Heartbreak Point

Juan Arcones

Fragmento

cap-1

Prólogo

No tenía muy claro lo que esperar cuando entré en Arcadia. Pero, siendo sincero, la primera vez que supe de su existencia, lo único que pude pensar es que sería un sitio elitista en el que sería imposible entrar. Y en el que tampoco querría estar. Es decir, se me daba bien el tenis, por supuesto, pero no era el mejor ni de lejos. Allí se reirían de mí, me mirarían por encima del hombro, me harían continuamente la zancadilla para que no pudiera avanzar. Como si lo viera venir. Mi padre opinaba lo contrario y no dejaba de insistirme en que era una oportunidad de oro. Aunque, claro, él solo veía el dinero que podría ganar si me convertía en un tenista de éxito. Quizá para seguir con sus estúpidas apuestas. Mi madre, cuando me cogía el teléfono, se limitaba a escucharme lo justo, así que tampoco me esforcé en contarle lo del torneo. Porque ¿para qué? ¿Para que se le olvidara a los cinco minutos y yo me agobiara porque no me preguntara en cada llamada? Prefería que viviera en la ignorancia.

A veces es mejor así.

Porque el conocimiento es poder. Pero no solo para ti; también puede suponer poder de los demás sobre ti. Y, en el caso de mi madre, más. Ya había dejado atrás el tener que hacer cosas solo para que ella estuviera orgullosa de mí. Esa etapa había quedado en el pasado. Y, aunque a veces haya que volver sobre nuestros pasos para cambiar el presente, con mi madre ya lo daba por imposible.

El torneo del club El Roble llevaba ya muchos años siendo uno de los más importantes del país para gente como yo. Es decir, gente con pocos recursos, pero con un mínimo de talento. El ganador no solo se llevaba tres mil euros, sino una beca para entrar en Arcadia durante un mes. En ese tiempo, tendrías que ganarte tu permanencia allí. Suponiendo que quisieras seguir, por supuesto. Porque pocos lo hacían. Era cara. Era muy cara. Y sus alumnos no eran precisamente los más simpáticos. Había escuchado de todo. Había leído de todo. Pero, realmente, ¿qué más daba? No iba a conseguir ganar ese torneo. Mi padre se empeñó en apuntarme. Me federó, pagó la inscripción y me llevó el primer día, después de obsesionarse con mi dieta la semana anterior. «Tienes que comer más proteína». Joder, papá, que tengo dieciséis años. Y, en términos de deporte profesional, ya iba muy tarde. A esas alturas, despuntar es más complicado. Le daba igual. Así que acepté, y gané el primer partido. Más fácil de lo esperado. Yo no tenía ranking, así que todos eran, supuestamente, mejores que yo. Qué sorpresa se llevó el primero, un alemán llamado Daniel, cuando le gané 6-0, 6-2. Se desesperó a mitad del primer set. Tiró dos veces la raqueta contra el suelo, ante la pasividad del que supuse era su padre y entrenador. Cero repercusiones. Cero consecuencias.

Yo estaba bastante más calmado. El tenis no definía mi vida, aunque se me diera bien. Tampoco tenía ningún golpe especialmente decisivo, pero era bastante completo y corría mucho. Cuando digo mucho, es mucho. «Tienes que ser flexible, Nicolás». Otra de las máximas de mi padre. Vale, pues soy flexible. Tampoco era capaz de abrirme de piernas, pero podía resbalar bien sobre la tierra de la pista y ganar el punto en posturas imposibles.

—Nicolás Rion gana 6-0, 6-2 —dijo el árbitro, y las tres personas que estaban viéndonos empezaron a aplaudir. Realmente solo dos de ellas. La tercera era el padre del alemán, y estaba muy enfadado. Nada más acercarse a él, le dio una colleja que resonó con fuerza. Hijo de puta.

—¡Eh! —grité, y me miró con ojos furiosos. Daniel, sentado en el banco, tenía la toalla sobre la cabeza, agachada hasta casi esconderse entre las piernas—. ¡Sí, tú, el nazi de la colleja! ¡Ha hecho lo que ha podido y ha jugado superbién! Si cree que puede hacerlo mejor, ¿por qué no se apunta usted la próxima vez? —gruñí. Como es obvio, no me entendió una mierda. Básicamente porque era alemán. Pero me ponía de mala leche que tratara así a su hijo, que lo único que quería era jugar al tenis. Nada más.

—Was sagst du? —masculló. Supongo que quiso decirme que qué había dicho o algo así.

Pero me limité a matarle con la mirada, me acerqué a su hijo y le acaricié la espalda. Este se quitó la toalla y me miró con ojos llorosos. ¿Qué hice yo? Darle un abrazo. Aunque los dos estuviéramos sudados y el olor corporal no fuera el idóneo.

—Has jugado genial. Fantastisch —dije con mi chapucero alemán, fruto de un año en el que mi madre me apuntó a cuatro idiomas diferentes. Solo recordaba eso y una canción sobre los números.

—Danke —respondió, compungido, mientras se sorbía los mocos sonoramente. Después de separarnos, le tendí la mano a su padre y, cuando fue a estrechármela, la aparté. Así aprendería a no pegar a su hijo.

El siguiente partido no fue mucho más difícil. Un chico de Segovia que tenía un saque muy flojo, pero una derecha imposible de devolver. Así que me limité a atacarle todos los saques y a tirar bolas altas continuamente a su revés. Si no podía ganarle en fuerza, le ganaría en estrategia. Y, aunque íbamos empatados al principio, fue incapaz de contrarrestar mi táctica. Se movía de más para tratar de pegar con la derecha. Cuando lo hacía, me ganaba el punto al momento, pero se cansaba mucho más por el sobreesfuerzo de tener que colocarse continuamente, así que llegó un momento en el que dejó de correr, desfondado. Ahí aproveché yo. Y él empezó con las trampas, a marcar bolas fuera cuando claramente habían entrado. El árbitro le acabó llamando la atención y tuvo que claudicar. No le quedaba otra.

Tampoco vino mi padre a verme.

No es que se lo tuviera en cuenta. Lo prefería. Bastante tenía con cumplir sus expectativas como para encima tenerle vigilándome durante todo el partido. Nunca he funcionado bien bajo presión.

—Nicolás Rion gana 6-4, 6-4 —anunció el árbitro.

Los dos nos acercamos a la red y, cuando iba a darle la mano, evitó mi mirada y se fue directamente a su silla, a guardar su raqueta, dejándome colgado y sin saludo. Refunfuñé, me despedí educadamente del árbitro y, por supuesto, fui a por él.

—¿A ti qué te pasa? —le espeté, y se volvió con miedo. Seguramente no estaría acostumbrado a que alguien se enfrentara así a sus desplantes. Ja, no me conocía en absoluto.

—¿A mí?

—Sí. Has pasado de darme la mano.

—No le doy la mano a los tramposos —gruñó mientras se colgaba su raquetero al hombro.

—¿Perdona? Es a ti al que han llamado la atención dos veces por marcar mal los botes —le recriminé. Pero él se limitó a chocarse conmigo deliberadamente y salir de la pista sin una mera respuesta. Como fueran a ser así todos mis contrincantes, no iba a sobrevivir esa semana.

Los cuartos de final fue el partido más difícil de todos. Ese chico jugaba increíble. Todo lo hacía bien. Y encima era guapísimo. Quizá eso me distrajera un poco. Solo quizá. Y también porque me recordaba a Adrián. El único chico con el que había estado y con el que la relación, obviamente, acabó muy mal. Porque ¿cómo va a terminar una relación de dos chicos de quince años que tienen que esconderse para poder darse un beso?

—Carlos Azpúa gana el primer set 6-2.

Mierda. Así no iba a ganar. Tenía que empezar a espabilar o se me escapaba el partido, la beca, el dinero, la ilusión de mi padre… Pero, claro, ¿realmente esperaba ganar algo en la vida? Sería la primera vez, la verdad, por muy catastrofista que sonara. Dio igual. No había forma. Poco importaba lo que intentara. Me tenía cogida la medida y era imposible solucionarlo. Los puntos iban desapareciendo, mis golpes acababan en la valla contraria y mi desesperación era real.

Hasta que pasó.

Lancé una bola muy corta, casi pegada a la red, y el chico, al echar a correr, resbaló, cayó al suelo y se torció el tobillo de una forma un tanto dolorosa. Su grito se escuchó en todo el club. Se agarró el pie y se retorció de dolor, rebozándose en la tierra de color rojizo. Su entrenadora saltó a la pista para ayudarle y el árbitro detuvo el partido. Después de varios minutos, consiguió levantarse, pero era incapaz de apoyar el pie en el suelo. Quería ganar, pero no quería que fuera así. No le deseaba una lesión a mi contrincante.

—Nicolás Rion gana el partido por lesión de Carlos Azpúa.

El pobre se fue llorando. Si hubiera sido otro partido, no se lo habría tomado tan a pecho. Pero el premio era el que era. No solo por el dinero. Realmente dudaba que alguno de ellos lo necesitara de verdad. Lo importante era la posibilidad de entrar en Arcadia. Porque no solo era una academia cara, sino que, además, tenía una lista de espera interminable. Ese torneo era el billete más fácil para entrar, y perder la oportunidad cuando ibas ganando de una manera tan clara tenía que doler mucho más que el esguince. Sí, estaban las otras dos grandes academias, Loreak y Top-Ten, pero Arcadia era la única que ofrecía una beca si ganabas ese torneo.

Por suerte, las semifinales no fueron muy complicadas. Me tocó jugar contra un chico que medía casi dos metros y que se llamaba Harry. Era irlandés. Sacaba tan fuerte que era imposible seguir la trayectoria de la bola. Pero era lo único que sabía hacer. Su juego de pies era deficiente. Era incapaz de correr hacia delante y sus golpes eran bastante mediocres. No tuve que esforzarme mucho, y tampoco quería hacerlo. Era bueno que fuera un partido rápido. Porque en las otras semifinales jugaban Iñaki Rincón y Jon Izaguirre. El favorito. Muy por encima de todos nosotros. Había ganado todos sus partidos por paliza. Todos apostaban que él ganaría la competición y, de hecho, contra Carlos Azpúa, pero su lesión me había dejado el camino libre. Me había convertido en la sorpresa del torneo. Aunque tenía claro que no tenía nada que hacer contra Izaguirre. Al menos llegaría a la final. Algo es algo.

—Nicolás Rion gana 7-5, 6-2. —Eran las semifinales, así que había bastante más gente disfrutando del partido.

Había llegado a la final. ¿Quién me lo iba a decir cuando mi padre me obligó a apuntarme? Nadie confiaba en mí. Ni siquiera yo. A ver, quizá mi padre sí, pero porque no tiene ningún tipo de filtro conmigo.

Por supuesto que esa noche no pude pegar ojo. Me habían metido tanto miedo con la forma de jugar de Izaguirre que solo me veía perdiendo estrepitosamente una y otra vez. Es que mi mente no era capaz de procesar que podía ganar de ningún modo. No. Simplemente iría a aprender. ¿Y si no me presentaba? Sí, era un poco de cobardes, pero nadie tenía por qué saberlo. Diría que tenía gastroenteritis o algo así. Podría ser perfectamente. Soy de estómago delicado. Heredado de mi madre.

—¿Preparado para el partido de mañana? —me preguntó mi padre durante la cena.

—Para la paliza, querrás decir.

—Tú tírale al revés, que lo tiene flojo.

—Izaguirre no tiene nada flojo. —Y sonó sorprendentemente porno esa respuesta.

Le había visto. Izaguirre era perfecto. Esculpido por los dioses. En serio. Tenía una mandíbula…, unos bíceps…, unas piernas… y unos labios gruesos increíblemente besables.

—Contigo se va a confiar. Tendrás que utilizar eso, Nico —dijo mientras recogía los platos de la mesa.

—Pues claro que se va a confiar. Si yo soy malísimo.

—No eres malísimo. No digas eso ni en broma —replicó, molesto, y desapareció dentro de la cocina.

Su respuesta me acompañó toda la noche, y, aunque no veía una salida a mi derrota, al menos tenía el apoyo de una persona. Así que a la mañana siguiente me presenté en el club antes de tiempo. Quién sabe para qué. ¿Quizá para empaparme del ambiente? ¿A ver si se me pegaba algo? Pero, cuando llegó la hora del partido, el comienzo se fue retrasando y retrasando. Estaban las gradas a rebosar (tres gradas de piedra, tampoco era nada del otro mundo). Pero el que no aparecía era Izaguirre. La gente empezaba a cuchichear y a ponerse nerviosa. Hasta que uno de los organizadores del torneo y jefe del club se acercó al árbitro y le susurró algo al oído. A los pocos segundos, cogió el micrófono.

—Jon Izaguirre ha tenido que retirarse del torneo por motivos de salud, por lo que Nicolás Rion es el nuevo campeón de esta edición del torneo de El Roble.

El silencio sepulcral que siguió a esa frase fue cortante. Tanto que juraría que incluso me hizo una herida en el pecho. Mi corazón empezó a acelerarse, latiendo a toda intensidad, queriendo salir de mi cuerpo para no volver. ¿Había ganado? ¿De verdad había ganado? ¿El destino había querido que Izaguirre se retirara en el último momento? Eso significaba no solo que ganaba los tres mil euros, sino que mi futuro estaba en Arcadia. Entre los mejores. Yo. Que había ganado dos partidos por retiradas de mi rival.

No merecía ganar.

No merecía la beca.

Y, en el primer momento que puse un pie en la academia, sus alumnos se encargaron de recordármelo.

Capítulo 1

Nicolás

Arcadia estaba en un pequeño pueblo en las montañas del este de España. De hecho, todo el pueblo vivía casi alrededor de la academia. Los familiares comían en los restaurantes de la zona cada vez que iban a ver a sus hijos, los propios alumnos hacían muchas veces vida en los bares cercanos a la playa, aunque siempre a escondidas de los profesores… Porque todos vivíamos allí. Teníamos la zona de residencia, con habitaciones individuales para algunos, los más ricos, y compartidas para otros. Yo, por supuesto, compartía la mía. Todo aquello era inmenso, era como si se tratara de una pequeña ciudad al margen del resto del mundo. Uniformes oficiales, altavoces desde los que se anunciaban las diferentes horas para comer o eventos especiales. Un paseo principal que dividía la academia en dos, con palmeras que ondeaban en el viento y motivos de tenis por todos lados. Incluso había papeleras con pelotas de tenis dibujadas, además de algunas placas conmemorativas en diferentes pistas recordando a grandes jugadores del centro y sus hitos deportivos. Incluso había una estatua de uno de los fundadores de Arcadia junto al edificio principal, con la raqueta en la mano y la mirada puesta en el horizonte. Un poco hortera de más.

En los cursos trimestrales intensivos, al parecer, nos correspondía a cada uno un tutor. Alguien que, durante el primer mes, nos enseñaba la academia, nos ponía al día de todas las cosas que teníamos que saber y tener en cuenta y, por supuesto, compartía habitación con nosotros. Pero a mí nadie me dijo nada el día que llegué. Había habido algún tipo de problema con mi tutor y tendría que esperar para saber quién iba a ocuparse de mí, quién iba a ser mi niñera. Por suerte, ese primer día conocí a Álvaro. Mi primer aliado en Arcadia. La primera persona que no me juzgó cuando llegué. La primera y casi la única.

Cuando encontré mi habitación, vi que la puerta estaba entreabierta, así que entré y empecé a deshacer mi maleta. Sin previo aviso, apareció en el umbral un chico más bajo que yo, delgaducho y con la nariz más pequeña que había visto en mi vida. Su pelo rubio estaba rapado por los lados, mientras que, por arriba, lo llevaba rizado y con mechones que le caían por la frente, haciéndole pestañear continuamente. Debía de ser bastante molesto. ¿Por qué no se cortaba el flequillo? Al verme se asustó y dio un brinco, acompañado de un pequeño grito ratonil que me asustó a mí también.

—¿Quién eres tú? —preguntó dando un par de pasos hacia atrás. No sabía la razón, pero me percibía como alguien peligroso. Yo, con mi sudadera de Wanda Maximoff y mi cara de no haber dormido en días.

—Nicolás. ¿Quién eres tú? —repliqué irguiéndome todo lo posible para que viera que era más alto que él.

—Nicolás ¿qué?

—Nicolás Rion. Y este es mi cuarto.

El chico salió al pasillo de nuevo y miró el número que había junto al marco de la puerta. Al hacerlo, volvió a asomarse.

—¿Estás en la 343?

—¿343? Joder. —Obviamente me había equivocado. Miré la pantalla de mi móvil, buscando el mail de información que me habían enviado. Y claramente mi habitación no era esa—. Me he equivocado, perdona —me disculpé mientras empezaba a meter de nuevo las cosas en mi maleta.

—Ya pensaba que eras mi tutor —señaló el chico y entró en la habitación con una maleta con ruedas y una mochila además de su raquetero, que dejó caer al suelo con gran estrépito—. ¿Cuál tienes tú entonces?

—La… —Volví a comprobarlo—. La 373.

—Ah, vale, casi somos vecinos y todo —sonrió amablemente.

—¿Eres nuevo también?

—Muy bien, lince —graznó con una voz mucho más aguda y se sentó sobre la otra cama que había en el cuarto, suspirando a un volumen demasiado alto.

—¿Qué le pasa a tu voz?

—¿Qué le pasa? —respondió, extrañado.

—Cuando has entrado, tenías otra voz que…

—Ah, eso. Vale. —Se aclaró la garganta—. Cuando conozco a alguien, sigo cambiando la voz, en plan, inconscientemente. Es decir, uno no sabe dónde puede estar seguro y, por supuesto, que la sociedad nos ha enseñado que tenemos que ser más masculinos, con voz más grave, más machos. Unga, unga, ya sabes. Pero he visto que llevas a nuestra amiga en común en tu sudadera, así que he dado por hecho que esto es un lugar seguro. ¿Lo es?

—¿Tenemos? —pregunté.

—¿En serio te has quedado…? Tenemos, sí. Nosotros. Es decir, eres gay, ¿no? O bisexual, no quiero empezar invisibilizándote.

¿Cómo lo había sabido tan rápido? Es decir, no es algo que ocultara a esas alturas, pero me sorprendía que lo hubiera deducido solo por una sudadera.

—¿Eso es algún problema? —le reté.

—Tú no escuchas, amor. El problema sería que no lo fueras —sonrió—. Me llamo Álvaro. Vergara. Sí, es un nombre superpijo. Pero, curiosamente, no lo soy. No solo no me pega —se señaló con ambas manos, divertido—, sino que estoy aquí gracias a una beca. Porque a los gais se nos da bien el deporte de vez en cuando. Somos el porcentaje que salva la media.

—Pues un placer, Álvaro. ¿Siempre hablas tanto?

—Te acostumbrarás —respondió casi al momento—. ¿Has conocido a alguien más?

—No. Eres el primero. Bueno, y el profesor que me dijo dónde tenía que venir. No recuerdo su nombre.

—Sería Sebas. Creo. Aquí hay muchos profesores y muchos alumnos. Esto es enorme.

—Sí, la verdad es que sí. Bueno… —Terminé de cerrar la maleta—. Yo me voy. Perdona otra vez.

—Un error lo tiene cualquiera —me dijo con suavidad mientras yo atravesaba el cuarto para salir al pasillo de nuevo, en busca de mi habitación—. ¡Espera, espera! No puedes irte así. Tendrás que dejar algo tuyo aquí. Que ha sido tu primera habitación en Arcadia, aunque solo te haya durado dos minutos.

—¿Dejar algo aquí?

—Sí, no sé, aunque sea un calcetín.

—¿Para qué exactamente? —le pregunté, confuso.

—No sé. ¿No te hace ilusión? Es el primer dormitorio que has pisado aquí. Te juro que guardaré bien cualquier cosa que dejes. Prometido. —Y se hizo una cruz en el pecho con su pulgar—. Mira, yo siempre dejo algo en cualquier sitio al que voy, aunque sea mi casa. Puede que sea mi forma de demostrar al mundo que existo… y que estoy.

—¿En cualquier sitio al que vas?

—A ver, si ya he estado una vez, no vuelvo a dejar nada, no te vayas tú a creer. Pero sí. A veces dejo un trozo de papel con mi firma o un calcetín si es en casa de alguien. Una vez… —se echó a reír—, una vez dejé una foto mía de carnet en casa de un amigo. Su novio le dejó pensando que estaba enamorado de mí. Y en verdad lo estaba. Lo descubrí gracias a eso. Ups.

—¿Y si tiran lo que has dejado?

—Eso ya no lo puedo controlar. Pero, al menos, he demostrado que he pasado por ahí. Así que te toca. ¿Qué vas a dejar en tu antiguo cuarto?

Era un chico extraño, desde luego. Una persona que prefería no callarse nada, y había cogido confianza conmigo casi desde el primer minuto. Su propuesta me había dejado un poco en blanco. ¿Dejar algo en su habitación? ¿Para qué? ¿Y por qué tenía esa rara obsesión con que la gente supiera que había pasado por algún sitio? Dejé caer mi mochila sobre el suelo, abrí la cremallera y rebusqué a ciegas, a ver qué era lo primero que conseguía sacar. Cuando mis dedos rozaron algo pequeño, tiré de ello. Eso iba a ser lo más fácil. Al sacarlo, vi que era un muñeco del tamaño de la palma de mi mano de la película Your name. Taki. El protagonista.

—Hala, ¿es un hirono?

—¿Un qué?

—Déjame ver.

Se acercó y sin darme tiempo a contestar, me lo arrebató para examinarlo.

—¿Te gusta el anime? Esto es… Es de Your name, ¿verdad? Qué mono. Me lo quedo. Bueno, no. Ya me entiendes. Pero ahora ya has demostrado que has estado aquí. Nicolás Rion ha estado aquí. —Lo colocó sobre la mesa que había bajo la ventana, mirándolo con orgullo, como si hubiera conseguido uno de sus objetivos vitales—. Y queda perfecto. ¿Quieres que demos una vuelta y te acompaño a buscar tu nueva habitación, excompañero de cuarto?

—Eh, claro. Pero tienes que empezar a dejarme hablar algo.

—Yo te dejo hablar, por supuesto —sonrió—. Pero primero te voy a hablar de mi tutor y lo guapo que es. Al menos, así llevo fantaseando con ello una semana. Debería ducharme, pero, mira, mejor que la gente se vaya acostumbrando desde ya a mi sudor.

Los dos salimos de la habitación y, tras recorrer uno de los largos pasillos que conectaban todas las habitaciones del ala de los júniors de la residencia, conseguimos encontrar la mía. Tecleé la contraseña que me habían enviado en el mail y la puerta se abrió, pero el cuarto estaba vacío. Era igual que el de Álvaro y, claramente, mi compañero no se había instalado aún. Tras dejar mis cosas y escuchar mil y una historias de este sobre su instituto, salimos al exterior, donde ya se escuchaban los gritos de los jugadores y los pelotazos que daban sin descanso. Además de las cigarras que aventuraban la llegada del atardecer. Aquello era tan grande que ni siquiera podríamos recorrerlo en un día. Antes de ir había investigado un poco y sabía que había varias piscinas, tanto interiores como exteriores, y cuarenta y ocho pistas de tenis, sumando las cubiertas, las de tierra batida, las de pista dura y las de hierba. Y, por supuesto, gimnasio, un minicircuito de atletismo, squash, pádel, un campo de fútbol 7… Y eso solo hablando de las instalaciones deportivas. Para los casi trescientos estudiantes, había cuatro residencias diferentes. Dos para adultos y dos para júniors, y cada una estaba separada en función del curso en el que estuvieras. Si estabas en el anual o el trimestral. Además de cafeterías o una sala de cine.

—Anda, si es el impostor —dijo una voz pedregosa detrás de nosotros. Me giré y vi a dos chicos que nos sacaban media cabeza a cada uno.

—Izaguirre te habría dado una paliza —añadió el otro, con la cara repleta de un acné juvenil agresivo. Ambos iban vestidos de corto, con pantalones blancos a juego y una sudadera negra con el logo de Arcadia, además del raquetero al hombro, como si vinieran de jugar un partido entre ambos.

—¿Me estáis hablando a mí? —Obvio que lo hacían.

—Vas a tener que demostrar mucho, suplente —gruñó el primero.

—¿Suplente o impostor? A ver si te pones de acuerdo. —Me hacía el valiente, pero sus palabras me dolían. Porque, en el fondo, pensaba lo mismo que ellos. Ese no era mi lugar. No me lo había ganado.

—Nos vemos en la pista, chaval. —Y chocó deliberadamente contra mí, lo que hizo que estuviera a punto de hacerme trastabillar y tirarme al suelo. Se alejaron riéndose como gorrinos, y estuve a un tris de ir tras ellos, pero Álvaro me sujetó de la muñeca, impidiéndomelo.

—¿Qué haces? —le dije de muy malas maneras.

—No sabía que eras ESE Nicolás. —E hizo unas comillas en el aire—. El que ganó el torneo de El Roble. El de la beca.

—No lo gané. —Me desasí de su mano—. Tienen razón. Soy un impostor.

—Claro que lo ganaste. Si Izaguirre no se presentó, es su problema. Tú sí lo hiciste. A veces, en la vida, estar es suficiente. Tú estabas. Tan simple como eso.

—No lo veo así. Y claramente ellos tampoco. Y seguro que no son los únicos que lo piensan —me lamenté. No es que me importara mucho lo que pensaran los demás de mí. Era una máxima que tenía bien aprendida. Hasta que llegaba alguien y te recordaba que, a veces, la opinión de los demás sí importa, porque duele. Me había hecho un experto en fingir. Lo que tiene tener una madre ausente a la que solo quieres complacer porque no entiendes por qué ha decidido formar otra familia teniendo ya una. Durante mucho tiempo pensé (y sigo pensando) que soy una persona de usar y tirar. Duro un tiempo hasta que dejo de hacerte gracia.

—Tranquilo. Los que mucho hablan luego son los que más tienen que callar. Dios, parezco mi abuela con estas frases. Un alma vieja en un cuerpo de escándalo. —E hizo fuerza con su brazo para tratar de mostrar un bíceps casi inexistente. Esbocé una sonrisa y se lo tomó demasiado a pecho—. Vale, ya saldrá. Se supone que aquí hay material. —Y se pellizcó el brazo.

—Solo hay que hacerlo salir, ¿no? Eres de músculo tímido.

—¡EH! ¡Las confianzas las cojo yo, no tú! —bromeó, dándome un codazo y haciéndome sonreír de verdad por primera vez desde que había llegado a Arcadia.

El sol poco a poco se fue escondiendo en el horizonte, tras una de las montañas que rodeaban la academia, y ni siquiera habíamos recorrido la zona de las pistas de tierra. Tardaría días en conocer cada esquina de aquel lugar, pero, al menos, había hecho un amigo el primer día. Había mucha gente caminando por todos lados, conversando junto a las pistas, terminando sus entrenamientos o dando clases a niños más pequeños. Habíamos leído que, a las ocho y media, era la hora para cenar en el gran comedor, estructurado en cuatro plantas con un atrio en el medio. Lo había visto al llegar, y era tan amplio que impactaba solo con pasar por allí. Mientras íbamos de camino para la cena, pasamos entre dos pistas en las que estaban dando clases a niños de poco más de diez años, y uno de los profesores me llamó la atención. No solo porque fuera guapo, que también, sino porque me sonaba haberle visto en algún lado.

Debí de quedarme mirándole más de la cuenta, ya que se giró y me miró con una expresión de asco dibujada en su rostro.

—¿Tú qué miras? —espetó. ¿Acaso todos los alumnos eran así de bordes? ¿Otro que me conocía como el impostor o el suplente?

—Nada, nada —respondí, porque no fui capaz de reaccionar. Al momento, varios de sus alumnos comenzaron a rodearle, gritando a pleno pulmón para que los dejara hacer un último juego antes del final de la clase. Y su mueca de desagrado cambió a una media sonrisa cautivadora, asintiendo levemente y haciendo que todos los niños gritaran de felicidad. No volvió a mirarme, pero yo a él sí, y vi una leve cojera en su pierna izquierda, donde llevaba un vendaje bastante aparatoso.

—¿Otro enemigo más? —me preguntó Álvaro.

—Ni idea. Ni le conozco —dije encogiéndome de hombros.

—¿Cómo no le vas a conocer? Es Marcos Brunas. El número 1 de Arcadia. Bueno, al menos lo era —me explicó, emocionado. El nombre me sonaba, pero no acababa de ubicarle. Álvaro se encargó de hacerlo por mí según nos alejábamos y le mirábamos disimuladamente—. El tenista más joven de la historia en entrar en un cuadro principal de Grand Slam. Hasta que, bueno…, pasó lo que pasó.

—Creo que me acuerdo. ¿No se lesionó la rodilla?

—Lleva ya dos operaciones y solo tiene diecisiete años. Su carrera como tenista acabó ahí.

—Muy duro, tú, ¿no crees?

—Ya sabes cómo es esto. No ha vuelto a ser el mismo, y, por lo que sé, ahora solo da clases a niños. Lleva sin jugar un torneo más de un año. Bueno, desde aquel día, claro.

No fui capaz de decir nada más. No podía imaginar una historia más trágica para alguien que tenía su sueño en la palma de sus manos… y se le había escapado entre los dedos como si fuera agua de mar. Dejando tras de sí la sal y la amargura de una derrota que le perseguiría toda su vida.

—Al menos parece feliz enseñando a niños —agregó Álvaro tratando de dulcificar un poco su historia—. Pero no te recomiendo juntarte con él. Tiene fama de…, bueno, de tener muy mala actitud.

—¿Cómo sabes tanto si has llegado hoy aquí? —pregunté, curioso.

—He hecho mis deberes, Nicolasín. Vamos a cenar, que me muero de hambre.

Naturalmente, el gran comedor estaba lleno de gente a esas horas. Los horarios, me di cuenta ese primer día, eran algo primordial en Arcadia, y la gente los cumplía a rajatabla. Nosotros, al ser los júniors, estábamos en la cuarta planta. Y los ascensores solo estaban reservados para los adultos. Así que tuvimos que subir los cuatro pisos por las escaleras de caracol que rodeaban el atrio principal. Nuestra planta era la más pequeña y en la que menos gente había. No seríamos más de cuarenta. Las edades de los chicos y chicas que estaban con nosotros oscilaban entre los doce y los dieciséis años. Claramente, Álvaro y yo éramos de los mayores. Pero, mientras subíamos, nos cruzamos con alguien que sí reconocí. Una de las jugadoras más prometedoras. Paula Casals. Su derecha era increíble, una de las mejores del circuito júnior. Y, gracias a ella, había conseguido ganar algunos torneos menores y tener sus primeros puntos WTA (la clasificación oficial del tenis femenino). Me puse hasta nervioso al pasar a su lado.

Ni siquiera sabía que estuviera en Arcadia. Pensaba que ya habría dejado atrás ese tipo de entrenamientos y que estaría recorriendo el mundo.

—Te gusta mucho mirar fijamente a las personas, ¿verdad? —bromeó Álvaro cuando conseguimos encontrar una mesa libre en nuestra planta.

—¿Cómo funcionará esto? Es decir, ¿podemos coger la comida que queramos? —dije ignorándole por completo.

—¿No tienes la pulsera que te dieron al entrar? —Señaló su muñeca, mostrando una pulsera de goma de color plateado con un punto negro en el centro. Ni recordaba dónde la había dejado. Seguramente estaría sobre mi cama.

—Hum, estará en algún lado.

—Pero ¿es que no te explicaron nada? ¿O pasaste de escuchar? No respondas, que ya lo puedo imaginar. En esta pulsera está toda tu ficha. Y, entre muchas otras cosas, tu dieta especial para estos meses. Vas a la barra de allí, te la escanean y te dan la comida que tienen preparada para ti. Muy moderno todo y muy autoritario, si me preguntan.

—Y, si no llevo la pulsera, ¿no puedo comer? Vale, ahora no respondas tú —le dije antes de que empezara a hablar—. Voy a la habitación a por ella. ¿Me esperas para comer?

—No prometo nada. Tengo mucha hambre, y hay que hacer caso al cuerpo.

Fue directo a la barra mientras yo me alejaba hacia las escaleras, dispuesto a volver a mi cuarto a toda velocidad. Si eran tan meticulosos con los horarios, seguro que había una hora exacta para terminar de cenar, y no quería que me pillara. No había comido casi nada en todo el día, y el estómago llevaba rugiendo desde hacía demasiado tiempo. Me crucé con varios chicos según iba bajando a la planta principal, y, conforme iba pasando cada piso, el ruido era cada vez menor. Los mayores estaban en completo silencio comiendo. No había lugar para las risas. Ni siquiera para los cotilleos. Todos estaban concentrados en su bandeja de comida o en su móvil. O en las dos cosas. Yo, mientras, buscaba con la mirada alguna cara conocida.

Nada.

Por supuesto.

¿A quién iba a conocer si no conocía a nadie?

Salí del gran comedor y, salvo algún alumno despistado, el resto de la academia estaba totalmente desierta. Los focos de las pistas estaban apagados y la única iluminación era la de las farolas de los distintos caminos que llevaban a las residencias o al edificio principal. Excepto una de las pistas, que sí que seguía con los focos encendidos. Mis pies siguieron andando hacia mi residencia, pero mi cabeza quería otra cosa. ¿Quién estaría entrenando a esas horas cuando todo el mundo estaba cenando?

Así que cambié de rumbo.

Porque tenía curiosidad.

Y la curiosidad, si no se satisface, se enquista.

Tampoco quería que me viera quienquiera que fuese, así que fui refugiándome en las sombras que se formaban en los alrededores de las farolas hasta que estuve lo suficientemente cerca de la pista como para ver una figura que ya empezaba a reconocer. Si no me engañaban los ojos, el chico que estaba entrenando era Marcos Brunas. Tras la línea de fondo, había una cesta metálica de color blanco a medio llenar. Esparcidas por el suelo también había varias pelotas de tenis. Cogió una de la cesta, la botó varias veces, la lanzó al aire y, tras dar un salto increíble, la golpeó lo más arriba que pudo, lanzándola al otro lado de la red, y cayó en el cuadro de saque de manera impecable. Pero, al volver a tocar el suelo tras su salto, lanzó un grito y se dobló sobre sí mismo y cayó de rodillas.

Mi instinto fue el que me hizo salir de mi escondite y correr a la valla, asustado por lo que acababa de ver. Podría haberme quedado agazapado como un espía, pero realmente pensé que se había hecho daño de verdad.

—¡¿Estás bien?! —le pregunté, pero demasiado alto. Había veces que no sabía regular el volumen de mi voz.

Me escuchó. De eso estoy seguro. Pero no reaccionó. Seguía de rodillas en el suelo, respirando aceleradamente. En completo silencio. Pasó casi un minuto entero hasta que se reincorporó con toda la parsimonia del mundo. Siempre dándome la espalda. Ignorándome por completo. ¿Qué coño le pasaba?

—¡Eh! ¡Que si estás bien! —insistí mientras Marcos se acercaba de nuevo a la cesta y cogía otra pelota, dispuesto a volver a sacar.

—Te he escuchado la primera vez —contestó, borde como él solo.

—¿Y por qué no respondes?

—¿Es que es obligatorio? —siseó—. Estaba bien hasta que has aparecido. ¿Te importa?

—¿Por qué tienes que ser tan borde? Joder —protesté.

—¿No entiendes que quiero entrenar sin distracciones?

—¿Puedes entrenar con la rodilla así? —Y esa pregunta no pareció sentarle nada bien, porque se giró de golpe, enfrentándose a mí. Eso sí, sin soltar la raqueta o la pelota.

—¿Y tú qué sabes de mi rodilla? —escupió—. ¿Quién te ha mandado aquí? ¿Ha sido Paula? ¿Sebas? ¿Quién? Dímelo.

—¿A mí? No me ha mandado nadie. Iba a mi habitación, he visto los focos encendidos y he venido a cotillear —le confesé. Dios, sus ojos parecían atravesarme la piel como si fueran dos agujas. Dispuestas a sacarme toda la sangre necesaria.

—Entonces ¿qué coño haces aquí? —insistió.

—Te lo acabo de decir. Solo quería saber quién estaba entrenando en vez de estar cenando como todos los demás —traté de explicarme más pausadamente. A ver si así cedía un poco—. Total. Yo no he cogido una raqueta desde el torneo de El Roble…

—Espera. —Oh, mierda. Me podía haber quedado callado, la verdad—. Tú eres el impostor. Tú eres Nicolás. Nicolás Rion.

—Preferiría que solo me llamaras por mi nombre, quitando lo del impostor. Si no te importa, claro —ironicé.

—Eres un impostor, ¿no?

—El deporte es así —me defendí—. Si tú jugaras un partido y se retirara tu contrincante, ¿le darías el partido por ganado? No, ¿verdad?

Pero no contestó. Volvió a darme la espalda, como si la conversación no fuera con él. Quizá no había sido mi mejor decisión el acercarme y tratar de ser simpático con una persona que claramente no quería ser simpática con nadie.

—Vas a tener que demostrar que mereces estar aquí —dijo mientras yo ya me había dado por vencido y estaba dispuesto a irme.

—¿No lo tiene que demostrar todo el mundo?

—La gran mayoría de la gente que hay en Arcadia… —empezó a decir mientras botaba la pelota en el suelo de una forma metódica y obsesiva— está aquí por tener dinero. Muchos de ellos juegan bien. Otros simplemente son hijos de gente muy rica que quieren demostrar que pueden conseguir lo que quieran simplemente pagando por ello.

Lanzó de nuevo la pelota al aire, pero esa vez no saltó. Se limitó a estirar el brazo arriba y golpear. Su tiro se estrelló en la red.

—¿Y tú por qué estás aquí entonces? —pregunté.

—¿Yo? —Se tomó su tiempo para responder—. Porque soy el mejor.

Capítulo 2

Marcos

Cada día que pasaba odiaba más Arcadia. Porque no dejaba de recordarme mi fracaso en cada esquina, en cada mirada de cada jugador que me cruzaba. Por suerte, todos me tenían demasiado respeto (o miedo, no lo tenía claro) como para hacerme bromas sobre lo sucedido. Nadie se atrevería. Porque tenía fama de muchas cosas, y ser simpático no era una de ellas. ¿Para qué serlo si lo único que me había dado ser buena persona era estar literalmente en la mierda? La gente me preguntaba que qué tal estaba continuamente. Qué tal. Qué tal. Qué tal. A la gente no le importa nada la respuesta. Simplemente hacen la pregunta porque creen que tienen que hacerla. Al principio contestaba que estaba bien. Que solo era un bache. Pero cuando la recuperación se iba complicando y dejé de ver la luz al final del túnel, mis respuestas empezaron a ser sinceras.

—¿Qué tal?

—En la mierda. La vida es un asco. Una injusticia detrás de otra.

La gente entonces se asustaba. ¿Alguien diciendo la verdad? Demasiado para gestionar. Así que, poco a poco, dejaron de preguntarme.

—¿Qué tal?

—Pues, mira, como el culo. La rodilla me sigue doliendo. Mi carrera deportiva se ha acabado. Mi ex tiene la inteligencia emocional de una patata. Y, encima, ahora él gana los torneos que yo ganaba antes. Pero no solo eso, sino que encima tengo que dar clase a los niños de diez años, porque es para lo único que sirvo en esta puta escuela.

Vale. Quizá ahí me pasé de sincero. Y puede que fuera la última conversación seria que tuve con alguien. Al menos, antes del primer día de los nuevos alumnos. Ya era mi tercer año en Arcadia. Empecé con catorce y ahora, con diecisiete recién cumplidos, lo único que me quedaba eran las clases a niñatos insoportables que no dejaban de gritar. Pero el primer día de los júniors siempre era divertido. Veíamos nuevas caras, hacíamos apuestas para ver quién iba a ser el próximo número uno. Incluso les hacíamos novatadas. Eso era cuando tenía amigos en Arcadia. Ahora nadie quería acercarse. Había alejado a todo el mundo. En eso sí que era el mejor.

Cuando llegué aquella mañana a Arcadia, los nuevos aún no lo habían hecho. Llegarían a lo largo de la semana. Se venía un mes de volver a estar rodeado de lo que más me gustaba en el mundo, y también lo que más odiaba en ese momento, el tenis. No tenía pensado estar ese verano también. Llevaba ya dos semanas sin pasar por la academia tratando de recuperarme todo lo posible. Porque quería que mi regreso fuera espectacular. Obviamente, no lo fue. Mi vuelta fue como profesor de niños del curso de verano. Me lo ofreció Sebas cuando le pedí entrar en el curso intensivo trimestral.

—Estoy preparado —insistí.

—Tus informes médicos no dicen lo mismo, Marcos.

—Me la sudan los informes médicos. ¿Quién va a saber mejor que yo cómo estoy? Es mi cuerpo —protesté.

—No podemos aceptarte en uno de nuestros cursos hasta que estés recuperado por completo. Lo sabes. —Su voz tan calmada me exasperaba más que nada. Parecía que no le importaba. Que le daba igual.

—Menuda mierda de regla.

—No hables así aquí. Si quieres volver a jugar sin dolor, tendrás que cumplir los plazos, Marcos. ¿O prefieres lesionarte de por vida? ¿Quieres tener cinco operaciones como tuve yo y no poder mover la pierna sin sentir cómo se te clavan miles de agujas? No, ¿verdad? Entonces me harás caso. Ya lo he hablado con tu tío. Si quieres estar este verano con nosotros, darás clase a los cursos de iniciación.

—¿De iniciación? ¿A los bebés? Estás de coña, ¿no?

—Es eso o nada, Marcos. No hay más opciones. —Y sabía que, cuando Sebas decía eso, realmente no había más opciones. O lo tomaba, o lo dejaba. Por supuesto, acepté. Tampoco era buena idea llevarle la contraria a mi tío. Le encantaba vivir a través de mí. Más que su hijo adoptivo, era su proyecto a largo plazo.

Con lo que no contaba era con que fuera a ser tan difícil dar clase a alumnos tan pequeños. Yo creía que tenía paciencia (poca, pero tenía). Esos primeros días me demostraron todo lo contrario. ¡Era imposible que se callaran o que me hicieran caso a la primera! Así que me desesperaba. Demasiado rápido.

—¿Os pensáis que he venido aquí a hacer el gilipollas o qué? —Al parecer, no se pueden decir palabrotas delante de ellos.

Sabía que el resto de la gente de Arcadia hablaba a mis espaldas. Sentían pena por mí. No. Pena no. Lástima, que es peor. Pero uno no puede sentirse responsable de lo que piensan los demás. Es algo que no puedes controlar. Olivia se empeñó en recordármelo una y otra vez. Quizá la única que me entendía de verdad. Pero no dejaba de ser la psicóloga de Arcadia. Es decir, le pagaban por entenderme. Al menos con ella podía ser yo mismo. Desquitarme de todo. Ella lo absorbería como una esponja. Y, aunque decir los problemas en voz alta los hace reales, también te permite enfrentarte a ellos. Es como pasar a tener algo tangible entre las manos. Solo queda decidir qué hacer con ello.

Por suerte, Sebas había tenido la amabilidad de dejarme una habitación solo para mí. Y por lo menos no me había tocado ser tutor de ninguno de los nuevos. Mejor. No estaba en condiciones de enseñar Arcadia a nadie. Porque solo me iba a recordar lo mucho que había perdido en el último año, y lo que menos me apetecía era estar un mes con un chico deseoso de triunfar.

—¿Realmente crees que has hecho bien volviendo a Arcadia, Marcos? —escuché la voz de Olivia preguntarme la única cosa que no quería que me preguntara.

—Te lo diré en unas semanas —respondí, chulesco.

—Me parece muy interesante que quieras enfrentarte al fin a lo que te pasó. Pero quizá vaya a ser demasiado pronto para…

—¿Demasiado pronto? Ha pasado un año desde la lesión. Quiero volver a sentirme útil. Antes de irme esas dos semanas, lo único que hacía aquí era rehabilitación.

—Ha sido un año duro, desde luego. Quizá sí que te venga bien ser el tutor de algún alumno nuevo. Puede que eso te ayude a sanar.

—¿Sanar así? Prefiero hacerlo por mi cuenta —refunfuñé.

—Vas a vivir aquí un mes como mínimo, Marcos. Tienes que encontrar un objetivo más allá de dar clases a los niños pequeños.

—Ya tengo mi objetivo, y es volver a un Grand Slam. Por ahora nadie me ha quitado mi récord de partidos ganados en Arcadia. Ni tampoco el de mayor número de aces. Eso querrá decir alguna cosa, ¿no?

Olivia asintió y apuntó algo en su libreta. Odiaba cuando hacía eso. Porque luego esas cosas las hablaba con mi tío. No todas, por supuesto. De algo tenía que valer la confidencialidad terapeuta-paciente. Llevaba tiempo sin tener una sesión con ella.

—Decir en voz alta lo que acabas de decir es un gran avance —dijo al fin—. La última vez que nos vimos, ni siquiera querías hablar del tenis.

—Bueno, las cosas cambian —repliqué, encogiéndome de hombros.

Y tanto que cambiaban. Nunca pensé que acabaría como profesor de niños, inventándome juegos para divertirlos y aguantando las miradas de varios que habían sido mis compañeros, mis rivales. Cada vez que pasaban junto a mi pista. Podía escucharlos pensar: «Míralo, pobre, para lo que ha quedado». Aunque no estaba seguro de si eran ellos o yo el que lo pensaba. Seguramente una mezcla de ambas. Siempre somos más duros con nosotros mismos que con los demás y, joder, yo era un experto en arrastrarme por el fango.

—Y tú ¿qué miras?

Al otro lado de la valla había un chico más bajo que yo, con orejas de soplillo y pelo alborotado, como si acabara de salir del interior de un tornado. Sus ojos entrecerrados me miraban estudiándome, o quizá estaba riéndose de mí junto al que estaba a su lado. Pues que se fuera a reír de su puta madre.

—Nada, nada. —Y se alejaron los dos, mientras yo tenía que lidiar con los monstruos que no dejaban de gritarme que querían jugar a Portero. Su juego favorito, y no podía ser más absurdo. Pero, antes de darme siquiera tiempo a empezarlo, apareció Sebas en la pista. ¿Qué hacía ahí tan tarde? Debería estar ya fuera de Arcadia. Nunca se quedaba hasta más de las seis.

—Marcos, ¿puedes venir un momento?

—Estoy en medio de una clase…

—Que se queden solitos un segundo. No les va a pasar nada. —Bueno, él era el jefe. No iba a llevarle la contraria.

—Mientras hablo un segundo con Sebas, coged cada uno una pelota y votad hacia arriba, a ver quién aguanta más.

—¿Otra vez? —protestó uno de los niños.

—Las veces que hagan falta. Y a ti te viene bien, que eres totalmente descoordinado. Así que a espabilar. ¡VENGA! —grité, y todos corrieron a coger una pelota de la cesta mientras yo me acercaba a Sebas, que me pasaba el brazo por encima del hombro y me llevaba a una esquina de la pista. ¿Quizá había pensado mejor lo de aceptarme en uno de los cursos intensivos?

—Ha habido un problema con Leo. Iba a ser uno de los tutores de uno de los chicos nuevos. Pero no va a poder. Tiene que ausentarse unas semanas de Arcadia. Problemas familiares.

—No me había enterado.

—No se lo ha contado a nadie. Y tampoco es que tú hables con mucha gente por aquí, ¿no?

Bueno, una bala al corazón duele menos.

—Así que he decidido que seas tú uno de los tutores.

—¿Yo, tutor?

—Sí. Luego te paso el número de su habitación. Solo es un mes, Marcos, que ya te estoy viendo venir. Vigila que no se meta en problemas. Enséñale todo. Quién mejor que tú para hacerlo. Te vendrá bien.

—¿No puede hacerlo otro? ¿Tengo que ser yo? ¿No hay más…?

—En serio, solo es un mes. No lo pienses tanto, por favor. —Y se marchó sin darme tiempo a seguir quejándome. Justo lo que no quería era lo que iba a tener que hacer. La vida se empeñaba en putearme continuamente. ¡A saber quién sería el chico que me tocaría! Solo esperaba que, al menos, no se le diera muy bien jugar. Así la envidia estaría controlada—. Y, por favor, Marcos, no te vuelvas a saltar una comida —me gritó desde fuera de la pista.

Obviamente, me dio igual porque también me salté la cena ese día. Prefería quedarme entrenando un poco. Me dolía la pierna horrores. Pasaba demasiado tiempo de pie con los niños y, aunque me habían recomendado andar, yo era muy bruto y, en lugar de sentarme cuando recogían las pelotas del suelo, me dedicaba a hacer estiramientos y a pegar pequeños saltos. Solo para probarme. Así que esa noche tenía la rodilla hecha polvo. A esas alturas, ya me daba igual. Me había hecho a la idea de vivir con un dolor crónico

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