Y siempre estarás tú

Encarna Magín

Fragmento

Capítulo 1

Capítulo 1

El trineo real se deslizaba con elegancia entre la nieve inmaculada que cubría el paisaje de otoño. Conducido por su alteza Andrei Bykov, príncipe de Druicia, el vehículo, una obra maestra de artesanía y lujo, contaba con siglos de historia y era mencionado en muchas de las leyendas mágicas del país. Su estructura construida con una rara madera de origen desconocido lo hacía aún más especial.

Adornado con intrincados tallados de motivos heráldicos y emblemas del linaje real, el trineo estaba equipado con asientos tapizados en terciopelo púrpura y cojines de seda, así como mantas de piel de armiño para protegerse del frío penetrante. Los largos esquís de metal dorado, diseñados por artesanos de antaño, permitían que el trineo se deslizara con gracia y velocidad sobre la nieve, una característica única que nadie había logrado imitar.

Tiraban del trineo tres elegantes caballos de pelaje blanco como el nácar. Llevaban arneses dorados y campanas de bronce que emitían un melodioso tintineo al avanzar. También contaba con una capota de cuero fino bordada con escenas de festividades reales. Para la noche, farolillos de aceite montados en los laterales proyectaban destellos de luz cálida sobre el manto de nieve y creaban una atmósfera mágica.

De todas las posesiones del príncipe, el trineo real era de la que más se enorgullecía; y nunca se desprendería de él. Siempre que sus obligaciones se lo permitían, salía a disfrutar de un paseo en el vehículo, sin embargo, cuando la nieve comenzó a caer con fuerza, decidió regresar al palacio real. Dejó el trineo y los caballos en las manos expertas de aquellos que los cuidaban con mimo, y se dirigió hacia el interior. Sintió la calidez del ambiente envolverlo mientras la nevada arreciaba afuera. Le informaron que había llegado correo y fue de inmediato a atender la correspondencia.

Andrei Bykov esbozó una media sonrisa de satisfacción mientras leía la carta del príncipe regente de Inglaterra. Lo invitaba a ser su asistente de honor en el baile de inauguración de la nueva temporada, para que escogiera esposa entre las debutantes. Agradeció haber hecho caso a su secretario, Iosif Semnovki, cuando le aconsejó que hiciera públicas sus intenciones de casarse con una noble inglesa, a fin de estrechar lazos entre los dos países.

Andrei era el príncipe de Druicia, un pequeño país del norte de Europa, de no más de cuatro kilómetros cuadrados, rodeado de valles verdes, donde pastaban vacas y ovejas de una raza especial, y montañas eternamente nevadas. Conocido por producir uno de los más gustosos quesos del mundo y una lana de alta calidad, Druicia tenía una historia que se remontaba a siglos atrás, cuando los romanos aún no se habían expandido por media Europa.

La reina de Druicia murió al poco de nacer Andrei debido a una infección tras una caída. El rey había fallecido un año atrás y, pasado el tiempo de luto, era el momento de que Andrei ascendiera al trono. Sin embargo, una ley en su país le impedía hacerlo hasta que contrajera matrimonio.

El príncipe Andrei Bykov aspiraba a casarse con una noble hermosa, obediente y atenta, como había sido su madre, según le explicaron. Ella fue la reina perfecta, dejó el listón muy alto, tanto que su padre no volvió a casarse. Sin embargo, su gusto por las mujeres y la buena vida provocaron un distanciamiento entre la monarquía y los habitantes de Druicia. Además, sus excesos causaron un deterioro en su persona, que lo enfermó hasta su muerte. Era deber de Andrei recuperar la confianza de su gente, y lo haría casándose con una dama que los embelesaría a todos por su belleza y sus formas.

Andrei estaba en el fastuoso estudio de su palacio, sentado en uno de los cuatro sofás de estilo Chesterfield dispuestos alrededor de una imponente chimenea, lo suficientemente grande como para albergar a tres caballos adultos. A través de las ventanas, el crepúsculo se desvanecía, y las cortinas de nieve caían sin cesar. Sería la primera gran nevada de la temporada, y el paisaje permanecería blanco hasta bien entrada la primavera.

Su secretario, Iosif, estaba sentado frente a su escritorio, perpendicular al del príncipe, respondiendo a una solicitud para que el monarca asistiera a la inauguración de un teatro. Andrei se levantó y se acercó a él; el sonido de sus botas, aunque amortiguado por las alfombras, fue suficiente para que el secretario levantara la cabeza.

—Lee —ordenó el príncipe, entregándole la carta—. Reconozco que tuviste una gran idea.

Iosif, un hombre de no más de treinta años, con el rostro alargado, cabello pelirrojo y patillas pronunciadas, y ojos de un gris ceniza, sonrió con satisfacción.

—Sin duda, esta invitación le facilitará la tarea de buscar esposa —comentó, poniéndose de pie. Rodeó el escritorio y se colocó frente a Andrei; ambos eran hombres altos—. Y ahora, ¿cuál será el siguiente movimiento, alteza?

Andrei unió las manos a su espalda y reflexionó durante unos instantes.

—Debo recuperar la estima de mi gente. Quiero asegurarme de escoger a la mejor candidata para ostentar el título de reina de Druicia. Mi padre dejó una herida profunda; nunca debió comportarse como lo hizo.

La voz de Andrei resonaba con firmeza, pero en el fondo de sus ojos cobalto había una sombra de preocupación. Su semblante, aunque sereno, estaba cargado de determinación. Sus facciones perfectas, casi esculpidas, con el cabello rubio claro cayendo en ondas naturales, parecían más propias de una pintura renacentista que de un hombre de carne y hueso. Pero bajo esa apariencia angelical, latía la mente aguda de un estratega, consciente de que el destino de Druicia estaba en juego.

Iosif agachó la cabeza para evitar que el monarca advirtiera la profunda aversión que aún guardaba hacia el difunto rey. No era diferente al rechazo que sentían los habitantes de Druicia, traicionados por un monarca que había olvidado su deber y se había abandonado a una vida de excesos.

—Reconozco que los ánimos están revueltos —manifestó el secretario, escogiendo cuidadosamente sus palabras—. Solo la elección de una reina que conquiste sus corazones logrará que recuperen la confianza en su linaje.

—Por eso es tan importante hacer la mejor decisión —replicó Andrei, cruzando los brazos—. Había pensado en comprar o alquilar una mansión en una de las zonas más lujosas de Londres.

Iosif parpadeó, desconcertado. La idea de trasladarse a Londres hasta que se celebrara el baile parecía extravagante, incluso para un príncipe. Además, no informar al príncipe regente de Inglaterra podría tomarse como un desaire. La carta que Andrei había recibido dejaba claro que el regente quería involucrarse en la elección, deseaba aconsejarle sobre las damas casaderas. Por eso lo invitaba una semana antes del baile, para asegurarse de discutir las posibilidades.

—Causará un gran revuelo que un príncipe se hospede en la ciudad, alteza —dijo finalmente Iosif, tras una pausa—. Piense que la noticia podría ser percibida por la realeza británica como un gesto descortés, y en vez de estrechar lazos, crearíamos un incidente diplomático de inesperadas consecuencias.

Andrei torció los labios, con una chispa traviesa en la mirada que hizo que sus ojos cobalto brillaran aún con más intensidad.

—Nadie sabrá que soy el futuro rey de Druicia. Lo haremos bajo una identidad falsa. ¿Qué te parece la idea?

El secretario arrugó el entrecejo, sopesando la propuesta. Poco a poco, su boca se ensanchó en una gran sonrisa, mientras comprendía los motivos ocultos de Andrei. Pretendía investigar de cerca a las candidatas, analizar sus comportamientos lejos de la formalidad de los salones de baile. Iosif miró al príncipe con renovada admiración. Había algo magnético en Andrei, una combinación de inteligencia, carisma y un aura noble que lo hacía irresistible. Sus ojos azules parecían contener secretos, su cabello de oro pálido reflejaba la luz como un halo, y sus movimientos desprendían una elegancia innata. Cualquier dama quedaría prendada de él, pero esta elección no era solo un capricho: el futuro de Druicia dependía de ello, y más valía que no errara.

—Me parece una gran idea, alteza —dijo al fin, con una leve inclinación de cabeza.

—Bien, porque después de Navidad partiremos a Londres en misión secreta. Nadie debe enterarse. Tendremos dos meses para escoger a la futura reina de Druicia.

La sala quedó en silencio mientras esas palabras resonaban, como un juramento tácito entre ambos. Afuera, el viento helado provocaba que los copos de nieve se estrellaran contra las ventanas. Pero dentro de la estancia, el fuego de la chimenea y la firmeza del príncipe parecían iluminar todo con una intensidad casi palpable.

***

Lavinia Templeton, con el corazón encogido, cogía trozos de carne de su plato y los escondía en un pañuelo que tenía en el regazo. Cada movimiento era calculado, furtivo, como si al hacerlo pudiera borrar su existencia de esa mesa opulenta donde no quería estar. Por suerte, las Navidades habían terminado. Si había una época del año que odiaba con todo su ser, era esta. Para Lavinia, todas eran igual de sombrías, un recordatorio cruel de su soledad, aunque viviera bajo el mismo techo que su tía Florence, su tío Ridley, los condes de Houlty, y su prima, la altanera lady Phoebe Templeton.

Era consciente de que solo era una carga para ellos. No había día en que no se lo recordaran con comentarios mordaces y humillantes. Esa era la única razón por la que le permitían sentarse a la mesa con ellos: para torturarla. Cuando había invitados, el castigo era aún más cruel. La confinaban en su alcoba con la excusa de que era una joven de mente débil y carácter errático, inclinada a ataques de ira y amante de la soledad. Una mentira, como tantas otras, tejida para justificar su desprecio hacia ella.

Lavinia sabía que lo mejor sería marcharse. Pero ¿a dónde? No tenía a nadie, ningún lugar al que huir. Estaba sola en el mundo, y lo sabía demasiado bien. Incluso los criados, que en otro contexto podrían haberse solidarizado con ella, preferían complacer a sus señores, despreciándola para ganar su aprobación. Con el tiempo, ella había aprendido a tolerar la indiferencia de los demás. Ya no dolía tanto. O eso quería creer.

Pero no siempre había sido así. Una vez tuvo un hogar lleno de risas, amor y ternura. Sus padres la habían amado profundamente. Su madre, una mujer de mirada bondadosa, falleció de tuberculosis cuando Lavinia tenía apenas seis años. Dos años más tarde, su padre Alexander también la dejó.

Recordaba aquella noche de primavera como si fuera ayer. Él le había prometido que su suerte cambiaría, que aquella misma noche se convertiría en una princesa digna de casarse con un príncipe. Pero nunca regresó. Su tío le contó, con la indiferencia de quien aplasta una flor, que Alexander había estado tan borracho que, al salir tambaleándose de una taberna, tropezó y cayó justo cuando un carruaje pasaba. Esa fue la noche en que las risas y el amor desaparecieron de su vida, sustituidos por un vacío que la acompañaba hasta el día de hoy.

―Ridley, ¿sabes que vamos a tener vecino nuevo? —anunció Florence con aire casual, mientras hacía tintinear su copa contra el plato.

El conde detuvo el cuchillo en mitad de un corte, alzando la vista con expresión inquisitiva.

—¿Han comprado Corwik House?

—No, lo han alquilado, pero no sé a quién —respondió Florence, sus labios se curvaron en una sonrisa controlada.

Ridley se reclinó en su silla y evaluó la información.

—Solo espero que sea un noble de buena cuna.

Florence se permitió una leve inclinación de cabeza, como si ella misma diera por hecho que lo sería.

—Habrá que darle la bienvenida. Estaré atenta. —Entonces, con estudiada precisión, giró la cabeza hacia su hija—. Oh, querida, los rumores de que el príncipe de Druicia escogerá esposa en el baile de inauguración de la nueva temporada en el palacio de Carlton House son cada día más verídicos. Debemos asegurarnos de que la escogida seas tú.

Phoebe, sentada con perfecta postura, dejó que una sonrisa floreciera en su rostro mientras jugueteaba con los tirabuzones morenos, que enmarcaban su semblante impecable. Su belleza era delicada y calculada, como la de una rosa recién cortada, lista para deslumbrar a cualquier caballero que la contemplara. Ella era el vivo reflejo de su madre, aunque Florence mostraba ahora los rastros que el tiempo había dejado en su rostro: líneas profundas entre las cejas, mejillas que antaño habían sido tersas y altivas, ahora caídas, y una mandíbula que había perdido definición. Su cabello, todavía oscuro, estaba surcado por hebras plateadas, mientras que sus vestidos, ajustados en exceso, acentuaban las curvas que el peso de los años había hecho más generosas.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos