1
GRANDES ESPERANZAS
Shannon
Era el 10 de enero de 2005.
Un año completamente nuevo y el primer día de instituto después de las vacaciones de Navidad.
Y estaba nerviosa, tan nerviosa, de hecho, que ya había vomitado más de tres veces esa mañana.
Mi pulso llevaba un ritmo preocupante; mi ansiedad era la culpable de los erráticos latidos de mi corazón, además de la causa de mi vomitera.
Alisándome el nuevo uniforme escolar, me miré en el espejo del baño y apenas me reconocí.
Camisa blanca y corbata roja bajo un jersey azul marino con el escudo del Tommen College en el pecho. Una falda gris hasta la rodilla que dejaba a la vista dos piernas flacas y poco desarrolladas. Y todo rematado con medias de color carne, calcetines azul marino y zapatos negros de tacón bajo.
Parecía una farsante.
Y también me sentía como tal.
Mi único consuelo era que con los zapatos que me había comprado mi madre llegaba al metro setenta. Era ridículamente menuda para mi edad en todos los sentidos.
Estaba muy muy delgada y aún no me había desarrollado (tenía dos huevos fritos por pechos), claramente intacta por el estallido de pubertad que sí habían atravesado todas las chicas de mi edad.
Llevaba suelta la mata de pelo castaño, que me llegaba a media espalda y mantenía apartada de la cara con una diadema de color rojo. No iba maquillada, lo que me hacía parecer tan joven y pequeña como me sentía. Tenía los ojos demasiado grandes para mi cara y, para colmo, de un impactante tono azul.
Traté de entrecerrarlos para ver si eso hacía que parecieran más humanos, e intenté con todas mis fuerzas que mis gruesos labios parecieran más finos apretándolos hacia dentro.
Nada.
Entrecerrar los ojos solo me daba un aspecto extraño y como si estuviera estreñida.
Con un suspiro de frustración, me toqué las mejillas con la punta de los dedos y resoplé entrecortadamente.
Me gustaba pensar que lo que me faltaba en los departamentos de altura y pecho lo compensaba con madurez. Era sensata y tenía la mentalidad de una persona mayor.
La tata Murphy siempre decía que yo había nacido con la cabeza de una vieja sobre los hombros.
En parte era cierto.
Nunca había sido de las que se dejaban cautivar por los chicos ni las modas pasajeras.
Simplemente no era así.
Una vez leí en alguna parte que el dolor, y no la edad, es lo que nos hace madurar.
Si eso es cierto, yo era Matusalén en lo que se refiere a las emociones.
Muchas veces me preocupaba ser distinta de las demás chicas. No sentía el mismo deseo o interés por el sexo opuesto. No me interesaba nada; chicos, chicas, actores famosos, modelos atractivos, payasos, cachorros… Bueno, vale, me gustaban los cachorros bonitos y los perros grandes y peludos, pero el resto me traía sin cuidado.
No tenía ningún tipo de interés en besar, tocar o acariciar a nadie. No soportaba ni imaginármelo. Supongo que ver cómo se desarrollaba la tormenta de mierda que fue la relación de mis padres me había apartado de la posibilidad de unirme a otro ser humano de por vida. Si ellos eran una representación del amor, entonces no quería formar parte de él.
Prefería estar sola.
Sacudiendo la cabeza para despejar la avalancha de pensamientos antes de que se oscurecieran hasta el punto de no retorno, miré mi reflejo en el espejo y me obligué a practicar algo que rara vez hacía últimamente: sonreír.
«Respiraciones profundas —me dije—. Es un nuevo comienzo».
Abrí el grifo, me lavé las manos y me eché un poco de agua en la cara, desesperada por calmar la ansiedad que ardía dentro de mí ante la intimidante perspectiva de mi primer día en un nuevo instituto.
«Cualquier centro tiene que ser mejor que el que estás dejando atrás». El pensamiento entró en mi mente y me estremecí de vergüenza. «Centros, —rectifiqué abatida—, en plural».
Había sufrido un acoso constante tanto en la escuela primaria como en la secundaria.
Por alguna cruel y misteriosa razón, había sido el blanco de las frustraciones de todos los niños desde la tierna edad de cuatro años.
La mayoría de las niñas de mi clase decidieron desde el primer día de parvulitos que no les gustaba y que no iban a relacionarse conmigo. Y los niños, aunque no eran tan sádicos en sus ataques, tampoco eran mucho mejores.
Aquello no tenía sentido, porque me llevaba bien con los demás niños de mi calle y nunca había tenido altercados con nadie en la urbanización donde vivíamos.
Pero ¿la escuela?
La escuela fue como el séptimo círculo del infierno para mí: los diez años de primaria, en lugar de los habituales nueve, fueron una tortura.
La etapa preescolar fue tan angustiosa para mí que tanto mi madre como mi maestra decidieron que sería mejor que la dejara y la repitiera con una nueva clase. A pesar de que fui igual de miserable en mi nueva clase, hice un par de amigas íntimas, Claire y Lizzie, quienes me hicieron soportable la escuela.
Cuando, en el último curso de primaria, llegó el momento de elegir instituto, me di cuenta de que era muy diferente a mis amigas.
Claire y Lizzie irían en septiembre al Tommen College, una opulenta y elitista escuela privada con fondos masivos e instalaciones de primer nivel, proveniente todo ello de los sobres que entregaban los acaudalados padres, empeñados en asegurarse de que sus hijos recibieran la mejor educación que el dinero podía comprar.
A mí, en cambio, me habían matriculado en el masificado instituto público del centro de la ciudad.
Todavía recordaba la horrible sensación de separarme de mis amigas.
Estaba tan desesperada por alejarme de los matones que incluso le rogué a mi madre que me enviara a Beara a vivir con su hermana, la tía Alice, y su familia para poder terminar mis estudios.
No hay palabras para describir la devastación que se apoderó de mí cuando mi padre se negó en rotundo a que me mudara con la tía Alice.
Mi madre me quería, pero estaba débil y cansada, por lo que no opuso resistencia cuando mi padre insistió en que asistiera al instituto público de Ballylaggin.
Después de eso, el acoso empeoró.
Fue más brutal.
Más violento.
Más físico.
Durante el primer mes del curso inicial, me acosaron varios grupos de chicos que me exigían cosas que no estaba dispuesta a darles.
Después de eso, me tacharon de frígida por no querer tirarme a los mismos chicos que habían hecho de mi vida un infierno durante años.
Los más malos me ponían nombres crueles que daban a entender que la razón por la que era tan frígida se debía a que tenía genitales masculinos debajo de la falda.
Pero no importaba lo crueles que fueran los chicos, porque las chicas eran mucho más inventivas.
Y mucho peores.
Difundieron rumores maliciosos sobre mí, sugiriendo que tenía anorexia e iba al baño a vomitar después de comer todos los días.
No era anoréxica, ni bulímica, para el caso.
Cuando estaba en el instituto estaba aterrorizada y no lograba comer nada porque vomitaba si lo hacía, lo cual era algo frecuente, como respuesta directa al insoportable estrés al que estaba sometida. También era menuda para mi edad; bajita, sin desarrollar y delgada, lo que no me ayudaba a desmentir los rumores.
Cuando cumplí quince años, todavía no me había bajado mi primera regla, así que mi madre pidió cita con nuestro médico de cabecera. Después de varios análisis de sangre y exámenes, el doctor nos aseguró tanto a mi madre como a mí que yo estaba sana y que era común que algunas niñas se desarrollaran más tarde que otras.
Había pasado casi un año desde entonces y, aparte de un sangrado irregular en verano que había durado menos de medio día, aún no tenía la regla propiamente dicha.
Para ser sincera, había dejado de esperar que mi cuerpo funcionara como el de una chica normal, ya que claramente no lo era.
Mi médico también alentó a mi madre a evaluar mi situación escolar, sugiriendo que el estrés que sufría en el instituto podía ser un factor que contribuyera a mi evidente retraso en el desarrollo físico.
Después de una acalorada discusión entre mis padres en la que mi madre me había defendido, me enviaron de regreso al instituto, donde fui sometida a un tormento implacable.
La crueldad iba desde los insultos y los rumores hasta pegarme compresas en la espalda, pasando por agredirme físicamente.
Una vez, en la clase de Economía doméstica, algunas de las chicas que se sentaban detrás de mí me cortaron un trozo de coleta con unas tijeras de cocina y luego lo agitaron como un trofeo.
Todos se rieron y creo que en ese momento odié más a los que se reían de mi dolor que a quienes lo causaban.
En otra ocasión, durante Educación física, las mismas chicas me hicieron una foto en ropa interior con el móvil y se la enviaron a todos nuestros compañeros de curso. El director tomó medidas drásticas rápidamente y expulsó a la propietaria del móvil, pero no antes de que la mitad del instituto se riera a mi costa.
Recuerdo haber llorado muchísimo aquel día, no frente a ellos, por supuesto, sino en los baños. Me había encerrado en un cubículo y consideré terminar con todo, tomarme un montón de pastillas y acabar con todo aquel maldito asunto.
Para mí, la vida fue una amarga decepción y, en ese momento, no quería participar más en ella.
No lo hice porque era demasiado cobarde.
Tenía demasiado miedo de que no funcionara y me despertara y tuviera que enfrentarme a las consecuencias.
Era un maldito desastre.
Mi hermano, Joey, decía que me acosaban porque soy guapa y llamó «putas envidiosas» a mis torturadoras. Me dijo que yo era maravillosa y me pidió que lo superara.
Era más fácil decirlo que hacerlo, y tampoco estaba tan segura de que yo fuese maravillosa.
Muchas de las chicas que me atacaban eran las mismas que llevaban acosándome desde preescolar.
Dudo que las apariencias tuvieran algo que ver con eso por aquel entonces.
Yo era simplemente desagradable.
Además, por mucho que intentara apoyarme y defender mi honor, Joey no entendía cómo era la vida escolar para mí.
Mi hermano mayor era el polo opuesto a mí en todos los sentidos de la palabra.
Yo era bajita, mientras que él era alto. Yo tenía los ojos azules y él, verdes. Yo era de pelo oscuro y él, rubio. Joey estaba ligeramente bronceado. Yo estaba pálida. Él era franco y abierto, mientras que yo era callada y reservada.
El mayor contraste entre nosotros era que mi hermano era adorado por todos en el instituto público de Ballylaggin, el mismo al que asistíamos ambos.
Por supuesto, conseguir un puesto en el equipo de hurling juvenil de Cork propició la popularidad de Joey, pero incluso sin el deporte, era un gran chico.
Y como el gran chico que era, trataba de protegerme de todo, pero era una tarea imposible para una sola persona.
Joey y yo teníamos un hermano mayor, Darren, y tres hermanos menores: Tadhg, Ollie y Sean, pero ninguno de nosotros había hablado con el primero desde que se fue de casa, cinco años atrás, tras otra pelea infame con nuestro padre. Tadhg y Ollie, que tenían once y nueve años, respectivamente, aún iban a la escuela, y Sean, que tenía tres años, apenas había dejado de usar pañales, por lo que no se puede decir que me sobraran los defensores.
Era en días como ese cuando más echaba de menos a mi hermano mayor.
A los veintitrés, Darren era siete años mayor que yo. Grande e intrépido, era el mejor hermano mayor para cualquier niña.
Toda mi vida había besado el suelo que pisaba; lo seguía a él y a sus amigos, y lo acompañaba adondequiera que fuera. Siempre me protegió, asumiendo la culpa en casa cuando yo hacía algo malo.
No fue fácil para él, y como yo era mucho más joven que Darren, no había entendido el alcance total de su situación. Mi madre y mi padre apenas llevaban viéndose un par de meses cuando ella, a los quince años, se quedó embarazada de Darren.
Etiquetado en la Irlanda católica de 1980 como un bastardo porque nació fuera del matrimonio, la vida nunca se lo puso fácil a mi hermano. Cuando cumplió once años, todo empeoró mucho para él.
Al igual que Joey, Darren era un tirador fenomenal y, al igual que yo, nuestro padre lo despreciaba. Siempre encontraba algo malo en él, ya fuera su pelo o su letra, su desempeño en el campo o su pareja.
Darren era gay y nuestro padre no podía soportarlo.
Él culpó de la orientación sexual de mi hermano a un incidente del pasado, y nada de lo que nadie dijera logró hacerle entender que ser gay no era una opción.
Darren nació gay, de la misma manera que Joey nació heterosexual y yo nací vacía.
Él era así y me rompía el corazón que no fuera aceptado en su propia casa.
Vivir con un padre homófobo fue una tortura para mi hermano.
Odiaba a mi padre por eso, más de lo que lo odiaba por todas las otras cosas terribles que había hecho a lo largo de los años.
Tanto su intolerancia como su evidente discriminación hacia su propio hijo era, de lejos, el más vil de sus rasgos.
Cuando Darren dejó durante un año el hurling para centrarse en los exámenes de acceso a la universidad, nuestro padre se puso furioso. Meses de discusiones acaloradas y altercados físicos dieron como resultado una gran pelea en la que Darren hizo las maletas, salió por la puerta y nunca regresó.
Habían pasado cinco años desde aquella noche y, aparte de la tarjeta de Navidad que enviaba cada año, ninguno de nosotros lo había visto ni sabido nada de él.
Ni siquiera teníamos un número de teléfono o una dirección para poder contactar con él.
Fue como si hubiese desaparecido.
Después de aquello, toda la presión que nuestro padre había ejercido sobre Darren se trasladó a los más pequeños, que eran, a sus ojos, sus hijos «normales».
Cuando no estaba en el pub o en las casas de apuestas, obligaba a los niños a entrenar y asistir a los partidos.
Centró toda su atención en ellos.
Yo no le servía de nada, por ser una chica y todo eso.
No se me daban bien los deportes y no sobresalía en mis estudios ni en ninguna actividad de ningún club. A ojos de mi padre, yo era solo una boca que alimentar hasta los dieciocho años.
Eso tampoco era algo que se me hubiera ocurrido. Mi padre me lo había dicho en innumerables ocasiones.
Después de la quinta o sexta vez, me volví inmune a sus palabras.
Él no tenía ningún interés en mí y yo no tenía ningún interés en tratar de estar a la altura de alguna de sus irracionales expectativas. Nunca sería un niño, y no tenía sentido tratar de complacer a un hombre cuya mentalidad estaba en los años cincuenta.
Hacía tiempo que me había cansado de suplicar amor a alguien que, en sus propias palabras, nunca me quiso.
Sin embargo, la presión que ejercía sobre Joey me preocupaba y era la razón por la que me sentía tan culpable cada vez que mi hermano tenía que acudir en mi ayuda.
Estaba en el último curso de instituto y tenía sus propias cosas: el hurling con la asociación gaélica, su trabajo a media jornada en la gasolinera, los exámenes de acceso a la universidad y su novia, Aoife.
Sabía que cuando yo sufría, Joey también sufría. No quería ser una carga para él, alguien de quien tuviera que cuidar constantemente, pero ha sido así desde que tengo memoria.
Para ser sincera, no habría soportado ni un minuto más en aquel instituto viendo la decepción en los ojos de mi hermano. Al cruzarme con él por los pasillos, sabía que cuando me miraba, su expresión se hundía.
Para ser justos, los profesores del instituto de Ballylaggin habían tratado de protegerme de la turba de linchamiento y la psicopedagoga, la señora Falvy, incluso organizó sesiones de orientación quincenales con un psicólogo escolar durante el segundo año hasta que cortaron los fondos.
Mi madre se las había arreglado para juntar dinero para que me visitara una terapeuta privada, pero a ochenta euros la sesión y teniendo que censurar mis pensamientos a petición suya, solo la había visto cinco veces antes de mentirle a mi madre y decirle que me sentía mejor.
No me sentí mejor.
Nunca me sentí mejor.
Simplemente no soportaba ver a mi madre luchar.
Odiaba ser una carga financiera para ella, así que aguanté, sonreí y seguí caminando hacia el infierno todos los días.
Pero el acoso nunca cesaba.
Nada cesaba.
Hasta que un día lo hizo.
El mes pasado, un día de la semana anterior a las vacaciones de Navidad, solo tres semanas después de un incidente similar con el mismo grupo de chicas, llegué a casa llorando a mares, con el jersey del uniforme desgarrado por delante y la nariz tapada con un pañuelo para detener la hemorragia tras la paliza que me habían dado unas chicas de primero de bachillerato, quienes aseguraban que había tratado de liarme con el novio de alguna de ellas.
Era una mentira descarada, considerando que nunca había visto al chico a quien me acusaron de tratar de seducir, y otra más en una larga lista de patéticas excusas para pegarme.
Ese fue el día que paré.
Dejé de mentir.
Dejé de fingir.
Tan solo paré.
Ese día no fui la única que llegó a su límite, también Joey. Entró a casa tras de mí con una semana de expulsión por darle una paliza de muerte al hermano de Ciara Maloney, mi principal torturadora.
Tras echarme un vistazo, nuestra madre me había sacado de aquel instituto.
En contra de los deseos de mi padre, quien pensaba que necesitaba curtirme, mi madre fue a la cooperativa de crédito local y pidió un préstamo para pagar las cuotas de admisión al Tommen College, el instituto privado ubicado veinticuatro kilómetros al norte de Ballylaggin.
Me preocupaba mi madre, pero sabía que si cruzaba las puertas del BCG una vez más, no volvería a salir.
Había llegado a mi límite.
La perspectiva de una vida mejor, una vida más feliz, pendía frente a mí y la cogí con ambas manos.
Y a pesar de que temía las represalias de los niños de mi urbanización por asistir a una escuela privada, sabía que no podía ser peor que la mierda que había soportado en el instituto que estaba dejando atrás.
Además, Claire Biggs y Lizzie Young, mis dos amigas de primaria, estarían en mi clase en el Tommen College; el director, el señor Twomey, me lo aseguró cuando mi madre y yo nos reunimos con él para matricularme, durante las vacaciones de Navidad.
Tanto mi madre como Joey me ofrecieron su inquebrantable apoyo, y ella hacía turnos adicionales en el hospital donde trabajaba limpiando para pagar mis libros y el uniforme nuevo, que incluía una americana.
Antes de ir al Tommen College, las únicas americanas que había visto eran las que se ponían los hombres para la misa de los domingos, nunca los adolescentes, y ahora serían parte de mi vestimenta diaria.
