El hombre que inventó Manhattan
El hombre que inventó Manhattan se hacía llamar Charlie, aunque su verdadero nombre era Gerald Ulsrak, estaba casado y tenía dos hijas. A lo mejor sólo una. Se decía que la mayor de las niñas era hija de otro hombre, tal vez por la manera en que Charlie la miraba o, mejor, no la miraba. Gerald Ulsrak había nacido en un pequeño pueblo en las montañas de Rumania y siempre había soñado con un sitio mejor, Manhattan, y un nombre distinto, Charlie.
Charlie tenía un amigo, al que todos llamaban Chad y que era la clase de persona a la que nadie suele referirse usando sólo su nombre de pila, de manera que Chad era siempre «el bueno de Chad», o «el viejo Chad» o «menudo es Chad». Por supuesto Chad no se llamaba Chad, ni nada por el estilo, se llamaba Pedja Ruseski, pero, como digo, todos le llamaban Chad.
Charlie pensaba que Chad era el tipo más divertido que había conocido nunca, a pesar de que la mayor parte de la gente opinaba justo lo contrario.
Charlie siempre contaba que Chad había llegado antes que él a Nueva York y que, por lo tanto, parte de la invención debía de ser suya, pero Chad negaba tales acusaciones con un ligero movimiento de su dedo índice y levantaba su pinta de cerveza para brindar por Charlie, mientras gritaba: «POR EL HOMBRE QUE INVENTÓ MANHATTAN». Así que no había más que hablar.
Por cierto, Chad negaba siempre con el dedo y en cambio afirmaba con un frenético movimiento de cabeza, que más parecía un no que un sí. Lo cual justificaba la aseveración favorita de Charlie: «Jamás intentes comprender a un rumano».
En opinión de Pedja Ruseski, al que todos llamaban Chad, el hombre que inventó Manhattan era sin lugar a dudas Gerald Ulsrak, al que todos llamaban Charlie.
Los dos rumanos apenas se veían, porque la vida tira de un brazo y la amistad del otro, pero cuando se veían, bebían, y cuando bebían, trataban de recordar, y a menudo recordaban con pelos y señales cosas que no habían sucedido. No importaba. Llevaban en Nueva York tanto tiempo que algunos recuerdos se habían quedado escondidos en ese lugar de la memoria que respeta por igual los acontecimientos reales y los inventados.
Parece que Chad y Charlie solían tumbarse juntos sobre las vías del tren en la frontera de Transilvania, aunque de esto hace ya mucho tiempo. Y, sin embargo, Charlie lo recuerda con diáfana claridad, que, por otro lado, es como suelen recordarse las cosas imaginadas o aquellas decoradas convenientemente por la euforia.
«Esto se mueve», decía Chad, al sentir las primeras vibraciones sobre el frío metal de la vía, pero Charlie permanecía inmóvil, como muerto, hasta que el tren estaba tan cerca que se le cortaba a uno la respiración, según palabras del propio Chad, que temía que algún día su amigo no fuera capaz de levantarse a tiempo.
«Así de cerca», exclamaba Chad juntando las manos, exagerando sin duda el arrojo del pequeño de los Ulsrak, «el loco Gerald», que así era como le llamaba su abuela materna y por extensión todos los que conocían la extraña propensión de aquel muchacho gordezuelo por las ideas absurdas y los comportamientos impropios. Gerald el loco, el mismo que quemó la casa de aperos del viejo Stan, el mismo que escribió RUMANIA HA MUERTO en la tapia del cine, el mismo que perseguía a los perros agitando un palo, mientras los demás críos corrían, no detrás sino delante de los perros, tragándose las lágrimas, el mismo que descubrió a una mujer desnuda frente a la ventana de un sexto piso en la avenida Gruller, una mujer que, día sí día no, se quitaba el camisón delante de un espejo empañado por el vapor del agua caliente. El mismo que a los doce años juró no morir en Sighișoara, Transilvania, sino mucho más lejos. El mismo que con el tiempo empezó a hablar de Manhattan sin parar, como si hubiera estado allí.
—Lo sabía todo —dice Chad, con los ojos encendidos con el carbón de las leyendas cultivadas con las propias manos—. Todo lo conocía. No sólo las calles —decía Chad—, como si entre los días sobre las vías del tren junto a la frontera de Transilvania y estos otros días de duelo no hubiera pasado el tiempo. No sólo las calles, sino la gente, los colores, las cosas grandes y las pequeñas, la forma de hablar y hasta esos absurdos apretones de manos que tanto gustan a los negros. De todo hablaba Charlie, con tal firmeza y seguridad que oyéndole se sentía uno allí, es decir, aquí, o sea, en Manhattan.
»Tenía un plano y sobre el plano iba cruzando las calles con las avenidas como si se tratara de un tablero de ajedrez y aquí —comentaba Chad señalando la calle 34 con la Quinta en el mapa de su memoria— dibujaba el Empire State Building y allí —decía llevando ahora su dedo hacia el norte— dibujaba el final de Central Park y luego Harlem y el Harlem hispano y hasta el mercado de la Marqueta.
»Y no había nada acerca de esta ciudad que no supiese a ciencia cierta o no fuera capaz de imaginar.
Así las cosas, queda claro que Charlie no sólo inventó el río Hudson, sino además la forma de cruzarlo.
Sobre el río Hudson construyó Charlie tres puentes y bajo el río cavó dos túneles, el Lincoln y el Holland. El tráfico masivo que él mismo creó demostró poco más tarde que las invenciones de Charlie eran del todo insuficientes. Inventó la White Horse Tavern y, alrededor, el Village. Inventó a Dylan Thomas bebiendo allí su última copa e inventó el hotel Chelsea, para dejarlo después morir allí, una mañana de 1953. Y los bares de striptease alrededor de Times Square y las tiendas de Disney y las pantallas gigantes y la inmensa botella de whisky japonés que corona un rascacielos y hasta el cowboy desnudo que toca la guitarra bajo la nieve. Y los pasos marcados en esa misma nieve y borrados enseguida por otros pasos.
Y todas las corbatas y todos los negocios y todos los clubes de tenis y el club de críquet de Central Park, donde esos viejecitos de blanco inmaculado recordaban el imperio perdido y la música norteafricana en un taxi que cruza la calle Canal y todos esos chinos misteriosos hacinados en Chinatown y la bandera italiana pintada tras la cancha de baloncesto en la calle Sullivan y el piloto despistado que se estrelló contra las Torres Gemelas y el otro imbécil que se estrelló unos segundos más tarde y las manzanas verdes asomadas a Broadway en las bandejas de Fairway, que mi hijo apenas era capaz de morder por los lados, como un animal muy pequeño, para despreciarlas después.
Noche tras noche Charlie se repetía lo mismo, como un mantra: «Mañana será un buen día. Mañana será un buen día».
Charlie amaneció colgado de una viga del techo el día de Año Nuevo de 2002.
Al enterarse de tan trágica noticia, Chad exclamó: «¡Mierda!», o mejor «Shit!», con un solo signo de exclamación pero con idéntica rabia, pues aquellos dos hombres habían llegado a ser tan amigos como dos hombres puedan llegar a serlo.
Tal vez Chad no era consciente de ello, pero antes había muerto Robert Lowell en un taxi inventado cruzando Central Park camino de su hotel. Y Arnie «Dos Dedos» Ferrara, de un tiro en la nuca en su casa de Queens y Lou Diallo, acribillado por seis agentes de la policía de Nueva York —«Servicio, cortesía y respeto», según rezan los laterales de sus coches patrulla—, y el vecino del final del pasillo, un viejo sonriente que acumulaba cajas de vitaminas, cavando trincheras contra lo inevitable, aplastado all the same por una angina de pecho.
Poco después murió John Gotti, que era para la mafia lo que Elvis para el rock, de cáncer, en la cárcel de Newark y, a pesar de que había quedado más que demostrado por parte de la oficina fiscal que aquel hombre era culpable de más delitos de los que una personalidad menos dotada para el mal podría soñar con cometer, su entierro y su funeral arrastraron en la ciudad el respeto y la adoración reservada a los héroes del pueblo. Treinta años antes había muerto Dutch Schultz de tres disparos en los baños de un restaurante chino con el asunto aún entre las manos, pero al holandés sanguinario no le quería tanto la gente.
Y todo en esta extraña ciudad, hasta eso, era cosa de Charlie.
¿Y el ruido que hacía al caminar? Se le oía venir a dos manzanas de distancia. Con aquellas malditas llaves.
Llevaba Charlie, colgadas de una gruesa hebilla, al menos treinta y seis llaves de otros tantos apartamentos a su cargo. Era el super, diminutivo de superintendent, el hombre a cargo del mantenimiento de la casa. El chapuzas. El hombre para todo.
Una tubería gotea, llamas a Charlie. La calefacción se apaga, llamas a Charlie. La basura se acumula en el sótano, de nuevo Charlie es el responsable. Charlie entra y sale de las casas escuchando quejas y después hace lo que puede. El super es el intermediario entre el landlord, el dueño, y el tennant, el inquilino. La última línea de defensa entre el dinero y las ratas. Hay un Charlie en cada edificio, precisamente porque Charlie lo quiso así. Tras la muerte de Charlie tuvimos otro super, Lou Kolik, que duró una semana, y luego otro, Frank Lugo, que aún sigue allí. Pero ninguno como Charlie.
Charlie era bajito y fuerte, con la cabeza afeitada y tirantes y botas de skinhead, pero no era un skinhead ni mucho menos, era más bien como un James Dean calvo. Por supuesto, no se parecía nada a James Dean y jamás se me hubiera ocurrido llamarle así, si no fuera porque mi mujer, que está más atenta a estas cosas, se dio cuenta un buen día de que su actitud, su manera absurda de recostarse contra las paredes y su mirada perdida eran una réplica exacta de la pose de James Dean.
Bajo la palma de la mano izquierda tenía una cicatriz. Bebía whisky con cerveza en O’Sullivans, en la esquina de Columbus con la calle 72. Una vez le vi acercarse al jukebox y poner una canción de los Carpenters. Lo cual sorprendió a casi todo el mundo, pero no a Chad, que sabía de la verdadera naturaleza de Charlie. A pesar de su rudo aspecto, Charlie tenía alma.
Al funeral de Charlie asistieron sólo seis personas. Por la tarde de ese mismo día alguien, seguramente su mujer, deslizó por debajo de la puerta un recordatorio plastificado. En una cara, una imagen del Sagrado Corazón; por la otra, una foto de Charlie, sonriendo, con el nudo de la corbata desplazado y el último botón de la camisa abierto. Jamás habíamos visto a Charlie con corbata así que nos imaginamos que podría ser una foto del día de su boda. Quién sabe.
Si alguien recordaba su boda, ése era el bueno de Chad, que solía referirse a ella como «la última fiesta» y aún guardaba una polaroid, en la que se veía a Charlie levantando a pulso dos bidones de cerveza ante la mirada atónita de una stripper del Lower East Side llamada Mabel, o Irmabel o algo parecido. Una preciosa porteña que mentía por sistema y que tenía una hermana llamada Concepción, que no mentía nunca. Ni siquiera cuando la policía del condado le preguntó si había disparado contra su marido, a lo que ella contestó con un lacónico «sí», que la llevó al corredor de la muerte de la cárcel de máxima seguridad de Nueva Jersey.
En fin, no nos desviemos del tema, que hemos dejado a Charlie colgado de las vigas del sótano.
Dos días después de su muerte, vinieron dos hombres bien trajeados a buscarle, pero Charlie ya no estaba. Me lo contó Lou, un vagabundo desdentado que vive en una pequeña grieta de la calle 74, entre el supermercado y Señor Swankys, un horrible restaurante mejicano.
—Eran de la mafia —me dijo Lou—, no preguntes más.
No pregunté.
Aquel mismo invierno le regalé a Lou un abrigo viejo de cuero, que él cambió inmediatamente por seis cervezas.
Todas las historias de este libro son parte del sueño de Charlie, todas son inventadas aunque muchas, la mayoría, son ciertas.
El efecto Mozambique
Con frecuencia Laura tenía la sensación, al entrar en un lugar cualquiera, pongamos por caso el salón de uñas de madame Huong, de que todas las mujeres eran más feas que ella. Esto, que al principio, en las arenas movedizas de la adolescencia, le había dado gran satisfacción y una tremenda confianza en sí misma, había terminado por causarle, con el tiempo, una ligera sensación de desasosiego. Y no es que Laura renegase de su belleza; al contrario, pensaba que la belleza e incluso la estatura eran cosas que uno se ganaba a pulso, y jamás se le ocurrió que su hermana Simonetta tuviera razón al afirmar como afirmaba que la belleza, la altura y la mayoría de las fortunas se heredan y no suponen mérito alguno. Laura no hubiera cambiado su cuerpo por nada del mundo, ni sus mejillas sonrosadas, ni sus pómulos afilados, ni su larga cabellera negra, y más de una vez se había sorprendido a sí misma embobada frente a un espejo, probándose esto o aquello, deslumbrándose ante el resultado de un escote determinado o una falda ajustada con abertura lateral, e imaginando lo lejos que llegarían estos trucos frente a la débil voluntad de los hombres.
Sin embargo, en los últimos tiempos —¿días?, ¿meses?— Laura mostraba cautela ante su propia belleza. Como quien al final de una copa de champán cree ver algo oscuro en el fondo.
Era demasiado joven para preocuparse por la edad —¡por Dios!—, si apenas tenía veintidós años, así que la única explicación para tan extraño malestar la había encontrado en el llamado «efecto Mozambique».
El efecto Mozambique, según la revista Amazonas Sofisticadas de la que, por cierto, su hermana Simonetta era redactora jefa, fue descrito por un aventurero belga que en 1823 naufragó frente a la isla de Guanau y, sin apenas tiempo de sacudirse la arena de la cara, se vio rodeado por una tribu que se hacía llamar Kulambe Sime, que en el idioma local (el papu, el mapu, algo así, Laura era incapaz de recordar todos los detalles) quería decir «niños topo». La tribu de los niños topo tenía dos particularidades físicas que llamaban la atención al primer vistazo; eran pequeñitos, como niños, y tenían todos cara de topo. Pascal Simbreaud, que así se llamaba el aventurero belga, no tenía más que buenas palabras para aquella gente y, sin embargo, durante todo el tiempo que convivió con ellos, algo más de dos años, no pudo evitar ni un solo día una incómoda sensación de superioridad (que traía consigo sus buenas dosis de culpa), basada únicamente en el ejercicio diario de enfrentar su normalidad a la extravagancia de aquellos serecillos. He aquí la paradoja que se conoce desde entonces como «efecto Mozambique». El elemento extraño, en este caso, el aventurero belga, vive convencido de lo extraño de su entorno, en este caso, la tribu de los niños topo, sin darse cuenta de que él constituye precisamente la excepción y los demás, la norma.
Laura había encontrado todo este asunto fascinante, y durante los últimos días, meses ya, no había podido evitar, al entrar en cualquier sitio, en el salón de uñas de madame Huong, por ejemplo, la sensación de que esas nubecillas que veía en el fondo de la copa de