Alguien se acerca

Benjamín Prado

Fragmento

Capítulo 1

1

En la parte de atrás se veía una piscina y un campo de tenis, y por alguna razón pensó que la lluvia sonaba justo a eso: a pista en desuso, a agua abandonada. A la izquierda descubrió un depósito de gas-oil y un poco más allá un garaje, con un hombre inclinado sobre el motor de un coche.

La mujer del vestido blanco volvió a observarlo igual que antes, con aquellos ojos color miel, profundos y fríos, pero algo de lo que vio en su aspecto no debió de parecerle suficiente, porque luego fue dejando que la mirada perdiese intensidad, que se quedara poco a poco sin aquello que por un momento había estado allí, igual que alguien que vacía una botella de whisky en el fregadero.

«Detrás de su hermosa cara se escondía una niña malcriada —se dijo él—, como un farsante acurrucado tras la estatua de un dios». Era algo que había leído en una novela barata, no recordaba en cuál. Después se puso a pensar en la manera en que habían sucedido las cosas, en todo lo que tuvo que pasarle para que el hombre en quien se acababa de convertir estuviera en aquel sitio llamado Santa Lucía: el viernes salió de su casa alrededor de las diez; se acordaba de que había dejado la mesa puesta, el televisor en marcha, la luz de la cocina encendida... Anduvo hasta la estación de autobuses y entró en la tienda 24 Horas. Solía ir allí a comprar tabletas de chocolate, cajas de cereales, alguna revista, cosas de ese tipo, pequeños placeres para la tarde del sábado. Aquella noche salió con una película de los Hermanos Marx, un paquete de Camel, una barra de helado, los periódicos de la mañana...

Había grupos de viajeros en los andenes, gente con aspecto de sentirse perdida en algún lugar que ya no perteneciera al sitio de donde venían, pero que aún no fuese una parte del sitio al que habían llegado. Se fijó en una mujer con unos guantes rojos; en un chico con una camiseta en la que ponía: «Algunos sueños son nuevos».

Caminaba sin prisa entre los autocares aparcados; vio uno con destino a La Coruña; otro que tenía un Pegaso de aluminio sobre el radiador; un poco más allá, un empleado limpiaba la carrocería azul de un Barreiros de dos pisos; y a su lado estaba el autobús que iba a San Sebastián, a punto de salir, con el motor en marcha, las luces encendidas, los pasajeros que miraban desde detrás de las ventanas el reloj blanco de la estación, a los hombres con grandes maletas, las cafeterías iluminadas; que escuchaban el ruido de los altavoces como si ya lo oyesen desde lejos, amortiguado por el grosor de los cristales; que observaban con ojos dóciles aquel sitio extraño en el que ya no parecían estar del todo, como si en lugar de verlo sólo lo estuviesen recordando.

Fuera, había empezado a llover. Le gustaba el ruido de los coches sobre la carretera mojada. También le gustaba imaginar cómo serían ahora algunos sitios de la ciudad: el zoo, por ejemplo, la tormenta cayendo encima de los leones; o las pistas de atletismo junto a la Universidad; o su propia casa, el ruido de la lluvia dentro de su casa vacía.

Se dedicó un rato a mirar la calle desde los soportales de la estación: las nubes de un extraño color cobalto, el cielo que daba la sensación de hundirse poco a poco dentro de sí mismo, las azoteas que parecían formar parte de la luna, los árboles moviéndose lentamente en mitad del aguacero. Después empezó a andar hacia su casa. No le importaba mojarse; de hecho, creía haber leído algo acerca de la relación entre unos pulmones sanos y pasear bajo la lluvia. Iba pensando en eso mientras se desviaba del camino a su apartamento, cruzaba calles desconocidas, se detenía frente a los escaparates con la parsimonia de un hombre a quien nadie está esperando. Luego, entró en un bar —un sitio llamado Plaza Roja—, le sirvieron una Pepsi, encendió un Camel, se puso a leer el periódico sintiéndose diferente y ligero, como si aquella pequeña excursión imprevista le hubiese librado de una gran parte del peso de tener que ser él mismo.

Había diez o doce personas en la barra, una mujer que jugaba en una máquina tragaperras, algunos hombres que seguían un partido de baloncesto por la televisión. Él hojeaba el periódico, iba de las críticas de cine a las páginas de deportes, de los ecos de sociedad a la Bolsa, y las palabras de lo que estaba leyendo se mezclaban en su cabeza con el sonido de las monedas, con la voz del locutor que anunciaba una canasta o con los golpes de las botellas contra el mostrador.

De pronto, recordó su casa, pudo ver la luz de la cocina encendida, los cubiertos brillando encima de la mesa, la televisión en marcha tal vez con aquel mismo partido de baloncesto, con los jugadores moviéndose de un lado a otro en su cuarto vacío. Y también se acordó de la barra de helado: imaginó los sabores deshechos, el chocolate líquido, la fresa mezclada con la nata que tal vez le hizo pensar en el rastro de un animal herido sobre la nieve.

Acabó de leer el periódico, pagó su refresco y mientras salía del bar se cruzó con un grupo de chicos. Le empujaron, pudo ver un chándal Adidas negro, tejanos, gafas oscuras, zapatillas verdes de lona, auriculares. Pensó que andaban justo como lo hace la gente que busca problemas: igual que gatos acorralados, como boxeadores buscando un golpe; de manera que se alegraba de haberse ido en ese instante. Se preguntó si podría decirse de él que fuera un hombre miedoso, pero la respuesta fue no; tan sólo procuraba estar siempre alerta, pensaba que prever los posibles peligros era una forma de mantenerlos a distancia; en realidad, su teoría era muy sencilla: si ves que algo viene hacia ti, apártate.

Ahora andaba mucho más deprisa, iba acelerando el paso mientras pensaba en las luces encendidas de su apartamento, en aquel gasto inútil de energía. Dejó atrás otra vez la estación de autobuses, fue atravesando plazas en sombra, aceras sin peatones, barrios nocturnos resumidos por la oscuridad en un par de ventanas iluminadas, el humo de las chimeneas, algunos árboles descubiertos de pronto por los faros de un coche.

Poco después estaba sentado en su cuarto viendo el vídeo de los Hermanos Marx. A su alrededor estaban las cosas que había comprado desde que alquiló aquel piso: la nevera Balay, un par de sillones azules, el equipo de música Onkio. Le gustaba recordar las marcas de sus cosas, la forma en que cada vez había ido acumulando información sobre ellas antes de decidirse: cuáles eran los mejores altavoces, qué clase de frigorífico convenía al tipo de comida que acostumbraba a tomar... De alguna forma, aquellos electrodomésticos, los muebles, los libros que había en su casa eran para él algo similar a las piezas de una fortificación, herramientas con que construir su vida real, objetos detrás de los que podía esconderse. Que la aspiradora fuese Nilfisk; que un bolígrafo fuera Parker o las galletas Fontaneda o la mostaza Percival Duffin’s tenía una importancia extraordinaria, tal vez porque cualquier cosa parece mucho más grande cuando está delante de un hombre solo: el ruido de un bote de Nescafé al abrirse, el olor de la tinta Pelikan azul, el tacto de una fruta, su peso, la manera en que toma lentamente el calor de la mano.

Poco a poco fue quedándose dormido delante del televisor. Estaba en un sótano, tumbado en una camilla; junto a él había un hombre que pintaba una diana en un muro. A lo lejos se escuchaba ladrar a los perros. Podía verlo todo tan claro como si de verdad estuviese allí; tan real que lo que no parecía cierto es que estuviera soñando.

—Pero... ¿es eso posible? —preguntó alguien.

—Naturalmente —respondió Groucho, a este lado del hombre dormido—, por eso estoy ahora cenando con usted... porque usted... me recuerda a usted... sus ojos, su cuello, sus labios... todo cuanto hay en usted me recuerda a usted... excepto usted. ¡Creo que está bien claro! ¡Que me ahorquen si lo entiendo!

2

Ni siquiera le importaba mucho saber a qué había ido allí. Eso es justo lo que pensó aquella mañana, mientras escuchaba la lluvia sobre la pista de tenis vacía; mientras de algún modo se daba cuenta de que cada uno de sus movimientos, cada una de sus decisiones, cada uno de los pasos que había dado desde que el viernes salió de su casa hacia la tienda 24 Horas le llevaba a ese hotel en Santa Lucía, a la piscina abandonada, a la mujer que tenía un vestido blanco y te miraba igual que si tú pudieras llevar una cuerda y ella estuviese en un agujero.

Le gustaba hablar de aquella forma para sus adentros, ser inteligente y rápido como los detectives de las novelas, encontrar una y otra vez las palabras que lo explicaban todo, las palabras que ponían cada cosa en su sitio.

—Palabras implacables, frías —se dijo—, como un teléfono sonando en un cementerio.

Porque fuera no funcionaba así. Fuera, todo se movía demasiado deprisa, le daba la sensación de tener que estar subiendo continuamente a un tren en marcha; de que a menudo, por mucho que corriese, cuando él llegaba ya se habían llevado a otra parte el lugar al que iba. Le pasaba en las fiestas, en las reuniones con amigos, en las comidas de la empresa; se sentía de pronto al margen, descolgado, alguien a por quien los demás tenían que estar saliendo continuamente para meterlo otra vez en la conversación. Pero aquello iba a acabarse, ésa era una de las cosas con las que el hombre en que se había convertido pensaba terminar para siempre.

Volvió a observar a la mujer: estaba al otro lado de la barra, ordenando unos vasos. A su alrededor había tazas limpias, bocadillos metidos dentro de una campana de cristal, botellas de ginebra, de coñac, de tequila. Fue leyendo los nombres: Larios, Gran Garvey, Jack Daniel’s, Bombay, José Cuervo, Dyc. También vio la foto de un boxeador, un cartel que decía: «Se necesita empleado», un reloj que marcaba las once.

La mujer le miró de nuevo. Ahora, bajo la luz de los tubos eléctricos, sus ojos ya no le parecieron castaño, sino verdes; pero aún le hacían pensar lo mismo: en un imán, en una red. Imaginó que podría vivir en aquel sitio con ella, asesinar al marido y quedarse con el negocio, lo mismo que en El cartero siempre llama dos veces. Después se preguntó si en realidad existía aquel marido, si tal vez era el hombre que trabajaba en el motor de un coche, al lado del depósito de gas-oil: un antiguo boxeador que había comprado un hotel junto a la carretera, que encontró a una chica parecida a Lana Turner, que tenía colgada la foto de cuando aún estaba en activo al otro lado del mostrador.

Se sentía como alguien que rueda por una pendiente. Pensaba en los pequeños detalles de aquella noche en que empezó todo, desde que salió de su apartamento hacia la estación de autobuses: una calle elegida al azar, el chico con un chándal Adidas, la barra de helado derritiéndose, el bar que se llamaba Plaza Roja. Aunque eso le sirvió para saber lo que había perdido, no lo que estaba buscando. Y ésa era la parte de la historia en la que no pensaba pararse; era el sitio al que cuando quisiese podría regresar, el punto inmóvil donde todo seguiría igual cuando volviera; donde, en cierto modo, incluso él se había quedado esperándose a sí mismo. Pero ésa no era la cuestión, porque ahora no le importaba desde dónde había caído, sino dónde iba a ir a parar.

Sin embargo, todas esas ideas, todas esas palabras no parecían llevarle a ninguna parte, y el hombre que realmente era no daba la sensación de ser alguien a quien pudiese engañar con tanta facilidad. Al contrario, sus pensamientos y lo que intentaba decirse parecían pertenecer a dos personas diferentes, y una de ellas luchaba por correr hacia delante y la otra no podía dejar de mirar atrás, no olvidaba todo aquello que en realidad no le había pasado, pero que de todas formas cambió su vida de sitio, lo destruyó todo como un huracán.

Volvió a recordarlo: aquella noche se había quedado dormido frente al televisor, viendo la película de los Hermanos Marx. De repente, mientras aún estaba en aquel sótano de su sueño, con el hombre que pintaba dianas en un muro, e

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