ser el recuerdo palpable de un desastre. Por tal razón, antes de ilusionarnos con estrategias dignas de la Coca-Cola, lo más lógico era repetir la vieja disciplina que nos había hecho perdurar años y crecer aun en tiempos difíciles. Se trataba de visitar periódicamente a traumatólogos y cirujanos, explicarles las virtudes de nuestros artículos, regalarles lapiceras y agendas con el logo de Orthomed para que tuvieran la marca siempre presente y, en casos de especial conveniencia, ofrecerles un diez por ciento de comisión por cada prótesis que prescribieran.

Recuerdo que yo estaba de pie frente al escritorio de Barilari, porque él nunca invitaba a tomar asiento a sus subordinados; le gustaba hacernos sentir una visita molesta y solía escucharnos como quien oye llover, mientras ojeaba expedientes con el ceño fruncido. Sin embargo, aquella vez, siguió mis palabras atentamente y sin interrumpirme, mientras fumaba un cigarrillo. Dejó que me explayase como si en verdad valorara mi juicio sobre la marcha de la empresa. A través de la ventana cerrada se filtraba el barullo de bocinazos y frenadas de la calle, y eso me obligó a subir un poco la voz. Algo de Barilari, probablemente su silencio y acaso también cierta luminosidad infrecuente en la mirada, me alentó a continuar cada vez más animado. Y salté con audacia la diferencia de rango: él, tiránico mandamás; yo, humilde empleado de contaduría.

—Las estrategias comerciales no existen en el vacío —sentencié, finalmente, con aire doctoral—. Dependen del producto. Y nuestro producto, permítame, señor, que le diga, no admite demasiadas innovaciones.

Barilari aplastó la colilla con fuerza en un cenicero plástico. Se dejó caer contra el respaldo del sillón e inspiró profundo. Eso, paradójicamente, activó en él un catarro sísmico, como si sus pulmones solo toleraran el humo de los cigarrillos y, ante la amenaza del aire puro, se hubieran rebelado. Yo me apresuré a servirle un vaso con agua de una jarra de vidrio que estaba en su escritorio, pero él lo rechazó agitando frenéticamente las manos. Se retorció con un par de toses graves y quedó con el cuerpo volcado hacia la derecha, la boca abierta, el pecho tembloroso, la respiración como un arrastrar de piedras. Aun así se levantó y se acercó despacio hacia el rincón de la oficina donde había un maniquí a escala natural armado con las prótesis más avanzadas de nuestro catálogo.

Barilari era rengo. Tenía la rodilla izquierda torcida hacia adentro, como si al nacer le hubieran partido la pierna por la mitad y los huesos hubieran soldado mal. Cuando caminaba, el cuerpo fuera de escuadra se le zarandeaba hacia un lado y hacia el otro, lo que le daba un aspecto de simio que encajaba perfectamente con sus modales. Llegó haciendo crujir el piso de madera y pasó su brazo derecho por sobre los hombros del maniquí.

—¿Leyó el briefing sobre el congreso de Miami que les entregué a todos? —me preguntó con una voz más cavernosa que la habitual—. No se puede ampliar el mercado haciendo siempre lo mismo. ¿Y qué hacemos nosotros desde 1940? Esperamos a que la fatalidad llegue para recién ahí intervenir. Una estrategia vieja, perimida. ¿Alguna vez le conté qué me pasó? —Y se dio una palmadita en la pierna renga—. Tenía catorce años e iba a encontrarme con una chica en un cine de Boedo. Mi primera novia, el primer beso, nervios, ansiedad… ¿Se da cuenta, Giménez? El día que sueña todo chico. Tardé tanto en elegir la ropa que se me hizo tarde y tuve miedo de que ella no me esperara. Por eso intenté subir a un colectivo en movimiento que venía con gente hasta en el estribo. Fue en la avenida Sáenz, frente a la iglesia de Pompeya. Lo corrí desde atrás, pegué el salto, tiré el manotazo a la manija y algo salió mal. Un error de cálculo, supongo, porque mis dedos se cerraron sobre el aire. Caí. Las ruedas traseras me aplastaron la pierna. Los médicos del Hospital Penna me la salvaron de milagro. Me quedó esta deformidad, pero algo es algo. Durante mucho tiempo creí que habían hecho lo mejor, pero hoy no estoy tan seguro. Imagine si me hubiesen amputado y puesto una prótesis como esta. —Señaló la Legus 90 Extra Light del maniquí—. Caminaría casi tan bien como usted y, en pantalones largos, nadie se daría cuenta de mi defecto.

Vino hacia mí lentamente entre crujidos de madera. Me pasó un brazo por los hombros, como antes había hecho con el maniquí. No era un gesto de amistad o camaradería. Lo supe aun antes de que me empezara a apretar con una mano velluda.

—Usted no piense, Giménez —dijo mientras me arrastraba hasta la puerta de su despacho—. Cumpla con las órdenes y listo. Si Orthomed le pagara por pensar, ocuparía mi lugar. Y mi lugar ya está ocupado.

Me soltó con un leve empujón para sacarme fuera de sus dominios. Cerró la puerta y, una vez solo, tosió de tal manera que se escuchó como una carcajada trunca.

El hámster

Dos o tres meses después llegó Jennings. Era norteamericano, de Fort Worth, Texas, y cuando me lo presentaron me desilusioné: por alguna razón, seguramente debido a los estereotipos del cine, esperaba encontrarme con un mastodonte en botas puntiagudas, corbata de lazo y sombrero de cowboy. Sin embargo, Jennings era un hombre pequeño y muy flaco, que siempre andaba con las puntas de los dedos dentro de los bolsillos del saco, como si no se animara a guardar las manos del todo, pero tampoco a sacarlas por no saber qué hacer con ellas. Al lado de Barilari, que no se le separaba y lo llevaba de aquí para allá casi a los empujones, parecía un pigmeo. O peor que eso: un pigmeo miedoso, perdido en una selva hostil de fieras capaces de despedazarlo o que, en el mejor de los casos, resultaban hienas abúlicas que solo querían que el visitante ilustre hiciera lo suyo rápido y se fuera, para poder volver así a la cómoda rutina de remitos, facturas, planillas y bostezos.

Barilari reunió a todo el personal en el depósito, donde armó un improvisado auditorio, y presentó a Jennings como el hombre que habría de ayudarnos a da

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos