Capítulo 1
Nueva York
26 de noviembre de 1998
Lo peor siempre se fragua sin que lo puedas intuir.
Grace levantó la vista e ignoró durante algunos momentos la majestuosidad de la cabalgata de Acción de Gracias para observar a su hija, subida a hombros de su padre, radiante de felicidad. Se fijó en que sus piernas colgaban juguetonas y en cómo las manos de su marido sujetaban los muslos de la pequeña con una firmeza que más tarde recordaría como insuficiente. El Santa de Macy’s se acercaba sonriente en su gigantesco trono y, de vez en cuando, Kiera señalaba y chillaba de felicidad a la comitiva de duendes, elfos, galletas de jengibre gigantes y peluches que desfilaban delante de la carroza. Llovía. Una suave y fina cortina de agua empapaba chubasqueros y paraguas, y aquellas gotas, quizá, siempre tuvieron aspecto de lágrimas.
—¡Allí! —gritó la niña—. ¡Allí!
Aaron y Grace siguieron el dedo de Kiera, que señalaba un globo blanco de helio alejándose hacia las nubes, haciéndose diminuto mientras volaba entre los rascacielos de Nueva York. Luego bajó la vista hacia su madre con ilusión y Grace supo al instante que no podía decirle que no.
Grace observó una de las esquinas de la calle, en la que había una mujer vestida de Mary Poppins, con el paraguas en alto bajo un montón de globos blancos, que regalaba a todo aquel que se acercaba.
—¿Quieres un globo? —preguntó su madre, sabedora de la respuesta.
Kiera no contestó de la emoción. Tan solo abrió la boca con una mueca de felicidad y asintió, mostrando sus hoyuelos marcados.
—¡Pero ya está ahí Santa Claus! ¡Nos lo vamos a perder! —protestó Aaron.
Kiera perforó de nuevo sus hoyuelos, dejando ver entre sus paletas un pequeño hueco en el que a veces se le quedaba la comida. En casa les esperaba una tarta de zanahoria para celebrar el cumpleaños de la niña al día siguiente. Aaron pensó en ella y quizá por ese motivo aceptó.
—Está bien —continuó su padre—. ¿Dónde se consiguen esos globos?
—En la esquina los está repartiendo Mary Poppins —respondió Grace, nerviosa. La gente había comenzado a agolparse donde ellos se encontraban y la tranquilidad de los minutos previos empezaba a diluirse como la mantequilla del relleno del pavo que esperaban cenar esa noche.
—Kiera, quédate con mamá y guardad juntas el sitio.
—¡No! Yo quiero Mary Poppins.
Aaron suspiró y Grace sonrió, consciente de que iba a ceder una vez más.
—Espero que el pequeño Michael sea menos cabezón —añadió Aaron, al tiempo que acariciaba la incipiente barriga de su mujer. Grace estaba embarazada de cinco meses, algo que en un principio consideró una temeridad, especialmente con Kiera tan pequeña, pero que ahora veía con ilusión.
—Kiera ha salido a su padre —rio Grace—. No me lo puedes negar.
—Está bien, pequeñaja. ¡Vamos a por ese globo!
Aaron se recolocó a Kiera sobre los hombros y luchó por abrirse camino hacia la esquina, entre una muchedumbre cada vez más numerosa. Cuando se encontraba a unos pasos y antes de alejarse más se volvió hacia Grace y gritó:
—¿Estarás bien?
—¡Sí! ¡No tardéis! ¡Ya viene!
Kiera le dedicó una amplia sonrisa a su madre de nuevo desde los hombros de Aaron, con esa cara que irradiaba alegría en todas direcciones. Ese fue el consuelo de Grace, años más tarde, cuando intentaba convencerse de que el vacío no era tan oscuro ni el dolor tan intenso ni la pena tan asfixiante: en la última imagen de Kiera que recordaba la pequeña sonreía.
Cuando llegaron hasta Mary Poppins, Aaron bajó a Kiera al suelo: una acción que nunca se perdonaría. Pensó que quizá así ella estaría más cerca de la señorita Poppins, o que tal vez, quién sabe, podría agacharse a su lado para animarla a que fuese ella misma la que pidiese el globo. Uno hace las cosas con ilusión, incluso cuando estas pueden tener las peores consecuencias. El sonido de la banda se entremezclaba con los gritos del público, cientos de brazos y piernas se movían con dificultad a un lado y a otro de ellos dos, y Kiera agarró con fuerza la mano de su padre con algo de miedo. Luego alargó la otra hacia la chica que estaba disfrazada de Mary Poppins, quien dijo aquellas palabras que se clavarían para siempre en la memoria de aquel padre a punto de perderlo todo:
—¿Esta niña tan preciosa quiere un poco de azúcar?
Kiera rio. También emitió un sonido que más tarde Aaron recordaría como un ligero bufido entre una risa y una carcajada a punto de estallar. Ese es el tipo de recuerdos que se te clavan en la mente y a los que uno intenta agarrarse como sea.
Fue la última vez que la oyó reír.
Justo en el instante en que Kiera agarró el cordel del globo que la señorita Poppins le extendió con unos frágiles dedos hubo otra explosión de confeti rojo, de nuevo el grito eufórico de todos los niños y, de pronto, padres y turistas se pusieron nerviosos por una serie de empujones que provenían de todas direcciones y de ninguna al mismo tiempo.
Y entonces pasó lo inevitable. Aunque Aaron más adelante pensase que podría haber cambiado tantas cosas en esos escasos dos minutos en los que sucedió todo. Aunque Aaron creyese que quizá podría haber cogido él el globo, o incluso haber insistido en que se quedase con Grace, o incluso se hubiese acercado a la mujer desde la derecha en lugar de desde la izquierda, como había hecho.
Alguien tropezó contra Aaron, quien dio un paso atrás y trastabilló con una barandilla de unos treinta centímetros de altura que rodeaba un árbol en la 36 con Broadway. Y ahí, en ese preciso instante, fue la última vez que sintió el tacto de los dedos de Kiera: su temperatura, su suavidad, cómo agarraba su manita los dedos índice, corazón y anular de su padre. Ambas manos se soltaron y Aaron no supo entonces que sería para siempre. Aquello podría haber quedado en un simple tropiezo si tras su caída no se hubiera producido la de varias personas en cadena, y lo que podría haber supuesto tan solo un segundo en reincorporarse desde el suelo se convirtió en un largo minuto recibiendo pisotones de gente que, al dar algún paso atrás para apartarse de la comitiva del desfile y montarse de nuevo en la acera, aplastaba sin querer una mano o una tibia. Desde el suelo, como pudo, Aaron gritó:
—¡Kiera! ¡Quédate donde estás!
También desde el suelo a Aaron le pareció escuchar:
—¡Papá!
Dolorido por los pisotones y tras forcejear y pelear para ponerse en pie, se dio cuenta de que Kiera ya no se hallaba junto a Mary Poppins. El resto de personas que habían caído consiguieron ponerse en pie y trataron de recuperar sus posiciones. De pronto, de entre todos ellos, Aaron, gritó de nuevo:
—¡Kiera! ¡Kiera!
Las personas alrededor lo miraban extrañadas, sin saber qué pasaba. Él se acercó corriendo a la mujer disfrazada:
—Mi hija, ¿la ha visto?
—¿La niña del chubasquero blanco?
—¡Sí! ¿Dónde está?
—Le he dado el globo y me he apartado en los empujones. La he perdido de vista con el alboroto. ¿No está con usted?
—¡Kiera! —gritó Aaron de nuevo, interrumpiendo a la mujer y volviéndose hacia su alrededor. La buscaba entre cientos de piernas—. ¡Kiera!
Y sucedió. Lo que sucede en los peores momentos y lo que alguien que mirase a vista de pájaro hubiera resuelto en un instante. Un globo de helio blanco se escapó de entre las manos de alguien y Aaron lo vio. Eso fue lo peor que pudo ocurrir.
Con dificultad, apartó como pudo a la muchedumbre que le bloqueaba el paso y corrió hacia el lugar desde el que había surgido el globo, alejándose de donde estaba, mientras vociferaba:
—¡Kiera! ¡Mi hija!
A su vez, la señorita Poppins también empezó a gritar:
—¡Se ha perdido una niña!
Cuando Aaron por fin consiguió llegar al lugar del que había partido el globo blanco, justo frente a la entrada de una oficina bancaria, un hombre y su hija con dos coletas rizadas se reían mientras se despedían del globo.
—¿Han visto a una niña con un chubasquero blanco? —irrumpió Aaron, con tono desesperado.
El hombre lo miró preocupado y negó con la cabeza.
Siguió buscando por todas partes. Corrió hacia la esquina y apartó a empujones a todo el que encontraba en su camino. Estaba desesperado. La gente se aglutinaba a miles a su alrededor, con piernas, brazos y cabezas que le impedían ver, y se sintió tan perdido y desamparado que el corazón hizo amagos de desaparecer también del interior de su pecho. La música de las trompetas de la comitiva de Santa Claus sonaba estridente en los oídos de Aaron, como un timbre agudo que hacía que sus gritos se diluyesen en el aire. La gente se agolpaba, Santa Claus reía sobre la carroza y todo el mundo quería estar cerca para verlo.
—¡Kiera!
Se acercó como pudo a su mujer, que miraba, ajena a todo, unas galletas de jengibre gigantes que bailaban con pasos muy exagerados.
—¡Grace! No encuentro a Kiera —exhaló.
—¡¿Qué?!
—¡No encuentro a Kiera! La he bajado al suelo y la he… la he perdido. —A Aaron le tembló la voz—. No la encuentro.
—¿Qué dices?
—No la encuentro.
La cara de Grace tardó un instante en viajar de la ilusión a la confusión y luego al pánico, para acabar gritando:
—¡Kiera!
Ambos la llamaron a voces por toda la zona, y la gente a su alrededor dejó lo que estaba haciendo para unirse a ellos en la búsqueda de Kiera. La cabalgata continuó ajena a todo, con Santa Claus sonriendo y saludando a los niños que seguían sobre los hombros de sus padres, hasta detenerse en Herald Square y anunciar, oficialmente, el inicio de las navidades.
En cambio para Aaron y Grace, que se habían dejado la voz y el alma buscando a su hija, no sería hasta una hora más tarde cuando todo cambiaría para siempre.
Capítulo 2
Miren Triggs
1998
La desgracia siempre busca a quienes pueden asumirla. La venganza, en cambio, a quienes no.
La primera vez que supe sobre la desaparición de Kiera Templeton fue mientras estudiaba en la Universidad de Columbia. En la puerta de la Facultad de Periodismo recogí uno de los muchos ejemplares del Manhattan Press que nos regalaban a los alumnos con la intención de que soñásemos a lo grande y aprendiésemos de los mejores. Me había levantado temprano, tras una pesadilla recurrente en la que corría por una calle desierta de Nueva York, huyendo de una de mis propias sombras, y aproveché aquella imagen siniestra para ducharme y arreglarme antes del amanecer. Llegué temprano y los pasillos de la facultad estaban desiertos. Los prefería así. Odiaba caminar entre desconocidos, detestaba desfilar de camino a la clase sintiendo las miradas y susurros a mi paso. En ellos yo había pasado de ser Miren a ser «esa-a-la-que...» y, a veces, también era «shh-shh-calla-que-nos-oye».
A veces sentía que tenían razón y que yo había dejado de tener nombre, como si ya solo pudiese ser el fantasma de aquella noche. Cuando me miraba en el espejo y buscaba en la profundidad de mis ojos, siempre me preguntaba: ¿Sigues ahí, Miren?
Aquel día en particular fue extraño. Había pasado una semana desde Acción de Gracias cuando el rostro de una niña pequeña, Kiera Templeton, fue portada de uno de los diarios más leídos del planeta.
El titular de aquel Manhattan Press del 1 de diciembre de 1998 simplemente decía: ¿HA VISTO A KIERA TEMPLETON?, seguido de un pie de foto: «Más información en la página 12». El rostro de Kiera miraba al frente en una foto casi de sorpresa, con los ojos verdes perdidos en algún punto tras la cámara, y esa fue la imagen que se quedó grabada para siempre en la memoria de todo el país. Su rostro me recordó a mí de pequeña, su mirada… a la mía de adulta. Tan vulnerable, tan débil, tan… rota.
La 71ª cabalgata de Macy’s, en 1998, pasó al recuerdo de América por dos motivos. El primero, por convertirse en la que ya es considerada la mejor cabalgata de la historia, con catorce bandas, la actuación de NSYNC, Backstreet Boys, Martina McBride, flashmobs realizados por cientos de majorettes, incluido el elenco completo de Barrio Sésamo o incluso una comitiva interminable de payasos bombero. El año anterior a ese hubo graves problemas con el viento. Algunos globos causaron heridos y desperfectos y hubo un incidente con el hinchable de Barney, ese dinosaurio rosa, que tuvo que ser apuñalado por varios espectadores para intentar controlarlo y hacer que aterrizase. El despropósito había sido tal que la organización centró todos sus esfuerzos en restaurar la desastrosa reputación que había adquirido el evento. Ningún padre llevaría a sus hijos a una cabalgata en la que su pequeño pudiese ser golpeado por Barney o por Babe, un cerdito de cinco pisos. Todas las cabezas pensantes de la organización se propusieron pulir cada potencial riesgo. En esa cabalgata de 1998 todo debía salir bien. Implementaron restricciones en altura y en dimensiones de los globos, haciendo desaparecer para siempre al majestuoso Woody, el «Pájaro Loco». Se dieron cursos intensivos de control de las figuras a los ayudantes encargados de remolcar el desfile flotante. El despliegue fue tan fascinante que aún hoy, casi veinte años después, todo el país tiene grabada en la retina la inmensa comitiva vestida de azul que seguía a Santa Claus hasta el final en Herald Square. Todo salió perfecto. El desfile resultó un verdadero éxito, si no llega a ser porque fue el día en que Kiera Templeton, una niña de apenas tres años, se desvaneció entre la multitud como si nunca hubiese existido.
Mi profesor de Periodismo de Investigación, Jim Schmoer, llegó tarde a la clase. Entonces era también redactor jefe del Wall Street Daily, un periódico económico con algún que otro tinte generalista, y por lo visto había estado en el archivo municipal recogiendo un expediente antiguo. Se puso en pie frente a toda la clase y, con gesto que reconocí como enfadado, alzó el ejemplar en alto y preguntó:
—¿Por qué creéis que hacen esto? ¿Por qué creéis que ponen la foto de Kiera Templeton en portada, con un titular tan escueto?
Sarah Marks, una aplicada compañera que se sentaba dos bancos delante de mí, respondió alzando la voz:
—Para que todos podamos identificarla si la vemos. Podría ayudar a encontrarla. Si alguien la ve y la reconoce, quizá podría dar señal de alarma.
El profesor Schmoer negó con la cabeza y me señaló con la mano:
—¿Qué piensa la señorita Triggs?
—Es triste, pero lo hacen para vender más periódicos —dije sin titubear.
—Continúa.
—Según he leído en la noticia, desapareció hace una semana en la esquina de Herald Square. Se dio la voz de alarma al instante y poco después de terminar la cabalgata toda la ciudad la estaba buscando. En el artículo se dice que su foto ya había salido en las noticias de la noche de la cabalgata, y que incluso a la mañana siguiente habían abierto los informativos de la CBS con su imagen. Dos días después su cara empapelaba las farolas del centro de Manhattan. La han puesto ahora, ya una semana después, no por ayudar, sino por subirse al carro del morbo que parece que está generando.
El profesor Schmoer tardó un momento en hacer algún gesto.
—¿Pero habías visto antes a esta niña? ¿Habías visto las noticias de aquella noche o el informativo de la mañana siguiente?
—No, profesor. No tengo televisor en casa, y vivo al norte, en Harlem. Hasta allí no llegan los papeles en las farolas de los niños de ricos.
—¿Entonces? ¿No han cumplido su objetivo? ¿No te ha ayudado a identificarla? ¿No crees que lo han hecho para intentar aumentar aún más las probabilidades de encontrarla?
—No, profesor. A ver. En parte sí, pero no.
—Continúa —dijo, sabedor de que yo ya había llegado a la conclusión que él quería.
—Han mencionado que su cara ya ha salido en las noticias en la CBS porque no quieren que la gente los juzgue por ser los primeros en sacar beneficio de la búsqueda, aunque en realidad es así.
—Pero ahora ya conoces el rostro de Kiera Templeton, ahora ya puedes unirte a su búsqueda.
—Sí, pero esa no era la intención final. La intención era vender periódicos. Con las noticias durante las primeras horas de la CBS puede que sí pretendiesen ayudar. Ahora parece que solo quieren alargarlo, solo intentan sacar provecho de un asunto que parece que ha despertado el interés de muchos.
El profesor Schmoer desvió la mirada hacia el resto de la clase y, sin yo esperarlo, comenzó a aplaudir.
—Eso es exactamente lo que ha pasado, señorita Triggs —dijo, asintiendo con la cabeza—, y ese es el modo en que quiero que penséis. ¿Qué se esconde detrás de una historia que llega hasta la primera plana? ¿Por qué una desaparición es más importante que otra? ¿Por qué todo el país ahora mismo está buscando a Kiera Templeton? —Hizo una pausa antes de sentenciar—: Todo el mundo se ha unido a la búsqueda de Kiera Templeton porque es rentable.
Era una visión simplista del asunto, no lo voy a negar, pero aquel punto triste de injusticia fue el que me unió al caso de la desaparición de Kiera.
—Lo triste de esto es que…, y lo descubriréis pronto, los medios se unen a las búsquedas por interés. Cuando penséis si una noticia debe ser contada porque es injusta o porque es triste, en realidad la única pregunta que hará el editor de vuestro periódico será: ¿venderemos más ejemplares? Este mundo funciona por interés. Las familias piden ayuda a los medios por el mismo motivo. Al fin y al cabo, un caso público recibe más recursos policiales que uno anónimo. Es un hecho. El político de turno necesita ganarse a la opinión pública, es lo único que le importa, y es ahí cuando se cierra el círculo. Todos están interesados en mover el asunto; unos, para ganar dinero; otros, para recuperar la esperanza.
Me quedé en silencio, enfadada. Bueno, creo que toda la clase lo hizo. Era desolador. Era desesperante. Después, y como si la de Kiera fuese ya una noticia del pasado, comenzó a comentar un artículo que implicaba al alcalde de la ciudad en un posible desvío de fondos de un aparcamiento que se estaba construyendo a orillas del Hudson, para terminar la clase comentando los pormenores de una investigación en la que participaba sobre una nueva droga que se había extendido por los suburbios y que empezaba a causar estragos entre la población con menos recursos de la ciudad. La clase era un batiburrillo de golpes de realidad a la cara. Entrabas a primera hora esperanzada y salías un rato después derrotada y cuestionándote todo. Ahora que lo pienso, cumplía su objetivo.
Antes de terminar la lección y despedirnos hasta la semana siguiente, el profesor Schmoer tenía por costumbre asignarnos un tema en el que indagar durante una semana. La anterior había sido un abuso sexual de un político con su secretaria. Para esa semana, en cambio, se dio la vuelta y escribió en la pizarra: «Tema libre».
—¿Qué significa eso? —preguntó con un grito un alumno de las últimas filas.
—Que pueden investigar ustedes el tema que más les interese del periódico de hoy.
Aquel tipo de trabajos servía para darnos alas y descubrir qué clase de periodismo de investigación se nos daba mejor: política y corrupción, asuntos sociales, preocupaciones medioambientales o tejemanejes empresariales. Una de las noticias principales versaba sobre un posible vertido tóxico al río Hudson, al aparecer cientos de peces muertos en una zona particular. El asunto era un aprobado fácil y toda la clase, yo incluida, se dio cuenta al instante. Tan solo habría que coger una muestra de agua y analizarla en un laboratorio de la facultad, lo que serviría para determinar qué material químico había cubierto el agua con una manta de peces flotantes. Luego tan solo había que rastrear qué empresas químicas se situaban río arriba que produjesen residuos o productos en los que estuviese presente el mejunje y voilà. Era pan comido.
Al salir de clase Christine Marks, mi antigua compañera de mesa hasta el año anterior y centro de gravedad de los tíos de clase, se aproximó a mí con cara algo seria. Antes éramos buenas amigas, ahora me daba náuseas hablar con ella.
—Miren, ¿te vienes luego a coger una muestra de agua con todos? Está tirado. Los demás están hablando de acercarnos esta tarde al embarcadero doce, llenar unas probetas con el agua y tomarnos unas cervezas. Está hecho. Creo incluso que vienen algunos chicos monos.
—Creo que voy a pasar esta vez.
—¿Otra vez?
—Es que no me apetece. Punto.
Christine frunció el entrecejo, pero luego cambió a su omnipresente cara de pena.
—Miren…, por favor…, creo que ya hace tiempo de…, bueno, de aquello.
Sabía por dónde iría y también que no se atrevería a terminar la frase. Desde el año anterior nos habíamos distanciado mucho, bueno, quizá deba decir que puse distancia entre todo el mundo y yo, y desde entonces prefería estar sola y centrarme en los estudios.
—Esto no tiene nada que ver con lo que pasó. Y, por favor, no hables conmigo como si fuese alguien por quien sentir lástima. Estoy cansada de que todos me miren con esa cara. Estoy bien. Ya.
—Miren… —se lamentó como si yo fuese estúpida. Estoy segura de que también ponía esa voz cuando hablaba con niños—, yo no quería…
—Me da igual, ¿vale? Además, no voy a investigar sobre el vertido. No me interesa en absoluto. Para una de las pocas veces que podemos elegir, prefiero hacer otra cosa.
Christine pareció molestarse, pero no me lo dijo. También era una cobarde.
—¿Entonces?
—Voy a indagar sobre la desaparición de Kiera Templeton.
—¿La niña? ¿Estás segura? En estos casos es muy difícil encontrar nada. La semana que viene no vas a tener material ni nada que se le parezca que poder presentar al profesor Schmoer.
—¿Y qué más da? —respondí—. Así al menos habrá alguien investigando ese caso que no lo haga por dinero. Esa familia se merece que alguien se preocupe por su hija y no para salvar el trasero.
—A nadie le importa esa niña, Miren. Tú misma lo has dicho. Este trabajo es para subir nota, no para bajarla. No desaproveches la oportunidad de puntuar.
—Mejor para ti, ¿no?
—Miren, no seas estúpida.
—Quizá siempre lo he sido —afirmé, intentando zanjar la conversación.
Y ahí podría haber quedado todo. Podría haber sido una investigación fallida de una semana de duración de una estudiante de periodismo sin importancia. Un suspenso de un trabajo parcial sin relevancia en mi evaluación final de PI, como llamábamos a la asignatura, pero el destino quiso que descubriese algo trascendental que cambiaría para siempre el curso y la suerte de la búsqueda de la pequeña Kiera Templeton.
Capítulo 3
Nueva York
26 de noviembre de 1998
Hasta en lo más profundo de los pozos más oscuros se puede escarbar un poco más.
Unos minutos después de su desaparición, Grace llamó a emergencias desde el teléfono de Aaron y explicó, desencajada, que no encontraba a su hija. La policía no tardó en llegar justo después de que algunos testigos vieran a Grace y Aaron gritar, dejándose la voz a la desesperada.
—¿Son ustedes los padres? —dijo el primer agente, que se había abierto paso entre la muchedumbre hasta llegar a la esquina de Herald Square con Broadway.
Varias decenas de transeúntes formaron un corro alrededor de Aaron, Grace y la policía para observar cómo se derrumbaban dos personas que habían perdido lo más importante.
—Por favor, ayúdenme a encontrarla. Por favor —suplicó ella. Las lágrimas de Grace brotaban con fuerza—. Alguien se la ha tenido que llevar. Ella no se iría con nadie.
—Tranquilícese, señora. La encontraremos.
—Es muy pequeña. Y está sola. Tienen que ayudarnos, por favor. ¿Y si alguien…? Oh, Dios mío…, ¿y si alguien la ha cogido?
—Tranquilícese. Seguramente esté en algún rincón, asustada. Aquí hay mucha gente ahora mismo. Correremos la voz entre el resto de agentes y daremos la señal de alarma. La encontraremos, se lo prometo.
—¿Hace cuánto ha ocurrido? ¿Cuándo la ha visto por última vez?
Grace miró a su alrededor, observó las caras de preocupación de la gente y dejó de escuchar. Aaron intervino para no perder tiempo:
—Hace unos diez minutos como mucho. Aquí, justo aquí. Venía conmigo sobre los hombros a por un globo… La he bajado al suelo y… y la he perdido de vista.
—¿Cuántos años tiene su hija? ¿Alguna descripción que nos ayude? ¿Qué llevaba puesto?
—Tiene tres años. Bueno, los cumple mañana. Es… morena… Llevaba una coleta, bueno, dos, a los lados. Y un pantalón vaquero… y… una sudadera… blanca.
—Era rosa claro, Aaron. ¡Por el amor de Dios! —interrumpió Grace, como pudo.
—¿Está segura?
Grace suspiró con fuerza. Se encontraba a punto de desmayarse.
—Era una sudadera clara —incidió Aaron.
—Si ha sido hace diez minutos tiene que estar cerca. Es imposible moverse por aquí con tanta gente.
Uno de los policías agarró su radio y dio la voz de alarma:
—Atención a todos los agentes: 10-65. Repito, 10-65. Se ha perdido una niña de tres años, morena, con vaqueros y una sudadera de color claro. En las inmediaciones de Herald Square, en la 36 con Broadway. —Paró un instante y se dirigió a Grace, cuyas piernas comenzaron a fallar—. ¿Cómo se llama su hija, señora? La encontraremos, se lo aseguro.
—Kiera. Kiera Templeton —respondió Aaron por encima de Grace, quien parecía estar a punto de desfallecer. Aaron sentía cada vez más el peso de su mujer, como si las piernas le estuviesen fallando y cada segundo que pasaba tuviese que hacer un mayor esfuerzo por mantenerla en pie.
—Responde al nombre de Kiera Templeton —continuó hablando el agente por la radio—. Repito, 10-65. Niña de tres años, morena…
Grace no pudo oír de nuevo la descripción de su hija. El corazón se le aceleró hasta el borde del colapso y sus brazos y piernas no pudieron aguantar la tensión que circulaba por sus arterias. Grace cerró los ojos y se echó sobre los brazos de Aaron, y la gente alrededor soltó un chillido de impresión.
—No, Grace…, ahora no… —susurró—. Por favor, ahora no…
Aaron la sostuvo como pudo y la colocó, nervioso, en el suelo.
—No es nada…, cariño, relájate —susurró al oído de su mujer—. Pasará pronto…
Grace yacía en el suelo, con la mirada perdida, y los agentes se agacharon sorprendidos para intentar ayudar. Una señora se acercó y pronto Aaron se vio rodeado de gente con ganas de saber más.
—¡Solo es un ataque de ansiedad! Por favor…, aléjense. Espacio. Necesita espacio.
—¿Le ha ocurrido más veces? —inquirió uno de los agentes. El otro pidió por radio una ambulancia. La calle se encontraba atestada de gente que caminaba en todas direcciones. El tráfico estaba cortado; Santa Claus, en la lejanía, seguía sonriendo a los niños desde su carroza. En alguna parte entre la muchedumbre podría estar Kiera, acurrucada en un rincón, asustada, preguntándose por qué sus padres no estaban con ella.
—De vez en cuando, joder. Ya llevaba un mes sin que le diera uno. Pasará en unos minutos, pero, por favor, encuentren a Kiera. Ayúdennos a encontrar a nuestra hija.
El cuerpo de Grace, que parecía estar dormida en el suelo, comenzó a dar ligeros espasmos y los mirones gritaron de sorpresa.
—No es nada. No es nada. Ya pasa, cariño —susurró Aaron al oído de Grace—. Encontraremos a Kiera. Respira…, no sé si puedes oírme ahora mismo… Céntrate en respirar y pasará pronto.
La cara de Grace se fue transformando poco a poco de la calma a una expresión de terror, los ojos se pusieron en blanco y lo único que quería Aaron es que no se golpease con nada.
El corro formado alrededor de ellos era cada vez más cerrado y las voces de todos los que daban consejos se intercalaban con el sonido de la radio de los policías. De pronto, desde uno de los lados, la gente empezó a apartarse con rapidez y apareció un equipo de emergencias con una camilla y un botiquín de primeros auxilios. Dos policías se unieron al grupo y empujaron a la gente, que parecía acercarse más y más.
Aaron dio dos pasos atrás para dejarlos trabajar y se llevó las manos a la boca. Estaba sobrepasado. Su hija había desaparecido unos minutos antes y su mujer estaba sufriendo un ataque de ansiedad. Dejó escapar una lágrima. Le costó hacerlo. No solía dejarse llevar. No solía mostrar sus emociones en público y en ese momento se sentía tan observado que se contuvo todo lo que pudo, hasta que aquella fina gota encontró la punta de su lagrimal.
—¿Cómo se llama? —gritó una paramédica.
—Grace —gritó también Aaron.
—¿Es la primera vez?
—No…, le ocurre a veces. Está en tratamiento pero… —Un nudo en la garganta interrumpió la frase.
—Grace…, guapa. Escúchame —dijo la paramédica en un tono reconfortante—. Ya pasa…, ya está pasando. —Giró la cabeza hacia Aaron y preguntó—: ¿Es alérgica a algún medicamento?
—Nada —respondió, aturdido. Aaron no sabía adónde prestar su atención. Se sentía sobrepasado. Se movía de un lado a otro, mirando al suelo y a la lejanía, entre los pies de la gente, en un intento desesperado de ver a Kiera.
—¡Kiera! —chilló—. ¡Kiera!
Uno de los policías le pidió que se apartase a un lado con él.
—Necesitamos su ayuda para encontrar a su hija, señor. Su mujer está bien. Se encargan los servicios de emergencias. ¿A qué hospital quiere que lleven a su esposa? Necesitamos que esté usted aquí con nosotros.
—¿Hospital? No, no. Se le pasa en cinco minutos. No es nada.
Uno de los paramédicos se acercó a Aaron y el policía y le dijo:
—Será mejor que nos vayamos a un lugar más tranquilo. Tenemos la ambulancia en el siguiente cruce y es más conveniente que se recupere del ataque allí. ¿Qué le parece que le esperemos allí? No iremos al hospital salvo alguna complicación. No se preocupe, es solo un ataque de ansiedad. Pasará en unos minutos y cuando termine necesitará estar relajada.
De pronto uno de los policías que se acababan de acercar puso cara de sorpresa y se dirigió a la radio.
—Central, ¿puede repetir eso último?
La voz de la radio era ininteligible para Aaron, que estaba alejado algunos metros, pero se percató de la expresión del agente.
—¿Qué ocurre? —gritó—. ¿Qué pasa? ¿Es Kiera? ¿La han encontrado?
El agente escuchó atento la radio y vio a Aaron acercarse con rapidez.
—Señor Templeton, tranquilícese, ¿de acuerdo?
—¿Qué ocurre?
—Han encontrado algo.
Capítulo 4
27 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera
Solo aquellos que nunca dejan de buscar se encuentran a ellos mismos.
En el cruce de la calle 77 con Central Park West, en Nueva York, a las 9:00 de la mañana del 27 de noviembre, cientos de ayudantes y voluntarios se arremolinaban en torno a las grandes figuras hinchables que estaban a punto de elevarse del suelo. Todo el que participaba en el levantamiento de los grandes globos que recorrerían las calles de Nueva York hasta acabar frente a la tienda de Macy’s en Herald Square se organizaba en grupos vestidos para la ocasión según el personaje que tuviesen que portar: los encargados de volar a Babe, el cerdito valiente, iban con sudaderas rosas, en un elegante traje negro los que portaban al carismático Sr. Monopoly, o en monos azules para los que acompañaban al mítico Soldado de Juguete. En Herald Square la mañana había comenzado con un majestuoso flashmob de America Sings, con sudaderas de colores, seguido de las actuaciones de algunos de los mejores artistas del país.
La ciudad se había convertido en una grandiosa fiesta, la gente sonreía por las calles y los niños caminaban ilusionados hacia alguno de los puntos por los que pasaba la cabalgata. Incluso desde el cielo, el magnate Donald Trump hacía un vuelo en su helicóptero para enseñar a la NBC una vista aérea del recorrido que dibujaría el desfile sobre las rectas líneas de Manhattan.
La desaparición de Kiera Templeton había caído ya en el olvido de la ciudad, pero no en su subconsciente. Los padres y las madres caminaban fuertemente agarrados de sus hijos, con precauciones que antes ni se tenían en cuenta. Se evitaban los puntos calientes del recorrido, aquellas zonas en las que se preveían mayores aglomeraciones. El cruce de Times Square, el destino final junto a la tienda de Macy’s, o incluso las zonas más bajas de Broadway solo eran frecuentadas por turistas, adultos y gente de las ciudades colindantes. Las familias habían optado por disfrutar del evento con sus hijos cerca de donde se iniciaba la acción, en la paralela de Central Park West, una zona con menor riesgo y con amplias aceras y grandes espacios para caminar sin embotellamientos ni potenciales estampidas.
Eran las 9:53 de la mañana y, justo en el instante en que el globo de la Gallina Caponata de Barrio Sésamo alzaba el vuelo ante la atenta mirada de cientos de niños y padres con sonrisa de ilusión, un borracho irrumpió en el centro de la calle, vociferando colérico entre lágrimas.
—¡Vigilen a sus hijos! ¡Vigilen a sus hijos o esta ciudad se los tragará! ¡Se los tragará como se traga todo lo bueno que pisa sus calles! ¡No amen nada en esta ciudad! Porque si ella lo descubre, se lo quitará, como te quita todo cuanto ve.
Algunos padres desviaron la mirada del gigantesco pájaro amarillo que se levantaba varios metros del suelo hacia el borracho, que vestía un traje sin corbata lleno de manchas. El hombre tenía una poblada y descuidada barba oscura; su pelo era una maraña despeinada. Presentaba una herida en el labio, cuya sangre había brotado hasta mancharle el cuello de la camisa, y sus ojos estaban cargados de dolor y desesperanza. Andaba con dificultad, puesto que llevaba un pie descalzo tan solo cubierto por un calcetín blanco con la parte inferior completamente negra.
Un par de voluntarios se acercaron al hombre con la intención de calmarlo.
—¡Eh, amigo! ¿No es un poco pronto para estar así? —le dijo uno de ellos, mientras intentaba guiarlo hasta uno de los lados.
—Es Acción de Gracias, ¿no le da vergüenza? —añadió el otro—. Salga de aquí antes de que le detengan. Hay niños viéndole. Compórtese.
—Vergüenza me daría participar… en esto. En alimentar esta… esta máquina de engullir niños —gritó.
—Un segundo… —dijo uno de ellos, tras reconocerlo—, usted es… el padre de esa niña que...
—Ni se te ocurra mencionar a mi hija, desgraciado.
—¡Sí! Es usted… Quizá no debería venir a… a esto —señaló intentando ser comprensivo.
Aaron agachó la cabeza. Había pasado toda la noche bebiendo de bar en bar hasta que no quedaba ninguno abierto. Luego fue a un deli y compró una botella de ginebra que el dependiente paquistaní aceptó venderle por lástima. Se bebió un tercio de la botella en el primer trago y vomitó justo después. Se sentó a llorar. Quedaban unas horas para que empezase la cabalgata de Macy’s y se cumpliese el quinto aniversario de la desaparición de Kiera y el día anterior se había despertado llorando, tal y como le había ocurrido los años anteriores. Aaron nunca había bebido antes de perder a su hija. Era correcto, mantenía un modo de vida saludable y solo tenía la costumbre de beber una copa de vino blanco cuando tenían visita en su antigua casa de Dyker Heights, un barrio de clase alta en Brooklyn. Desde que sucedió lo de Kiera, y la tragedia de después, no había día en que amaneciese sin tomarse una copa de whisky. Existía tal diferencia entre el Aaron Templeton de 1998 y el de 2003 que era innegable que la vida lo había golpeado con fuerza.
Un agente de policía vio la escena y se acercó corriendo.
—Señor, tiene que salir de aquí —dijo, al tiempo que agarraba a Aaron de un brazo y le indicaba la salida hacia el otro lado de las vallas—. Aquí solo pueden estar los miembros de la comitiva.
—¡No me toque! —gritó Aaron.
—Señor…, por favor…, no quisiera detenerlo. Hay muchos niños mirando.
Aaron desvió la mirada hacia los bordes de la calle y se dio cuenta de que todos los ojos estaban clavados en él. Poco importaba la gigantesca sombra que proyectaba el pájaro amarillo o la figura de Spiderman que se estaba hinchando en la lejanía a punto de alzar el vuelo. Agachó la cabeza. Otra vez. Estaba derrotado. Tocado y hundido. El golpe emocional del día de la cabalgata era insalvable, y quizá lo único que podía hacer era volver a su nuevo apartamento, en Nueva Jersey, para dormir y llorar en soledad. Pero el agente le pegó un tirón del brazo y eso fue lo peor que pudo pasar.
Aaron se revolvió y golpeó con un fuerte puñetazo la cara del policía y lo tiró al suelo, frente a la atónita mirada de cientos de niños y padres, que empezaron a abuchear con enfado.
—¡Qué vergüenza! —gritó uno de ellos—.
¡Váyase, payaso! —chilló otro.
Una botella de agua le golpeó en la cara y él miró en todas direcciones, aturdido, sin saber de dónde había venido el impacto.
No le dio tiempo a pensar el motivo del abucheo, por qué la gente consideraba mal que estuviese allí, cuando dos agentes más corrieron hacia él y, con un fuerte placaje, lo tiraron al suelo. La caída la frenó su cara contra el asfalto. En menos de cinco segundos tenía los brazos a la espalda y las esposas cortándole la circulación de las muñecas. Su cerebro no había procesado el dolor por el golpe, algo que sucedería dos minutos después, pero sí las manos de los agentes y de uno de los voluntarios que lo levantaron del suelo en volandas, entre los aplausos de todo el que miraba, que apenas dejaban oír los gritos y lamentos de un padre que se hundía en lo más profundo.
Una vez en el furgón policial, se quedó dormido.
Cuando se despertó, una hora más tarde, se encontraba sentado en la comisaría de la Sección Oeste de la Policía de Nueva York, con los grilletes a la espalda, junto a un hombre mayor de aspecto amigable y cara triste. A Aaron le dolía la cara e hizo una mueca para destensar la sangre seca de su rostro, pero fue mala idea. El dolor irradió en todas direcciones.
—¿Un mal día? —preguntó el hombre a su lado.
—Una mala… vida —respondió Aaron, que sentía ganas de vomitar.
—Bueno, la vida es mala si no haces nada por cambiarla.
Aaron desvió la mirada hacia él y, acto seguido, asintió. Por un momento pensó que aquel hombre no tenía ninguna pinta de delincuente si no hubiera sido por las manos también atadas a la espalda. Se imaginó que el hombre quizá estaba allí por multas de aparcamiento.
Una mujer de pelo castaño apareció de entre los escritorios de la comisaría y se dirigió al hombre mayor:
—Señor Rodríguez, ¿verdad? —dijo, al tiempo que levantaba un folio de su portafolios.
—Eso es —respondió.
—En unos minutos viene mi compañero de homicidios para hacerle unas preguntas. ¿Quiere que avisemos a su abogado?
Aaron miró al hombre con cara de sorpresa.
—No hará falta. Ya está todo dicho —respondió el señor Rodríguez, tranquilo.
—Bueno, como quiera. Quiero que sepa que puede tener acceso a uno de oficio que le acompañe en la declaración.
—Tengo la conciencia tranquila. Nada que ocultar. —Sonrió.
—Está bien —respondió la policía—. En unos minutos viene el agente a por usted. Y usted… es… Templeton, Aaron. ¿Me acompaña, por favor?
Aaron se levantó como pudo y se despidió del señor Rodríguez con un gesto con la cabeza. Comenzó a caminar detrás de la agente, que iba más rápido que él, hasta que llegó a una especie de sala de espera.
—Aquí están sus cosas. Llame a alguien para que venga a por usted.
—¿Ya está? —preguntó Aaron, confundido.
—Verá…, al policía al que le ha pegado le da pena. Le conoce, ¿sabe? Le vio en la tele cuando lo de su hija. Dice que bastante ha sufrido ya y que es Acción de Gracias. No ha presentado cargos y en el informe solo ha puesto que lo ha detenido porque estaba demasiado agitado. Únicamente tiene una falta leve.
—Entonces… ¿me puedo ir a casa?
—No tan rápido. Solo puede marcharse si viene alguien a por usted. No le podemos dejar irse solo estando aún…, bueno, borracho. Si quiere puede dormir la mona en la sala de espera, pero no se lo recomiendo, es Acción de Gracias. Vaya pronto a casa, duerma un rato y luego cene en familia. Seguro que le espera una buena comida.
Aaron suspiró y miró de nuevo hacia la zona en la que estaba sentado el señor Rodríguez.
—¿Le puedo preguntar qué ha hecho?
—¿Qué ha hecho quién?
Aaron señaló con la cabeza hacia el hombre.
—Parece un buen tipo.
—Oh, señor. Lo es. Anoche mató a tiros a cuatro hombres que habían violado en grupo a su hija.
Aaron tragó saliva y miró hacia el señor Rodríguez, con una especie de admiración recuperada.
—Seguramente pase lo que le queda de vida en prisión, pero no lo culpo. Yo en su lugar… no sé lo que haría.
—Pero usted es policía. Usted se encarga de meter a los malos en prisión.
—Pues por eso mismo lo digo. No confío mucho en este sistema. Esos mismos hombres a los que ha matado tenían ya varias denuncias por delitos sexuales, y… ¿sabe dónde estaban? En la calle. No sé. Yo cada vez confío menos en todo esto. Por eso estoy en la comisaría manejando expedientes y no jugándome el tipo por el sistema. Aquí se está mejor, amigo.
Aaron asintió. La agente sacó una caja de plástico que contenía una cartera de cuero, unas llaves con un llavero del perro Pluto y su teléfono Nokia 6600, y la apoyó sobre el mostrador. Aaron se guardó en los bolsillos la cartera y las llaves y buscó en la agenda del teléfono. Navegó entre doce llamadas perdidas de Grace y escribió un SMS que borró antes de enviar. Prefirió realizar una llamada para intentar salir de allí cuanto antes.
Se pegó el auricular a la oreja y, unos segundos después, escuchó una voz femenina al otro lado:
—¿Aaron?
—Miren, ¿puedes venir a por mí? Me he metido en un pequeño lío.
—¿Eh…?
—Por favor…
Miren suspiró.
—Estoy en la redacción. ¿Es urgente? ¿Dónde estás?
—En comisaría.
Capítulo 5
Miren Triggs
1998
Uno es aquello que ama, pero también, lo que teme.
Esa misma tarde, tras las clases, decidí echar un ojo a todo lo que se había publicado de la desaparición de Kiera Templeton. Apenas había pasado una semana desde el suceso, pero los artículos, las noticias y los rumores crecían en torno a ella a un ritmo imparable. Pasé por el archivo de la biblioteca de la universidad y le pedí a la ayudante si podía realizar una búsqueda de las noticias publicadas desde el día de la desaparición que incluyesen las palabras «Kiera Templeton».
Recuerdo la cara de la chica y su fría respuesta:
—Aún no están procesados los periódicos de la última semana. Vamos aún por 1991.
—¿1991? Estamos en 1998 —respondí—. Estamos en plena era de la tecnología y ¿me estás diciendo que vamos con siete años de retraso?
—Eso es. Todo esto es muy nuevo, ¿sabes? Pero puedes consultarlos a mano. No hay tantos.
Suspiré. En parte tenía razón. ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar las noticias que mencionasen la desaparición?
—¿Puedo ver los periódicos de la última semana?
—¿Cuáles? Manhattan Press, Washington Post…
—Todos.
—¿Todos?
—Los nacionales y los del estado de Nueva York.
La mujer me devolvió una mirada confundida y, por primera vez, suspiró.
Me senté a esperar en las mesas de la biblioteca, mientras la becaria se perdía tras una puerta de un lateral. Se me hizo una eternidad y, sin darme cuenta, mi mente viajó a aquella noche. Me levanté para no pensar. Deambulé durante un rato por algunos pasillos y me perdí susurrando títulos en español de autores hispanohablantes.
Oí el sonido de unas ruedas tras de mí y, cuando me giré, me encontré el rostro de la chica, sonriente, con un carro cargado de más de cien diarios.
—¿Todo eso? —pregunté, sorprendida por el montón. Me lo había imaginado más pequeño.
—Es lo que me has pedido, ¿no? Los periódicos publicados en la última semana. Solo nacionales y los locales del estado de Nueva York. No sé qué trabajo tienes que hacer pero ¿seguro que no te vale con los nacionales?
—Está perfecto así.
La chica volvió tras el mostrador, después de dejarme el carrito cargado de diarios al lado de una de las mesas junto a la ventana. Agarré el primer periódico y empecé a pasar hojas con rapidez mientras leía los titulares y mis ojos volaban de uno a otro como dos aves rapaces que buscaban entre los matorrales.
Hay varias maneras de documentarte en una investigación y la que elijas depende mucho de tu instinto y del asunto que quieras investigar. Para algunos casos es mejor acudir a expedientes policiales; para otros, a archivos municipales o registros públicos. En ocasiones las pistas clave te las proporciona un testigo o un confidente, y en muchas otras se trata de puro instinto. Buscando, indagando, cotejando cada pequeño reducto de información que pueda ser relevante. Con el asunto de Kiera Templeton estaba a ciegas. Era aún pronto para intentar conseguir el expediente de su desaparición y, además, ningún agente del FBI se atrevería a compartir información con una estudiante de periodismo de último año de carrera. Si el FBI colaboraba era con los periodistas de los principales medios y siempre y cuando fuese necesario y se creyese que pudiese ayudar a avanzar el caso. Había ocurrido en otras ocasiones. La policía a veces necesitaba de los ojos de millones de personas, y para ello ofrecía a los medios información confidencial de la investigación para lograr identificar a algún asesino o encontrar a una víctima gracias a la ayuda ciudadana. Para los casos más llamativos, como era el de Kiera, publicar detalles de la ropa que llevaba puesta, dónde fue vista por última vez o incluso las cosas que le gustaba hacer podrían ayudar a incentivar la búsqueda y a estar en modo alerta por si se encontraba alguna pista clave.
Pasé los periódicos del día 26 de noviembre con rapidez, el día de Acción de Gracias de ese año, puesto que era el mismo día en que desapareció Kiera. La edición de esos rotativos fue cerrada la madrugada anterior y la información que mostraban eran noticias y sucesos acontecidos el 25 de noviembre, por lo que en ellos no podía aparecer ningún dato sobre Kiera.
En los del día siguiente, y tras pasar algunos cientos de páginas de distintos medios con fotografías sobre la cabalgata y titulares sobre el inicio oficial de las navidades, encontré la primera referencia a la desaparición de Kiera. En una esquina inferior de la página 16, del New York Daily News, en un recuadro contorneado por líneas negras, aparecía la primera fotografía de Kiera, la misma que había aparecido días después, en portada, en el Manhattan Press. En él se comentaba, en tono aséptico, que desde el día anterior se había iniciado la búsqueda de una niña de tres años que había desaparecido y respondía al nombre de Kiera. Según el artículo, llevaba puesto un pantalón vaquero, una sudadera blanca o rosa claro y un chubasquero de plumón blanco. No había nada más. Ni hora de la desaparición ni lugar en el que había sido vista por última vez.
En los diarios del día siguiente no me sorprendió encontrar un artículo con mayor presencia. Otro periódico, esta vez el New York Post, había dedicado media página a la desaparición de Kiera. El artículo, firmado por un tal Tom Walsh, relataba lo siguiente:
«Segundo día de búsqueda de Kiera Templeton, desaparecida durante la cabalgata de Acción de Gracias. La niña, de tres años de edad, desapareció entre la muchedumbre hace dos días. Sus padres, desesperados, piden ayuda de la ciudadanía para encontrarla». La imagen de Aaron y Grace Templeton sosteniendo una foto de su hija acompañaba la noticia. Tenían los ojos hundidos por el llanto. En aquella imagen fue donde los vi por primera vez a los dos.
Seguí leyendo periódicos y seleccionando las páginas en las que se mencionaba a Kiera o a la cabalgata, mientras avanzaba en el calendario hasta llegar a ese día y la portada del Manhattan Press.
Miré la hora y me asusté al comprobar que casi eran las nueve de la noche. No quedaba nadie en la biblioteca, que permanecía abierta hasta medianoche en esa época del año, con los parciales a la vuelta de la esquina, pero lo suficientemente lejanos como para que nadie tuviese la urgencia de estudiar.
No debí haberme quedado hasta tan tarde. Guardé las páginas rápido en la mochila y llevé el carrito hasta el mostrador. La becaria refunfuñó en cuanto vio la montaña de papeles desordenada.
Salí a la calle y comprobé la oscuridad de la noche de Nueva York. Miré a un lado y no había un alma por aquella parte de la ciudad. En el otro, un par de siluetas rodeadas de humo hablaban y fumaban en la puerta de un bar. Volví dentro y la chica del mostrador me dedicó una sonrisa falsa al verme de nuevo:
—¿Puedo usar el teléfono? —pregunté—. No he traído dinero para el taxi… No pensaba terminar tan tarde.
—Solo son las nueve. Aún hay gente por las calles.
—¿Puedo usar el teléfono o no?
—Cla… claro —respondió, alargándome el auricular.
Yo vivía de alquiler cerca de clase, en Harlem centro, en un edificio de ladrillo rojizo en la 115, a escasos diez minutos a pie de la facultad, situada al este del Morningside Park, mientras que mi casa estaba justo al oeste. Tan solo debía cruzar un par de calles, atravesar el parque y estaría en casa. El problema era que durante aquellos años esa zona era conflictiva. Había muchos condominios y proyectos sociales que habían reunido en una única zona, por encima de Central Park, a bandas, grupos de delincuentes de poca monta, drogadictos y asaltantes ávidos de alguna víctima despistada. Por el día los atracos y asaltos eran inexistentes, pero por la noche la situación cambiaba por completo.
Marqué el único teléfono que respondería a esas horas.
—¿Sí? —dijo una voz masculina al otro lado.
—¿Te apetece que nos veamos? —pregunté—. Estoy en la biblioteca de la facultad.
—¿Miren?
—Se me ha complicado el día. ¿Te apetece o no?
—Está bien. Dame quince minutos y estoy allí.
—Te espero dentro.
Colgué y estuve haciendo tiempo mientras observaba cómo la becaria intentaba ordenar el desbarajuste de hojas sueltas que había montado con los periódicos. Un rato después apareció el profesor Schmoer bajo el umbral de la puerta, vestido con su chaqueta con coderas y sus gafas de pasta redondas, y me hizo señas para que saliese con él al exterior.
—¿Estás bien? —me dijo, a modo de saludo, una vez que pisamos la acera.
—Se me ha hecho tarde.
—Te acompaño a casa y me voy, ¿vale? No puedo quedarme. —Me dio la espalda y comenzó a caminar hacia el este—. Tengo lío en la redacción. El director quiere publicar algo sobre Kiera Templeton en portada, lo que sea, y yo tengo la sensación de que mañana todos los medios lo harán, después de la de hoy del Manhattan Press. Va a hacerse sangre con este tema de la cría y, sinceramente, me da asco formar parte de esto.
Aceleré el paso y me puse a su altura.
—¿Y qué vais a publicar? —inquirí por curiosidad.
—La llamada de la madre a emergencias. Hemos conseguido una copia de la grabación.
—Ufff. Mal asunto —exhalé levantando las cejas—. Buen viraje al sensacionalismo, para ser el Daily. ¿No se supone que sois un periódico económico?
—Lo sé. Por eso me da asco lo que piensan hacer.
Esperé un momento antes de continuar. Me fijé en el sonido de nuestros pasos en la acera; también en cómo nuestras sombras nos adelantaban tras pasar junto a una farola para luego desaparecer.
—¿Y no puedes decidir nada? ¿No puedes publicar otra cosa? Eres el editor jefe.
—Ventas, Miren. Las ventas lo son todo —respondió, molesto—. Tú misma lo has dicho hoy. Lo que quizá no comprendes aún es cuánto lo controlan todo. Es en realidad lo único que importa.
—¿Tanto?
—El Manhattan Press de hoy ha arrasado. Ha vendido diez veces más que la edición del día anterior, Miren. Los demás medios nos hemos quedado con las ediciones colgadas. Les ha salido bien la jugada.
—¿Diez veces?
—No sabemos con lo que saldrán mañana, pero esto funciona así. La búsqueda de esa cría se va a convertir, lo queramos o no, en el enigma de los próximos meses en todos los medios, si es que no aparece antes. Incluso habrá medios que prefieran que no aparezca nunca, para seguir estirando el chicle lo máximo posible. Cuando la gente se haya olvidado del asunto y los periódicos de ella, comenzarán los homenajes que todo el mundo ignorará, y solo llegado el caso de que apareciese la mismísima Kiera en pleno Times Square, o su cadáver, se volvería a sacar el tema.
Le vi derrotado. Parecía tan hundido que no me atreví a responder.
Llegamos a la estatua de Carl Schurz, junto al parque, y le pedí rodearlo en lugar de atravesarlo, a pesar de duplicar el tiempo de recorrido; él aceptó sin protestar.
A partir de ese momento me acompañó en silencio. Sin duda era la edad. Me sacaba unos quince años y sabía que yo no necesitaba hablar. Él aguardó a que me equivocase. Quizá esperaba que yo sacase el tema tras mi negativa a cruzar el parque, pero era algo de lo que no quería hablar. Al llegar a la puerta de casa, tras subir por Manhattan Avenue, le dije:
—Gracias, profesor.
—No hay de qué, Miren. Ya sabes que solo intento ayudar…
Me lancé y le di un abrazo de agradecimiento. Era reconfortante sentirse algo protegida.
De pronto me apartó de un empujón, algo preocupado, y yo me sentí como una mierda.
—Esto…, esto no está bien, Miren. No puedo. Tengo que volver a la redacción.
—Era solo un… un abrazo, Jim —le dije, seria y enfadada—. ¿Se te va la olla?
—Miren, ya sabes que no…, no puedo. Tengo que irme. Esto no debería suceder. Si nos ven…
—¿Tan urgente es? —dije, tratando de no darle importancia a su rechazo.
—No, es solo… —pareció titubear—. Bueno, sí. No puedo quedarme —sentenció.
—Perdón, yo… —me disculpé—, pensaba que éramos… amigos.
—No, Miren. No es eso… Es que tengo que volver a la redacción. De verdad.
Lo noté más nervioso de la cuenta y esperé a que continuase.
—Es la llamada de la madre de Kiera Templeton a emergencias —dijo finalmente—. No pinta bien. Y no creo que esto sea lo mejor.
—¿Me puedes contar algo más? He decidido investigar lo de Kiera Templeton para el trabajo de esta semana.
—¿No vas a investigar el vertido? —respondió con gesto de sorpresa—. Creía que querías aprobar.
Agradecí que no insistiese en el asunto del abrazo y disipase la tensión.
—Y quiero, pero no a costa de ser igual que los demás. Todos van a hacer eso. Es pan comido. Kiera se merece que se mire este caso con los ojos sin el símbolo del dólar.
El profesor Schmoer asintió, conforme.
—Está bien. Solo te contaré una cosa de la grabación.
—Dime.
—En la llamada a emergencias los padres…
—¿Qué pasa con ellos?
—Parecen esconder algo.
Capítulo 6
Llamada a emergencias de Grace Templeton
26 de noviembre de 1998. 11:53 a. m.
—Nueve uno uno, ¿cuál es su emergencia?
—No…, no encuentro a mi hija.
—Está bien… ¿Cuándo fue la última vez que la vio?
—Hace…, hace unos minutos… Estábamos aquí en…, en la cabalgata y… se fue con su padre.
—¿Está con su padre o se ha perdido?
—Estaba con él… y ahora no. Se ha perdido.
—¿Cuántos años tiene?
—Tiene dos años, casi tres. Su cumpleaños es mañana.
—De acuerdo… ¿En qué zona se encuentra?
—Eh…
—Señora, ¿en qué zona se encuentra?
—En…, en la 36 con Broadway. Hay mucha gente y se ha perdido. Es muy pequeña. ¡Dios mío!
—Y…, ¿y qué ropa llevaba puesta la última vez que la vio?
—Llevaba puesto un…, deme un segundo…, no lo recuerdo con exactitud. Un pantalón azul y… no sé.
—¿Un jersey o algo similar? ¿Recuerda el color?
—Eh…, sí. Una sudadera rosa.
—¿Me puede describir brevemente a su hija?
—Es… morena, con el pelo corto. Sonríe a todo el mundo. Mide 34 pulgadas. Es…, es bajita para su edad.
—¿Color de piel?
—Blanca.
—Está bien…
—Por favor, ayúdenos.
—¿Se ha movido del sitio? ¿Ha buscado por los alrededores?
—Esto está lleno de gente. Es imposible.
—¿Llevaba algún chaquetón o abrigo su hija?
—¿Cómo dice?
—Que si llevaba algo encima de la sudadera rosa que me ha comentado. Está lloviendo en Nueva York.
—Eh…, sí. Un chubasquero.
—¿Recuerda el color?
—Eh…, blanco, con capucha. Sí. Tenía una capucha.
—Ok… Quédese en la línea. Voy a pasarle ahora mismo con la policía. ¿De acuerdo?
—Vale.
Unos segundos después y, tras varios tonos de espera, otra mujer distinta respondió al otro lado.
—¿Señora?
—¿Sí?
—¿Ha visto en qué dirección se fue su hija?
—Eh…, no. Estaba con mi marido y no ha vuelto. Ya se…, ya se había perdido.
—¿Se encuentra usted con su marido?
—Sí. Está aquí.
—¿Podría ponerlo al teléfono?
—…
—¿Sí? —respondió Aaron, con voz rota.
—Señor, ¿ha visto en qué dirección se ha ido su hija?
—No. No lo he visto.
—Está bien… ¿Me confirma la hora a la que ha ocurrido?
—Hace cinco minutos como máximo. Aquí hay demasiada gente. Es imposible encontrarla.
—La vamos a encontrar.
—…
—Señor, ¿me escucha?
—Sí, sí.
—Una unidad a pie se dirige a la esquina de la 36 con Broadway. Esperen ahí.
—¿Creen que la encontrarán? —preguntó Aaron.
En la lejanía del teléfono, en un segundo plano, se escuchó la voz de Grace decirle algo a Aaron, pero resultó ininteligible.
—Grace, no es el momento —intentó zanjar él.
—No se preocupe, señor. Su hija aparecerá.
La voz de Grace se escuchó de nuevo a lo lejos:
—Aaron, límpiate la sangre.
—…
—¿Señor? —le llamó la operadora.
—Gracias a Dios —dijo él.
A lo lejos se escuchó la voz grave de quien luego se identificaría como un agente de policía:
—¿Son ustedes los padres?
Capítulo 7
27 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera
La esperanza emite la única luz capaz de iluminar las sombras más oscuras.
Miren apareció en la comisaría vestida con un traje negro de falda y chaqueta sobre una blusa blanca. Su melena castaña estaba recogida en una coleta alta bien hecha y Aaron la miró desde la sala de espera caminar con decisión hacia el mostrador y preguntar por él. La agente señaló hacia donde Aaron esperaba y ella, tras firmar un consentimiento, se volvió con el rostro serio y se acercó.
—¿Nos vamos? —dijo ella a modo de saludo.
Hacía un año que no se veían, pero encontrarlo en aquella situación le sorprendió más bien poco. Durante una época, los primeros años de la búsqueda de Kiera, se había encontrado en alguna que otra ocasión a Aaron, y lo había visto sumirse minuto a minuto en esa espiral de tristeza y desesperanza que consumía todo lo que tocaba. Con el tiempo, el día a día y el hecho de que Miren comenzase a trabajar como periodista para el Manhattan Press habían hecho que se distanciasen y que sus encuentros se convirtieran en esporádicos. La última vez que se habían visto fue el mismo día del año anterior, en el cumpleaños de Kiera, cuando Aaron se presentó en la redacción chillando y preguntando por ella y por sus promesas incumplidas.
—Gracias por venir, Miren… No tenía a nadie más a quien llamar.
—Ya. No es nada. Déjalo, Aaron. No hace falta.
Eran las cuatro de la tarde y el tráfico estaba empezando a recuperar la normalidad en la zona norte. La cabalgata había terminado, las risas de los niños se habían difuminado y todo el mundo había vuelto a sus casas con la intención de preparar la cena a tiempo. Miren indicó el camino hacia su coche, un Chevrolet Cavalier color champán que estaba aparcado en el parking entre dos vehículos de la policía. Miren se montó primero y esperó dentro a que Aaron hiciese lo mismo.
—Siento que me veas así —dijo él, apestando a alcohol y con un aspecto lamentable.
—Da igual, no importa. Casi me he acostumbrado —dijo ella, molesta.
—Hoy es el octavo cumpleaños de Kiera. Simplemente… no he podido aguantarlo.
—Lo sé, Aaron.
—No he podido soportar esto. La cabalgata, el cumpleaños, todo en un mismo día. Son tantos recuerdos. Tanta culpabilidad—. Se llevó las manos a la cara.
—No tienes que justificarte. Conmigo no, Aaron.
—No…, quiero que lo entiendas, Miren. La última vez que nos vimos me comporté como…
—Aaron, no hace falta. Puedes dejarlo. Sé que es difícil.
—¿Cómo se lo tomaron tus jefes?
—Bueno. No les gustó. Pero tampoco les dejaste alternativa. Supongo que a nadie le gustaría que el padre de la niña más buscada de Estados Unidos apareciese borracho en la recepción gritando que nos inventamos todo lo que publicamos, porque sabes muy bien que no es verdad —sentenció ella mientras él dejó su vista perdida en el limbo. Le temblaba el labio. También la mano derecha, como si la tristeza ganase el control esporádico de algunas partes de su cuerpo.
Miren arrancó el vehículo y comenzó a circular hacia el sur, en silencio.
—¿Tuviste algún problema por aquello? —continuó Aaron.
—Un ultimátum. Que me alejase de la historia de Kiera porque nunca me llevaría a ningún lado.
Aaron miró a Miren y, como si la hubiese masticado durante bastante tiempo y la tuviese preparada, soltó aquella frase:
—A ti te vino bien que Kiera desapareciese.
Miren pegó un frenazo. Estaba enfadada por haber tenido que ir a recogerlo, por tener que haberlo visto borracho una vez más, especialmente ese día, pero aquello le dolió en el alma.
—Ni se te ocurra decir algo así, Aaron. Sabes que hice todo lo que pude. Sabes que nadie ha hecho más que yo por encontrar a tu hija. ¿Cómo tienes la cara de…?
—Solo digo que te vino bien todo aquello. Mírate…, trabajando en el Press.
—Bájate del coche —dijo Miren, molesta.
—Vamos…
—¡Que te bajes del coche! —chilló.
—Miren…, por favor…
—Escúchame, Aaron. ¿Sabes la cantidad de veces que he leído el expediente policial de Kiera? ¿Sabes a cuántas personas he entrevistado en estos últimos cinco años? Nadie le ha dedicado tanto tiempo a encontrarla como yo. ¿Sabes a las cosas que he renunciado por intentar dar un paso más y saber qué sucedió con ella?
Aaron se dio cuenta de que había tocado hueso.
—Lo siento…, Miren. Es que no puedo más… —se derrumbó—. No puedo… Cada año, cuando se acerca este día me digo lo mismo. «Venga, Aaron, este año vas a sonreír una sola vez en Acción de Gracias. Este año vas a ir a ver a Grace y vais a recordar lo buena familia que formabais». Siempre me lo digo al espejo tras levantarme, pero es pensar en ella y en todo lo perdido, en todo lo que podría haber sido y nunca fue, en cada…, en cada sonrisa que perdimos, y no aguanto.
Miren lo observó llorar y chasqueó la lengua, pero, tras unos segundos viéndolo así, le costó mantener el tipo.
—Maldita sea —dijo, tras lo cual volvió a poner las manos al volante y pisó el acelerador.
—¿Me llevas a mi apartamento? Necesito dormir.
—He hablado con Grace.
Esa vez fue Aaron quien se lamentó.
—¿Para qué?
—Lleva todo el día llamándote y no se lo cogías. Luego me llamó a mí, para preguntarme si sabía dónde estabas. La noté mal, supongo que es este día, que toca demasiados sentimientos y abre todas las heridas.
Aaron observó a Miren y sintió en su tono de voz que estaba más seria de lo que recordaba. Su aspecto tan profesional y su mirada casi inexpresiva reforzaban aún más la sensación que siempre había tenido de ella: que Miren era demasiado fría.
—Cuando me has llamado he accedido por ella, sinceramente. La he vuelto a llamar para decirle dónde estabas y me ha pedido que te llevase a vuestra casa cuanto antes. Parecía urgente.
—No quiero ir —aseveró Aaron, casi al instante.
—No es negociable, Aaron. Se lo he prometido. Le he dicho que te llevaría en persona.
—Estás loca si piensas que voy a ir a ver a mi exmujer el día del cumpleaños de Kiera. Es el último momento en el que querría pasar tiempo con ella.
—Me da igual. Tengo que llevarte. Te vendrá bien. Los dos lo estáis pasando mal. Solo vosotros dos comprendéis por lo que está pasando el otro. Grace necesita que alguien se preocupe también por ella. Lo ha pasado tan mal o peor que tú, y no va por ahí emborrachándose y despotricando contra el mundo.
Aaron no respondió y Miren entendió su silencio como un «está bien». Condujo desde la comisaría de policía del distrito veinte, en la calle 82 oeste, y pronto llegó a la orilla con el río Hudson. Durante el camino hacia el sur Miren permaneció en silencio y Aaron miraba con asco por la ventanilla la ciudad que tanto amó. Atrás quedaron los años felices, de ascensos en el trabajo, de juegos en el jardín de casa, de acariciar con ilusión el vientre de Grace ante la previsible llegada de Michael. Pero todo se desvaneció con aquel globo blanco alejándose hacia las nubes.
Pronto atravesaron el túnel Hugh L. Carey que conectaba Manhattan con Brooklyn bajo el agua y, cuando salieron a la superficie, el tráfico se volvió más lento, parándose cada cierto tiempo en semáforos interminables. En un par de ocasiones Aaron sacó algún tema, pero ella los despachaba con monosílabos. Desde fuera podría parecer molesta por estar perdiendo el tiempo con él en Acción de Gracias, pero en realidad era la barrera que había querido levantar con el caso de Kiera, que se le había pegado en las entrañas y no conseguía alejarse de él.
Al llegar a Dyker Heights, un barrio de casas independientes con jardín propio, donde se encontraba la antigua vivienda de la familia Templeton, Miren se dio cuenta de que algunos vecinos ya estaban montando la decoración de Navidad. Poco después, y tras serpentear un poco por las calles, vislumbraron a lo lejos, esperando sobre la acera, a Grace, que miraba hacia ambos lados de la calle. Parecía inquieta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Miren.
—No lo sé —respondió él, confuso. Nunca la había visto así.
Grace llevaba puesta la bata burdeos del pijama, las zapatillas y el pelo mal recogido.
Aaron se bajó del coche, algo aturdido, y se acercó a ella.
—¿Qué ocurre, Grace? —dijo, alzando la voz.
—Aaron…, es Kiera.
—¿Qué?
—¡Es Kiera! ¡Está viva!
—¿De qué hablas? —inquirió Aaron, mientras trataba de comprender a su mujer.
—Está viva, Aaron. ¡Kiera está viva!
—¿Qué dices? ¿De qué me hablas?
—¡De esto!
Grace extendió las manos y dejó ver una cinta VHS. Él no entendía nada pero, al fijarse en ella, observó la pegatina blanca reservada para el título. En ella tan solo había pintado con rotulador el número uno, bajo el que estaba, en letras mayúsculas, la palabra más dolorosa y esperanzadora que aquellos padres podían leer: KIERA.
Capítulo 8
Miren Triggs
1998
Ella bailaba sola cuando quería hacerlo, y también brillaba en la noche sin pretenderlo.
No podía quedarme así. Aquella frase del profesor Schmoer me inquietó. ¿Qué escondería aquella llamada a emergencias? ¿Por qué los padres parecían esconder algo? Por momentos la búsqueda de Kiera Templeton empezaba a despertar mi curiosidad más de lo que en un principio imaginé.
—Tienes que dejarme oírla —pedí, como si se me fuese a conceder.
—No puedo, Miren. Es la exclusiva para mañana.
—¿Acaso crees que voy a transcribirla y a dársela a otro periódico? Soy una estudiante de periodismo, ni conozco a nadie del mundillo, salvo a ti, ni me harían caso.
Me respondió con una mirada. Luego dijo:
—Sé que no, pero…
Corté su frase con un beso. Esta vez me siguió el rollo.
Él sabía que lo usaba, pero no parecía poner ninguna pega al respecto. Desde lo que pasó, me había alejado de los hombres de manera tajante. No quería acercarme a nadie bajo ningún concepto. Había construido una barrera infranqueable hasta mi alma y pensaba que nadie sería capaz de hacerme sentir protegida, hasta que un día, en una tutoría, comenzamos a hablar sobre aquella horrible noche como si fuese algo ajeno a mí. Llegó incluso a incitarme a escribir sobre ello y, con el tiempo, sentí que había sido el único que me había tratado con la madurez que yo requería. Mis compañeros de clase eran los típicos machitos y veía en todos ellos al Robert que había decidido olvidar. Desde el principio me di cuenta de que en clase al profesor Schmoer se le escapaban los ojos hacia mí y el consenso para todas las aspirantes a periodista es que se trataba del profesor más atractivo de cuantos desfilaban por delante de la pizarra en Columbia. Debajo de los trajes que siempre llevaba se intuía su cuerpo delgado. Su cara de niño bueno era un reclamo para todas las que imaginábamos el fuego bajo aquella capa de inocencia que se escondía tras sus gafas. Pero lo que más atraía de él era su mente. Tenía un punto reivindicativo en sus artículos para el Daily con el que una siempre se sentía identificada. En todos sus escritos encontraba el enfoque crítico perfecto y escribía con una meticulosidad y con una cadencia en las frases que te abstraía y te atrapaba cada vez más con cada párrafo. Los poderosos temían ser objeto de su ojo certero, los políticos se ponían nerviosos en cuanto lo veían asistiendo a su rueda de prensa, algo que ocurría con escasa frecuencia. Sus artículos siempre orbitaban en torno a la política y las empresas, y él se limitaba a investigar desde la distancia los archivos, documentos, cuentas y facturas, indagando en los tejemanejes oscuros que tenían lugar en los dos únicos mundos que parecían acaparar la atención del país: el dinero y la política, aunque en realidad esos dos temas siempre caminaban de la mano. La desaparición de Kiera iba a cambiar su universo y, sin yo saberlo, a definir para siempre el mío.
—¿Por qué haces esto, Miren? No creo que…, que esto sea lo mejor…
—Lo que pasó no tiene nada que ver contigo, Jim. No seas tú también como todo el mundo. Eso no tiene nada que ver con nadie. Solo conmigo y yo decido cómo estoy, ¿está claro?
—Hace tiempo que no hablamos de lo que ocurrió y creo que pretender que no ha pasado no hará que desaparezca.
—¿Por qué todo el mundo está empeñado en que hable de aquello? ¿Por qué diablos no puedes dejarme a mí decidir cómo tomármelo?
Me di la vuelta y entré en el portal de casa.
—Gracias por acompañarme, Jim —ironicé, enfadada.
—Miren, no quería… —respondió, aturdido, tras chasquear la lengua en el paladar.
Subí los peldaños de la escalera de dos en dos, pegando saltos, y me perdí de su vista en cuanto pisé el rellano de la primera planta. Desde fuera oí a Jim gritar mi nombre, pero ya era demasiado tarde.
Entré en casa, lancé las Converse blancas que llevaba contra el zapatero y me perdí en la oscuridad de mi cuarto al tiempo que me desabrochaba el pantalón vaquero. Volví al salón con el pijama puesto. Era lo primero que siempre hacía nada más llegar a casa: un diminuto piso alquilado en un edificio problemático en la zona más conflictiva de la ciudad. Se trataba de un pequeño estudio sin ventanas, sin reformar, sin ascensor y sin cualquier cosa que pudiera aportarle valor. La cocina era una pequeña hornilla de dos fuegos sobre la que solo podía poner una sartén porque estaban demasiado cerca el uno del otro. Era casi lo peor que podías encontrar en la Gran Manzana y, sin embargo, el precio era un auténtico disparate. Según palabras de mis padres, tenía pinta de zulo y yo no pagaba un alquiler, sino un rescate. En realidad era lo único que me podía permitir para no consumir mi préstamo universitario y, además, estaba cerca de clase.
Lo segundo que hacía al llegar a casa era la llamada de control. Tras varios tonos, escuché a mi padre al otro lado.
—Al fin, hija. Estábamos a punto de llamarte. Has vuelto un poco tarde, ¿no?
—Perdón, perdón. Lo sé. Me he quedado en la biblioteca avanzando en un trabajo. ¿Mamá está bien?
—Aquí, como una loca. Tienes que llamarnos antes, ¿vale? Si te vas a retrasar, avísanos. A tu madre no le gusta que estés por ahí a estas horas.
—Solo son las nueve y media, papá.
—Sí, pero esa zona…
—Es la única que me puedo pagar, papá.
—Ya sabes que podemos ayudarte. Hemos ahorrado para esto y queremos hacerlo.
—Ya me habéis ayudado con el ordenador. No necesito más, de verdad. Para eso pedí el préstamo universitario.
Miré al escritorio y vi el iMac azul Bondi que me habían regalado mis padres. Había salido unas semanas antes y consistía en una pantalla con la carcasa translúcida en verde azulado, un teclado blanco y un ratón redondo que parecía que iba a echar a rodar. ¿Lo mejor? Que funcionaba más rápido de lo que podía imaginar. Era muy ágil para navegar y el comercial que me lo vendió estaba realmente entusiasmado, porque había visto la presentación del mismísimo fundador de Apple, del que no paraba de hablar maravillas como si lo conociese en persona. Cuando lo saqué de la caja me costó poco ponerlo en marcha y tardé un buen rato en configurar mi cuenta de correo y trastearlo hasta hacerme con su funcionamiento.
—Pero solo fueron mil trescientos dólares.
—Y son mil trescientos dólares que no habéis disfrutado vosotros.
Esperó unos momentos y luego añadió:
—Tu madre quiere hablar contigo.
—Vale.
Se puso al auricular y la noté triste nada más abrir la boca. Una se da cuenta de cuándo sus padres lo están pasando mal con solo fijarse en el ritmo de las frases.
—Miren —dijo—, prométeme que vas a tener cuidado. No nos gusta que estés hasta tan tarde por ahí.
—Está bien, mamá —respondí. No quise contrariarla. Ella lo estaba pasando peor que yo. Nos encontrábamos a más de seiscientas millas: ellos en Charlotte, Carolina del Norte, y yo en Nueva York, y ya no podía controlar lo que hacía su hija ni con quién salía. Su niña se había escabullido de su sombra y ella pretendía extender los brazos para que el sol nunca me quemase.
—¿Por qué no te compras un móvil? Así puedes llamarnos si necesitas algo en cualquier momento.
Suspiré. Odiaba tener que tomar tantas precauciones por culpa de un puñado de idiotas incapaces de controlar su bragueta.
—Está bien, mamá —acepté de nuevo, sin protestar—. Mañana compraré uno.
En realidad los móviles no me acababan de gustar. Muchos de mis compañeros de clase ya se habían enganchado a un minijuego de una serpiente que perseguía comida por toda la pantalla y no hacían otra cosa durante los cambios de clase. También estaban los que no paraban de enviarse SMS durante toda la mañana, ignorando las lecciones. Era fácil ver las interacciones entre ellos, quién tonteaba con quién, o quién se enamoraba de una frase hecha enviada en ciento sesenta caracteres. Uno escribía y al poco otra reía. Luego el proceso se invertía y vuelta a empezar. Tampoco me gustaba sentirme localizable todo el tiempo. No veía necesario estar siempre alerta y dispuesta a llamar mientras hubiese cabinas de teléfono cerca. Tenía la sensación de que me las apañaría, pero tuve que ceder ante mi madre para evitar darle un disgusto.
—Mañana te llamo y te digo mi número de móvil.
—Yo también me voy a comprar uno y así puedes llamarme siempre que quieras, hija —dijo en un tono más feliz.
—Genial. Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, hija —respondió.
Colgué el teléfono y me senté tras el escritorio. Saqué los recortes de periódico y vi el rostro de Kiera, mirándome, expectante. Parecía pedir ayuda con los ojos. Me sentí mal. Parecía que aquellos padres no volverían a ver a su hija y me sentí derrotada. Volví al teléfono, no había pasado ni un minuto desde que había colgado, y marqué de nuevo el número de mis padres. Mi madre respondió aturdida.
—¿Estás bien? ¿Ha pasado algo?
—No. Nada, mamá. Solo era para deciros que os quiero.
—Y nosotros a ti, hija. ¿De verdad estás bien? Si nos lo pides, vamos a verte ahora mismo.
—No, de verdad. Solo era eso. Quiero que lo sepáis. Estaré bien, ¿vale?
—Qué susto, hija. Lo que necesites, ¿vale?
—¿Qué os parece que nos veamos este fin de semana? Puedo coger un vuelo y veros en Charlotte.
—¿En serio?
—Sí. Me apetece mucho.
—¡Por supuesto! Mañana hablo con la agencia de Jeffrey para que reserve los vuelos.
—Gracias, mamá.
—A ti, hija. Hasta mañana, cielo.
—Hasta mañana, mamá.
Permanecí mirando el teléfono, pensando en lo que acababa de hacer, pero tenía mucho trabajo por delante. Me senté de nuevo en el escritorio y encendí el ordenador. Mientras arrancaba, comencé a revisar los recortes que había traído sobre la desaparición de Kiera. En el Daily, el periódico en el que trabajaba el profesor Schmoer, tan solo había una pequeña columna en la página doce que hablaba de ella y de los escasos avances que estaba dando la búsqueda. En ese artículo también mencionaba que, según fuentes internas de la investigación, el FBI estaba a punto de asumir la búsqueda de la niña, al barajar la posibilidad de un secuestro, pero no daba mucha más información de la que ya aportaban otros periódicos. Según leías el artículo, te dabas cuenta de que parecían saber mucho más de lo que contaban, pero también que no querían hacerlo por pudor o por no entrar en el morbo y la sangre que parecía que el caso iba a generar. Según lo que me había contado Jim, una de esas piezas de información adicional era la llamada al servicio de emergencias de Grace Templeton, la madre, pero lo que yo no sabía es que aquello era solo la punta del iceberg.
Cuando terminó de encenderse el ordenador conecté internet y esperé a que el módem de 56 kb, tras una eterna sucesión de ruidos y chillidos en todas las frecuencias posibles, terminase su sinfonía mientras yo ojeaba por encima los otros titulares. Cuando por fin lo hizo, abrí Netscape y tecleé el servidor webmail de mi universidad. Al entrar, vi que solo tenía un correo nuevo, una alerta sobre unas nuevas prácticas disponibles en una revista medioambiental. Lo marqué para responderlo más tarde y volví a los recortes.
Pasé dos o tres horas leyéndolo todo, subrayando lo importante y anotando en una Moleskine negra los puntos que me parecían significativos: «Herald Square», «familia acomodada», «padre directivo de una empresa de seguros», «católicos», «sucedió a las 11:45 a. m. aprox.» «26 de noviembre», «lluvia», «Mary Poppins».
Me resultó irónico encontrarme a la cuidadora de niños por excelencia de Disney presente en el momento de la desaparición de una niña de tres años. Subrayé su nombre para indagar sobre quién era la figurante y qué hacía allí. Fui a la nevera a por una Coca-Cola, lo único que cenaba desde hacía unos meses, y cuando volví me fijé que había recibido varios correos nuevos que destacaban en negrita. El primero de ellos tenía por asunto: «Lo siento», y los demás tan solo una numeración del dos al seis.
Todos eran del profesor Schmoer. Me los había enviado desde su correo privado, jschmoer@wallstreetdaily.com. Me extrañé, porque nunca antes me había escrito desde esa dirección. En él decía:
Miren, te adjunto en varios emails todo lo que tenemos de Kiera en el Daily hasta el momento. Prométeme que no saldrá de tu ordenador. Seguro que tus ojos ven más allá que los míos.
Jim.
Pd.: Siento haber sido un capullo.
El mensaje venía acompañado de un archivo adjunto llamado «Kiera1.rar». Los siguientes correos adjuntaban archivos comprimidos similares, sin texto, y continuaban la numeración. Abrí el primero con el programa Unrar, que aún podía usar porque estaba en periodo de prueba, y me quedé helada con lo que contenía: dos archivos de vídeo, fechados el 26 de noviembre, con las grabaciones de las cámaras de seguridad de la zona en la que desapareció Kiera Templeton.
Capítulo 9
26 de noviembre de 1998
Lo peor del miedo no es que te bloquee, sino que cumpla lo que promete.
Aaron caminó siguiendo a un policía entre la multitud, que comenzaba a disiparse tras el fin de la cabalgata. Mientras lo hacía, oía por la radio algunas indicaciones y frases que él no llegaba a comprender por todo el ruido que había en la calle. De vez en cuando el agente se detenía y comprobaba que Aaron seguía detrás de él. Unos minutos después el policía giró hacia la 35 y se detuvo en un portal frente al que había un grupo de agentes uniformados con cara de preocupación.
—¿Qué ocurre? ¿La han encontrado? —preguntó Aaron, afectado.
—Tiene que calmarse, señor, ¿de acuerdo? —dijo el agente Mirton, un policía joven y rubio de metro ochenta de altura que había dado la voz de alarma con su hallazgo.
—¿Cómo quiere que me calme? Mi hija de tres años se ha perdido y mi mujer tiene un ataque de ansiedad. ¡No puedo calmarme!
Aaron reconoció aquella frase en su cabeza. La había oído tantas veces, pronunciada por gente al otro lado de su mesa, que se quedó extrañado al ser él quien la decía. Aaron trabajaba como director de una oficina de seguros en Brooklyn, en la que muchas veces a lo largo de su carrera había tenido que pedir calma a la persona que tenía delante, mientras él confirmaba que acababan de negar una póliza o que el seguro médico que habían contratado no cubría algún tratamiento necesario y cuyo coste era inasequible para cualquier vida. Los rostros, el miedo, la desesperación que veía en ojos de todos los colores y formas en su despacho fueron los mismos que Aaron sintió en cuanto se dio cuenta de que ahora alguien le pedía que mantuviese la compostura. Le resultó imposible.
—Verá. Es importante que se concentre bien y nos confirme unos datos —dijo el policía que lo había guiado hasta allí.
—¿Qué? —Apenas podía escuchar. Se sentía sobrepasado.
Los agentes se miraron entre ellos, como si estuviesen decidiendo quién daba el paso.
El edificio frente al que se encontraban era un bloque de viviendas situado en el 225 de la calle 35 oeste, en cuyo local inferior sobrevivía una tienda de vestidos de niña. El escaparate de la tienda estaba lleno de maniquís infantiles con vestidos de todos los colores imaginables, dibujando un arcoíris que contrastaba con cómo se sentía Aaron por dentro, quien se imaginó a su hija con uno de ellos puesto. Incluso sin querer pensó en que debería avisar a Grace de la existencia de aquella tienda, porque quizá a Kiera le haría ilusión vestirse así para la cena de Acción de Gracias que tenían prevista ese día en casa.
—Sígame —dijo el agente Mirton en tono serio mientras empujaba con cuidado la puerta de cristal del 225.
Aaron lo hizo y, una vez dentro, se percató de que en el interior había más policías esperándolo, agachados en torno a un rincón.
—¿Es el padre? —informó uno de ellos al tiempo que se levantaba y le alargaba la mano para saludarlo.
—Así es. ¿Qué pasa?
—Soy el agente Arthur Alistair. ¿Podría responder algunas preguntas?
—Ehh…, sí. Por supuesto. Lo que necesiten. Pero… ¿podemos volver a Herald Square? Temo que Kiera nos esté buscando por allí y ni Grace ni yo estemos. Verá, mi mujer tiene un ataque de ansiedad y quiero estar cerca por si Kiera aparece.
—No se preocupe, señor… —Esperó a que Aaron completase su nombre.
—Templeton.
—Templeton —continuó—. Tenemos agentes peinando toda la zona en torno a Herald Square. Si aparece su hija, créame, estará a salvo. Nos avisarán por radio y todo habrá quedado en un susto. Ahora necesitamos que nos ayude con una cosa.
Aaron asintió.
—¿El qué?
—¿Podría describir de nuevo la ropa de su hija?
—Sí…, llevaba un chaquetón blanco de plumón y una sudadera rosa. También un pantalón vaquero azul y unas zapatillas…, no recuerdo el color.
—No se preocupe. Lo está haciendo bien.
El resto de policías que estaban agachados se levantaron y se hicieron a un lado. Uno de ellos se dirigió a la salida y, cuando pasaba junto a Aaron, le dio un par de palmadas en el hombro en silencio.
—Es morena —continuó Aaron, que ya no sabía si había dicho aquel dato con anterioridad—, con el pelo liso suelto, pero hoy llevaba dos coletas.
—Bien. Muy bien —respondió el agente Alistair.
—¿Para eso me hacen venir?
El agente esperó un momento antes de continuar.
—¿Podría decirme si esa ropa que hay ahí en ese rincón es la de su hija?
—¡¿Qué?! —gritó.
Aaron dio dos pasos hacia donde momentos antes estaban los policías agachados y vio un montoncito de ropa en el que reconoció, al instante, la sudadera rosa de Kiera. También el chubasquero blanco que tantas veces le había puesto en las últimas semanas, tras pelear entre juegos con ella por las mañanas porque no quería abrigarse antes de salir. Aaron sintió el suelo temblar y cómo el aire se le escapaba de los pulmones en el mismo momento en que vio, junto a la ropa, mechones de pelo cortos, del tamaño de los de Kiera, sobre el pantalón vaquero que él mismo había sentido sobre los hombros un rato antes, mientras veían juntos la cabalgata.
Chilló con fuerza. Gritó de nuevo, y luego otra vez, lo hizo tantas veces que pareció una sola, mientras el dolor más intenso que jamás había sentido lo catapultaba hasta las profundidades del nuevo lugar más oscuro de la faz de la tierra.
—¡No!
Capítulo 10
27 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera
Una luz se enciende e ilumina tu rostro, pero también crea sombras en los rincones de tu alma.
Grace caminó con celeridad hacia el interior de la casa mientras decía:
—Tienes que verla, Aaron. Está bien. Nuestra niña. Kiera está bien.
Aaron y Miren la siguieron, realmente aturdidos. Se miraron, como si la pobre Grace hubiese cruzado el umbral de la locura.
—¿De qué hablas, Grace? ¿Qué es esa cinta?
—Nuestra niña. Es Kiera. Está bien. Está bien —repitió en un susurro que él no llegó a oír.
Aaron entró en la casa y buscó a su mujer, que parecía haber desaparecido. Grace habló de nuevo y él siguió la voz:
—Tienes que verla. Es ella, Aaron. ¡Es Kiera!
A Aaron se le formó un nudo en la garganta por segunda vez aquel día. Aquel asunto no le gustaba lo más mínimo. Su mujer se comportaba de manera muy extraña. Desde la puerta le hizo un gesto a Miren, que se había quedado junto al buzón de correos, para que entrase. Ella le hizo caso, pero no comprendía aún qué estaba pasando.
—Grace, cariño —dijo Aaron entrando en la cocina, en la que Grace había colocado un televisor en un mueblecito con ruedas que también llevaba un reproductor VHS—. ¿Qué hay grabado en esa cinta? ¿Nuestras vacaciones de Navidad? ¿Es eso?
Miren llegó a la cocina y se quedó apoyada sobre el marco de la puerta, expectante.
—Hoy he mirado en el buzón y estaba este sobre, Aaron. Alguien nos ha dejado esta cinta en la que sale Kiera.
Miren, confusa, intervino:
—¿Una pista de Kiera? ¿Eso es lo que dices que es, Grace? ¿Una nueva grabación de las cámaras de seguridad? Las he revisado todas, muchas veces, fotograma a fotograma, segundo a segundo. Las imágenes de aquel día ya están todas en el expediente policial, Grace. Ya comprobé todas las calles y negocios de la zona. Todas las grabaciones de aquel día están revisadas. No hay…, no hay nada más, Grace… La investigación está en vía muerta.
—No —sentenció Grace, tajante—. Esto es otra cosa.
—¿Qué es? — inquirió Miren, una vez más.
—Es Kiera —susurró con los ojos abiertos de par en par, una expresión que Aaron recordaría toda la vida.
La cinta era una TDK de ciento veinte minutos, con una pegatina blanca perfectamente colocada en el centro, alineada y sin salirse de la hendidura dispuesta para tal efecto. En ella se leía en mayúsculas: KIERA, escrito a rotulador con buena letra.
Grace introdujo la cinta en el reproductor VHS y encendió la televisión. La nieve no tardó en invadir la pantalla, con motitas blancas y negras bailando en todas direcciones. El ruido blanco emanaba de los altavoces estéreo del televisor Sanyo gris y le recordó a una película de terror que no lograba quitarse de la cabeza. Grace subió el volumen y Aaron miró a su mujer sin saber qué esperar. A Miren no le gustaba nada aquel asunto y estuvo a punto de marcharse. Recordó las palabras de su jefe, el legendario Phil Marks, responsable de los artículos de investigación que cubrieron el atentado de 1993 con un camión bomba contra la Torre Norte del World Trade Center, en las que le alentaba a dejar de perseguir el caso de Kiera:
—Sé que el mejor atributo de un periodista de investigación es la tenacidad y la perseverancia, Miren, pero el caso de Kiera va a acabar contigo. No sigas con él. Si cometes un error, serás siempre la periodista que se equivocó en el caso de la niña más buscada de Estados Unidos. No seas esa periodista. Te necesito en la redacción, cazando a corruptos, escribiendo historias que cambien el mundo. Ya le has dedicado demasiado tiempo a esto.
La nieve seguía flotando en la pantalla, chisporroteando, llenando de puntos blancos donde instantes antes había negros y de negros donde antes había blancos. Una vez Miren había leído en una revista de curiosidades que aquella nieve blanca que aparecía en el televisor era, en parte, los restos del Big Bang y del origen del universo. Que la radiación de fondo de microondas que se generó entonces impactaba con el tubo de rayos catódicos que creaba la imagen en la pantalla, dejando ver esas chispas bailarinas que tanto gustaban a los fantasmas en las películas de los ochenta. Se quedó mirando la nieve en la pantalla y pensó en Kiera y en qué habría sido de ella. Aquella imagen inerte y al mismo tiempo con vida parecía alentar el pensamiento doloroso, como si intentase rescatar los recuerdos tristes de la mente, y comprendió por qué Grace se encontraba tan afectada. Miren estuvo a punto de hablar pero, de pronto, la imagen de la cinta sustituyó a la nieve en la pantalla.
—¿Kiera? —suspiró Aaron, sorprendido.
En la imagen, grabada en un plano desde una de las esquinas superiores, se observaba un dormitorio con las paredes empapeladas con un patrón de flores naranjas que se repetían una y otra vez sobre un fondo azul marino. A un lado había una cama hecha de noventa, con una colcha naranja a juego con las flores de las paredes. Las cortinas de gasa blanca de una ventana, en el centro de la imagen, inmóviles al no correr brisa, dejaban entrever un claro día al otro lado. Pero lo más trágico se escondía en la esquina inferior derecha, junto a una pequeña casa de muñecas, donde se encontraba lo que haría que a Aaron y a Grace se le escapasen las lágrimas de felicidad: una niña morena de unos siete u ocho años, agachada, jugando con una de las muñecas.
—No puede ser —susurró Miren, con el corazón lanzándole latidos al pecho con la misma intensidad que la noche en que ella cambió para siempre.
Capítulo 11
12 de octubre de 1997. Nueva York
Un año antes de la desaparición de Kiera
Después de un día brillante a veces acecha la noche más oscura.
Al terminar la clase Christine se acercó dando saltos hasta Miren, que aún tomaba apuntes de la pizarra minutos después de que el profesor de Registros Públicos se marchase.
—Miren, dime que te apuntas. Hay fiesta en el apartamento de Tom y… tengo un notición.
—¿Fiesta? —preguntó, sin muchas ganas.
—Sí. ¿Sabes lo que es una fiesta?
—Ja. Ja.
—Esas cosas que hacen los universitarios de los que…, oh, sorpresa, tú también formas parte —dijo Christine con tono jocoso, mientras le arrebataba a Miren el bolígrafo con el que escribía y se lo llevaba a la boca para morder su punta.
—Ya sabes que no me gustan demasiado.
—Déjame terminar —insistió—. Tom… ha preguntado si vienes. Le molas, tía. Le molas mucho.
Miren tiñó su cara de rosa y Christine vio su oportunidad.
—¡Te mola! ¡A ti también te mola! —chilló de pronto, y luego bajó la voz para que no la escuchasen los demás.
—Es… mono.
—¿Mono? ¿Me estás diciendo que ese tipo… —Christine se sentó en la mesa, sobre los apuntes de Miren, y señaló con la mirada hacia Tom Collins— … es mono?
—Bueno, está bien.
—Dilo. Di alto y claro que te lo tirarías. Ya está bien de niñerías, Miren. Tú y yo somos iguales.
Miren le devolvió una sonrisa.
—Yo nunca admitiría esa ordinariez —dijo retractándose, para luego añadir—: Me lo tiraría y no te diría nada.
Christine estalló a carcajadas.
—¿Qué te piensas poner para la fiesta? Tenemos que quedar antes.
—¿Quedar?
—No pensarás ir así, en vaqueros y tenis, ¿verdad? Ya sabes. Lo que hacen las chicas normales, Miren. Eres un poco… rara.
—¿Rara?
—A ver. Voy luego a tu apartamento y llevo ropa. He comprado unos vestidos en Outfiters, una marca que más te vale ir apuntando y que me tiene loca, y seguro que te quedan bien. Tienes la S, ¿verdad?
—Eh…, no hace falta… A mí me gusta ir así, en vaqueros y jersey.
—A las cinco estoy en tu apartamento —añadió Christine sin prestarle atención, con una sonrisa—. Nos cambiamos y vamos juntas. ¿Hecho?
Miren sonrió y Christine interpretó aquello como un sí.
Las clases terminaron y Miren fue a casa a hacer algo de tiempo. Se duchó y estuvo un rato jugando con su pelo delante del espejo, sin saber cómo peinarse. Era morena, con el pelo liso largo a la altura del sujetador y su mirada desplegaba un abanico de inseguridades distintas fruto de años pasando desapercibida en el instituto, en Charlotte. Allí siempre había sido la empollona, la pelota, la correcta y la que nadie quería tener cerca. Cuando consiguió plaza en Columbia se había esforzado por adoptar una pose más abierta, intentando encajar en una ciudad con un ritmo muy distinto al suyo, pero le costaba salir de su cascarón. El año pasó rápido y las únicas personas con las que cogió confianza, al igual que en el instituto, fueron sus profesores. Christine, que estaba sentada a su lado desde el primer día, parecía ser el contrapunto perfecto. Ambas eran muy distintas y quizá por eso mismo habían conectado: Miren era la lista, la que siempre tenía la respuesta correcta a ojos de todos los demás alumnos. Christine nunca respondía, se tomaba los trabajos a broma, pero orbitaba en torno a Miren con el simple objetivo de saber en todo momento lo que tenía que hacer, aunque a la hora de la verdad siempre elegía el camino fácil. Si había que escribir un artículo Miren elegía una noticia particular o un lugar y sobre eso construía su argumentario con ejemplos y puntos de debate que despertaban, en quien los leía, la curiosidad por saber más. En cambio, Christine planeaba sobre los trabajos sin tocarlos ni mancharse, relatando lo sucedido de una manera superficial y sin entrar en detalle más allá de los hechos ocurridos. Eran dos enfoques muy distintos del periodismo, pero también sobre cualquier asunto vital. Si deseabas hacer algo en la vida, tenías dos opciones: sumergirte en ello hasta el cuello para salir del fango de manera triunfal o pasearte por los alrededores del charco para no tener que lavar luego la ropa.
El timbre sonó y Miren corrió a la puerta.
—¿Lista para ser una tía buena? —preguntó Christine a modo de saludo. Miren rio.
—Anda pasa —respondió ella con una sonrisa.
Christine venía con una maleta de mano que tiró sobre el sofá y que abrió en cuanto pudo, dejando ver un puñado de telas de lentejuelas, brillos, estampados y cuero.
—¿Tienes música? —preguntó Christine, mirando a su alrededor.
—Tengo un CD de Stacy Orrico que ya estaba en el apartamento cuando lo alquilé.
—¿Pero qué mierda escuchas? Bueno, da igual. Ponlo. Esta noche mi pava se tira a Tom.
Miren no sabía cómo interpretar que Christine ya diese aquello por hecho. A decir verdad, aquel asunto empezaba a ponerla nerviosa. Tanto que no le respondió y se limitó a seguirle el rollo.
Estuvieron una hora probándose vestidos, riendo a carcajadas mientras se pintaban los labios y cantaban Walking on sunshine a viva voz, sin música que acompañase sus alaridos desafinados, y cuando Miren quiso darse cuenta, Christine le sujetó la cintura por detrás mientras ella se miraba en el espejo, sorprendida por su cambio. Nunca se había maquillado tanto, no le gustaba hacerlo, pensaba que esconderse detrás de una pintura era un símbolo de debilidad, una táctica para ocultarse tras una capa artificial y con la que no rendir cuentas.
—Mírate, Miren. Eres guapísima —susurró Christine.
Miren se echó el pelo a un lado y dejó despejado su rostro, perpleja, sorprendida al verse así. Se había puesto un vestido palabra de honor naranja que terminaba en la mitad de sus muslos. Vio la sombra de ojos que Christine había aplicado en sus párpados con la maestría de quien llevaba años haciéndolo y se sorprendió del resultado. Se vio atractiva por primera vez. Luego, su lado tímido emergió en una frase:
—No me gusta llevar tanto maquillaje… No me siento… cómoda.
—Solo te he puesto colorete y sombra de ojos, Miren, por el amor de Dios. No necesitas nada más. Es solo… el toque de las divas.
—El toque de las divas… —repitió en voz baja, insegura.
—¡¡El toque de las putas divas!! —gritó Christine eufórica, con un aullido que parecía más bien un canto de guerra. Después pasó a canturrear una canción que Miren no había oído en toda su vida.
Salieron juntas, a eso de las siete de la tarde, y taconearon durante un rato hasta llegar a un edificio de apartamentos de estilo moderno con vistas al Hudson en la 139. En la puerta había compañeros de clase fumando y con copas llenas de algún licor. Un tipo se asomó desde una de las ventanas y gritó que alguien había aceptado algún desafío absurdo con un nombre que Miren no llegó a entender del todo. Subieron juntas y por la escalera un borracho, a quien ninguna de las dos conocía, le echó el aliento en la oreja a Miren mientras le decía unas palabras que ella prefirió ignorar.
—¿Es siempre así?
—¿El qué?
—Sentirse observada.
—¿No es genial? —respondió Christine.
Miren la miró extrañada.
Una vez en la fiesta, no pasó mucho tiempo hasta que Christine se marchó a saludar a gente que Miren no reconocía. En realidad, eso era fácil. Miren no conocía a nadie en aquel sitio. Miraba a todas partes y solo veía chicas de un curso por encima del suyo coqueteando con chicos de un curso por encima de los de ellas. Bufó. Tampoco veía a Tom, el anfitrión, aunque sí oyó su risa, enérgica y grave, que parecía invadir toda la casa, a pesar de que la música sonaba muy por encima de la tolerancia de cualquier vecino. Miren se sentó sola en una banqueta de la cocina, y simulaba estar ocupada con unos vasos cada vez que alguien se acercaba a servirse una copa o a echarse más hielos en las que llevaba.
Un chico moreno y afeitado se le acercó y le ofreció un vaso con una sonrisa que casi rozaba con las orejas.
—No me lo digas. Miren, ¿verdad?
—Eh…, sí —respondió. Le fue reconfortante tener una conversación con alguien. Así no se sentiría tan sola.
—Christine te ha mandado a hablar conmigo, ¿verdad?
—No tengo ni idea de quién es Christine —respondió, con una sonrisa.
—No me lo digas. Tú eres un amigo de Tom. Uno de su pandilla —dijo Miren.
—¡Vaya! Observadora. Aunque casi.
—Aquí todos son amigos de Tom. ¿Quién no es amigo de él? Es el popular y el que todas las tías quieren…, bueno, tú sabes.
—Bueno, yo lo conozco de rebote.
—Explica eso.
—Bueno. Yo iba conduciendo por la calle y lo atropellé. Desde entonces somos amigos…
—¿En serio? —preguntó Miren, abriendo los ojos con cara incrédula.
—En realidad no —respondió de golpe y sonriendo una vez más—. No tengo ni idea de quién es Tom. Yo he venido porque me han invitado.
Miren soltó una carcajada que no pudo controlar. Luego, sabiendo por dónde iba la cosa, buscó con la mirada y no vio a Tom ni a Christine a la vista.
—No es una mala fiesta —dijo Miren, intentando romper un silencio de tres segundos.
—No lo es, no. ¿Un brindis por las buenas fiestas?
Aquella frase hecha y vacía hizo clic en la cabeza de Miren, que estuvo a punto de despedirse.
—Pero creo que voy a durar poco. No soy yo muy de…
—¿De divertirte? —inquirió, confuso, arqueando las cejas y dejando ver unas líneas de expresión en la frente que solían funcionarle para resultar más atractivo.
—De beber —respondió Miren—. Me suele gustar más leer o estar en casa.
—Bueno, dímelo a mí. Estudio literatura comparada. Me paso el día leyendo una y otra vez a los grandes. Pero una cosa no quita la otra. Me gusta divertirme. Igual que le gustaba a Bukowski o…, bueno, a todos los escritores.
—¿Ni siquiera estudias periodismo? — Miren lo observó sorprendida, feliz de que mencionase el nombre de uno de sus autores favoritos, y añadió—: Encuentra lo que amas y deja que te mate.
—Bukowski también dijo: «Algunas personas nunca cometen una locura». ¿Qué clase de vida horrible deben de vivir? —dijo sonriendo—. Soy Robert —continuó, chocando su vaso con el de Miren, que él había colocado sobre la encimera de la cocina.
—Yo, Miren. Encantada —respondió sonriendo y agarrando el vaso.
Capítulo 12
Miren Triggs
1998
La creatividad se esconde en la rutina y solo cuando se harta se escapa de ella en forma de chispa que lo cambia todo.
Comencé a explorar los archivos que contenían los correos que me había enviado el profesor Schmoer. Descubrí que no solo había vídeos, sino también documentos, la denuncia firmada por Aaron Templeton, el padre, y la grabación de la llamada a emergencias. Parecía parte del expediente policial de la investigación, o al menos lo que quizá el Daily había conseguido por su cuenta.
Los archivos de vídeo estaban titulados con un código cuyo patrón no tardé en identificar, que hacía alusión a la calle, al número y a la hora a la que comenzaba. Por ejemplo, el primero de ellos era BRDWY_36_1139.avi. Sin duda se refería al cruce de Broadway con la 36, cerca de Herald Square y el final de la cabalgata de Acción de Gracias. Otro se llamaba 35W_100_1210.avi, en alusión a la calle 35 oeste y el número 100. Así hasta unos once vídeos distintos.
Abrí el primero de ellos sin saber muy bien qué me encontraría ni qué buscar. Según lo que había leído, la desaparición de Kiera se había producido alrededor de las 11:45, en las inmediaciones del cruce de Broadway con la 36, por lo que, si la numeración del archivo era correcta, lo que fuera que ocurriese estaba a punto de suceder varios minutos después.
Lo primero que vi fueron paraguas. Cientos de ellos, por todas partes. No recordaba que ese día hubiese llovido, pero aquello complicaba mucho lo que las cámaras de seguridad podían captar.
El vídeo estaba grabado desde un plano situado varios metros por encima de los paraguas que esperaban la cabalgata. La imagen era la de una manta compacta de ellos, como si fuese una alfombra de colores viva que temblaba y oscilaba fotograma a fotograma mientras, un poco más allá, se intuían los disfraces de galletas de jengibre desfilando por el centro de la calle. Al otro lado de la comitiva había gente a cubierto con chubasqueros y paraguas esperando tras una valla de metal gris. Por encima de ellos reconocí el Haier Building en la otra acera y no me costó ubicarme en la ciudad. La cámara había grabado la escena tomando una fotografía cada dos segundos, por lo que había grandes lagunas entre foto y foto.
Destacaba en el centro un paraguas claro, inmóvil, rodeado de otros tantos de color negro, en el entorno cercano a la cámara. Salté el vídeo hacia delante varias veces, ante la certeza de que toda la grabación sería así. Descubrí que lo único que cambiaba era la composición de colores de la alfombra de plástico y que las galletas de jengibre se convirtieron poco a poco en majorettes. Busqué a la Mary Poppins que repartía globos en la esquina con la 36, pero la cámara no enfocaba esa zona.
Me fijé en que una majorette se había acercado a la valla más cercana a la cámara y se entretuvo durante algunos fotogramas allí, como si saludara a la persona que llevaba el paraguas blanco. Vi unos seis minutos completos de la grabación, intentando atisbar más allá de lo que permitía la cámara: gestos, cambios de posición de los paraguas, velocidad con la que se movían, pero no sucedía nada destacable. Luego, de repente, un hombre corrió entre ellos hacia el lugar en el que unos minutos antes se había detenido la majorette. A continuación el paraguas desapareció, supongo que caería al suelo en los segundos que pasaron entre un fotograma y el siguiente, y encontré el rostro de Grace Templeton, la madre de Kiera.
La imagen no es que fuese muy nítida, pero en ella intuía una expresión de incredulidad. En el siguiente fotograma la expresión de Grace era de completo terror. A su lado apareció Aaron Templeton y me dio la impresión de que le contaba algo. Ambos aparecieron después unos metros más a la derecha, entre dos paraguas verdes, y acto seguido desaparecieron del encuadre de la cámara.
Se me encogió el estómago. No podía imaginar lo que pudieron sentir ambos en aquel momento. Luego revisé de nuevo esos instantes, por si había pasado algo por alto, pero no saqué ninguna conclusión adicional.
Abrí un documento con extensión .pdf y descubrí que se trataba de un parte de internamiento médico, del Centro Hospitalario Bellevue, con los datos de Grace Templeton. Al parecer había sufrido un grave ataque de ansiedad y la habían llevado en ambulancia allí. Tenía como hora de entrada las 12:50, por lo que no debía de haber pasado mucho tiempo desde que Kiera desapareció. En él se incluía su número de la segurid