ANTES DE QUE TODO COMIENCE
UNA CELDA EN UN PUEBLO DE CASTILLA
1852
Los días están hechos de fuego. Hace calor aquí, el aire está seco y la garganta se ha vuelto lija desde ayer. Me la he destrozado intentando explicarme. Rogando que por favor alguien me escuche. Pero no ha servido de nada. Y ahora, como cualquier otro en mi lugar, mataría por un trago. Un vaso de agua, por caridad. Pero no, aquí no hay. No hay agua ni tampoco descanso ni respiro. Apenas un poco de sombra a estas horas. Paja en el suelo de barro, paredes de cal y un ventanuco en lo alto, un pequeño tragaluz por donde las voces de los paisanos se quiebran a través de los barrotes de hierro. Desde aquí los oigo hablar. Del trabajo, del campo. Y de mí, claro. Puedo sentir cómo bajan la voz al llegar a esta parte de la calle, al pasar al otro lado de estos mismos muros. Los oigo murmurar. Como si de verdad tuvieran algo que decirse, cuando lo cierto es que no. ¿Qué sabrán ellos? Por favor, qué sabréis vosotros.
Les he explicado que mi nombre es Antonio Gómez y que todo mi crimen es haber nacido pobre. Pero los que me han encerrado aquí no saben qué es eso. No, ahora nadie parece saberlo. O se comportan como si no lo supieran. Pero el verdadero criminal es la pobreza. ¡El hambre! La miseria es una bestia feroz y despiadada que nos arrastra sin misericordia y nos obliga a ir hasta donde jamás hubiéramos pensado llegar.
Me llevarán de vuelta a mi tierra, eso les he oído decir. Y yo he intentado explicárselo, les he dicho que se trata de un error, un malentendido. Que ni he hecho nada ni soy esa persona que ellos creen. Se lo he dicho, mi nombre es Antonio Gómez, ¡Antonio Gómez! ¡¿Me oyen?! ¿Queda alguien ahí? Mi nombre es Antonio Gómez. Y lo seguirá siendo mientras me sea posible.
Porque lo contrario implicaría contarles la verdad. Mi verdadera historia. Y entonces solo quedaría espacio para el horror. Y, por supuesto, ya todo se habría acabado. Y qué fácil sería entonces escandalizarse. O, qué sé yo, aterrorizarse incluso.
Porque no, es cierto, mi nombre no es Antonio Gómez, sino uno muy distinto. Mi nombre es Manuel Blanco Romasanta, aunque estoy seguro de que en el pueblo que creía haber dejado atrás todavía murmuran, en voz baja y con temor, aquel otro por el que habían empezado a referirse a mí.
Porque para toda esa gente, como para la historia, yo siempre cargaré con otro nombre: el Sacamantecas.
El valle y el fuego
El prólogo del fuego
De acuerdo, vamos allá. Que aquí de lo que se trata es de ir rápido. No sobra ni un minuto, y cualquier segundo de más puede ser el que luego echemos de menos a la hora de salir zumbando. De hecho, estos dos ya ni siquiera deberían estar aquí. Y sin embargo, y a pesar de la urgencia, uno de ellos siempre hace lo mismo: detenerse por un instante y echar la vista atrás. No importa la prisa, él tiene que verlo. Identificar en medio de la oscuridad los diferentes focos del incendio que ellos acaban de provocar, el mismo que en breve se convertirá en un fuego imparable que lo devorará todo a su paso. Tan solo es un segundo, el tiempo justo para mirar atrás y comprobar el trabajo bien hecho.
Esta última ha sido la tercera parada del atardecer. Han dejado el todoterreno en una de las curvas de la pista, y desde la cresta de la sierra han corrido loma abajo tan rápido como han podido, hasta las profundidades de la garganta más septentrional, en el barranco de A Lagarteira. Apenas unos minutos antes han hecho lo mismo en el de Os Marotos y, antes, en la garganta de A Ameixeira. Tres paradas, tres focos. Así se aseguran de que no haya error posible.
Claro que trabajar de esta manera conlleva unos cuantos riesgos.
Primero, hay que ir a toda velocidad. Y ya solo eso es un problema. Conducir por estas pistas escarpadas y retorcidas, a semejante altura y obviamente sin luces, es muy peligroso. Es cierto que el sol acaba de ponerse. Pero aun así hay que conocer los caminos. Saber dónde está cada curva, a qué lado queda cada precipicio. En dónde se halla la roca que te puede hacer botar como una pelota y provocar que acabes precipitándote al vacío.
Después está la carrera monte abajo, y la siguiente, de nuevo monte arriba. No hay tiempo para coger aire, tan solo cabe correr sin apenas mirar dónde pisas, con qué rama te puedes partir la cara, qué planta te desgarrará la piel o cuál será la astilla que se te hundirá a mayor profundidad. Atravesar el monte de esa manera tan solo es garantía de que cualquiera puede ser un paso en falso.
Y luego está él, claro. El fuego. Es cierto que los de la Forestal también te pueden descubrir antes de que las llamas se conviertan en un monstruo tan voraz como imparable. Pero, por sí mismo, el fuego es mucho peor que cualquier posibilidad de detención. Con él no hay piedad posible. Sí, es cierto que cuando se deciden por encender uno u otro foco siempre es habiendo considerado antes todas las opciones. Los lugares en donde traer el fuego a la vida, los combustibles para que no le falte el alimento, la seguridad de que crecerá con fuerza. Pero tampoco es menos cierto que todo puede suceder. Que todo puede cambiar en cualquier momento. Como, por ejemplo, que el viento decida soplar en otra dirección. ¿Y si lo hiciera cuando ellos todavía están en el fondo de la siguiente garganta? Si se vieran atrapados ahí abajo, incluso él mismo, que conoce estos montes como los conoce, lo tendría complicado. El fuego es un animal salvaje que a su paso no distingue a nadie. No sabe de padres, ni tampoco de hijos.
—Hacerlo así es arriesgado —se lamentaba el socio hace apenas unos minutos, mientras encendía el chisquero en el fondo de A Lagarteira.
—Pero también es mucho más seguro para que agarre.
El otro tuerce el gesto.
—Cualquier día nos cogerán.
—Cualquier día, sí. Pero no hoy. Así que cierra la boca y estate a lo que tienes que estar. Asegúrate de que amarras bien las cerillas alrededor de la cuerda, me cago en tu puta vida. Que si luego no prende ya sabemos de quién es la culpa.
Ahora, por fin de vuelta arriba, de nuevo junto al todoterreno, tan solo es un instante. Y sí, deberían arrancar de una vez, salir echando leches. Pero el otro sabe que todavía no lo harán. Su compadre siempre hace lo mismo. Detenerse. Es apenas un segundo, el tiempo justo para echar la vista atrás y ver que, en efecto, el trabajo se ha hecho bien.
Y sí, ahí están, tres grandes columnas de fuego brillando en las profundidades de una oscuridad que ya empieza a ser noche. Está hecho, ahora ya no hay quien lo detenga.
—Venga —resuelve al fin—, tira.
El motor ruge y dos tipos huyen en un todoterreno. Tras ellos, las llamas devoran el monte.
Tiempo atrás. Septiembre de 2003
Los peores monstruos son los que no se nombran
Este lugar es peligroso. En realidad, siempre lo es, pero hoy la amenaza resulta mayor. Porque el fuego ha vuelto a aparecer en el monte. Y el olor a quemado ya llega hasta aquí.
El bosque es como el mar, un océano en calma que, de pronto y sin previo aviso, puede mutar en algo diferente. Un animal gigantesco, de apariencia inofensiva que, de un zarpazo tan súbito como inesperado, siega cuanta vida se le pone por delante. La montaña es así, un mar de granito y verde. Puede permanecer en silencio, inmóvil como una fiera al acecho. Tranquila. Hasta que, de repente…
Hoy, como tantas otras tardes a lo largo del verano, los niños de la aldea han bajado hasta los prados de A Ermida para jugar junto al río Arnoia. El problema está en que no es un día cualquiera.
Porque hoy, una vez más, las llamas han vuelto a encender el bosque. Justo a la vez que empezaba a oscurecer.
Los viejos se lo han advertido. Mucho cuidado con adentrarse en el bosque. No vaya a ser que luego tengamos que lamentar algo. Pero, aun así…
Los chavales de la aldea juegan con Manel, un crío bastante más pequeño que ellos. Apenas tendrá cinco años, seis como mucho, y de todos ellos es el único que vive abajo, en A Ermida. Luego hablaremos de él, sí. Por ahora, lo importante es que ya ha comenzado a caer la noche, y entre los árboles a lo lejos se asoma tímido el fulgor del incendio. A lo lejos, sí. Pero también un poco más cerca a cada instante que pasa. Deberían salir de ahí. Ya.
Pero es evidente que hay algo irresistible en todo esto. Hay algo tan seductor en la idea de desafiar la autoridad de los mayores como hipnótico en ver cómo el fuego avanza.
De modo que ahí están ahora, todos los críos de Rebordechao y también el pequeño Manel, jugando a entrar y salir del bosque. Apostando a ver quién es capaz de acercarse más a lo profundo. Retándose a ver quién se acerca más a la oscuridad.
Cuando de pronto alguno de ellos se detiene.
—¡Ahí! —grita—. ¿Lo habéis visto?
—¿El qué?
—¡Ahí, ahí! —Vuelve a señalar—. ¡Mirad!
Y sí, en efecto. Los demás niños siguen la dirección del dedo y, de pronto, todos lo ven.
Recortado contra el fulgor, encorvado y veloz, alguien ha pasado del fuego a la oscuridad. Como si tuviera prisa por no ser visto. Por correr a ocultarse en lo más profundo del bosque. Alguien o, tal vez, algo.
—¿Lo habéis visto? ¿Quién era ese?
Dos de los críos, los más mayores, cruzan una mirada.
—Quién o qué —responde el mayor de los dos.
Es el pequeño Manel quien capta el matiz.
—¿Qué? —repite extrañado—. ¿Cómo que qué?
—Claro. Es que a lo mejor no era una persona, Manel. O por lo menos no una cualquiera.
—Ah, ¿no? ¿Y entonces quién podría ser?
Los dos mayores vuelven a intercambiar la misma mirada de antes.
—No deberíamos decir su nombre en voz alta.
—¿Cómo? ¿Y eso por qué?
—Porque dicen que, si lo llamas por su verdadero nombre, después él vendrá a por ti.
Manel extraña el gesto.
—¿De verdad? Pero ¿quién es?
El mayor de los niños afila su mirada a la vez que da un paso adelante.
—¿Acaso no has oído hablar del Sacamantecas?
Desconcertado, el pequeño casi asusta su expresión.
—¿Quién?
—El Sacamantecas, Manel. No nos digas que no lo conoces.
Al detectar la amenaza en el tono de los mayores, Manel preocupa un poco más su rostro.
—No.
—Pues deberías. Porque el Sacamantecas es un monstruo terrible.
—Pues no, no sé de qué me habláis.
Los mayores se miran con aire grave.
—El Sacamantecas es un hombre que vive en el bosque.
—Pero no es una persona cualquiera.
—No, ni mucho menos. Es un ladrón.
—¿Un ladrón? —pregunta Manel—. ¿Un ladrón de qué?
El mayor se acerca aún más a Manel y, con gesto serio, casi amenazador, apunta con su dedo índice hacia la barriga del pequeño.
—Es verdad —asiente otro—. Cuando menos te lo esperas, te ataca por la espalda y entonces ¡zas! ¡Te abre las tripas!
—¿Me abre las tripas? Pero ¿para qué?
—¡Para arrancarte la grasa!
Esta vez sí, la voz asusta a Manel.
—¿Para arrancarme la grasa? —El pequeño duda, como si se resistiera a creer lo que está escuchando—. Pero ¿para qué?
—Pues eso no lo sé. En mi casa, mi abuela siempre me decía que la usaban para hacer jabón. O algo así. El caso es que el Sacamantecas te deja seco, Manel. Se lleva hasta tu sangre.
—Es verdad. A mí incluso me han contado que a veces también puede convertirse en un lobo.
Manel no se da cuenta, pero los ojos acaban de abrírsele muchísimo.
—¿En un lobo?
—Sí —afirma rotundo el mayor de todos—, en un lobo. Así que ya sabes, Manel. Si ves al Sacamantecas, ¡corre!
Y, a la voz del mayor, todos los niños echan a correr monte abajo. Hacia la zona segura, lejos de fuego.
De pronto solo, Manel también siente el impulso de ir tras sus compañeros. Claro, es lo normal. Seguir al grupo, ponerse a salvo. De lo que sea.
Pero cuando ya está a punto de lanzarse monte abajo, no lo hace. En lugar de eso, Manel se vuelve sobre sí mismo.
Y, de nuevo, clava la mirada en el monte. En su oscuridad. En el lugar donde apenas unos segundos antes a todos les pareció ver a alguien escondiéndose en la profundidad de la montaña. E, inmóvil, Manel permanece en silencio. Observando el bosque. De algún modo extraño atraído, casi fascinado. ¿Y si de verdad…?
Y, mientras Manel contempla la oscuridad, lo que ni él ni nadie sabe es que, a su vez, la oscuridad también lo observa a él. Agazapado, protegido de cualquier mirada por la espesura, alguien examina fijamente a Manel desde la parte más negra de la montaña.
Su propio padre.
1
El amor cobarde
En el presente. Agosto
Vincenzo es un hombre con un gran sentido práctico. Y si hay algo innegable en este momento es que su cita de esta noche es muy hermosa. Tal vez no de una manera canónica. No como muchas de esas mujeres a las que tantas veces ha visto desfilar sobre la pasarela. Ni tampoco, desde luego, como muchos de esos hombres para los que tanto ha confeccionado a medida. Pero lo que nadie estaría dispuesto a negar es que se trata de un rostro atractivo más allá de cualquier duda. Una de esas personas dotadas por la naturaleza de una belleza extraña. Imperfecta, salvaje. Casi animal. Y, además, es joven. Envidiablemente joven. Juventud, belleza y ese aire de inocencia apenas disimulada, cualidades todas que Vincenzo Lazza perdió mucho tiempo atrás. Si es que alguna vez las tuvo, claro. Contempla sus facciones una vez más, su gesto, su expresión, y no puede reprimir una sonrisa condescendiente. Fíjate, si es como un corderito que, sin saberlo aún, ha venido a meterse en la boca del lobo. Criaturita.
Complacido, Vincenzo afila un poco más su sonrisa del mismo modo que el depredador, satisfecho, contempla a su presa. Y decide que ha llegado el momento. A fin de cuentas, la juventud de su acompañante le recuerda su propia urgencia, la certeza de que Lazza tampoco está para andar perdiendo el tiempo. Ni, ya puestos, para continuar desperdiciando un vino tan exquisito con un paladar tan evidentemente inculto.
De modo que, desde esa mezcla de elegancia y seguridad que solo el veterano puede poner en práctica, Vincenzo toma la copa de sus manos para dejarla sobre la mesa, junto a la suya, y, con la confianza de quien se sabe dueño de la situación, se acomoda a tan poca distancia de su acompañante que entre ambos no queda espacio ya ni para la más breve duda.
—Ven aquí.
Es verdad, para qué perder más tiempo con estupideces cuando lo que podemos hacer es besarnos. Confiados, desinhibidos por el vino y el ansia, los amantes se buscan, los labios se encuentran y las manos de Lazza comienzan a hacer todo lo demás.
—Ven —insiste, ya sin ocultar ni el deseo ni las ganas. Ni tampoco, ya puestos, quién manda aquí—, dejémonos de tonterías.
Desatado al ver que al otro lado no hay resistencia de ningún tipo sino entrega, Vincenzo Lazza se mueve con la determinación del que ya ha hecho esto muchas veces antes. Su mano derecha se desliza cuello abajo y juega con los botones de la camisa. Desabrocha uno, otro y, cuando se cansa de jugar con uno de los pezones, continúa descendiendo. Sin ningún miramiento ni delicadeza, hunde su mano entre las piernas de su compañía. Y aprieta con fuerza y lascivia.
Deseo.
Justamente lo que empieza a desaparecer en el catálogo de emociones que maneja su acompañante.
Con todo, Lazza continúa sin dejar que sus labios se separen y comienza a desabotonarle el pantalón. Baja la cremallera, introduce la mano. Y…
Es en ese instante cuando le parece notar algo extraño. Y sí, puede que a punto esté de comentarlo. De preguntar, de sentirse desconcertado. Pero no llega a hacerlo. Porque es justo entonces cuando todo se tuerce.
Es verdad que hasta ese momento su acompañante ha controlado los asaltos de ansiedad. Al fin y al cabo, ha accedido a subir con Lazza a su apartamento, de modo que ahora no vale apelar a lo inesperado de la situación. Pero, aun así… Aunque en un principio fuese lo deseado, el contacto con Lazza no ha hecho sino despertar algo en su interior. El eco de un recuerdo, la sombra de algo que creía olvidado, enterrado en la memoria. Esa sensación tan angustiosa. Tan dolorosa.
No, no, no.
—¡No! —exclama a la vez que aparta bruscamente la mano de Lazza y se pone de pie.
—¿Qué pasa?
—Que no puedo —responde aún con la angustia y la incomodidad reflejadas en la expresión—. No puedo.
Pero Vincenzo Lazza no comparte la respuesta.
—¡Cómo que no puedes! ¿Ahora me vas a venir con esas?
—Es que…
Duda, titubea. Se lleva la mano entre las piernas y hace por ocultar una desnudez que solo está en su cabeza.
—Lo siento, no puedo. No puedo.
Lazza arquea las cejas, como si no alcanzara a comprender lo que está sucediendo. O como si le pareciese de lo más impertinente.
—¿En serio? —El desconcierto en el rostro de Vincenzo se convierte en otra cosa. En el enojo que le despierta el sentirse rechazado—. ¿De verdad me vas a venir ahora con estrecheces?
—Es que yo…
—No, mira —resuelve Vincenzo—, ni yo ni historias. A estas alturas ya somos mayorcitos para andarnos con remilgos. Sabías a lo que venías. Si ahora no quieres, pues muy bien, que te den por el culo. Pero ya te estás largando de mi casa. ¡Fuera!
—Pero yo…
—¡Que ni yo ni hostias, calientapollas! ¡Que te vayas de mi puta casa! ¡Ya!
Lo súbito de la violencia desatada por Lazza desconcierta aún más a su acompañante, que ahora, entre el aturdimiento y la vergüenza, recoge la chaqueta que había dejado apoyada en el respaldo de una de las sillas del salón y sale tan rápido como puede del apartamento.
—¡Y ni se te ocurra ponerme una demanda por acoso, ni nada por el estilo! —vuelve a gritar Lazza, ahora ya a una puerta que se cierra—. ¡Porque te hundo, pedazo de mierda!
Por fin a solas, aún notablemente alterado, Vincenzo Lazza sigue sin poder comprender. ¿Qué es lo que acaba de ocurrir? Vale, sí, lo han rechazado. Pero es que, justo antes de que eso sucediera, él juraría…
Vincenzo también se levanta del sofá y va al baño. Se lava las manos, se pasa un poco de agua por la cara. Algo que lo ayude a despejarse un poco. A calmarse. A pensar con un poco más de claridad. ¿Qué coño acaba de pasar?
Aún confundido, regresa al salón y, con la mirada perdida en el sofá, de golpe vacío, no deja de darle vueltas. ¿De verdad es posible que…?
Es en ese instante cuando se le ocurre una idea.
Lazza se acerca a la mesa de cristal que hay frente al sofá, donde aún descansan las dos copas de vino, una de ellas a medio beber, y coge su teléfono móvil. Teclea algo y busca entre sus contactos. Sí, aquí está. Marca. Y espera. Espera. Bueno, al fin y al cabo, es tarde ya. Nada, que no contesta, el muy…
—¿Sí?
—¡Diego! Oye, perdona que te moleste a estas horas. Sí, mira, sé que es tarde. Y sí, estoy bien. Bueno, o no, no lo sé. Es que acaba de pasarme algo que… Escucha, ¿te puedo hacer una pregunta? Por extraña que te pueda parecer.
2
Nada bueno llama a la puerta por la noche
Esta es una de esas noches de calor veraniego, húmedo y pegajoso. Vincenzo abriría la ventana, aunque nada más fuese por imaginar que corre algo de aire. Pero no lo hace. El salón se llenaría de mosquitos. Bueno, y de ese olor a fuego, al incendio constante que estos días parece envolver el valle por los cuatro costados. Todavía sorprendido por la conversación que acaba de mantener por teléfono, Vincenzo Lazza continúa despierto en la madrugada. Recordando el encuentro, los besos. El deseo. Su mano perdiéndose vientre abajo. Y de pronto… la verdad, no tenía idea de que tal cosa pudiera suceder.
Aún no se ha acostado. Después de que el doctor Navarro le ofreciese una posible explicación, Lazza ha seguido investigando por su cuenta, si bien ya con las pautas favorecidas por el médico. Y sí, por extraño que le haya parecido en ese momento, la cuestión ha resultado ser mucho más común de lo que jamás hubiera imaginado.
Vincenzo todavía sigue navegando, saltando de una página a otra, de una imagen a otra, a cada cual más impactante, cuando algo viene a sacarlo de su propia perplejidad: alguien ha llamado a la puerta de su apartamento.
Sobresaltado por el sonido que rompe el silencio de la madrugada, clava sus ojos en la oscuridad del recibidor mientras considera inmóvil las posibilidades.
No sé, tal vez sea Navarro, que, desvelado por su culpa, ha decidido acercarse a ver a qué diablos ha venido la puñetera llamada. O bueno, también puede ser un vecino, claro. Pero no. En el fondo, Vincenzo sabe que no. Una segunda llamada, ya no del timbre, sino con un golpe sobre la puerta, lo hace reaccionar. Deja su ordenador portátil a un lado, se levanta del sofá y avanza hasta la entrada.
—¿Quién es?
Por toda respuesta, no obtiene más que una segunda ráfaga de impactos sobre la madera, esta vez furiosamente fuertes. Y Vincenzo comprende. Su amante ha regresado.
Abre tan rápido como puede, porque sabe que una tercera tanda hará que todos los vecinos se despierten. Si es que las anteriores no lo han hecho ya. Y él es un hombre respetable, un ejemplo de elegancia. Una escena de amor despechado en el descansillo de su planta es un espectáculo que no está dispuesto a ofrecer. Bajo ningún concepto.
Quita la cadena, retira el pasador y, antes de abrir del todo la puerta, ya lleva la disculpa en la boca.
—A ver, no hagamos un drama de esto. Yo…
Pero no llega a acabar la frase. Antes de que pueda hacerlo, alguien se le echa encima desde la oscuridad del rellano. Alguien que lo empuja con tanta fuerza como para que caiga hacia atrás. Como para que se golpee la cabeza. Como para que pierda el sentido. Y ya no recuerde nada más. Ni siquiera la excusa que estaba a punto de pronunciar.
Ha pasado tiempo cuando Vincenzo recupera la conciencia. O quizá no, en realidad no lo sabe. Aturdido, intenta identificar algo que lo ayude a orientarse, a reconocer el espacio a su alrededor desde el suelo en el que se encuentra tendido bocarriba. Con dificultad, con mucha más de la que esperaba, mueve la cabeza a uno y otro lado. La puerta, el sofá, el salón. De acuerdo, sigue en su apartamento. Bien. Ahora que ya tiene el dónde, intenta averiguar el cuándo. Busca los ventanales de la estancia. Sabe, o cree saber, que al llegar a casa esa noche había corrido las cortinas para que nadie pudiera asomarse a lo que él se había prometido a sí mismo. Una noche de placer. Pero después… No, espera, no te vayas, no te disperses. Recuerda lo que estabas buscando. La luz al otro lado de los cristales. Tal vez así…
A Vicente («¿O era Vincenzo? Por el amor de Dios, ¿cómo coño me llamo? No logro pensar con claridad») le cuesta concentrarse. O quizá sea otra cosa. «¿Qué es lo que…?». Los ventanales, las cortinas cerradas. La luz parece distinta. Borrosa.
Por favor, ¿qué le está pasando? Es una sensación extraña. Como si la realidad fuese otra. Densa, pesada. Todo se mueve a su alrededor. El mundo va y viene. Y entonces Vincenzo, o Vicente, o como demonios se llame, cree comprender: de algún modo, debe de encontrarse bajo los efectos de alguna droga. Siente la cabeza tan pesada. Como si se la hubieran llenado de agua turbia y espesa. ¿Algún sedante? Sí, eso diría. Uno muy potente. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que ocurre?
Agobiado, le cuesta respirar, asfixiado por el peso de una realidad que parece caer sobre él. Vicente (que sí, maldita sea, así es como se llama, Vicente, Vicente Fernández) tiene miedo. Y el movimiento que acaba de percibir a un lado de su cuerpo no ayuda a que se tranquilice precisamente. Porque resulta que alguien se ha detenido junto a él. O, mejor dicho, sobre él.
—Escucha. Lo siento, no sabía que… Lo siento. Por favor, perdóname.
A Vicente le cuesta hablar. Muchísimo. Es como si su voz no fuera suya y, además, su boca se hubiera vuelto de algún tipo de sustancia informe, algo que no puede controlar de ninguna manera. Por el amor de Dios, ¿qué es lo que le han dado?
—Escúchame, por favor. Lo siento, no debí comportarme así, yo…
Vicente cree haber dicho esto, haberlo pronunciado en voz alta. Pero en verdad tampoco está seguro de poder afirmarlo. Esta sensación tan extraña. La realidad no hace más que deformarse a su alrededor. El espacio se ha vuelto de goma y todo se dilata y se contrae solo con intentar pensar en ello. Los objetos, la luz, el propio sonido, todo, todo lo marea. Sea lo que sea lo que le han dado, se trata de algo muy potente. Aferrado a un finísimo hilo de consciencia, Vicente intenta mantener viva la comunicación.
—Oye, hablemos. Creo entender tu situación. Y, por Dios, no quiero ni imaginarme lo que has debido de pasar. Pero, escúchame, sé que no eres la única persona en una situación semejante, lo sé.
Pero no hay más respuesta que el mismo silencio de antes. Y, desde el suelo, Vicente intenta seguir reconociendo.
La persona que lo observa es su cita, de eso no hay duda. Las mismas facciones, el mismo atractivo. Pero algo ha cambiado. Lo que antes le parecía bellamente animal ahora ya tan solo le resulta… ¿animal? Sí, eso es. Cuando trata de enfocar la imagen, a Vicente le parece identificar algo distinto. Algo salvaje en esos ojos que, amenazadores, lo observan. En la expresión, en la determinación. Y Vicente traga saliva intentando removerse.
—He hablado con un amigo y me lo ha explicado todo. En serio, un amigo médico.
Esta vez sí, algo parece haber llamado la atención de su acompañante.
—Escucha, te estoy diciendo la verdad. El doctor Navarro, mi amigo, me ha dado una explicación, algo para poder comprenderte un poco mejor. Te entiendo, yo, por favor, escúchame, lo siento, yo…
Pero esta vez es Vicente quien no puede terminar lo que sea que fuese a venir después del «yo».
Antes de que pueda concluir la frase, su amante le ha tapado la boca. Pero no con la mano, sino también con su propia boca. Para mayor sorpresa de Vincenzo, Vicente, o como coño se llame, su cita asaltante ha comenzado a besarlo.
Primero con suavidad, casi con dulzura. Algo que, para su propia sorpresa, le agrada y le hace cerrar los ojos. Como si, de pronto, se sintiera llevado en algún tipo de balsa, mecido por la corriente. Pero, poco a poco, lo tierno se ha convertido en algo diferente. Algo más intenso. En pasión, en entusiasmo. En fuerza. De hecho, quizá en demasiada. Y no es que a Vicente no le guste. Es más, puede que todo esto lo esté excitando un poco. Aunque, tal vez… A ver, a ver, tranquilicémonos.
Lazza intenta hablar, decir algo. Pero no puede. Su boca está por completo ocupada. Asaltada. Su amante no deja de besarla abriendo y cerrando la suya, cada vez con más intensidad, con más ansia. Los labios, la lengua, el cielo de la boca. Por un instante, a Vicente le parece sentir incluso la lengua de su amante en su propia garganta. En todas partes. Lo besa y, ahora también, ha comenzado a morderle.
Primero es leve. Como si estuviera jugando con sus labios, con su lengua, con el cielo de su boca. Muerde, tira, suelta, lame. Y vuelve a tirar. Vicente no comprende, pero se deja hacer. De pronto duele un poco. Muerde, tira, pero esta vez tarda un poco más en soltar. No, espera, esto último ya no le ha gustado tanto. Vicente intenta revolverse, deshacerse de un beso que en realidad nunca ha sido cómodo. Pero no puede. Porque su cita de esta noche no se da por advertida y no deja de empujar con vigor, y ahora Lazza siente cómo su cabeza se hunde contra el suelo. Un nuevo mordisco, otro, otro más. Un nuevo tirón. Pero esta vez no suelta el labio. No lo suelta. Y sigue tirando un poco más. Hasta que se produce el desgarro.
Ahora sí, Vicente siente el dolor, y también algo más. Un sabor incómodo, metálico. El de su propia sangre. Joder, esto duele. Pero a su asaltante no parece importarle. Más bien todo lo contrario. Lazza vuelve a intentarlo, pero no hay nada que hacer. Continúa teniendo la boca ocupada, llena, y lo que nota ahora es su lengua atrapada entre unos dientes que aprietan cada vez con más fuerza. Maldita sea, duele, joder, esto duele muchísimo. Y entonces llega el siguiente golpe. La mandíbula se cierra de golpe sobre él, y Vicente Lazza percibe con toda claridad el desgarro dentro de su boca.
El corte.
El dolor.
Intenta gritar una última vez, pero ahora ya sí que es imposible. Porque ya no hay lengua, y la sangre, que fluye a borbotones, le encharca la garganta. Se está ahogando, por el amor de Dios, se está ahogando. Trata de hacer algo, mover la cabeza, ladearse, lo que sea con tal de dejar que la sangre salga. Lo que sea con tal de respirar. Lo que sea con tal de…
Pero resulta inútil.
Porque, por más que lo intente, el esfuerzo de Lazza excita aún más algo en la otra parte, y ahora ya cualquier rastro de nada parecido a un beso se ha convertido en furia desatada. En algo salvaje, feroz. No es pasión, sino pura determinación animal. No son besos, sino comer.
El dolor que ahora mismo arrasa con Vicente hace que su terror se convierta en pánico. Pero ya no hay salvación posible. Ya no hay escapatoria, ya no hay posibilidades, ya no hay esperanza.
Por increíble que le pueda parecer, a él, a Vincenzo Lazza, le están devorando la boca, la lengua, las encías. El hueso, duro y vivo.
3
Mateo Romano
La gente no se hace una idea de lo tristes que son estos lugares en realidad. Las películas, las series de televisión, las novelas, todo ha contribuido a que parezcan otra cosa. Espacios fríos, asépticos, con los de la científica enfundados en sus monos de gasa blancos, guantes y patucos, y el investigador de turno haciendo el comentario ingenioso en el momento exacto. Pero la realidad es muy diferente. Llevo muchísimos años en el cuerpo. Y mi equipo y yo hemos visto de todo. Ancianos amarrados con alambre de espino ahogados en una bañera, un fulano crucificado en el sótano de su propia casa, cadáveres devorados por enjambres de ratas. De todo. Y aun así nunca me acostumbraré a entrar en la escena de un crimen. Mucho menos aquí, tan cerca de los malos recuerdos.
—Buenas noches. Soy el inspector Mateo Romano, y ella es la subinspectora Ana Santos. Creo que el sargento Lueiro nos está esperando.
El agente encargado de custodiar el acceso al interior de la vivienda nos pide que esperemos un instante mientras entra en el apartamento. Lo sigo con la mirada y, aun desde la puerta, veo cómo al fondo del recibidor, en una estancia que parece un salón, se dirige a un hombre que permanece de espaldas observando algo a sus pies. Se trata de un tipo alto, corpulento, de pelo ya mucho más canoso de lo que le gustaría admitir. Es él.
Carlos y yo nos conocemos desde hace muchos años y, a pesar de pertenecer a cuerpos y departamentos diferentes, ya hemos colaborado en varias ocasiones. La gente no lo sabe, pero muchas veces, cuando algún caso desborda las capacidades del equipo correspondiente, la cooperación entre distintos departamentos, incluso cuerpos y fuerzas de seguridad distintos, es más que frecuente. Y por eso estamos aquí. Aunque, sinceramente, maldita la gracia que me hace tener que venir al interior.
El sargento Lueiro es una rara avis en este mundo. Agente judicial de la Guardia Civil, Carlos es uno de esos tipos con los que te gusta estar, sobre todo para compartir mesa y memoria. Porque no importa la dureza del recuerdo, Lueiro es de los que siempre encuentran la manera de contarlo haciendo que los demás se partan de risa hasta que les duela el estómago. Al fin y al cabo, alguien dijo alguna vez que la comedia no era más que la suma del tiempo y la tragedia. Pero hoy… No, cuando el agente acaba de informar y Carlos se vuelve hacia nosotros, el apuro en su mirada me hace comprender que aquí hay demasiada tragedia y muy poco tiempo que perder. Lueiro regresa con el agente hasta la puerta, y es él mismo quien levanta la cinta plástica para franquearnos el paso.
—Mateo, gracias por venir tan rápido.
—No hay de qué —respondo al tiempo que avanzamos junto a él hacia el interior del apartamento—. Esta es la subinspectora Santos, Ana Santos.
—Un placer —la saluda al tiempo que estrecha su mano.
—Lo mismo digo.
—Tal como me lo has descrito por teléfono, parece que la cosa es seria.
Lueiro deja escapar un bufido incómodo.
—Seria y desagradable, amigo.
—Un asesinato siempre lo es.
—Siempre, sí. Pero este… No sé, Mateo. Tan pronto como llegué y vi lo que había, me acordé de ti, de vosotros. Ya sabes, por toda aquella historia de hace unos años, la de los ancianos muertos.
Carlos no se da cuenta, pero, mientras nos dirigimos hacia el interior del apartamento, yo le devuelvo una mirada rápida. E incómoda. «Toda aquella historia».
—Vamos, que ya te lo imaginarás —sigue cuando entramos en el salón—, al ver esto pensé que quizá…
—¿Al ver el qué?
—Esto. —Señala a la vez que se detiene.
Y entonces comprendo. Justo al ver el cuerpo tendido ante el que acabamos de pararnos.
—Su puta madre —murmura Santos.
—Eso mismo pensé yo, subinspectora.
Los tres permanecemos en silencio por un instante. Observando esto.
—Mira, Mateo, aquí, como en todo el mundo, la gente se mata por cualquier cosa. Pero… —Lueiro encoge los hombros—. Pero no de esta manera. No con esta violencia.
—Ya —respondo sin dejar de asentir—. Y pensaste que nosotros estaríamos más familiarizados con este tipo de escenas, ¿verdad?
—Bueno —contesta el sargento al tiempo que encoge los hombros—, no es que a este lo hayan abandonado a su suerte para que un cerdo se lo coma vivo, pero como puedes comprobar…
Y entonces termino de comprender.
—La cosa se le parece, sí.
Maldita sea, nunca me acostumbraré a la escena de un crimen.
4
El sastre muerto
En efecto, el escenario es como poco sobrecogedor. En el suelo yace el cuerpo sin vida de un hombre ya entrado en años. Es cierto que su aspecto, más allá de lo evidente, podría inducir a error. El corte de pelo, la piel morena, lo elegante de su vestuario, todo haría pensar en alguien más joven. Pero, si uno se fija con más atención, enseguida descubre que en realidad se trata de alguien mucho más mayor de lo que aparenta. Bastante más. De hecho, apostaría por unos setenta años largos, si no incluso ochenta. Una edad que sería mucho más reconocible de no ser por las múltiples operaciones visibles en su rostro.
O, mejor dicho, en lo que queda de él.
Porque, por supuesto, ahí está lo evidente: a este hombre, que hasta ayer mismo tanto se preocupaba de su buen aspecto, le han arrancado toda la parte inferior de la cara, desde el paladar hasta la nuez. Y no solo la sangre derramada alrededor de su cabeza, sino sobre todo el espanto grabado en su mirada congelada evidencian que el pobre desgraciado estaba vivo cuando todo ocurrió.
—No me extraña que pensara en nosotros —murmura Santos—. Esto es una salvajada, jefe.
Como si no hubiera escuchado el comentario, Lueiro permanece en silencio. Tan solo se limita a asentir levemente con la cabeza, aún sin apartar la vista del cadáver. Yo también miro, pero esta vez a los lados del cuerpo.
—¿Dónde está? Ya sabes, lo que falta, la…
Me llevo la mano al mentón.
—¿Te refieres a la mandíbula? —Carlos niega antes de que yo pueda contestarle—. No está aquí. Por lo que nos ha comentado el forense en un primer reconocimiento, por los desgarros visibles en el rostro y la garganta, todo apunta a que se la fueron arrancando poco a poco.
No comprendo. ¿Poco a poco?
—¿Quieres decir que lo hicieron con delicadeza?
—No. —El guardia civil sonríe con desgana—. Con delicadeza precisamente no. Más bien con los dientes.
Santos arquea una ceja.
—¿Cómo dice?
—Lo que oye, subinspectora. ¿Ve esas marcas alrededor de la herida? —Señala—. Pues al parecer son mordeduras. A este pobre hombre le comieron la boca a mordiscos y luego le arrancaron la mandíbula. Y se la llevaron. No me preguntéis para qué, pero desde luego aquí no está.
—Comprendo —respondo, aún sin apartar la vista del rostro, tan salvajemente deformado, y sin comprender nada en realidad—. Por teléfono me decías que sabéis quién es, ¿no?
—Sí. Se trata de Vicente Fernández.
—No me suena de nada.
—Por aquí todo el mundo lo conocía con otro nombre: Vincenzo Lazza.
—¿Vincenzo Lazza? —pregunta Santos, como si reconociera el nombre.
—Sí, Lazza —repite Carlos, haciendo especial hincapié en la pronunciación italiana del apellido, algo así como «latsa»—, uno de los sastres más famosos de la zona.
Vuelvo a mirar a Lueiro.
—¿De la zona, dices? Ese apellido no parece muy autóctono, la verdad.
—O sí, según se mire.
—Ah, ¿sí?
—Lazza —repite apoyándose en un ademán de supuesta evidencia que, la verdad, ni Santos ni yo acabamos de comprender—. Ya sabéis, como el pueblo de Laza, aquí al lado, pero en plan moderno.
Cada vez más desconcertada, Santos arruga el entrecejo.
—¿Qué?
Pero Lueiro opta por encogerse de hombros.
—Bueno, mira, yo qué sé —masculla sin ganas—. Cosas de los años ochenta, que fueron muy malos.
Sinceramente, yo tampoco entiendo a qué se refiere.
—Un poco más de claridad, Carlos, por favor.
Lueiro vuelve a sonreír.
—En los ochenta, cuando toda aquella historia de la moda galega, Vicente vio la oportunidad de subirse a un carro que estaba dando mucha pasta. Así que se cambió el nombre por algo que sonara más sofisticado. Ya sabes, como Roberto Verino, pero sin tanto talento.
—Qué original —comenta Santos, sin ningún entusiasmo en realidad.
—Sí, bueno. El caso es que, durante un tiempo, nuestro amigo Vincenzo aquí presente incluso llegó a ganarse cierta fama como diseñador. Pero la cosa no fue mucho más allá, y cuando vio que el negocio se desinflaba no tardó en comprender que su mejor opción era centrarse en lo que de verdad sabía hacer. Así que siguió trabajando como sastre. Pero, claro, solo al alcance de unos pocos. Ya sabes, conselleiros, empresarios, cantantes de orquesta… Esa fauna.
—Ya, entiendo. ¿Y sabéis si tenía algún problema con alguien? Algún enemigo, tal vez.
—Alguien a quien le dejara la sisa muy tirante —murmura la subinspectora, aún con la mirada en el cadáver.
Lueiro niega con la cabeza antes de responder.
—No. Por aquí era algo así como la personificación de la elegancia y, aunque tenía sus rarezas, todo el mundo lo conocía y lo apreciaba, incluidas sus extravagancias. Al fin y al cabo —Lueiro vuelve a encogerse de hombros—, este pueblo tampoco es tan grande.
—Ya. Parece que lleve poco tiempo muerto, ¿me equivoco?
—Por lo visto, ni veinticuatro horas. O eso es lo que nos ha dicho Serrulla.
—¿Quién?
—Fernando Serrulla, el forense.
Busco a mi alrededor.
—¿Aún está aquí?
—No, ya se ha ido. Ha decretado el levantamiento del cadáver, y ahora está en el depósito, esperando a que le llevemos el cuerpo. Le he dicho que lo haríamos tan pronto como tú lo vieras.
—¿Y cómo lo habéis descubierto tan rápido?
—Por los vecinos. Al parecer, anoche algunos de ellos se despertaron con el ruido.
—¿Qué ruido?
—Se ve que alguien estaba llamando con fuerza a la puerta de Lazza. Y, bueno, ya sabes, este es un edificio tranquilo. El vecino de arriba dice que estaba a punto de salir al descansillo para ver qué pasaba.
—Vamos, que estaba en el descansillo —comprende Santos.
—Pues probablemente, sí. Pero entonces oyó que Vicente abría la puerta y dio por sentado que sería algún conocido que venía de fiesta.
—¿De fiesta?
—Eso es lo que nos ha dicho. Al parecer, por más que Lazza se las diera de tipo discreto y elegante, en realidad aquí todos coinciden en afirmar que al viejo le iba la marcha, y que tampoco era tan raro que recibiera visitas de madrugada.
—Caramba —comenta Santos—, vaya con el sastrecillo valiente.
—Ya le digo. A menudo los más remilgados acaban siendo los más interesantes. El caso es que al día siguiente alguno de los vecinos se acercó a hablar con él para ver qué era lo que había ocurrido. Por la mañana no contestó nadie, y pensaron que estaría trabajando en el taller.
—¿Trabajando a su edad? ¿Acaso no estaba jubilado?
—No. Este es, bueno, era de los que no se jubilan. Ya tenía varios aprendices y gente que trabajaba para él. Y sí, parece que él hacía poco más que mantener el nombre. Ya sabes, el prestigio y todas esas historias. Pero sí, el taller sigue estando abierto.
—Comprendo.
—El caso es que, al no contestar tampoco por la noche, pensaron que tal vez algo iba mal.
—¿Por qué?
—Porque llamaron por teléfono y, al escuchar que el móvil sonaba dentro, se asustaron. Se imaginaron que quizá le había ocurrido algo. Y por eso nos llamaron.
—Pues está claro que acertaron —admite Santos, que parece no poder apartar la vista del cadáver.
—De acuerdo —resuelvo—, no hagamos esperar más al forense. Que le lleven el cuerpo cuanto antes, a ver si él nos puede contar algo más.
Lueiro me observa de medio lado.
—¿Ese plural significa que puedo contar contigo entonces?
Pero yo no respondo al momento. Vuelvo a llevar la mirada al cuerpo y la detengo sobre él. Sobre su rostro, la expresión deformada por la ausencia, concentrada en una suerte de sonrisa macabra y terrible. Cruzo una mirada con Santos y, por fin, asiento en silencio.
Y saco mi teléfono móvil.
—¿Raúl? Oye, la cosa pinta fea, sí. Escucha, avisa a Laguardia, y veníos para aquí. Y, oye, no te olvides de meter el cepillo de dientes —le advierto antes de que Raúl Arroyo cuelgue al otro lado—. Algo me dice que vamos a pasarnos una buena temporada en Verín.
Tiempo atrás. Octubre de 2003
Nada es más grande que la montaña que nos ampara
Densa como un manto de frío y humedad implacable, la niebla se derrama desde las crestas de la sierra, envolviendo en ella el valle, hundiéndolo en una bruma espesa que, visto desde la distancia, hace que el pueblo parezca un barco a la deriva, un buque fantasma perdido en el corazón de un mar de sombras grises y azules. Los montes se levantan en una pendiente casi vertical, y el bosque, siempre frondoso y tupido, e incluso por veces impenetrable, parece precipitarse sobre la pequeña aldea. A tanta altura, la montaña, colosal, hace que todo se vea pequeño junto a ella. Incluso el cielo. O, por lo menos, así lo parece a ojos de un niño.
A sus cinco años, el pequeño Manel nunca ha salido de aquí. Llegó a A Ermida una madrugada de frío y lluvia, cuando apenas llevaba un día mal contado en este mundo, y desde entonces no ha conocido más tierra que esta, la sierra de San Mamede. Los bosques de As Gorbias y O Alfaiate, las cumbres del Penedo Negro, las Canadas, los arroyos que van a dar al río Arnoia. Y las tres aldeas, claro. A Ermida, en