Dejar el instituto local a mitad de curso, a punto de terminar el primer ciclo de secundaria, había causado una gran ruptura en nuestra familia, pues mi padre estaba furioso por tener que gastar miles de euros en una educación que era gratuita en la escuela pública que había calle abajo.
Cuando traté de explicarle que el instituto no era tan fácil para mí como lo era para su precioso hijo, la estrella del hurling, se negó a escucharme haciéndome callar y me hizo saber en términos inequívocos que no respaldaría el hecho de que asistiera a un pretencioso instituto con un montón de payasos privilegiados y engreídos y donde se juega al rugby.
Todavía recordaba sus palabras: «Bájate de las nubes, niña» y «Te criaron lejos del rugby y las escuelas privadas», por no mencionar mi frase favorita saliendo de la boca de mi padre: «Nunca encajarás con esos cabrones».
Quise gritarle «¡Ni que lo pagaras tú!», pues mi padre no había trabajado un día desde que yo tenía siete años y era mi madre quien mantenía la familia, pero apreciaba demasiado mi capacidad para caminar.
Mi padre no lo entendió, pero tuve la sensación de que no había sido objeto de intimidación ni un solo día en toda su vida. En todo caso, Teddy Lynch era el matón.
Bien que maltrataba a mi madre.
Debido a la indignación de mi padre por mi educación, pasé la mayor parte de las vacaciones de Navidad encerrada en mi habitación, tratando de mantenerme fuera de su camino.
Como era la única chica en una familia con cinco hermanos, tenía mi propia habitación. Joey también tenía una para él, aunque la suya era mucho más grande que la mía, ya que la había compartido con Darren hasta que este se mudó. Tadhg y Ollie compartían otro dormitorio más grande, y Sean dormía con mis padres en el cuarto más grande de todos.
A pesar de que era solo el trastero en la parte delantera de la casa, sin apenas espacio para columpiar a un gato, agradecía la privacidad que me brindaba la puerta, con cerradura, de mi propio dormitorio.
A diferencia de las cuatro habitaciones de arriba, nuestra casa era pequeña: tenía una sala de estar, una cocina y un baño para toda la familia. Era una casa adosada situada en el margen de Elk, la urbanización con viviendas de protección oficial más grande de Ballylaggin.
La zona era dura y tenía mucha delincuencia, que yo evitaba escondiéndome en mi habitación.
Mi diminuto cuarto era mi santuario en una casa, y una calle, llena de bullicio y hostilidad, pero sabía que no duraría para siempre.
Mi privacidad tenía los días contados, porque mi madre estaba embarazada de nuevo. Si tenía una niña, perdería mi santuario.
—¡Shan! —Se oyeron unos golpes al otro lado de la puerta del baño, lo que me sacó de mi inmutabilidad—. ¡Date prisa, ¿quieres?! Me estoy meando.
—Dos minutos, Joey —respondí, luego continué evaluando mi apariencia—. Puedes con esto —me susurré a mí misma—. Ya lo creo que puedes con esto, Shannon.
Los golpes se reanudaron, así que rápidamente me sequé las manos en la toalla que había colgada y abrí la puerta. Allí estaba mi hermano, con nada más que unos bóxeres negros, rascándose el pecho.
Abrió mucho los ojos cuando se fijó en mi aspecto, y la expresión somnolienta en su rostro pasó a ser de atención y sorpresa. Tenía un ojo morado por el partido que había jugado el fin de semana, pero aquello no parecía alterar lo más mínimo su guapura.
—Estás… —La voz de mi hermano se fue apagando mientras me evaluaba con una mirada fraternal. Me preparé para las bromas que inevitablemente haría a mi costa, pero nunca llegaron—. Encantadora —dijo en su lugar, y sus ojos, verde pálido, reflejaban calidez y una preocupación tácita—. El uniforme te queda bien, Shan.
—¿Crees que irá bien? —pregunté, manteniendo la voz baja para no despertar al resto de la familia.
Mi madre había trabajado dos turnos el día anterior, y tanto ella como mi padre estaban durmiendo. Podía oír los fuertes ronquidos de mi padre a través de la puerta de su dormitorio. Los más pequeños tendrían que ser sacados de sus camas más tarde para ir a la escuela.
Como de costumbre, solo estábamos Joey y yo.
Los dos amigos.
—¿Crees que encajaré, Joey? —pregunté, expresando mis preocupaciones en voz alta. Podía hacer eso con Joey. Era el único de nuestra familia con el que sentía que podía hablar y en quien podía confiar. Me miré el uniforme y me encogí de hombros con impotencia.
Sus ojos ardían con una emoción tácita mientras me miraba, y yo sabía que se había levantado tan temprano no porque estuviera desesperado por usar el baño, sino porque quería despedirse de mí en mi primer día.
Eran las seis y cuarto de la mañana.
Al igual que en el instituto de Ballylaggin, en el Tommen College las clases no comenzaban hasta las nueve y cinco, pero tenía que coger un autobús y el único que pasaba por la zona salía a las siete menos cuarto de la mañana.
Era el primer autobús del día que salía de Ballylaggin, pero también era el único que pasaba por el instituto a tiempo. Mi madre trabajaba casi todas las mañanas y mi padre todavía se negaba a llevarme.
La noche anterior, cuando le pregunté si me llevaría a clase, me dijo que si bajaba de las nubes y regresaba al instituto público de Ballylaggin como Joey y todos los demás críos de nuestra calle, no necesitaría que nadie me llevara.
—Joder, estoy tan orgulloso de ti, Shan —exclamó Joey con la voz cargada de emoción—. Ni siquiera te das cuenta de lo valiente que eres. —Se aclaró la garganta un par de veces y agregó—: Espera, tengo algo para ti.
Dicho esto, cruzó el estrecho rellano y entró en su dormitorio. Regresó menos de un minuto después.
—Toma —murmuró, poniéndome un par de billetes de cinco euros en la mano.
—¡Joey, no! —Rechacé inmediatamente la idea de aceptar un dinero que tanto le había costado ganar. Para empezar, no le pagaban mucho en la gasolinera, y el dinero era difícil de conseguir en nuestra familia, por lo que aceptar diez euros de mi hermano era algo impensable—. No puedo…
—Coge el dinero, Shannon, son solo diez pavos —me pidió, con una expresión muy seria—. Sé que la tata Murphy te dio dinero para el autobús, pero lleva algo más. No sé cómo funcionan las cosas en ese sitio, pero no quiero que entres allí sin algo de pasta.
Me tragué el nudo de emociones que luchaba por abrirse paso en mi garganta y logré decir:
—¿Estás seguro?
Joey asintió, luego tiró de mí para abrazarme.
—Te irá genial —me susurró al oído, abrazándome tan fuerte que no estaba segura de a quién estaba tratando de convencer o consolar—. Si alguien te viene con la más mínima gilipollez, me envías un mensaje y yo iré allí y quemaré ese instituto de mierda y a todos esos pijos cabrones del rugby que hay en ella.
Qué solemne.
—Todo irá bien —dije, esa vez con un poco de fuerza en la voz, pues necesitaba creérmelo—. Pero llegaré tarde si no me pongo en marcha, y eso es lo que menos necesito en mi primer día.
Le di a mi hermano un último abrazo, me puse el abrigo y me coloqué a la espalda la mochila antes de dirigirme a las escaleras.
—Me envías un mensaje —gritó Joey cuando ya iba por la mitad de los escalones—. Lo digo en serio, un tufo de mierda de cualquiera e iré a encargarme.
—Puedo hacerlo, Joey —susurré, echando un rápido vistazo hacia donde estaba apoyado, contra la barandilla, mirándome con preocupación—. Puedo hacerlo.
—Sé que puedes. —Su voz era baja y había dolor en ella—. Yo solo… Estoy aquí para lo que sea, ¿vale? —terminó, y dejó escapar un fuerte suspiro—. Siempre, para lo que necesites.
Me di cuenta de que aquello fue difícil para mi hermano cuando lo vi despedirse de mí como un padre ansioso lo haría con su primogénito. Siempre luchaba mis batallas, siempre saltaba en mi defensa y me llevaba a un lugar seguro.
Quería que estuviera orgulloso de mí, que me viera como algo más que una niña que necesitaba su protección constante.
Necesitaba eso para mí.
Con renovada determinación, le dediqué una sonrisa de oreja a oreja y luego salí corriendo de casa para coger el autobús.
2
TODO HA CAMBIADO
Shannon
Cuando me bajé del autobús, me sentí aliviada al descubrir que las puertas del Tommen College estaban abiertas a los estudiantes desde las siete de la mañana, obviamente para acomodar los diferentes horarios de los internos y los alumnos de día.
Me apresuré a entrar en el edificio para resguardarme del tiempo.
Estaba lloviendo a cántaros, y en cualquier otra circunstancia podría haberlo considerado un mal augurio, pero estaba en Irlanda, donde llovía un promedio de entre ciento cincuenta y doscientos veinticinco días al año.
También era principios de enero, la temporada de lluvias.
Descubrí que no era la única madrugadora que llegaba antes de las horas de clase, pues ya había varios estudiantes que deambulaban por los pasillos y descansaban en el comedor y las zonas comunes.
Sí, zonas comunes.
Tommen College tenía lo que solo podría describir como amplias salas de estar para cada curso.
Para mi inmensa sorpresa, descubrí que no era el objetivo inmediato de los matones como lo había sido en todas las demás escuelas a las que había asistido.
Los estudiantes pasaban zumbando a mi lado, sin ningún interés en mi presencia, claramente atareados con su propia vida.
Esperé, con el corazón en la boca, algún comentario o empujón cruel.
Pero no hubo nada de eso.
Al haber sido transferida a mitad de curso desde el vecino instituto público, esperaba una diatriba de nuevas burlas y enemigos.
Pero nada de eso pasó.
Aparte de un par de miradas curiosas, nadie se me acercó.
Los estudiantes del Tommen no sabían quién era yo o no les importaba.
De cualquier modo, estaba claramente fuera del punto de mira en ese centro, y me encantaba.
Consolada por el repentino manto de invisibilidad que me rodeaba, y con una actitud más positiva de la que había tenido en meses, me tomé el tiempo para echar un vistazo a la zona común de los de tercero.
Era una sala grande y luminosa con unos ventanales en un lado que iban del suelo al techo y que daban a un patio de edificios. Placas y fotografías de antiguos alumnos adornaban las paredes, que estaban pintadas de amarillo limón. Sofás de felpa y cómodos sillones llenaban el gran espacio, junto con algunas mesas redondas y sillas de roble a juego. Había una pequeña zona de cocina en un rincón equipada con tetera, tostadora y microondas.
Santo cielo.
Así que así era como se vivía al otro lado.
El Tommen College era un mundo diferente.
Un universo alternativo, distinto al mío.
Guau.
Podría traer algunas rebanadas de pan y tomar té con tostadas en el instituto.
Intimidada, salí de la sala y deambulé por todos los pabellones y pasillos tratando de orientarme.
Estudié mi horario y memoricé dónde estaba cada edificio y ala donde tendría clase.
Me sentía bastante segura cuando, a las nueve menos diez, sonó la campana que indicaba que faltaban quince minutos para el comienzo de la jornada escolar. Y cuando me saludó una voz familiar estuve a punto de llorar de puro alivio.
—¡Ay, madre! ¡Ay, madre mía! —gritó una rubia alta y voluptuosa con una sonrisa del tamaño de un campo de fútbol, lo que llamó mi atención y la de todos los demás, mientras atravesaba varios grupos de estudiantes en un intento de alcanzarme.
No estaba preparada lo más mínimo para el abrazo de oso que me dio cuando llegó hasta mí, aunque no debería haber esperado menos de Claire Biggs.
Ser recibida por rostros amistosos y sonrientes auténticos en lugar de por lo que estaba acostumbrada me resultaba abrumador.
—Shannon Lynch —me saludó Claire medio con una risilla medio atragantándose, y apretándome con fuerza—. ¡Estás aquí de veras!
—Estoy aquí —asentí con una pequeña risa, dándole palmaditas en la espalda mientras intentaba sin éxito liberarme de su fuerte abrazo—. Pero no lo estaré por mucho más tiempo si no me dejas respirar.
—Oh, mierda. Lo siento —se rio Claire, dando un paso atrás inmediatamente y liberándome de su agarre mortal—. Olvidé que no has crecido desde cuarto. —Dio otro paso atrás y me miró—. O desde tercero —rectificó, con una risilla y la picardía danzando en los ojos.
No fue una pulla; era una observación y un hecho.
Yo era excepcionalmente menuda para mi edad, más aún por el metro casi ochenta de mi amiga.
Claire era alta, de complexión atlética y excepcionalmente guapa.
La suya no era una forma recatada de belleza.
No, su cara resplandecía como los rayos del sol.
Claire estaba simplemente deslumbrante: tenía unos grandes ojos marrones de cachorrito y tirabuzones rubios claros. Era de carácter alegre y su sonrisa podía calentar los corazones más fríos.
Incluso a los cuatro años, yo ya sabía que era una chica diferente.
Sentía la amabilidad que irradiaba de ella. La había sentido mientras estuvo en mi rincón durante ocho largos años, defendiéndome en detrimento propio.
Sabía la diferencia entre el bien y el mal, y estaba preparada para intervenir por cualquiera más débil que ella.
Claire era una guardiana.
Nos habíamos distanciado al ir a institutos distintos, pero en cuanto la miré supe que seguía siendo la misma Claire de siempre.
—No todas podemos ser unas larguiruchas —contesté de buenas, sabiendo que sus palabras no tenían la intención de insultarme.
—Madre mía, estoy tan contenta de que estés aquí —exclamó negando con la cabeza, y me sonrió. Toda adorable, bailoteó de felicidad y luego me abrazó una vez más—. No puedo creer que tus padres finalmente hayan hecho lo correcto.
—Ya —respondí, incómoda de nuevo—. Al final sí.
—Shan, no será así aquí —me aseguró Claire en un tono ahora serio y los ojos llenos de emoción—. Toda esa mierda que has sufrido forma parte del pasado. —Suspiró de nuevo y supe que se estaba mordiendo la lengua, absteniéndose de decir todo lo que quería.
Claire lo sabía.
Ella había ido conmigo a la escuela primaria.
Y fue testigo de cómo había sido para mí aquella época.
Por alguna razón que desconocía, me alegré de que no hubiera visto lo mal que se habían puesto las cosas.
Era una humillación que no quería volver a sentir.
—Estoy aquí para ti —continuó—, y Lizzie también, si alguna vez decide sacar el culo de la cama y venir a clase.
Con una sonrisa de oreja a oreja, desterré mis demonios al fondo de mi mente y dije:
—Será un nuevo comienzo.
—¡Sí, tía! —exclamó Claire con gran entusiasmo al tiempo que me golpeaba con el puño—. Un nuevo y alegre comienzo.
La primera mitad del día fue mejor de lo que podría haber esperado. Claire me presentó a sus amigos y, aunque no podía recordar los nombres de la mayoría de las personas que había conocido, estaba increíblemente agradecida de que me acogieran y, me atrevería a decir, aceptaran.
La inclusión no era algo a lo que estuviese acostumbrada, y tuve que esforzarme para mantenerme al día con el flujo constante de conversaciones y preguntas amistosas que me hacían.
Haber pasado tanto tiempo en mi propia compañía me dificultó volver a integrarme en la sociedad adolescente normal. Que en el instituto hubiese otras personas, además de Joey y sus amigos, dispuestas a sentarse conmigo, hablarme y caminar junto a mí fue una experiencia alucinante.
Cuando mi otra amiga de la escuela primaria, Lizzie Young, finalmente apareció, a la mitad de la tercera clase de la mañana y justificando su ausencia con una cita con el dentista, inmediatamente retomamos la amistad que siempre tuvimos.
Lizzie llegó al instituto con los pantalones del uniforme masculino y zapatillas de deporte, sin importarle lo que los demás tuvieran que decir sobre su apariencia. Lo cierto es que parecía traerle sin cuidado lo que pensara la gente. Se vestía según su estado de ánimo y su actitud variaba en función de él. Podría haber aparecido al día siguiente con falda y toda maquillada. Lizzie hacía lo que quería cuando quería, ignorando y sin importarle la opinión de los demás.
Con su larga coleta rubia oscura y sin maquillaje, lo que resaltaba esos ojazos azules suyos, rezumaba una confianza en sí misma más bien perezosa.
A lo largo de nuestras clases, me fijé también en que Lizzie recibía mucha atención masculina a pesar de los pantalones holgados y el pelo despeinado, lo que demuestra que no es necesario desnudarse ni pintarse la cara para atraer al sexo opuesto.
Una sonrisa auténtica y una personalidad agradable son más que suficientes.
Lizzie se parecía un montón a Claire en muchos aspectos, pero eran radicalmente diferentes en otros.
Al igual que Claire, Lizzie era rubia y de piernas largas.
Ambas eran altas para su edad y asquerosamente guapísimas.
Pero donde Claire era extrovertida y, a veces, un poco demasiado intensa, Lizzie era relajada y algo introvertida.
Por lo general, Claire no tenía filtro, mientras que Lizzie se tomaba su tiempo para decidirse sobre algo.
Claire siempre iba impecable, toda maquillada y con un atuendo perfecto para cualquier ocasión, mientras que el estilo de Lizzie era impredecible.
Yo, en cambio, era la morena menuda que se juntaba con las chicas más guapas de la clase.
Ay…
—¿Estás bien, Shan? —preguntó Lizzie rompiendo el largo silencio.
Íbamos de camino hacia nuestra próxima clase, Inglés en el ala sur, cuando me detuve en medio del pasillo, lo que provocó una acumulación de estudiantes.
—Oh, mierda —mascullé al darme cuenta de repente de mi cagada—. Me he dejado el móvil en el baño.
Claire, que estaba a mi izquierda, se volvió y frunció el ceño.
—Ve a buscarlo, te esperaremos.
—En el baño del edificio de Ciencias —respondí con un gemido. Tommen era ridículamente grande y las clases se impartían en los diferentes edificios de la inmensa propiedad—. Tengo que recuperarlo —añadí, ansiosa ante la idea de que alguien encontrara mi móvil e invadiera mi privacidad. El aparato en sí no valía nada, era uno de los prepagos más baratos del mercado y ni siquiera tenía cámara, pero era mío. Estaba lleno de mensajes privados y lo necesitaba—. Joder.
—Que no cunda el pánico —intervino Lizzie—. Te acompañaremos.
—No —dije levantando una mano y negando con la cabeza—. No quiero que también vosotras lleguéis tarde a clase. Iré a buscarlo.
Yo era nueva. Era mi primer día allí. Dudaba que la profesora fuera a ser dura conmigo por llegar tarde a clase. Claire y Lizzie, por otro lado, no eran nuevas y no tenían ninguna excusa para no estar en sus asientos a la hora.
Podía hacerlo.
No necesitaba, o al menos no debería, niñeras que me acompañaran por el instituto.
Claire frunció el ceño con evidente indecisión.
—¿Estás segura?
—Sí —asentí—. Recuerdo el camino.
—No sé, Shan —dudó Lizzie mordiéndose el labio inferior—. Tal vez una de nosotras debería ir contigo. —Encogiéndose de hombros, añadió—: Ya sabes, por si acaso…
La segunda campana sonó con fuerza, señalando el comienzo de la clase.
—Va —las insté, con un gesto de la mano para que se fueran—. Estaré genial.
Girando sobre mis talones, me apresuré por el pasillo hasta la entrada y luego eché a correr cuando alcancé el patio. Tardé unos buenos nueve minutos en llegar al edificio de Ciencias corriendo a toda velocidad bajo la lluvia torrencial por un camino que rodeaba varios campos de entrenamiento deportivo, lo cual no es tarea fácil con tacones.
Cuando llegué al baño de chicas, estaba sin aliento y sudando.
Afortunadamente, mi móvil estaba exactamente donde lo había dejado: en el lavamanos, junto al dispensador de jabón.
Muerta de alivio, lo cogí, revisé rápidamente la pantalla y volví a sentirme aliviada al ver que seguía bloqueada. Luego me guardé el móvil en el bolsillo delantero de la mochila.
Si esto hubiera sucedido en mi antiguo instituto, un teléfono olvidado en el baño no habría durado ni quince segundos, y mucho menos quince minutos.
«Te estás codeando con los ricos ahora, Shannon —pensé para mí—. No quieren tu móvil de mierda».
Me eché un poco de agua en la cara y me colgué la mochila, con ambas correas, como la friki que era. Todavía no había ido a mi taquilla, así que cargaba con lo que parecían cuatro piedras. Ambas correas eran totalmente necesarias en esa situación.
Cuando salí del edificio de Ciencias y miré el largo y poco atractivo camino de regreso al edificio principal, donde tenía mi siguiente clase, contuve un gemido.
No iba a correr de nuevo.
Mi cuerpo no podía.
Se había esfumado toda mi energía.
Desolada, mi mirada vaciló entre la poco atractiva callejuela cuesta arriba y los campos de entrenamiento.
En ese lado del instituto había tres pistas en total.
Había dos campos más pequeños, cuidados con esmero y que estaban vacíos, y otro más grande que en ese momento estaba ocupado por una treintena de chicos y un profesor que les gritaba órdenes.
Indecisa, valoré mis opciones.
Si atajaba por los campos de entrenamiento, me ahorraría varios minutos de caminata.
Ni siquiera me verían.
Yo era pequeña y rápida.
Pero también estaba cansada y nerviosa.
Atravesar los campos era lo lógico.
Había un terraplén empinado y cubierto de hierba al otro lado de la pista que separaba los campos del patio, pero podría subirlo sin ningún problema.
Miré el reloj y me invadió una oleada de angustia cuando vi que ya me había perdido quince minutos de la clase de cuarenta minutos.
Tomada la decisión, salté la pequeña cerca de madera que separaba los campos de entrenamiento del camino y avancé con energía hacia mi destino.
Con la cabeza gacha y el corazón latiendo violentamente contra la caja torácica, corrí por las pistas vacías y solo vacilé cuando llegué al campo de entrenamiento más grande, el que estaba lleno de chicos.
Chicos enormes.
Chicos sucios.
Chicos con cara de enfado.
Chicos que me estaban mirando.
Oh, mierda.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Fuera de la puta cancha!
—¡Hostia ya!
—Crías de mierda.
—¡Que te pires!
Presa del pánico, ignoré los gritos y los abucheos mientras pasaba corriendo junto a ellos, obviamente perturbando su entrenamiento.
Mi cuerpo acusó la humillación al apretar el paso y romper a trotar con torpeza.
El suelo estaba mojado y embarrado por la lluvia, así que no podía moverme tan rápido como a mí, o a esos chicos, nos hubiera gustado.
Cuando llegué al borde del campo, sentí ganas de llorar de alivio mientras subía cojeando el empinado terraplén. Sin embargo, esa fue solo una sensación momentánea y fugaz que rápidamente fue reemplazada por un dolor punzante cuando algo muy duro y muy pesado se estrelló contra mi nuca, lo que me quitó el aire de los pulmones y el suelo desapareció bajo mis pies.
Momentos después, caía de espaldas por el embarrado terraplén y el dolor me rebotaba en la cabeza, de manera que me era imposible pensar con claridad o detener mi propia caída.
Mi último pensamiento coherente antes de golpear el suelo con un ruido sordo y que una espesa nube de oscuridad me cubriera fue: «Nada cambia».
Aunque estaba equivocada.
Todo cambió después de ese día.
Todo.
3
PELOTAS VOLADORAS
El chico maravilla cautiva a los entrenadores de la academia
El joven Johnny Kavanagh, de diecisiete años y nativo de Blackrock (Dublín) aunque actualmente reside en el condado de Ballylaggin (Cork), pasó su evaluación médica para asegurarse un puesto en la prestigiosa academia de rugby de Cork. Tras la lesión crónica que sufrió en la ingle al comienzo de la última temporada, los médicos han dado el visto bueno al regreso del joven. Este estudiante del Tommen College, que ha sido nombrado titular del estimado equipo juvenil, está preparado para ganar su decimoquinto partido internacional con la academia este fin de semana. Un segundo centro nato, ha llamado la atención de entrenadores de todo el mundo, incluidos los de clubes del Reino Unido y el hemisferio sur. Cuando se le pidió que comentara el vertiginoso ascenso del joven, el entrenador titular de la sub-20 de Irlanda, Liam Delaney, dijo: «Estamos emocionados con el nivel de los nuevos jugadores en todo el país. El futuro parece prometedor para el rugby irlandés». Respecto al joven de la escuela de Cork, en concreto, Delaney dijo: «Hemos seguido la pista a Kavanagh desde que jugaba en Dublín y hemos estado negociando con sus entrenadores durante los últimos dieciocho meses. Los técnicos de la sub-18 están impresionados. Seguimos con atención su progresión y estamos asombrados con la inteligencia y madurez innatas que exuda en la cancha. Sin duda, es un jugador que ha de tenerse en cuenta para cuando llegue a la mayoría de edad».
Johnny
Estaba agotado.
En serio, estaba tan cansado que me costaba mantener los ojos abiertos y centrarme en lo que estaba haciendo. Mi día infernal se estaba convirtiendo en una semana infernal, lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que solo era lunes.
Y todo porque había vuelto directamente al instituto, por no mencionar que entrenaba e iba al gimnasio seis tardes a la semana.
Para ser sincero, llevaba agotado desde el verano pasado, cuando regresé de la campaña internacional con los de la sub-18, donde jugué junto a los mejores de Europa, y entré directamente a un duro campamento de preparación de seis semanas de duración en Dublín.
Después de eso, tuve un descanso de diez días antes de regresar a clase y retomar mis compromisos con el club y la Academia.
También tenía hambre, lo que no le sienta nada bien a mi temperamento.
No llevo bien lo de pasarme largas horas sin comer.
Mi estilo de vida y mi intenso régimen de entrenamiento requerían que espaciara las comidas regularmente.
Para mi cuerpo, lo ideal era comer cada dos horas cuando consumía una dieta de cuatro mil quinientas calorías diarias.
Si me quedaba con el estómago vacío más de cuatro horas, me convertía en un cabrón malhumorado y enfadado.
No es que me entusiasmara especialmente la montaña de pescado y verduras al vapor que me esperaba en el táper, pero estaba a dieta, maldita sea.
Trastocármela era una forma segura de despertar a la bestia hambrienta que hay en mí.
Llevábamos menos de media hora en el campo y ya había noqueado a tres de mis compañeros y había recibido un rapapolvo del entrenador en el proceso.
En mi defensa, cada placaje que les hice fue perfectamente legal, solo que un poco bruto.
Pero a eso me refería, maldita sea.
Estaba demasiado irritado para contenerme lo más mínimo con chavales que no se acercaban siquiera a mi nivel de juego.
«Chavales» era la palabra apropiada en ese caso.
Porque eso es lo que eran.
Yo jugaba con hombres.
A menudo me preguntaba qué sentido tenía estar en el equipo escolar.
No me servía de una mierda.
El nivel del club ya era bastante básico, pero el rugby escolar era una maldita pérdida de tiempo.
Especialmente en este instituto.
Ese era el primer día tras las vacaciones de Navidad, pero el equipo llevaba entrenando desde septiembre.
Cuatro meses.
Cuatro putos meses y parecíamos más desorganizados que nunca.
Por millonésima vez en los últimos seis años, me molestó la mudanza de mis padres.
Si nos hubiéramos quedado en Dublín, estaría jugando en un equipo de calidad con jugadores de calidad y progresando de verdad, joder.
Pero no, en lugar de eso, estaba allí, en medio de la puta nada, sustituyendo a un preparador menos que experto y rompiéndome los cojones para mantener al equipo en la clasificatoria.
Ganamos la liga el año pasado porque teníamos un equipo sólido, capaz de jugar al puto rugby decentemente.
Sin varios de los jugadores del equipo del año pasado, que se habían ido a la universidad, mi inquietud y preocupación por nuestras posibilidades esa temporada crecía por minutos.
Y no era el único que se sentía así.
Quedaban seis o siete jugadores excepcionales en este instituto que eran lo suficientemente buenos para la división en la que jugábamos, y ese era el problema.
Necesitábamos una plantilla de veintitrés jugadores decentes para sobresalir en esa liga.
No media docena.
Mi mejor amigo, por ejemplo, Gerard Gibson, o Gibsie para abreviar, era un excelente ejemplo de excepcionalidad.
Era, sin lugar a dudas, el mejor flanker con el que había jugado o contra el que había jugado en esa categoría de rugby y podía ascender fácilmente en la clasificación con un poco de compromiso y esfuerzo.
Sin embargo, a diferencia de mí, el rugby no lo era todo para Gibsie.
Renunciar a fiestas y novias durante algunos años fue un pequeño precio que pagar por una carrera profesional en el deporte. Si dejara de beber y fumar, sería fenomenal.
Sin embargo, Gibs no estaba tan convencido de ello y escogía con gusto pasar el tiempo de entrenamiento de calidad tirándose a la población femenina de Ballylaggin y bebiendo hasta que su hígado y páncreas gritaban en protesta.
A mí me parecía que era un desperdicio terrible.
Otro pase fallido de Patrick Feely, nuestro nuevo número doce y mi compañero en el centro del campo, hizo que se me fuera la pinza allí mismo, en medio de la cancha.
Me saqué el protector bucal, se lo lancé y le di un puñetazo en la mandíbula.
—¿Ves esto? —rugí—. Se llama darle al puto objetivo.
—Lo siento, capi —murmuró el centro, con la cara roja, dirigiéndose a mí por el apodo que me había ganado desde que me convertí en capitán del equipo escolar, en cuarto, y gané mi primer partido internacional—. Puedo hacerlo mejor.
Lamenté mis acciones inmediatamente.
Patrick era un chaval decente y muy buen amigo mío.
Aparte de Gibsie, Hughie Biggs y Patrick eran mis mejores amigos.
Gibs, Feely y Hughie ya eran muy cercanos en el colegio masculino Scoil Eoin cuando me introdujeron en su clase, en el último curso de primaria.
Unidos por nuestro amor por el rugby, todos seguimos siendo buenos amigos durante el instituto, aunque nos habíamos dividido en dos parejas de mejores amigos: Hughie congeniaba más con Patrick y yo, con el gilipollas de antes.
Patrick era un muchacho tranquilo. El pobre no merecía mi ira y mucho menos que le lanzara el protector bucal lleno de saliva a la cara.
Bajé la cabeza, corrí hacia él y le di una palmada en el hombro, murmurando una disculpa.
Esto era exactamente por lo que necesitaba comer.
Y tal vez una bolsa de hielo para el rabo.
Con suficiente carne y verdura, soy una persona diferente.
Una persona tolerante.
Incluso educada.
Pero mi único objetivo en ese preciso instante era no desmayarme por el hambre ni el dolor, así que no tenía tiempo para sutilezas.
Esa semana teníamos un partido clasificatorio para la copa y, a diferencia de mí, estos chavales habían pasado su tiempo libre…, bueno, pues como cualquier adolescente.
Las vacaciones de Navidad fueron un buen ejemplo.
Tras la lesión, yo me las había pasado esforzándome como un loco para volver a la cancha, mientras que ellos se habían pasado las vacaciones comiendo y bebiendo hasta reventar.
No tenía ningún problema en perder un partido si éramos realmente los más malos.
Lo que no podía aceptar era perder por falta de preparación y disciplina.
Liga escolar o no.
Aquello no me servía, joder.
Estaba totalmente fuera de mí cuando una chica atravesó la cancha. Se puso a caminar por los campos de entrenamiento, joder.
Irritado, me la quedé mirando y sentí una rabia dentro de mí que bordeaba la locura.
Así de jodidamente malo era el equipo.
A los demás estudiantes ni siquiera les importaba que estuviéramos entrenando.
Varios de los muchachos le gritaron, pero eso solo pareció cabrearme aún más.
No entendía por qué le gritaban.
Esto era culpa de ellos.
Los tontos que despotricaban y gritaban eran los que necesitaban mejorar sus resultados o abandonar su sueño de jugar al rugby.
En lugar de concentrarse en el partido, se estaban centrando en la chavala.
Idiotas de mierda.
—Gran demostración de capitanía, Kavanagh —se burló Ronan McGarry, otra de nuestras últimas incorporaciones y un medio melé de mierda, mientras pasaba junto a mí corriendo hacia atrás—. ¿Sobrevalorado? —me provocó el chaval, que era más joven que yo.
—Sigue corriendo, hostia —le advertí mientras debatía en cuántos problemas me metería si le rompía las piernas. No me gustaba lo más mínimo ese tipo.
—Tal vez deberías seguir tu propio consejo —insistió Ronan—. Fantasma dublinés.
Decidí que no me importaban las represalias, así que cogí la pelota y se la lancé a la cabeza.
Con precisión, golpeó a McGarry en la zona deseada: la nariz.
—¡Cálmate, pez gordo! —ladró el entrenador, corriendo para ver cómo estaba Ronan, que se tapaba la cara con las manos.
Resoplé al verlo.
Le había pegado con una pelota, no con el puño.
Pichafloja.
—Este es un deporte de equipo —escupió el entrenador, furioso, fulminándome con la mirada—. No el espectáculo de Johnny.
—Ah, ¿sí? —gruñí en respuesta, entrando al trapo sin poder evitarlo. No le caía muy bien al señor Mulcahy, el entrenador titular de rugby del instituto, y el sentimiento era completamente mutuo.
—Sí —bramó él—. Ya lo creo que lo es, joder.
Corriendo hacia donde había aterrizado la pelota, la cogí y me acerqué al entrenador y McGarry con ella en el aire, sin querer soltarla.
—Entonces quizá quiera recordárselo a estos cabrones —gruñí, señalando a mis compañeros de equipo—, ¡porque parece que soy el único imbécil que se ha presentado al entrenamiento hoy!
—Te la estás jugando, muchacho —bufó—. No te pases.
Incapaz de contenerme, siseé:
—Este equipo es una puta broma.
—Ve a las duchas, Kavanagh —ordenó el entrenador, con la cara de un peligroso tono púrpura, mientras me golpeaba con un dedo en el pecho—. ¡Estás expulsado!
—¿Estoy expulsado? —repliqué, provocándolo—. ¿De qué exactamente?
No estaba expulsado de una mierda.
El entrenador no podía expulsarme.
Podía prohibirme entrenar.
Podía suspenderme.
Castigarme.
Y no supondría una mierda porque el día del partido estaría en el campo.
—No hará nada —escupí, dejando que mi temperamento sacara lo mejor de mí.
—No me presiones, Johnny —advirtió el entrenador—. Una llamada a tus superentrenadores de todo el país y estarás con la mierda hasta el cuello.
Ronan, que estaba de pie junto al entrenador, sonrió con malicia, claramente encantado ante la perspectiva de que me metiera en problemas.
Furioso por la amenaza, pero sabiendo que tenía las de perder, reventé la pelota y la pateé de cualquier manera con toda la furia reprimida zumbándome en las venas.
En cuanto el balón salió despedido de mi bota, la ira dentro de mí se disipó rápidamente, en señal de derrota.
Maldita sea.
No se lo estaba poniendo fácil.
Yo era mejor que eso.
El hecho de que el entrenador me amenazara con la Academia fue un golpe bajo, pero sabía que me lo merecía.
Se me estaba yendo la pinza en su campo, con su equipo, pero estaba demasiado susceptible y quemado para serenarme.
Ni en un millón de años sentiría ni una pizca de remordimiento por haberle pegado a McGarry con la pelota, pues ese hijo de puta se merecía algo peor, pero Feely y el resto de los chavales eran un asunto completamente diferente.
Se suponía que yo era el capitán del equipo y estaba actuando como un idiota.
No era lo bastante bueno y estaba decepcionado conmigo mismo por mi arrebato.
Sabía bien qué me pasaba.
Había intentado abarcar demasiado en los últimos meses y había regresado demasiado pronto tras la lesión.
Mis médicos me habían dado el visto bueno para volver a entrenar esa semana, pero hasta un ciego se daría cuenta de que había sido un error y eso me cabreaba muchísimo.
La perspectiva de hacer malabarismos con las clases, los entrenamientos, los compromisos del club y la Academia mientras me recuperaba de una lesión era mucha presión tanto para mi mente como para mi cuerpo, y me estaba costando encontrar la intachable disciplina que solía mostrar.
De todos modos, no era una excusa.
Me disculparía con Patrick después de haber comido, y también con el resto de los muchachos.
Al notar el cambio en mi temperamento, el entrenador asintió con seriedad.
—Bien —dijo, en un tono más tranquilo que antes—. Ahora ve a ducharte y, por el amor de Dios, descansa un maldito día. Solo eres un crío, Kavanagh, y estás hecho una mierda.
No le caía demasiado bien y chocábamos a diario, como un matrimonio de ancianos, pero nunca dudé de sus intenciones.
Se preocupaba por sus jugadores, y no solo por nuestra habilidad para jugar al rugby. Nos animaba a esforzarnos en todos los aspectos de la vida escolar y nos sermoneaba constantemente sobre la importancia de prepararse para los exámenes.
Probablemente también tenía razón acerca de que estaba hecho una mierda; sin duda me sentía como tal.
—Es un año importante para ti —me recordó—. Primero de bachillerato es tan importante para la universidad como segundo, y necesito que sigas sacando buenas notas… ¡Oh, mierda!
—¿Qué? —pregunté, sobresaltado.
Siguiendo la mirada horrorizada del entrenador, me di la vuelta y miré fijamente la pelota arrugada en el borde de la cancha.
—Oh, mierda —murmuré cuando mi mente comprendió lo que estaba viendo.
La chica.
La maldita chavala que había estado correteando alrededor del campo estaba tendida boca arriba sobre el césped.
Una pelota yacía en el suelo a su lado. Pero no cualquier pelota.
¡El balón que yo había chutado, joder!
Horrorizado, mis pies se movieron antes de que mi cerebro hubiese dado la orden. Corrí hacia ella, el corazón golpeando contra la caja torácica a cada paso del trayecto.
—Oye, ¿estás bien? —pregunté a medida que recorría la distancia que nos separaba.
Un suave gemido femenino salió de sus labios cuando intentó ponerse de pie.
Estaba tratando de incorporarse, penosamente y sin éxito por la impresión.
Sin saber qué hacer, me agaché para ayudarla a levantarse, pero me apartó las manos con rapidez.
—¡No me toques! —gritó, arrastrando un poco las palabras, y el sobresalto la hizo caer de rodillas.
—¡Vale! —Automáticamente di un paso atrás y levanté las manos—. Lo siento mucho.
Con una lentitud dolorosa, se puso de pie. Se balanceaba de un lado al otro y la confusión se le reflejaba en el rostro, pues tenía los ojos desenfocados.
Con una mano sujetándose el costado de la falda, toda embarrada, y con la otra balanceando la pelota de rugby, miró a su alrededor con la mirada desorbitada.
Centró la atención en el balón y luego en mi cara.
Una especie de furia velada brilló en sus ojos mientras, tambaleante, se acercaba a mí.
Tenía el pelo hecho un desastre, suelto sobre sus pequeños hombros, con pedazos de barro y hierba adheridos a algunos mechones.
Cuando me alcanzó, me estampó el balón contra el pecho y siseó:
—¿Es esta tu pelota?
Estaba tan impresionado por aquella chica, menuda y cubierta de barro, que me limité a asentir como un jodido imbécil.
Pero ¿quién era esa chica?
Aclarándome la garganta, le cogí la pelota de las manos y dije:
—Eh, sí. Es mía.
Era diminuta. En serio, jodidamente pequeña: apenas me llegaba al pecho.
—Me debes una falda —gruñó, sin soltarse la tela de la cadera—. Y un par de medias —añadió mirando hacia abajo, a la enorme carrera en sus medias.
Se miró de arriba abajo y luego a mí, con los ojos entrecerrados.
—Vale —respondí asintiendo, porque, con toda sinceridad, ¿qué más iba a decir?
—Y una disculpa —agregó la chica antes de desplomarse en el suelo.
Aterrizó pesadamente de culo y soltó un pequeño quejido por el impacto.
—Oh, mierda —murmuré. Lancé la pelota lejos y me acerqué a ayudarla—. No ha sido mi intención…
—¡Para! —Una vez más, me apartó las manos—. Ay —gimió, y se encogió al hablar. Se llevó ambas manos a la cara y empezó a respirar con dificultad—. Mi cabeza.
—¿Estás bien? —le pregunté, sin saber qué leches hacer.
¿Debería cogerla en brazos en contra de su voluntad?
No parecía una buena idea.
Pero no podía dejarla allí.
—¡Johnny! —bramó el entrenador—. ¿Está bien? ¿Le has hecho daño?
—Está genial —contesté, e hice una mueca cuando le dio hipo—. Estás genial, ¿no?
Esa chica iba a meterme en problemas.
Y ya tenía suficientes.
No me llevaba muy bien con el entrenador.
Y casi decapitar a una chica no pintaba bien.
—¿Por qué lo has hecho? —susurró, cogiéndose el pequeño rostro con sus aún más pequeñas manos—. Me has hecho daño.
—Lo siento —repetí. Me sentía extrañamente impotente y era una sensación que no me gustaba—. No ha sido mi intención.
Entonces se puso a sollozar, se le humedecieron los ojos, y algo dentro de mí se rompió.
Mierda.
—Lo siento mucho —solté, horrorizado, levantando las manos. Luego me agaché y la cogí en brazos—. Joder —murmuré, impotente, mientras la ponía de pie—. No llores.
—Es mi primer día —sollozó, balanceándose—. Un nuevo comienzo y estoy llena de mierda.
Sí que estaba llena de mierda.
—Mi padre me va a matar —continuó, atragantándose y agarrándose la falda, que estaba rota—. Mi uniforme está destrozado.
Dejó escapar un chillido de dolor y, como un rayo, se llevó la mano con que se sujetaba la falda a la sien, lo que hizo que el trozo de tela se le cayera.
Sin quererlo, se me abrieron los ojos como platos, una lamentable reacción al ver la ropa interior de una mujer.
Los chicos estallaron en aullidos y vítores.
—Ay, madre —exclamó, tratando torpemente de recuperar la falda.
—¡Vamos, preciosa!
—¡Date una vuelta!
—¡Que os vayáis a la mierda, gilipollas! —rugí a mis compañeros de equipo, poniéndome frente a la chica para taparles la vista.
Oía a los chavales carcajeándose detrás de mí, riendo y diciendo gilipolleces, pero no lograba concentrarme en una sola palabra de lo que decían porque el sonido del corazón retumbándome en el pecho me estaba dejando sordo.
—Toma. —Tirando del dobladillo de mi camiseta, me la quité y le dije—: Ponte esto.
—Está asquerosa —sollozó, pero no me detuvo cuando se la pasé por la cabeza.
Metió las manos en las mangas y sentí un inmenso alivio cuando el dobladillo le llegó hasta las rodillas, cubriéndola.
Joder, es que era menudísima.
¿Tenía la edad suficiente para ir al instituto?
No lo parecía.
En ese momento parecía muy muy joven y… ¿triste?
—Kavanagh, ¿la chica está bien? —preguntó el entrenador.
—¡Está genial! —repetí, y mi voz sonó como un ladrido áspero.
—Llévala a Dirección —me pidió—. Asegúrate de que Majella le haga un chequeo.
Majella era la persona más demandada del instituto. Trabajaba en el comedor y era la mujer a quien todos acudían cuando un estudiante sufría alguna lesión.
—Sí, señor —respondí, nervioso, y me abalancé rápidamente para recoger la falda y la mochila de la chica.
Cuando me acerqué, ella se apartó de mí.
—Solo estoy tratando de ayudarte —dije en el tono más amable que pude, levantando las manos para mostrarle que no tenía intención de hacerle daño—. Te llevaré a Dirección.
Parecía un poco aturdida y me preocupaba haberle provocado una conmoción cerebral.
Conociendo mi suerte, eso era exactamente lo que había hecho.
Joder.
Me eché la mochila al hombro, me metí la falda en la cinturilla de los pantalones cortos, le puse una mano en la espalda y traté de que subiera por el terraplén que separaba la cancha del recinto escolar.
Se tambaleó como si fuese un potro, y tuve que resistir el impulso que me sobrevino de pasarle un brazo por los hombros.
Un par de minutos más tarde, eso fue exactamente lo que tuve que hacer, porque la chica perdía el equilibrio una y otra vez.
El pánico se apoderó de mí.
Me había cargado a la maldita chica.
Le había roto la cabeza.
Me iban a expulsar por perder los estribos y a ponerme una orden de arresto.
Era un imbécil.
—Lo siento —continuaba diciéndole, mientras fulminaba con la mirada a cada chismoso de mierda que se paraba a mirarnos boquiabierto mientras, a paso de tortuga, íbamos avanzando.
Mi camiseta le quedaba como un vestido.
A mí se me estaba congelando el pecho; no llevaba nada más que un par de pantalones cortos de entrenamiento, calcetines y botas de fútbol con tacos.
Ah, y la mochila rosa de los cojones colgada a la espalda.
Podían mirarnos todo lo que quisieran; mi única preocupación era que le revisaran la cabeza a aquella chica.
—Joder, en serio que lo siento.
—Deja de decir que lo sientes —gimió, agarrándose la cabeza.
—Vale, lo siento —murmuré, y noté que apoyaba el peso sobre mí—. Pero es que lo siento. Solo para que quede claro.
—Nada está claro —dijo con voz ronca, poniéndose rígida cuando la toqué—. El suelo da vueltas.
—Ay, la hostia, no digas eso —exclamé con la voz rota, y le sujeté el cuerpo con más fuerza—. Por favor, no digas eso.
—¿Por qué lo has hecho? —gimoteó, tan frágil, menuda y cubierta de mierda.
—Soy un imbécil —respondí, volviendo a ponerme la mochila rosa a la espalda mientras la acercaba más a mí—. La cago a menudo.
—¿Lo has hecho a propósito?
—¿Qué? —Sus palabras me sorprendieron hasta tal punto que me detuve en seco—. No —negué. Retorciéndome para poder mirarla a la cara, fruncí el ceño y dije—: Nunca te haría eso.
—¿Lo prometes?
—Sí —gruñí, levantándola con un brazo, y me cargué su cuerpo a un costado—. Lo prometo.
Era enero.
Hacía humedad.
Hacía frío.
Y por alguna extraña y desconcertante razón, me estaba quemando por dentro.
No sé por qué, mis palabras parecieron aliviar la tensión de aquella chica, porque soltó un gran suspiro, se relajó y me dejó que cargara con todo su peso.
4
CON TODA LA CARA
Johnny
Con mucho esfuerzo y una sorprendente demostración de autocontrol, logré llevarla a Dirección respetando sus deseos, cuando todo lo que quería hacer era cogerla en brazos y correr en busca de ayuda.
Estaba aterrorizado y preocupado, y cada vez que ella gemía o se desplomaba sobre mí aumentaba mi angustia.
Sin embargo, después de pasar los últimos diez minutos fuera del despacho del director escuchando despotricar al señor Twomey, se me había acabado esa preciosa paciencia.
¿Por qué no se encargaba de ella?
¿Por qué cojones seguía yo allí de pie, frente a su despacho, sosteniendo a una chica medio en coma?
Él era el adulto.
—Su madre está en camino —anunció el señor Twomey con un suspiro de exasperación y guardándose el móvil en el bolsillo—. ¿Cómo ha podido pasar esto, Johnny?
—Ya se lo he dicho. Ha sido un accidente —siseé con la chica aún en brazos, manteniendo su pequeño cuerpo pegado al mío—. Necesita que Majella le eche un vistazo —repetí por quincuagésima vez—, creo que tiene una conmoción cerebral.
—Majella está de baja por maternidad hasta el viernes —ladró el señor Twomey—. ¿Qué se supone que debo hacer con ella? No tengo formación en primeros auxilios.
—Entonces será mejor que llame a un médico —repliqué airado, todavía sujetando a la chica—, porque le he roto la puta cabeza.
—Cuide su lenguaje, Kavanagh —espetó el señor Twomey.
Me salté el «sí, señor» de rigor; en realidad me importaba una mierda y tampoco es que me arrepintiera especialmente.
Pertenecer a la academia de rugby hacía que fuesen muy permisivos conmigo en el instituto, un trato privilegiado que otros estudiantes no recibían, pero no iba a ponerlo a prueba el primer día tras las vacaciones.
No cuando había cubierto el cupo mutilando a la chica nueva.
—¿Está bien, señorita Lynch? —preguntó el señor Twomey, empujándola como si fuera un pavo crudo del que no quería pillar salmonella.
—Duele —gimió ella, desplomándose sobre mi costado.
—Lo sé —la tranquilicé, acercándomela más—. Mierda, lo siento mucho.
—Joder, Johnny, esto es justo lo que necesitaba —siseó el señor Twomey, pasándose una mano por las canas—. Es su primer día. Que sus padres vengan aquí a destripar la escuela es lo último que necesito.
—Ha sido un accidente —gruñí, ya enfadado. Ella gimió y yo me esforcé por bajar la voz cuando añadí—: No quería hacerle daño a la chavala.
—Sí, bueno, díselo a su madre cuando llegue —resopló el señor Twomey—. La sacaron del instituto público de Ballylaggin por haber sido atacada verbal y físicamente. ¿Y qué sucede en su primer día en Tommen? ¡Esto!
—Yo no la he atacado —escupí—. He dado una mala patada.
Recolocándomela bajo el brazo, fulminé con la mirada a la supuesta figura de autoridad.
—Un momento —dije de repente, al comprender sus palabras—. ¿Qué quiere decir con que fue atacada?
Miré a la menudísima muchacha acurrucada junto a mí.
¿Quién podría atacarla?
Era tan pequeña…
Y frágil.
—¿Qué le ocurrió? —me escuché preguntar, con la atención de nuevo en el director.
—Creo que me voy a caer —habló la chica, con la voz ronca, distrayéndome de mis pensamientos. Se agarró a mi antebrazo con una de sus pequeñas manos y suspiró—. Todo da vueltas.
—No dejaré que te caigas —respondí automáticamente en un tono tranquilizador—. No pasa nada. —Sentí que se me resbalaba y la levanté, sujetando aquel cuerpecito cuanto podía—. Te tengo —le aseguré, estrechándola con más fuerza—. Estás bien.
—Mira, siéntate con ella —ordenó el señor Twomey, señalando el banco que había pegado a la pared exterior de su despacho—. Iré a buscar una compresa fría o algo así.
—¿Me va a dejar con ella? —pregunté boquiabierto—. ¿Solo?
El director no me respondió.
Por supuesto que no, porque el cobarde de mierda ya estaba a kilómetros de distancia, desesperado por alejarse de la responsabilidad por la que le pagaban por ocuparse.
—Cagón —gruñí por lo bajo.
Frustrado, llevé a la chica hasta el banco de madera.
Dejé caer su mochila en el suelo y bajé con cuidado nuestros cuerpos hasta que estuvimos sentados uno al lado del otro.
Mantuve un brazo alrededor de sus pequeños y huesudos hombros, sin atreverme a apartarme de ella por miedo a que se cayera.
—Esto es genial —me quejé, chasqueando la lengua—. Jodidamente maravilloso.
—Estás tan calentito… —susurró la chica, y sentí su mejilla rozándome el pecho—. Como una bolsa de agua caliente.
—Vale, tienes que mantener los ojos abiertos, ¿eh? —le advertí, aterrorizado por sus palabras.
Con las rodillas rebotando nerviosamente, la giré en mis brazos y le cogí el rostro con las manos.
—Oye —la llamé, dándole una pequeña sacudida en la cara con ambas manos—. Oye… ¿chica? —añadí titubeante, porque ni siquiera sabía su nombre. Casi la mato y no sabía su puto nombre—. Abre los ojos.
No lo hizo.
—¡Oye, oye! —repetí, más fuerte ahora—. Mírame. —Le sacudí la cabeza—. Mírame a los ojos.
Esa vez sí lo hizo.
Abrió los ojos y, joder, ahogué un grito sin querer.
Madre mía, era preciosa.
Ya me había dado cuenta antes, por supuesto, porque llamaba mucho la atención, pero ahora, al verla tan de cerca que podía contar las pecas en su rostro (once, por cierto), flipé con lo increíble que era.
Tenía unos enormes ojos azules, redondos y jodidamente preciosos, salpicados de pequeñas motas amarillas y bordeados por largas y espesas pestañas.
Ni siquiera estaba seguro de haber visto ese tono de azul jamás. Desde luego, no me venía a la memoria.
Sin duda alguna, tenía el par de ojos más increíbles que había visto en mi vida.
Tenía el pelo castaño oscuro, largo hasta los codos, grueso y ondulado en las puntas.
Y tras aquel montón de pelo, había una carita redonda, con la piel suave y lisa, y un pequeño hoyuelo en la barbilla.
Unas cejas oscuras y perfectamente delineadas se arqueaban sobre aquellos ojazos. Tenía una naricilla redondeada, pómulos altos y los labios gruesos.
Labios que eran de un color rojizo natural, como si hubiera estado comiéndose un polo o algo así, lo cual sabía que no había hecho porque había pasado la última media hora tratando de mantenerla despierta.
—Hola —dijo en voz baja.
Dejé escapar un suspiro de alivio.
—Hola.
—¿Esta es tu cara de verdad? —preguntó, con ojos soñolientos, mientras me estudiaba con una expresión vacía—. Eres muy guapo.
—Eh, ¿gracias? —respondí, incómodo, todavía con las manos en sus mejillas—. Es la única que tengo.
—Me gusta, es una buena cara —murmuró. Y cerró los ojos de nuevo, desplomándose hacia delante.
—No, no, no —le pedí, sacudiéndola bruscamente—. ¡Quédate conmigo!
Gimiendo, parpadeó para volver en sí.
—Buen trabajo —la felicité, con un fuerte suspiro—. Ahora mantente despierta.
—¿Quién eres? —graznó. Seguía con la cabeza erguida únicamente por mis manos.
—Soy Johnny —contesté, reprimiendo una sonrisa—. ¿Quién eres tú?
—Shannon —susurró ella. Empezó a cerrar los párpados, pero los volvió a abrir rápidamente cuando le apreté las mejillas—. Como el río —añadió con un pequeño suspiro.
Me reí por lo bajo ante su respuesta.
—Bueno, Shannon como el río —dije alegremente, desesperado por que mantuviera la atención y siguiera hablando—. Tus padres están en camino. Probablemente te lleven al hospital para un chequeo.
—Johnny. —Gimió y luego hizo una mueca—. Johnny. Johnny. Johnny. Esto es malo…
—¿El qué? —la insté—. ¿Qué es malo?
—Mi padre —susurró ella.
Fruncí el ceño.
—¿Tu padre?
—¿Puedes salvarme?
Fruncí el ceño.
—¿Necesitas que te salve?
—Mmm —balbució adormecida—. Acaríciame el pelo.
—¿Quieres que te acaricie el pelo? —pregunté, resistiéndome a su petición.
Ella asintió y se inclinó hacia delante.
—Duele.
Acercándome más a ella, la recoloqué para que descansara la cabeza sobre mi hombro y mientras le sujetaba el rostro con una mano, le acaricié el pelo con la otra. Era una posición incómoda, pero me las apañé.
Madre mía, pero ¿qué narices estaba haciendo?
Sacudí la cabeza para mí mismo. Me sentía como un imbécil, pero continué haciendo lo que me había pedido de todos modos.
Todo iba bien, hasta que me plantó la cara en el paquete.
Sobresaltado ante aquel contacto tan increíblemente íntimo, por no mencionar la repentina sacudida de consciencia que me recorrió el rabo y el dolor abrasador en la ingle, intenté apartarle la cara de mi entrepierna, pero se resistió con un fuerte gemido.
Entonces subió las piernas al banco y se acomodó para pegarse una buena siesta sobre mi paquete.
A la mierda mi vida.
Con las manos en alto y lejos de su cuerpo, porque necesitaba que me acusaran de acoso sexual tanto como que me volaran la cabeza, busqué a alguien que me ayudara, pero no vino nadie.
Convenientemente, no había ni un adulto en los pasillos.
A la mierda este instituto.
Pensé en huir, pero apenas podía sacármela de encima.
Como si romperle la cabeza no hubiera sido ya una buena cagada.
Así que me limité a quedarme allí sentado, con su cabeza en el regazo y su mejilla rozándome el rabo, y recé para tener la fuerza necesaria para ignorar lo que empezaba a sentir dentro de mí y no tener una erección.
Aparte de ser, claro está, el momento más inoportuno para aquello, tenía el rabo roto.
Bueno, no era tanto que lo tuviera roto como el sitio donde estábamos, pero si se me ponía duro, me desmayaría junto a ella.
Entonces Shannon gimió y aquel sonido me devolvió la angustia y la preocupación: desastre evitado.
Como si tuviera voluntad propia, mi mano se deslizó a su cara.
—Estás bien —la tranquilicé, luchando contra mi ansiedad, pues la necesidad de cuidar a aquella chica era una sensación tan nueva como aterradora para mí—. Chisss, estás bien.
Le retiré el pelo de la mejilla, le pasé unos mechones por detrás de la oreja y luego seguí acariciándole la dolorida cabeza.
Se le estaba formando un chichón impresionante allí donde la pelota le había dado, así que le acaricié la zona del cuero cabelludo con las yemas de los dedos, con tanta suavidad como una pluma.
—¿Te gusta?
—Mmm —musitó—. Es… agradable.
—Bien —murmuré, aliviado, y continué con las caricias.
Me llamó la atención una difusa cicatriz que tenía donde la sien se encontraba con el pelo.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, le pasé un dedo por la marca, que era de más de dos centímetros de larga, y pregunté:
—¿Qué te pasó aquí?
—¿Mmm?
—Aquí. —Recorrí la vieja marca con un dedo—. ¿De qué es esto?
—Mi padre —contestó ella, soltando un profundo suspiro.
Mi mano se detuvo cuando mi cerebro registró su dura respuesta.
—¿Cómo dices?
Como no respondía, le sacudí suavemente el hombro con la otra mano.
—¿Shannon?
—¿Mmm?
—¿Me estás diciendo que tu padre te hizo esto? —dije, tocando la vieja cicatriz con la punta del dedo.
Traté de mantener un tono calmado, pero fue complicado con la repentina necesidad de mutilar y matar bullendo en mi interior.
—No, no, no —susurró ella.
—Entonces ¿tu padre no te hizo esto? —pregunté para confirmar—. ¿Definitivamente no te lo hizo él?
—Por supuesto que no —murmuró ella.
Joder, menos mal.
Solté el aliento que, sin darme cuenta, había estado conteniendo.
—¿Jimmy?
—Me llamo Johnny.
—Ah. ¿Johnny?
—¿Sí?
—¿Estás enfadado conmigo?
—¿Qué? —La pregunta, hecha en voz muy baja, me desconcertó y, mirando fijamente a Shannon, sentí una punzada de protección en el estómago—. No. No estoy enfadado contigo —le dije. Hice una larga pausa, con los dedos paralizados, antes de preguntar—: ¿Estás tú enfadada conmigo?
—Creo que sí —susurró ella, mientras reanudaba las caricias.
Puse los ojos en blanco y contuve un gemido.
¡Mierda, tío!
—No puedes hacerme esto —le solté, sujetándole la cabeza.
—¿Hacer qué? —suspiró ella, complacida, y luego me frotó la mejilla contra el muslo—. ¿Estar enfadada?
—No —negué con voz ahogada, sujetándole la cabeza una vez más—. Enfádate todo lo que quieras, pero deja de restregarme la cabeza en el regazo.
—Me gusta tu regazo —musitó con los ojos cerrados—. Es como una almohada.
—Sí, eh, bueno, eso está muy bien y tal… —Hice una pausa para sujetarle la cabeza con las manos una vez más—. Pero estoy dolorido, así que necesito que pares.
—Parar ¿qué?
—De restregarte —dije con voz ronca—. Ahí.
—¿Por qué estás dolorido? —Suspiró profundamente y preguntó—: ¿Tú también estás roto?
—Probablemente —admití, moviéndole la cara a mi muslo bueno, es decir, el que me dolía menos—. Quédate ahí, ¿vale? —Fue más una súplica que una orden—. No te muevas.
Obedeciendo, no volvió a mover la cabeza.
Empecé a notar la tensión en las sienes y me las presioné con la mano libre mientras pensaba en toda la mierda en la que estaba metido.
Me estaba saltando una clase.
Tenía hambre.
Tenía entrenamiento con el club por la tarde.
Tenía una sesión de gimnasio con Gibsie justo después de clase.
Fisioterapia con Janice al día siguiente al salir del instituto.
Tenía partido escolar el viernes.
Tenía otra sesión de entrenamiento con los chavales el fin de semana.
Estaba ocupadísimo, joder, no necesitaba ese drama.
Pasé varios minutos sufriendo en silencio hasta que Shannon se movió de nuevo, y durante ese rato consideré todas las formas en que el señor Twomey era un incompetente como director.
Tenía una lista tan larga como mi brazo cuando trató de sentarse de nuevo.
—Ten cuidado —le advertí, pendiente de ella como una gallina nodriza.
La ayudé a incorporarse y logré escabullirme del banco en el proceso.
Cada músculo al sur de mi ombligo gritó en protesta, pero no me alejé.
En lugar de eso, me agaché frente a ella y mantuve las manos a ambos lados de su cintura, listo para cogerla.
—¿Estás bien, Shannon?
Su largo cabello castaño cayó hacia delante y le cubrió la cara como un manto.
Ella asintió lentamente, con el ceño muy fruncido.
—Cre-creo que sí.
Me derrumbé, con evidente alivio.
—Bien.
Entonces se inclinó hacia delante, apoyó los codos en los muslos y me miró fijamente, con los ojos bien abiertos. Y de repente estaba demasiado cerca, peligrosamente cerca, lo cual era bastante, teniendo en cuenta que hacía dos minutos tenía la cara en mi regazo.
Estábamos demasiado cerca.
De repente, me sentí muy expuesto.
Pasé las manos de su cintura a sus muslos, una reacción automática al hecho de que una mujer inclinara su rostro hacia el mío.
Me controlé rápidamente y coloqué las manos en el banco.
Aclarándome la garganta, forcé una pequeña sonrisa.
—Estás viva.
—Por poco —susurró con una mueca de dolor, sus azulísimos ojos atravesando los míos al observarme con mayor claridad ahora—. Tienes una puntería terrible.
Me reí ante sus palabras.
Estaban tan lejos de la verdad que no pude evitarlo.
—Bueno, esto sí que es nuevo —comenté—. No estoy acostumbrado a que critiquen mi habilidad para chutar una pelota.
No era el mejor, pero tenía bastante buena puntería y podía chutar muy lejos cuando era necesario.
—Sí —graznó ella—. Bueno, tu habilidad para chutar una pelota casi me mata.
—Touché —reconocí, encogiéndome.
Sin pensar dos veces en lo que estaba haciendo, le pasé el pelo por detrás de las orejas.
Sentí que se estremecía por el contacto y rápidamente me reprendí por el gesto.
«No la toques, imbécil».
«Mantén las manos alejadas».
—Tu voz es rara —soltó entonces, con los ojos fijos en los míos.
Fruncí el ceño.
—¿Mi voz?
Ella asintió lentamente, luego gimió y se tapó la cara con las manos una vez más.
—Tu acento —aclaró ella, respirando con dificultad—. No es un acento de Cork.
Seguía agarrándose la cabeza, pero ahora estaba más espabilada.
—Eso es porque no soy de Cork —respondí e, incapaz de detenerme, le alisé un mechón de pelo—. Nací y me crie en Dublín —le expliqué, colocándole el tirabuzón rebelde detrás de la oreja—. Me mudé a Cork con mis padres cuando tenía once años.
—Entonces, eres un dublinucho —afirmó, claramente divertida por la información.
Bufé con sorna y le devolví el insulto.
—Y tú eres una pueblerina de Cork.
—Mis primos viven en Dublín —me dijo.
—Ah ¿sí? ¿Por dónde?
—Clondalkin, creo —contestó ella—. Y ¿tú?
—Blackrock.
—¿En el lado sur? —Su sonrisa se ensanchó y tenía los ojos más atentos ahora—. Eres un pijo.
Arqueé una ceja.
—¿Te parezco pijo?
Ella se encogió de hombros.
—No te conozco lo suficiente para saberlo.
No, no me conocía.
—Bueno, pues no lo soy —sentencié, incómodo al sentirme prejuzgado por ella.
No debería importarme.
Qué narices, normalmente nunca me importaba.
Entonces ¿por qué me había puesto de malas?
—Te creo. —Su vocecita me sacó de mis pensamientos—. No podrías ser pijo.
—¿Y eso por qué?
—Porque hablas como un carretero.
Me reí de su razonamiento.
—Sí, probablemente tengas razón en eso.
Ella también se echó a reír, pero enseguida se detuvo y gimió, apretándose las sienes.
Sentí una punzada de arrepentimiento.
—Lo siento —le dije, ahora en un tono áspero y grave.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro, y pareció inclinarse más hacia mí mientras se mordía el labio inferior.
—Por hacerte daño —respondí con sinceridad.
Joder, mi voz ni siquiera sonaba como si me perteneciera. Sonaba… desgarrada.
Me aclaré la garganta y añadí:
—No volverá a suceder.
—¿Lo prometes?
«Volvemos a las promesas».
—Sí —le aseguré en un tono grave—. Te lo prometo.
—Madre mía —gimoteó ella, haciendo una mueca—. Todo el mundo va a reírse de mí.
Joder, esas palabras, esa frasecilla de mierda, despertaron en mí una extraña y nueva emoción.
—Estoy tan avergonzada… —continuó murmurando, con la mirada baja—. Seré la comidilla del instituto.
—Mírame.
No me miró.
—Oye… —Hice una pausa y le levanté el rostro poniéndole el pulgar y el índice en la barbilla. Una vez que recuperé su atención, continué—: Nadie va a decir una palabra sobre ti.
—Pero todos me han visto…
—Nadie va a abrir la boca al respecto —insistí. Al darme cuenta de que mi tono rozaba el enfado, lo bajé un poco y lo intenté de nuevo—: Ni el equipo, ni el entrenador, ni nadie. No los dejaré.
Ella parpadeó, confundida.
—¿No los dejarás?
—Así es —le aseguré asintiendo—. No los dejaré.
—¿Lo prometes? —preguntó en un susurro, y una pequeña sonrisa se dibujó en sus gruesos labios.
—Sí —contesté bruscamente, sintiendo que prometería cualquier cosa en este jodido mundo solo para que esta chica se sintiera mejor—. Yo me encargaré.
—Sí, como con el balón —afirmó con voz ronca. Se miró el cuerpo y suspiró—. En realidad, creo que me has dejado hecha un asco.
«Joder, gracias, porque tú no me estás fastidiando en este momento», pensé para mis adentros.
Pero ¿qué cojones había sido eso?
Parpadeando para alejar aquel pensamiento, me decidí por un comentario más prudente:
—Haré que mi gente se encargue de pagar lo que sea.
Aquello le arrancó una sonrisa, pero no una tímida ni pequeña, sino una de oreja a oreja.
Juro que fue una sonrisa brutal.
Joder, era tan bonita…
Odiaba decir eso; «bonita» era una palabra ñoña que usaban las mujeres y los viejos, pero es que lo era.
Mierda, tenía la sensación de que tendría su bonita cara grabada en la mente durante mucho tiempo.
Pero fue aquella locura de ojos lo que realmente me impresionó y sentí la frenética necesidad de buscar en Google paletas de color de ojos solo para averiguar cuál era el tono de azul en los suyos.
Decidí que lo haría después.
Necesitaba saberlo, por muy raro que fuera.
—Así que ¿es tu primer día? —me aventuré a preguntar.
Ella asintió de nuevo, y su sonrisa vaciló ligeramente.
—¿Cómo te va?
Curvó los labios en una pequeña sonrisa.
—Iba muy bien.
—Ya —comenté avergonzado—. Lo siento de nuevo.
—No pasa nada —susurró, estudiando mi rostro con esos enormes ojos—. Y ya puedes dejar de decir que lo sientes. Te creo.
—¿Me crees?
—Sí —asintió y luego suspiró con fuerza—. Te creo cuando dices que fue un accidente —prosiguió—. No me parece que hayas hecho daño a nadie intencionadamente.
—Qué bien. —No tenía idea de por qué habría de pensar lo contrario, pero no iba a cuestionar a la chica. Y menos cuando la había medio mutilado—. Porque yo no me creería.
Volvió a quedarse callada, alejándose de mí, y me descubrí devanándome los sesos en busca de algo que decir.
No sabría explicar por qué quería que siguiera hablándome. Supongo que podría haberme justificado aludiendo a la necesidad de mantenerla consciente.
Pero en el fondo sabía que esa no era la razón.
Rebuscando en mi cerebro algo que decir, solté:
—¿Tienes frío?
Ella me miró con expresión somnolienta.
—¿Eh?
—Frío —repetí, resistiendo el impulso de frotarle los brazos—. ¿Estás lo bastante abrigada? ¿Debería traerte una manta o algo?
—En realidad… —Hizo una pausa y se miró las rodillas. Soltando un pequeño suspiro, volvió a mirarme a la cara y dijo—: En realidad tengo calor.
—Joder, es que soy la hostia de observador.
Mi respuesta, más que inapropiada, salió de mi boca antes de que pudiera filtrar mis palabras.
Rápidamente le toqué la frente, en un patético intento de tomarle la temperatura, y luego asentí con expresión grave.
—Sí que estás caliente.
—Te lo he dicho. —Tenía los ojos muy abiertos y me miraba fijamente—. Tengo mucho mucho calor.
Joder.
Mierda.
—Entonces —solté casualmente, tratando de distraerme del caos de pensamientos—. ¿En qué curso estás?
«Por favor, que diga primero de bachillerato. Por favor».
«Por favor».
«Por favor».
«Por favor, que diga primero de bachillerato».
—En tercero.
Pues se acabó.
Estaba en tercero.
Y así, sin más, vi cómo se esfumaba por la ventana mi sueño de cinco minutos.
A. La. Mierda. Mi. Vida.
—¿Y tú? —preguntó entonces, con voz suave y dulce.
—Estoy en primero de bachillerato —le dije, distraído por la repentina y evidente punzada de decepción que se retorcía dentro de mí—. Tengo diecisiete años y dos tercios.
—Y dos tercios —se rio—. ¿Los tercios son importantes para ti o qué?
—Ahora sí —murmuré por lo bajo. Con un suspiro de resignación, la miré y me expliqué—: Debería estar en segundo, pero repetí sexto cuando me mudé a Cork. Cumpliré los dieciocho en mayo.
—Eh, ¡yo también!
—Tú también ¿qué? —pregunté con cautela, tratando de no hacerme ilusiones, pero era difícil teniéndola sentada tan cerca.
—Repetí un curso en primaria.
—¿Sí? —Me enderecé, con un rayo de esperanza brillando dentro de mí—. Entonces ¿cuántos años tienes?
«Por favor, ten diecisiete».
«Por favor, dame una alegría y dime que tienes diecisiete años».
—Tengo quince.
A la mierda mi suerte.
—No puedo pensar en la fracción si cumplo los dieciséis en marzo. —Frunció el ceño un momento y añadió—: Se me dan mal las matemáticas y me duele la cabeza.
—Diez doceavos —afirmé con tristeza.
Qué asco.
Qué asco, joder.
Yo cumpliría dieciocho en mayo y ella aún tendría dieciséis durante diez meses.
No.
Ni de coña.
No iba a pasar.
Mal plan, Johnny, joder.
—¿Tienes novio?
Pero ¿por qué cojones tenía que preguntar eso?
«¡Eres casi dos años mayor que ella, gilipollas!».
«Es demasiado joven para ti».
«Conoces las reglas».
«Déjalo estar ya, hostia».
—No —respondió ella lentamente, y se sonrojó—. ¿Tú?
—No, Shannon. —Sonreí con picardía—. No tengo novio.
—No quería decir… —Hizo una pausa, suspiró y se mordió el labio inferior, claramente nerviosa—. Me refería a…
—Sé lo que querías decir —terminé por ella, incapaz de evitar que mi sonrisa se ensanchara, mientras volvía a pasarle aquel tirabuzón perdido por detrás de la oreja—. Solo me estaba quedando contigo.
—Ah.
—Sí —bromeé—. Ah.
—¿Y bien? —insistió ella en voz baja. Se miró el regazo antes de volver su atención a mi cara—. ¿Tienes…?
—¡Shannon! —gritó aterrorizada una voz femenina, distrayéndonos a ambos—. ¡Shannon!
Volví la mirada hacia la mujer, alta, de pelo oscuro y con barriguita de embarazada, que corría por el pasillo hacia nosotros.
—¡Shannon! —exclamó, acercándose—. ¿Qué ha pasado?
—Mamá —dijo Shannon con voz ronca, volviendo la atención a su madre—. Estoy bien.
Muy incómodo al ver la protuberante barriga de su madre, lo tomé como una señal para alejarme de su hija menor.
Las embarazadas me ponían nervioso, aunque no tanto como lo hacía Shannon como el río.
Me puse de pie con intención de marcharme, pero me vi acorralado por lo que solo podría describir como una madre osa trastornada.
—¿Qué le has hecho a mi hija? —exigió saber, dándome con un dedo en el hombro—. ¿Y bien? ¿Te ha parecido divertido? ¿Por qué demonios son los niños tan jodidamente crueles?
—¿Qué? ¡No! —repliqué, reculando con las manos en alto—. Ha sido un accidente. No quería hacerle daño.
—Señora Lynch —intervino el director, interponiéndose entre la mujer y yo—. Estoy seguro de que si todos nos sentamos y hablamos de esto…
—No —ladró ella, con la voz cargada de emoción—. ¡Me aseguraste que este tipo de cosas no pasaban en este instituto, y mira lo que ha ocurrido en su primer día! —Se volvió para mirar a su hija y su expresión se llenó de dolor—. Shannon, ya no sé qué hacer contigo —sollozó—. De verdad que no, cariño. Pensé que este lugar sería diferente.
—Mamá, lo ha hecho sin querer —me defendió Shannon. Posó sus azules ojos en mí un breve momento antes de volver a su madre—. Ha sido un accidente de veras.
—¿Cuántas veces me has contado lo mismo? —preguntó su madre con cansancio—. No tienes que encubrirlo, Shannon. Si este chico te está haciendo pasar un mal rato, dilo.
—No es así —protestamos Shannon y yo al mismo tiempo.
—Tú te callas —siseó su madre, empujándome con fuerza en el pecho—. Mi hija puede hablar por sí misma.
Apretando los dientes, me callé.
No iba a ganar ninguna disputa verbal con su madre.
—Fue un completo accidente —repitió Shannon, con la barbilla un poco hacia fuera, desafiante, y todavía sujetándose la cabeza con su pequeña mano—. ¿Crees que estaría aquí ayudándome si lo hubiese hecho a propósito?
Eso hizo que la mujer se detuviera a pensar.
—No —admitió finalmente—. No, supongo que no. ¿Qué diablos llevas puesto?
Shannon se miró a sí misma y se puso rojísima.
—Me he rasgado la falda al caer por el terraplén —dijo, y tragó saliva—. Johnny… eh, me ha dado su camiseta para que nadie me viera las… las…, bueno, las bragas.
—Ah, sí, tome —balbuceé mientras me sacaba el trozo de tela gris de la cinturilla de los pantalones y se lo tendía a su madre—. También, eh…, he roto esto.
Su madre me arrebató la falda y di un paso hacia atrás.
—A ver si me aclaro —dijo ella, pasando la mirada de Shannon a mí. El recuerdo destelló en sus clarísimos ojos azules, aunque yo no tenía ni pajolera idea de por qué, ya que en ese momento no me enteraba de nada—. ¿Te dejó inconsciente, te arrancó la ropa y luego te puso la camiseta?
Murmuré una sarta de palabrotas y me pasé una mano por el pelo.
Dicho así sonaba jodidamente mal.
—Yo no…
—Él me ha ayudado, mamá —espetó Shannon.
Fue a ponerse de pie y yo, como el imbécil que era, quise ayudarla. Su madre me fulminó con una mirada cargada de desconfianza.
Me dirigí hacia ella de todos modos.
Que les den a todos.
Hacía una hora, esa chica estaba medio inconsciente.
No iba a arriesgarme.
—Mamá —suspiró Shannon—. Él estaba entrenando a fútbol y la pelota me golpeó…
—Rugby —intervino el señor Twomey con orgullo—. Nuestro Johnny es el mejor jugador de rugby que el Tommen College ha visto en cincuenta años.
Entorné los ojos.
No era el momento de ponerme por las nubes, ni a mí ni al equipo.
—Fue un error, de veras —añadí, encogiéndome de hombros con impotencia—. Y le pagaré el uniforme.
—Y ¿qué se supone que significa eso? —preguntó su madre.
Fruncí el ceño.
—Significa que voy a pagarle el uniforme —repetí lentamente—. La falda…
—Y las medias —intervino Shannon.
—Y las medias —asentí, dedicándole una sonrisa indulgente, y rápidamente me puse serio cuando me encontré con la mirada asesina de su madre—. Lo pagaré todo.
—¿Porque no tenemos dinero? —ladró la señora Lynch—. ¿Porque no puedo permitirme vestir a mi propia hija?
—No —dije lentamente, confundido de la hostia por aquella incubadora humana que me declaraba una guerra silenciosa—. Porque es mi culpa que esté destrozado.
—Bueno, pues no, gracias, Johnny —bufó ella—. Mi hija no es una causa benéfica.
Venga ya.
Esa mujer era la leche.
Lo intenté de nuevo:
—No he dicho que lo sea, señora Lynch…
—Ya basta, mamá —se quejó Shannon, que tenía las mejillas rojas—. Solo intenta ser amable.
—Amable habría sido no agredirte en tu primer día —resopló la señora Lynch.
Ahogué un gemido.
No iba a ganar ningún concurso de popularidad con esa mujer, eso seguro.
—Lo siento —repetí por centésima maldita vez.
—Johnny —dijo el señor Twomey, aclarándose la garganta—. ¿Por qué no regresas, te pones el uniforme y vas a tu próxima clase?
Aliviado, estuve encantado ante la perspectiva de alejarme de aquella pirada.
Di unos pasos en dirección a la entrada principal, pero luego me detuve, vacilante.
¿Debía dejarla?
¿Debería quedarme?
Alejarme no me parecía lo correcto.
Inseguro, fui a darme la vuelta, cuando me ladraron.
—¡Sigue caminando, Johnny! —ordenó su madre, señalándome con un dedo.
Así que eso hice.
5
SENTAR LAS NORMAS PARA SALTÁRSELAS
Johnny
Para cuando regresé al vestuario, tras un desvío al comedor para hablar con la subdirectora, la señora Lane, el equipo había terminado el entrenamiento y la mayoría de mis compañeros ya se habían duchado.
Ignorando los comentarios y miradas disimulados cuando entré, fui directamente hacia Patrick Feely, me disculpé por haber sido un imbécil con él antes para quitármelo de encima y luego me acerqué a uno de los bancos.
Desplomándome junto a mi bolsa de deporte, me descalcé a patadas, apoyé la cabeza contra las frías baldosas de la pared a mi espalda y dejé escapar un profundo suspiro mientras mi cerebro ponía la quinta obsesionándose con cada detalle de lo sucedido aquel día.
Y vaya día, joder.
Acoso.
Yo no era un matón.
No había visto a aquella chica en mi vida.
Al parecer, esa pequeña joya de información resultaba incomprensible para nuestra subdirectora, a quien había llamado el señor Twomey para que le ayudara a serenar la situación.
Tras un rapapolvo de diez minutos por parte de la mano derecha de Twomey, recibí instrucciones estrictas de mantenerme alejado de la chica Lynch.
Su madre pensaba que la estaba acosando y no quería que me acercara a su hija.
Si volvía a acercarme a ella, me enfrentaría a una expulsión inmediata.
Aquello era una mentira como una casa y esperaba que Shannon tuviera la decencia de aclararlo y defenderme.
A la mierda.
Me daba igual.
Mantendría el culo alejado de ella.
No necesitaba aquella liada.
Las chicas eran una jodida complicación que no me hacía ninguna falta; incluso las bajitas con ojazos azules.
Maldita sea, otra vez estaba pensando en sus ojos.
«Todavía tiene tu camiseta», pensé para mí, lo que me entristeció por una razón completamente diferente.
Era nueva y solo la había usado esa vez, joder.
Sin embargo, reconocí a regañadientes que le quedaba mejor a ella.
Podía quedársela.
Solo esperaba que no la tirara.
Me iba a costar ochenta libras reemplazar la puta camiseta.
—¿Estás bien, Johnny? —preguntó Gibsie, interrumpiendo mis pensamientos, mientras se dejaba caer junto a mí en el banco. Estaba recién duchado e iba en bóxeres—. ¿Cómo está la chica? —añadió, inclinándose para hurgar en su bolsa de deporte.
Sacudiendo la cabeza, me giré para mirarlo.
—¿Eh?
—La jovencita —aclaró, sacando un frasco de desodorante—. ¿Quién es?
—Shannon —balbuceé—. Es nueva. De tercero. Hoy es su primer día.
—¿Está bien? —preguntó, rociándose cada axila con Lynx antes de devolver el frasco a la bolsa y sacar los pantalones grises del uniforme—. Parecía fuera de sí.
—Yo qué sé, tío. En serio que creo que le he jodido el cerebro —murmuré, encogiéndome de hombros con impotencia—. Su madre la llevará al hospital para que le hagan un chequeo.
Gibsie hizo una pausa frunciendo el ceño.
—Mierda.
—Sí —asentí sombríamente—. Mierda.
—Madre mía, debe de haber sido humillante —comentó Gibsie deslizando los pies por los pantalones y luego poniéndose de pie para subírselos hasta las caderas— exhibir el culo ante el equipo de rugby en su primer día.
—Sí —respondí, a falta de algo mejor que decir.
Había sido humillante para ella y yo había tenido la culpa.
Dejé escapar un suspiro de frustración.
—¿Dijeron algo de ella? —Miré a mis compañeros de equipo y luego a mi mejor amigo con una sola cosa en mente: control de daños—. ¿Hablaron de ella?
Gibsie levantó las cejas ante mi pregunta.
En realidad, creo que la expresión de sorpresa tuvo más que ver con el tono de mi voz.
—Bueno —comenzó lentamente—. Tenía la almeja y el culo al aire, capi, un culo tan bonito como todo lo demás en ella, así que sí, chaval, han hablado de la chica.
—¿Qué tipo de cosas han dicho? —salté, sintiendo que me invadía por dentro una oleada irracional de ira. No tenía ni puta idea de a qué venía aquella agitación, pero ahí estaba, era fuerte y me hacía sentir como un loco.
—Había interés, tío —explicó Gibs con calma, mucho más tranquilo que yo—. Mucho interés. —Metió la mano en su bolsa, sacó la camisa blanca del uniforme y se la puso—. Por si no te has dado cuenta, y por tu reacción sé que sí lo has hecho, esa chica está como un tren.
Se abotonó la camisa con manos firmes.
Mientras que yo temblaba por toda la energía contenida y que necesitaba quemar con ejercicio, y rápido.
—Es guapísima y es nueva, así que los chavales sienten… curiosidad —continuó, eligiendo sus palabras con cuidado—. Lo nuevo siempre es divertido. —Hizo una pausa, sonriendo, antes de añadir—: Y si es bonito, mucho mejor.
—Pues se acabó —gruñí, alterado ante la idea de que mis compañeros de equipo hablaran de ella.
Vi la mirada en sus ojos.
Lo escuché en su voz.
Esa vulnerabilidad.
Ella no era como las demás.
Esa chica era diferente.
Apenas la conocía, pero tenía la sensación de que necesitaba que la cuidaran.
Algo le había pasado a Shannon Lynch, algo lo suficientemente malo como para que cambiara de instituto.
No me convenía.
—Sí —se rio Gibs entre dientes mientras terminaba de abrocharse la camisa y se ponía la corbata, que era roja—. Buena suerte con eso, tío.
—Tiene quince años —le advertí, tensándome.
Dieciséis en marzo, pero aun así.
Durante los siguientes dos meses, todavía tendría quince años.
—Es demasiado joven.
Gibsie resopló.
—Dice el idiota que lleva desde primero metiendo la polla en cualquier cosa que se mueva.
Gibsie dio en el clavo con esa declaración.
Venga ya, perdí la virginidad en primero con Loretta Crowley, que era tres años mayor que yo (y tenía muchísima más experiencia), detrás de los cobertizos del instituto después de clase.
Sí, fue una cagada monumental.
Yo estaba nerviosísimo y me moví con torpeza, muy consciente de que era demasiado joven para meter el rabo en otra cosa que no fuera mi mano, pero algo debí de hacer bien, porque Loretta estuvo encantada de reunirse conmigo detrás de los cobertizos casi todos los días después de clase durante varios meses, hasta que estuve demasiado ocupado con mis entrenamientos y puso fin a nuestros encuentros.
Si tuviera que decir qué tipo de mujer me gustaba, no serían las rubias ni las morenas, con curvas o flacas.
Mi tipo eran las mayores: cada chica con la que había estado me sacaba al menos un par de años.
A veces muchos más.
No era un fetiche ni nada de eso.
Simplemente disfrutaba que las chicas mayores no vinieran acompañadas de drama.
Lo disfrutaba cuando estaba con ellas, pero lo disfrutaba aún más cuando no.
Eso no quiere decir que no me pirrara por la chica con la que estaba cuando estaba con ella.
Porque sí me gustaba.
Yo también era leal.
No iba jodiendo a nadie.
Si una chica quería exclusividad, sin ataduras, entonces estaba más que encantado de complacerla. No disfrutaba con buscarlas e insistirles, como sí le atraía a la mayoría de los chavales. Si una chica esperaba que le fuera detrás, se estaba fijando en el chico equivocado. En ese momento no estaba en condiciones de ser novio de nadie. No era que no quisiera novia; simplemente no tenía tiempo para ello. No tenía tiempo para citas regulares ni ninguna de las exigencias que implicaba.
Estaba muy ocupado.
Esa era otra de las razones por las que prefería a las chicas mayores.
No esperaban milagros de mí.
Por ejemplo, llevaba tonteando con Bella Wilkinson, de segundo de bachillerato, desde abril del año pasado.
Al principio, me gustaba porque no la tenía siempre pegada al culo. Me sacaba un par de años, tenía diecinueve, por lo que no me encasillaba en ningún estereotipo que no pudiese o no quisiera cumplir, y después podía centrarme solo en el rugby porque ella me dejaba a mi aire.
Pero unos meses después, me di cuenta enseguida de que Bella no estaba interesada en mí.
Sino en la mierda que suponía estar conmigo.
La posición social lo era todo para Bella, y cuando me percaté de ello, estaba demasiado acomodado y vago para hacer algo al respecto.
Ella quería mojar.
Eso era todo.
Bueno, mojar y mi posición social.
Seguía con ella porque me había acostumbrado y era un vago.
Bella solo esperaba una cosa de mí, un requisito que, hasta hacía un par de meses, había sido más que capaz de cumplir.
No había estado mucho con ella desde antes de que me operaran (no le había puesto un dedo encima desde principios de noviembre, cuando me dolía demasiado para considerarlo siquiera), pero la cosa era que cuando lo hicimos, fue solo sexo para mí.
Una forma de alivio con la que contaba.
En algún lugar en el fondo de mi mente, sabía que era una actitud poco saludable hacia la vida y las relaciones con el sexo opuesto y que probablemente estaba más que harto de todo, pero era difícil seguir siendo un crío cuando vivía en un mundo de hombres.
Tampoco ayudaba que jugara al rugby a un nivel en el que estaba rodeado de tipos mucho mayores que yo.
Con conversaciones dirigidas a personas mucho mayores que yo.
Y con mujeres para hombres mucho mayores que yo.
No chicas, sino mujeres.
Joder, si mi madre supiera de la mitad de las mujeres que se me ofrecieron, bien adultas, me sacaría de la Academia y me encerraría en mi habitación hasta que cumpliera veintiún años.
En cierto modo, me habían arrebatado la infancia por mi habilidad para jugar al rugby.
Maduré muy rápido al asumir el papel de un hombre cuando era poco más que un niño; con entrenos y esfuerzo, presionado y enaltecido.
No tuve vida social ni infancia.
En cambio, tenía expectativas y una carrera.
El sexo era la recompensa que me permitía por…, bueno, por portarme bien.
Por controlar todo lo demás en mi vida.
Por compaginar los estudios con el deporte impecablemente y con una voluntad de hierro.
Pero yo no era el único con una vida así.
Aparte de un par de chavales con novia formal, el resto en la Academia estaban tan mal como yo.
En realidad, estaban peor.
Yo era discreto.
Ellos no.
—No estamos hablando de mí —le dije a Gibsie, obligándome a volver al presente y con la ira aumentando por segundos—. Es una maldita niña, demasiado joven para todos vosotros, capullos morbosos, y será mejor que los imbéciles de este vestuario lo respeten.
—¿Una niña con quince años? —replicó Gibsie, confundido—. ¿De qué mierda estás hablando, Johnny?
—Con quince años es joven —ladré, frustrado—. E ilegal.
—Ah.—Gibsie sonrió con complicidad—. Entiendo.
—No entiendes una mierda, Gibs —escupí.
—¿Desde cuándo te importa un carajo lo que haga ninguno de nosotros?
—No me importa. Haz lo que quieras y con quien quieras —respondí alterado—. Pero no con ella.
Gibsie sonrió de oreja a oreja, sin duda provocándome, cuando afirmó:
—Sigue hablando así y voy a empezar a pensar que te estás ablandando con la chica —se burló.
—No estoy de puta broma —repuse, entrando al trapo.
—Tranquilo, Johnny —dijo Gibsie con un suspiro—. No tengo intención de acercarme a la chica.
—Bien.
Solté el aire que no me había dado cuenta que había estado conteniendo.
—Pero no puedo hablar por el resto —agregó, señalando con el pulgar detrás de él.
Asintiendo rígidamente, me fijé en el concurrido vestuario y me puse de pie, muy alterado.
—Escuchadme —ladré para llamar la atención de todos—. Es sobre la chica de antes en el campo.
Esperé hasta que todos mis compañeros de equipo estuvieron atentos y luego a ver un destello de comprensión en sus rostros antes de ponerme a despotricar.
—Lo que le ha pasado a ella hoy sería humillante de la hostia para cualquiera, pero sobre todo para una chica. Por lo tanto, no quiero escuchar ni una palabra al respecto ni en el instituto ni en la ciudad. —Mi voz adquirió un tono amenazador cuando añadí—: Si me entero de que alguno ha estado hablando de ella…, bueno, no tengo que explicar lo que pasará.
Alguien ahogó una risilla y fulminé con la mirada al culpable.
—Tienes dos hermanas, Pierce —bufé, mirando al talonador, que estaba rojo—. ¿Cómo te sentirías si eso le pasara a Marybeth o Cadence? ¿Te gustaría que los chavales hablaran así de cualquiera de ellas?
—No, no me gustaría. —Pierce se puso aún más rojo—. Lo siento, capi —murmuró—. No escucharás nada por mi parte.
—Buen chico —respondí mientras asentía, y volví a mirar al equipo—. No le contaréis a nadie lo de su ropa, ni a vuestras follamigas ni a vuestros amigos. Se acabó. Olvidadlo. Jamás ha pasado… Y ya que estamos con el tema, ni le habléis —añadí, ya incapaz de parar, dando órdenes esa vez por razones completamente egoístas y en las que no me atreví a pensar demasiado—. No os hagáis ilusiones con ella. De hecho, ni la miréis siquiera.
Para ser justos, la mayoría de los jugadores más veteranos del equipo se limitaron a asentir y volvieron a lo que habían estado haciendo antes de mi arrebato, lo que me dio a entender que estaba siendo irracional al respecto.
Pero luego vino el Ronan McGarry de los cojones a abrir la boca.
No me gustaba ese chaval. Para ser sincero, no lo soportaba.
Era un bocazas de tercero que se pavoneaba por el instituto como si fuera el rey del mambo.
Ese año, su arrogancia no había hecho más que aumentar hasta la exasperación tras ser incorporado al equipo sénior del instituto cuando una lesión en el ligamento cruzado anterior dejó a Bobby Reilly fuera de la temporada antes de tiempo.
McGarry era, si acaso, un jugador de rugby mediocre, era el medio melé del instituto esa temporada y un maldito grano en el culo al que debía cubrir en el campo.
Solo había entrado en el equipo porque su madre era la hermana del entrenador. Sin duda, no fue por su talento.
Me daba un gran placer bajarle los humos a la más mínima oportunidad.
—¿Por qué? —me provocó desde la seguridad del extremo opuesto del vestuario—. ¿La estás reclamando? —Y luego continuó aquel pequeño hijo de puta rubio, alentado por un par de colegas suyos calientabanquillos—: ¿Es tuya ahora o algo así, Kavanagh?
—Bueno, tuya no es, desde luego, pedazo de imbécil —solté sin dudarlo—. No te incluía a ti en esa declaración. —Olfateando, lo miré de arriba abajo lentamente con fingido disgusto y agregué—: Sí, no me supones un problema.
Varios de los muchachos estallaron en carcajadas a expensas de McGarry.
—Vete a la mierda —escupió.
—Ay —fingí que me había hecho daño y luego le sonreí al otro lado de la habitación—. Eso ha dolido mucho.
—Va a mi clase —dijo.
—Bien por ti —aplaudí, y aunque no me gustó ni un poco esa nueva información, oculté mi disgusto con una gran dosis de sarcasmo—. ¿Quieres una medalla o un trofeo por eso? —Volviendo a centrarme en el equipo, añadí—: Es una cría, chavales, demasiado joven para cualquiera de vosotros. Así que no os acerquéis a ella, joder.
—No para mí —soltó el imbécil—. Tiene la misma edad que yo.
—No. En tu caso no es una cuestión de edad —repuse sin alterarme—. Ella es demasiado buena para ti.
Más risas a su costa.
—Todo el mundo te tratará como si fueras una especie de dios en este instituto —gruñó—, pero en lo que a mí respecta ella es una presa fácil. —Sacando pecho como si fuera un gorila deficiente, me sonrió con superioridad—. Si la quiero, la tendré.
—¿Presa fácil? —Solté una carcajada irónica—. ¿Si la quieres, la tendrás? Pero, chaval, ¿en qué mundo vives?
Las mejillas de Ronan se pusieron rojas.
—Vivo en el mundo real —escupió—. Aquel en el que la gente tiene que trabajar para conseguir algo y no se lo regalan por pertenecer a la Academia.
—¿Eso crees? —repliqué arqueando una ceja e inclinando la cabeza hacia un lado, evaluándolo—. Al parecer no, porque estás muy equivocado si piensas que me lo han regalado todo en la vida, y menos cuando te refieres a las chicas como «presas fáciles». —Sacudiendo la cabeza, agregué—: Son personas, McGarry, no cartas de Pokémon.
—Guau, te crees genial, ¿no? —espetó, con la mandíbula apretada—. ¡Te crees la hostia! Pues no lo eres.
Aburrido de sus gilipolleces, negué con la cabeza y le dije:
—Pírate, chaval. Hoy no voy a perder el tiempo contigo.
—¿Por qué no nos haces un favor a todos y te piras tú, Johnny? Ojalá mandaras a la mierda la liga juvenil de una vez —rugió, con la cara de un feo tono púrpura—. Para eso estás en la Academia, ¿verdad?—preguntó, furioso—. Para que te preparen. Para ascender y lograr un contrato. —Resoplando, masculló—: Entonces lárgate. Vete de Tommen. Vuelve a Dublín. ¡Coge tus contratos y vete a la mierda!
—La educación es muy importante, Ronan —respondí, y sonreí, disfrutando de su odio hacia mí—. En la Academia nos enseñan eso.
—Apuesto a que los titulares irlandeses ni siquiera te quieren —arremetió enfadado—. Toda esa mierda de que entrarás en la sub-20 en verano te la has inventado tú.
—Déjalo ya, chaval —intervino con un suspiro Hughie Biggs, nuestro número diez y un buen amigo mío—. Estás haciendo el payaso.
—¿Yo? —ladró Ronan, mirando a Hughie desde el otro lado del vestuario—. Él es el imbécil que se pasea por la ciudad como si fuera el dueño, que recibe un trato especial por parte de los profesores y va dándole órdenes a todo el mundo, y ¡vosotros simplemente se lo permitís!
—Para mí que aquí apesta a envidia —declaró Hughie arrastrando las palabras con cansancio—. Déjalo ya, chaval —añadió, pasándose una mano por su rubia melena al llegar donde estábamos Gibs y yo—. Estás quedando como un verdadero idiota.
—¡Deja de llamarme chaval! —rugió Ronan con voz temblorosa, mientras se dirigía hacia nosotros—. ¡No soy un puto crío!
Ni Gibsie, ni Hughie ni yo nos movimos ni un centímetro; estábamos muy entretenidos con su rabieta.
Ronan venía siendo un problema para el equipo desde septiembre: desobedecía, disentía de los demás, hacía jugadas absurdas en la cancha que casi nos habían costado varios partidos…
Esa rabieta no era la primera que tenía.
Era solo una más en una larga lista de berrinches.
Era ridículo y necesitaba mano dura.
Si su tío no estaba preparado para hacerlo, yo sí lo estaba.
—Es tu capitán —intervino Patrick Feely, para mi sorpresa, mientras él y varios miembros del equipo se acercaban y se colocaban frente a mí, bloqueando la patética demostración de fuerza de Ronan y mostrándome su apoyo—. Muestra un poco de respeto, McGarry.
Genial.
Ahora me sentía fatal.
Miré a Feely con los ojos llenos de remordimiento al recordar mi numerito en el campo.
Su mirada me aseguró que estaba todo más que olvidado.
Tampoco ahora me convenía esto.
McGarry tenía razón en una cosa: recibía un trato especial en la ciudad.
Me esforzaba como un perro en la cancha y me recompensaban fabulosamente por ello.
Usaría esa tajada para invitar a Feely a una pinta en Biddies el fin de semana, y también a Gibs y a Hughie.
—Corre a casa con mamá, Ronan —lo azuzó Gibsie, empujándolo hacia la salida del vestuario—. A ver si te deja tus Legos. —Y abriendo la puerta con una mano, lo empujó con la otra—. No estás listo para jugar con los mayores.
—Apuesto a que tu Shannon no dirá eso —masculló Ronan, entrando a la fuerza al vestuario—. O más bien no podrá hacerlo —sonrió sombríamente, con los ojos fijos en mí— cuando le meta la polla hasta la garganta.
—Sigue hablando así de ella —amenacé, con los puños apretados a cada lado—. Me encantaría tener una razón para arrancarte la puta cabeza.
—¿Sabes? Esta mañana estaba sentado tras ella en clase de Francés —me provocó, ahora con una amplia sonrisa—. De haber sabido lo que escondía debajo de esa falda, habría sido más… amable. —Guiñando un ojo, añadió—: Mañana será otro día.
—Y así, chicos, es como firmas tu propio certificado de defunción —murmuró Hughie, levantando las manos en señal de resignación—. Pedazo de subnormal.
Ni una sola persona trató de detenerme cuando me abalancé sobre Ronan.
Nadie se atrevió.
Ya había tenido bastantes gilipolleces por un día, y los muchachos lo sabían.
—Vas a escucharme, hijo de puta ridículo —siseé, mientras lo arrastraba por la garganta de vuelta al interior del vestuario y cerraba la puerta con la mano libre para que no hubiese testigos—. Y escúchame bien, porque esto solo te lo voy a repetir una vez más.
Estampando a Ronan contra la pared de cemento, me puse frente a él. Le sacaba unos buenos quince centímetros de altura.
—No te gusto. Lo pillo. Yo tampoco te tengo mucho cariño. —Le apreté la garganta lo suficientemente fuerte como para dificultarle la respiración, pero no tanto como para cortarle la circulación y matarlo. Estaba tratando de hacerme entender, no de cometer un crimen—. No tengo que gustarte, pero, como tu capitán, ten por seguro que respetarás mi autoridad en el campo.
Con casi un metro ochenta a los dieciséis años, Ronan no era pequeño, ni mucho menos, pero a los diecisiete y con un metro noventa, y subiendo, yo era un cabrón enorme.
Fuera del campo, rara vez usaba mi estatura para intimidar a nadie, pero iba a hacerlo ahora.
Estaba harto de ese crío y su bocaza. No tenía ningún maldito respeto, y tal vez yo pudiese manejar su actitud de mierda y su agresividad hacia mí.
Pero no ella.
No me gustaba, no lo soportaba y no toleraría que hablara de Shannon de esa manera.
No lograba olvidar la vulnerabilidad en su mirada, que era lo que me llevaba a perder el poco control que tenía sobre mi temperamento.
—Cuando le digo algo a mi equipo —agregué, gruñendo ahora al recordar sus tristes ojos azules, que me nublaban el juicio—, cuando te advierto que dejes en paz a una chica indefensa, joder, espero que prestes atención a mi puta advertencia. Espero tu obediencia. Lo que no espero es que me repliques con impertinencia y me desafíes. —Un leve sonido de asfixia salió de la garganta de Ronan y aflojé la mano sin apartarla—. ¿Está claro?
—Vete a la mierda —alcanzó a decir él, farfullando y jadeando—. No puedes decirme lo que tengo que hacer —añadió con voz áspera, sin aliento—. ¡No eres mi padre!
Será hijo de puta…
Estaba decidido a desafiarme incluso cuando no podía ganar.
—Soy tu padre en el campo, gilipollas. —Sonreí sombríamente y apreté para cortarle la respiración—. No lo ves porque eres un inútil subidito, narcisista e insignificante —dije, y apreté más fuerte—. Pero ellos sí lo ven. —Agité una mano tras de mí, haciendo un gesto al equipo, cuyos miembros estaban quietos, sin intención de intervenir ninguno—. Cada uno de ellos. Todos lo entienden. Todos saben que me perteneces —proseguí con calma—. Sigue presionándome, chaval, y no importará quién sea tu familia, porque estarás fuera de este equipo. Pero acércate a esa chica y ni Dios en persona podrá salvarte.
Tras decidir que había aterrorizado al chaval lo suficiente para hacerme entender, le solté la garganta y di un paso atrás.
—Bueno —cruzando los brazos sobre el pecho, lo fulminé con la mirada y pregunté—: ¿queda claro ahora?
—Sí —graznó Ronan, todavía mirándome con odio.
Me daba igual.
Podía mirarme todo lo que quisiera.
Por mí, podía clavar agujas en un muñeco vudú con mi cara y seguir odiándome el resto de su vida.
Lo único que necesitaba de él era que obedeciera.
—Está claro —escupió.
—Buen chico. —Le di unos cachetes en la cara y sonreí—. Ahora pírate.
Ronan siguió refunfuñando, pero como lo estaba haciendo en voz baja, decidí deshacerme de mi mal humor con agua caliente, así que le di la espalda y me dirigí directamente a las duchas, que ahora estaban vacías.
—Johnny, ¿podemos hablar un momento? —preguntó Cormac Ryan, nuestro ala izquierdo y número once, mientras me seguía a la zona de duchas.
Me di la vuelta y lo fulminé con la mirada mientras apartaba los dedos de la cintura de mis pantalones cortos.
—¿Puede esperar? —mascullé en un tono tenso y la mandíbula apretada, mientras lo miraba de arriba abajo.
De repente sentí fastidio al verlo, porque sabía de sobra de qué quería hablarme, ¿o debería decir de quién?
Bella.
El momento de hablar pasó hacía meses.
Con el humor que tenía ahora, las probabilidades de que nos limitáramos a hablar eran escasas.
Cormac pareció darse cuenta de ello, porque asintió con la cabeza y se retiró de la puerta.
—Claro, sin problema —respondió, tragando saliva ruidosamente, mientras retrocedía—. Eh…, ya te pillaré en otro momento.
—Sí —dije sin ninguna expresión en la cara, viendo cómo se marchaba—. Ya hablaremos.
Sacudiendo la cabeza, me desnudé y entré en la ducha.
Giré el grifo de cromo y me metí bajo el chorro de agua helada a esperar a que se calentara.
Apoyé la palma de la mano contra los azulejos de la pared, dejé caer la cabeza y suspiré con frustración.
No me convenía otra pelea.
Era crucial que no me metiera en líos esa temporada, ni siquiera en la liga escolar de mierda.
Darle una paliza a mis propios compañeros sería una mala publicidad.
Incluso aunque se me crisparan los dedos por la necesidad de hacer precisamente eso.
Hacía rato que los chicos estaban en sus respectivas clases cuando terminé de ducharme, así que estaba solo en el vestuario.
No me molesté en correr a clase, sino que preferí aprovechar el tiempo engullendo la comida y un batido proteico del súper.
No fue hasta que terminé de comer cuando me fijé en la bolsa de hielo de color azul que había sobre mi bolsa de deporte. Tenía una pequeña nota pegada encima que decía: «Póntela en las pelotas, capi».
Maldito Gibsie.
Con un movimiento de cabeza, me hundí en el banco y cogí la bolsa de hielo.
La envolví con una camiseta vieja, me deshice de la toalla que llevaba enrollada e hice exactamente lo que me indicaba la nota.
Cuando terminé de ponerme hielo en las pelotas, me tomé un tiempo en evaluar algunas de mis lesiones a largo plazo; la más preocupante era la cicatriz de aspecto enfadado que tenía en la ingle.
La piel allí estaba caliente e hinchada, picaba y daba un asco de narices mirarla.
Jugar con alguna dolencia era un mal común para aquellos en mi situación, pero dieciocho meses después de sufrir una lesión crónica en la ingle, tiré la toalla y acepté que me operaran en diciembre.
Pasar cuatro días tumbado en el hospital retorciéndome de dolor por haber cogido una infección ya fue bastante malo, pero las últimas tres semanas de rehabilitación tras la jodida operación habían sido pura tortura.
Según mi médico de cabecera, mi cuerpo estaba sanando muy bien y por eso me había dejado volver a jugar —principalmente porque había mentido como un bellaco—, pero los moretones y la decoloración en mis muslos y alrededor de mis partes eran algo digno de ver.
Y también me dolía de la hostia ahí abajo.
Rabo, pelotas, ingles y muslos.
Me dolía todo.
Cada maldito segundo.
No estaba seguro de si me dolían más las pelotas por la lesión o por la necesidad de vaciarlas.
Aparte de mis padres y entrenadores, Gibsie era la única persona que conocía los detalles de mi operación, de ahí la bolsa de hielo.
Había sido mi mejor amigo desde que me mudé a Cork. A pesar de que era un gilipollas grandullón y rubio con predilección por las dichosas secretarias del instituto y la capacidad de volverme loquísimo con su pasotismo, sabía que podía confiar en él para que me cubriera las espaldas.
Que supiera guardar un secreto fue la única razón por la que se lo conté.
Normalmente, me callaba ese tipo de mierda.
Compartir los detalles de una lesión era peligroso y una forma segura de convertirla en el objetivo de los equipos rivales.
Además, era humillante.
Yo era una persona segura de sí misma por naturaleza, pero ir por ahí con el rabo fuera de juego, y sin saber hasta cuándo, había supuesto un duro golpe a mi autoestima.
Había habido más gente tocándome los cojones en el último mes de la que me gustaría recordar, y tampoco en el buen sentido.
Que se me levantara después de la operación no me supuso un problema; el inconveniente era la horrible punzada de dolor que implicaba tener una erección.
Esto en concreto lo había descubierto por las malas, cuando un sábado, tras un maratón de porno malo, acabó en un bochornoso viaje a la sala de urgencias.
Era la noche de San Esteban, diez días después de la operación, y me había pasado todo el día autocompadeciéndome tras haber recibido innumerables mensajes de los chicos preguntándome si iría al pub, así que cuando me fui a la cama esa noche me puse una peli guarra para animarme.
En el momento en que aparecieron las tetas de la actriz, mi rabo se animó como un rayo.
Aunque sentía una pequeña incomodidad, que se vio eclipsada al comprobar que aún tenía un rabo que funcionaba, me la meneé, con cuidado de evitar los puntos de la ingle.
Cuando llevaba dos minutos pajeándome, me percaté del terrible error que había cometido.
El problema surgió cuando estaba a punto de correrme.
Se me tensaron las pelotas, como siempre que la sangre se precipita hacia el glande, pero los músculos de mis muslos e ingles comenzaron a contraerse y a tener espasmos, y no en el buen sentido.
El dolor abrasador que me atravesó el cuerpo fue tan duro que grité agónicamente antes de vomitar sin contemplaciones sobre las sábanas.
Aquel dolor no se parecía a nada que hubiera sentido antes.
Solo podía describirlo diciendo que era como si me patearan los huevos repetidamente mientras alguien me clavaba una varilla al rojo vivo en el rabo.
Por desgracia, la imagen en la pantalla de la mujer de pechos operados siendo penetrada y pidiendo, con el audio a tope, que se la follaran «más fuerte» me ponía muchísimo, lo que hizo que fuera prácticamente imposible que se me bajara.
Tras dejarme caer al suelo, me había arrastrado gateando hasta el televisor con la intención de atravesar la pantalla con el puño.
Ese fue el momento exacto en que mi madre irrumpió en mi habitación. Tuvo que ayudarme a vestirme, con la empalmada de campeonato y todo, y luego me llevó corriendo al hospital, donde el médico de guardia me regañó por tocarme.
No es coña, usó esas mismas palabras antes de adentrarse en una diatriba profundamente inquietante sobre los peligros de masturbarme tras una operación tan reciente y las consecuencias a largo plazo que eso podría tener para mi pene. Todo eso con mi madre sentada a mi lado.
Siete horas, una tanda de análisis de sangre, una inyección de morfina y una revisión testicular más tarde, me enviaron a casa con una receta para una nueva ronda de antibióticos e instrucciones estrictas de no tocarme el pene.
De eso hacía dos semanas y todavía no me había tocado el rabo.
Estaba traumatizado.
Estaba roto.
Sabía que debería estar agradecido de no haberme dañado a largo plazo ningún nervio de la zona, y lo estaría una vez que todo sanara y funcionara de nuevo, pero, por ahora, era un chaval de casi dieciocho años cabreado, con el nabo roto y el ego desinflado.
Y el maldito Ronan McGarry pensando que me lo regalaban todo.
Si supiera los sacrificios que hice y los límites a los que llevé mi cuerpo, se me antoja extraño que pensara de la misma manera.
Aunque tal vez sí lo haría.
Tenía tal problema conmigo que dudaba que nada pudiese disuadirlo de su campaña de odio hacia Johnny.
No es que me importara un carajo.
Me quedaban menos de dos años en ese instituto y posiblemente un año más en la Academia.
Después de eso, dejaría atrás Ballylaggin y a todos los Ronan McGarry envidiosos.
Estirando las piernas, me froté suavemente la zona con el gel antiinflamatorio que me habían recetado, mordiéndome el labio para evitar gritar de dolor.
Cerrando los ojos con fuerza, obligué a mis manos a moverse sobre mis muslos y a practicar el ejercicio que mi fisio me había indicado que hiciera después de cada sesión de entrenamiento.
Una vez que hube terminado, y estuve seguro de que no me desmayaría por el dolor, pasé a los hombros, codos y tobillos, reconociendo y tratando cada viejo dolor y lesión como el obediente pipiolo que era.
Aunque parezca mentira, mi cuerpo estaba en excelentes condiciones.
Las lesiones que había sufrido por jugar al rugby durante los últimos once años, incluido un apéndice reventado y un millón de huesos rotos, eran minúsculas en comparación con las que sufrían algunos de los muchachos de la Academia.
Eso era bueno para mí, considerando que estaba a las puertas de un lucrativo contrato y una carrera en el rugby profesional.
Para lograrlo, necesitaba estar lo más cerca posible de la perfección en todos los aspectos de mi vida.
Eso significaba cumplir en la cancha, mantener una salud tanto física como mental óptimas, y no meternos —ni yo ni mi rabo— en líos.
La protección era algo imposible de olvidar con la Academia pegada al culo, sermoneándonos con que ese era un momento crucial en nuestras carreras y que bajo ninguna circunstancia debíamos permitir que una chica nos distrajera o nos atara con un bebé.
Ni de coña.
Preferiría cortarme el estropicio que tenía por rabo antes que caer en esa trampa.
Los condones y demás anticonceptivos eran una necesidad absoluta.
Yo siempre llevaba uno, y siempre me lo ponía, y si la chica con la que estaba no se tomaba las pastillas ni llevaba el implante, o si no estaba seguro de que me estuviese siendo sincera, siempre me decantaba por la marcha atrás.
Así no me arriesgaba.
Sin excepciones.
«No es que importe ahora», pensé para mis adentros, mientras me miraba las magulladas pelotas.
Además de no hacerle un hijo a nadie y evitar las ETS, tenía que seguir sacando buenas notas.
La imagen lo era todo para los ojeadores y clubes potenciales, y querían lo que se percibía como perfección.
Querían a los mejores jugadores de las mejores escuelas y universidades del país.
Querían méritos y trofeos, tanto en el terreno de juego como en lo académico.
Era agotador, pero lo hacía lo mejor que podía.
Por suerte, me iba bien en los estudios.
No me gustaba una mierda ir al instituto, pero sacaba buenas notas.
Mis clases eran todas materias avanzadas y siempre sacaba entre una matrícula de honor y un sobresaliente de media en todas ellas, con la excepción de Ciencias, donde sacaba notables justos.
Odiaba esa maldita asignatura.
Tío, me daba escalofríos solo pensar en la tabla periódica.
No me interesaba, y era la única clase en la que siempre me quedaba dormido.
No fue una sorpresa para mis padres que, cuando llegó el momento de elegir la rama de bachillerato, evitase las tres asignaturas de ciencias como la peste.
No, podían quedarse con Biología, Química y Física los más cerebritos.
Yo prefería quedarme con Ciencias empresariales y Contabilidad.
Era una pasión rara en un jugador de rugby, pero era lo que me molaba.
Me graduaría en Economía, jugaría hasta bien entrada la treintena, me retiraría antes de que mi cuerpo ya no diera más de sí y luego haría el máster.
Lo tenía todo planeado.
Sin margen para el cambio.
Ni para novias.
Y sin margen para más lesiones de las narices.
Mis decisiones y mi estricta rutina cabreaban a mi madre en proporciones épicas.
Sabía que no le gustaba mi estilo de vida y siempre me estaba dando la lata.
Decía que me estaban limitando.
Que me estaba perdiendo muchísimas cosas en la vida.
Me rogaba que fuera un niño.
El problema era que había dejado de serlo a los diez años.
Cuando el rugby despegó para mí, dejé esa mierda atrás, mi sueño de la infancia de jugar al rugby se convirtió en una obsesión que perseguía con ansia.
Había pasado los últimos siete años dándolo todo a diario y cada segundo del día, y eso se reflejaba en mi complexión y tamaño físicos.
Mi padre era más comprensivo conmigo.
Calmaba a mi madre y la convencía de que dejara de preocuparse tanto, diciéndole que podría ser peor: podría estar por ahí drogándome como un poseso después de clase o poniéndome hasta el culo con el resto de mis amigos en el pub.
En lugar de hacer nada de eso, yo entrenaba.
Pasaba los días estudiando, las tardes en la cancha y luego en el gimnasio, y los fines de semana alternando entre los tres.
Uf, no recordaba la última vez que me salté el gimnasio para salir con los chicos alguna noche o me comí un helado sin preocuparme por las calorías de más y la falta de macronutrientes.
Comía bien, entrenaba duro y obedecía todas las órdenes, sugerencias y peticiones que me hacían mis entrenadores y preparadores.
No era un estilo de vida fácil de mantener, pero era el que había elegido para mí.
Confié en mi instinto y perseguí mis sueños con una fuerza inquebrantable, consolándome con el hecho de que casi lo había conseguido.
Hasta que lo lograra, porque iba a lograrlo, continuaría haciendo sacrificios, centrado, entregado y sin distraerme con dramas adolescentes de mierda.
Era precisamente por esas razones por las que me sentía tan tenso.
Una chica, una maldita mujer a la que conocía desde hacía menos de dos horas, había logrado hacer lo que nadie más había hecho jamás: distraerme.
No me sacaba de la cabeza a Shannon como el río, y eso no me gustaba.
No me gustaba que estuviera ocupando un tiempo valioso en mi mente.
Tiempo que no podía malgastar ni dedicar a nada, ni a nadie, más que al rugby.
«La sacaron del instituto público de Ballylaggin por haber sido atacada verbal y físicamente. ¿Y qué sucede en su primer día en Tommen? ¡Esto!».
«¡Me aseguraste que este tipo de cosas no pasaban en este instituto, y mira lo que ha ocurrido en su primer día!».
«Shannon, ya no sé qué hacer contigo. De verdad que no, cariño. Pensé que este lugar sería diferente».
¿Qué demonios estaba pasando?
¿Qué le había ocurrido a esa chica?
Y ¿por qué narices me estaba obsesionando con ella de esa manera?
Apenas la conocía.
No debería importarme.
Madre mía, necesitaba hacer algo con mi vida.
Mirar algún programa de accidentes ferroviarios o algo así, cualquier cosa para olvidarme de lo sucedido ese día y esos tristes ojos azules.
Obligándome a ignorarla, me concentré en mis heridas mientras pensaba en estrategias y tácticas potenciales para el partido del viernes.
Cuando estuve remendado y vestido con el uniforme escolar, miré la hora en el móvil y me di cuenta de que si me espabilaba, llegaría a la última clase del día.
Ojeé un par de nuevos mensajes de Bella, que me preguntaba si estaba mejor y quería que nos viéramos.
Le contesté sin alargarme diciendo que todavía estaba fuera de juego y esperé su respuesta.
Llegó casi de inmediato y le siguieron varios mensajes más:
Me estoy cansando de esta mierda, Johnny.
No me gusta que me ignoren.
Todo el mundo habla de ti, ¿lo sabías?
Dicen que tu rendimiento en el campo se está yendo a la mierda.
Ha llegado a los periódicos.
Dicen que estás perdiendo destreza.
Estoy de acuerdo.
Estás siendo un idiota inútil y tienes un rabo inútil.
Sé que no te pasa nada.
Es solo que no quieres llevarme a la gala de entrega de premios a final de mes.
¿Por qué nunca me llevas a esos eventos?
Yo nunca te pido NADA.
Si no empiezas a valorarme, conozco a un montón de tíos que sí lo harán…
Respiré hondo y leí rápidamente los mensajes.
Sí, esto se estaba descontrolando.
Sentía la soga apretándome el cuello.
Escribí una respuesta rápida diciendo Haz lo que quieras. No somos nada antes de apagar el móvil y volver a clase. Pero me detuve primero en Dirección.
—¡Johnny! —me saludó cariñosamente Dee, la secretaria, cuando entré por la puerta—. ¿Ya has vuelto? —preguntó, tomándose su tiempo para darme un repaso—. El señor Twomey no te ha mandado llamar, cariño.
La secretaria de nuestro instituto era una mujer de baja estatura de unos veintilargos, rubia de bote, con predilección por los adolescentes y una gran debilidad por los jugadores de rugby.
Tenía los ojos azules, usaba demasiado delineador negro y un espeso rímel apelmazado que combinaba a la perfección con la montaña de base de maquillaje con que se embadurnaba la cara y el rojo sangre con que se pintaba los labios.
No era una mujer fea.
Tenía un cuerpo bonito y un culo fantástico.
Pero se vestía como una quinceañera.
Curiosamente, a pesar de ser una asaltacunas y de su poca decencia, le tenía cariño. Aquella mujer me había ayudado en más de una ocasión a lo largo de los años, firmando autorizaciones para salir de clase, encubriendo mi absentismo o enterrando faltas menores y todo tipo de mierda incriminatoria que perjudicarían mi imagen.
En tercero, cuando regresé del campamento de preparación, le traje una camiseta de Irlanda con las firmas de casi todo el equipo.
Fue una muestra de agradecimiento de última hora por mi parte, por todas las molestias que se había tomado para lograr que el Consejo Escolar se replanteara realizar un examen oral obligatorio de primero de bachillerato que yo me había perdido mientras estaba fuera.
Tenía la camiseta en mi bolsa de deporte, y se la di simplemente porque quise compensarla por sus esfuerzos.
Después de eso, fue mi mayor defensora y me hacía innumerables favores, a menudo moralmente cuestionables.
Y yo, a su vez, le conseguía entradas para los partidos siempre que podía.
Era una buena relación.
—Estoy aquí por ti, Dee —le respondí con un guiño coqueto. Luchando contra el impulso de huir como un loco de la asaltacunas del instituto, me acerqué al mostrador que separaba su despacho del resto de la recepción y sonreí—. Esperaba que pudieras ayudarme con algo.
—Siempre estoy dispuesta a ayudar a mi estrella favorita —arrulló—. Con lo que sea.
—Te lo agradezco —contesté, reprimiendo un escalofrío cuando se inclinó sobre el mostrador y me acarició los nudillos con unas uñas rojísimas de dos centímetros de largo—. ¿Tienes un sobre?
—¿Un sobre? —Sorprendida, levantó las cejas, que llevaba pintadas—. Oh —murmuró con aspecto triste.
Sentada tras su escritorio, rebuscó hasta dejar un sobre marrón en el mostrador.
Saqué dos billetes de cincuenta euros de la cartera y los metí dentro.
—¿Tienes un bolígrafo? —pregunté.
Con un pequeño resoplido, me entregó uno.
—Me salvas la vida —murmuré mientras garabateaba rápidamente una nota en el sobre. Luego volví a colocar el bolígrafo en el mostrador.
—¿Eso es todo?
—En realidad no, no lo es.
Puse los codos en el mostrador y, dándole unos toquecitos al sobre, le sonreí.
«Allá vamos…».
—Estoy buscando información sobre una alumna.
Dee frunció el ceño.
—¿Información sobre una alumna?
—Sí —asentí, sonriendo más—. Shannon Lynch.
¿A quién quería engañar con lo de distraerme con un programa de la tele?
Era un cabrón obsesivo por naturaleza, de ideas fijas, y ahora mismo en mi mente solo estaba ella y nada más que ella.
Tenía que saber más.
Necesitaba más.
No era tan tonto como para pensar que esto no significaba nada.
O que mi reacción ante McGarry en el vestuario antes no había significado nada.
Que ella fuera capaz de hacerme esto significaba algo.
Que, horas más tarde, todavía siguiera pensando en ella, preguntándome por ella y preocupándome por ella sin poder evitarlo significaba algo.
Y significaba algo que ella me importara cuando nadie me había importado antes.
Joder, ahora estaba hecho un lío con tanto significado.
—Ay, Johnny —empezó Dee, poniendo morritos y frunciendo el ceño cada vez más, devolviéndome al presente—. No estoy segura. El señor Twomey dejó claro que no debes acercarte a la chica Lynch… —Su voz se apagó y fue a por su cuaderno de notas—. ¿Ves? —dijo, golpeando con un dedo los garabatos—. Está escrito y todo. Su madre ha pedido que te expulsen por el incidente de hoy en el campo. Ha dicho que la atacaste. Al señor Twomey le ha costado mucho convencerla para que no llamara a la Gardaí…
—Vamos, Dee —repuse cariñosa y seductoramente, sofocando mi indignación con lo que esperaba que fuera encanto—. Tú me conoces. Nunca haría daño de manera intencionada a una chica.
—Por supuesto que no —suspiró, parpadeando—. Eres un buen chico.
—Y tú eres muy buena conmigo. —Me incliné un poco más, le cubrí una mano con la mía y susurré—: Lo único que necesito es que me digas lo que sabes sobre ella o, mejor aún, déjame ver su expediente.
—De ninguna manera, Johnny —saltó, mordiéndose el labio inferior—. Si alguien se enterara, podría perder mi trabajo…
—¿Crees que te metería en problemas, Dee? —insistí, con un pequeño movimiento de cabeza—. Puede ser nuestro pequeño secreto.
Joder, era un completo cabrón por jugar con los sentimientos de la pobre mujer.
Pero quería ese expediente, maldita sea.
Sentía una gran curiosidad por saber más acerca de Shannon; más específicamente sobre lo que le pasó en su antiguo instituto.
Las palabras del señor Twomey habían despertado mi curiosidad y me moría por averiguarlo.
—Lo siento, cariño, pero no puedo ayudarte esta vez —respondió Dee, con los labios fruncidos—. Necesito este trabajo.
Frustrado, negué con la cabeza y traté de controlarme antes de intentarlo de nuevo.
—¿Puedes decirme al menos el número de su taquilla?
Dee entrecerró los ojos.
—¿Para qué lo necesitas?
—Lo necesito y ya está —repliqué, en tono un poco más duro ahora.
Estaba cabreado.
No estaba acostumbrado a que me dijeran que no.
Cuando pedía algo, por lo general lo conseguía.
Era una forma de ser de mierda, pero así funcionaba la vida para mí.
—Ya te lo he dicho —replicó ella—. El señor Twomey dijo que se suponía que no debías acercarte a ella…
—Es el número de su taquilla, Dee, no la dirección de su casa, joder —escupí, cada vez más enfadado—. Por la forma en que estáis actuando parece que sea un puto asesino o algo así.
Con un profundo suspiro, Dee asintió afligida y se acercó al archivador.
—Está bien.
—Gracias —contesté en un tono cargado de sarcasmo.
—Pero yo no te lo he dado —refunfuñó, rebuscando en cada cajón hasta que encontró la carpeta.
—Vale.
—Hablo en serio, Johnny. No quiero problemas.
—Yo tampoco.
Abrió la carpeta y echó un rápido vistazo a la primera página antes de cerrarla.
—Taquilla 461. En el ala de tercero.
—Genial, gracias. —Cogí el bolígrafo y me garabateé el número en el dorso de la mano. Cuando me dirigía hacia la puerta, me detuve en la entrada, me di la vuelta y pregunté—: ¿Puedes al menos decirme cómo está?
Dee suspiró.
—Lo último que he sabido es que su madre la estaba llevando a Urgencias para hacerle un escáner.
—¿Un escáner? —Fruncí el ceño, la ansiedad me carcomía el estómago—. Pero está bien, ¿no? ¿Cuándo se ha ido? ¿Podía caminar y esas cosas? O sea, estará bien, ¿verdad?
—Sí, Johnny, estoy segura de que está bien —afirmó cogiendo el bolígrafo del mostrador, al que le puso el capuchón—. Es solo una medida de precaución.
—¿En serio?
—Ajá.
—¿Crees que debería irme? Al hospital, quiero decir —solté, indeciso. Y, encogiéndome de hombros, añadí—: ¿Debería visitarla? Es mi culpa que esté en el hospital. Soy el responsable.
—¡De ninguna manera! —espetó Dee, ahora en un tono de autoridad—. Si sabes lo que te conviene, Johnny Kavanagh, te mantendrás alejado de esa chica. —Dejó escapar un fuerte suspiro antes de agregar en voz mucho más baja—: Entre tú y yo, su madre ha pedido tu cabeza. Harías bien en evitar todo contacto con ella. Y, si te soy sincera, en verdad la chica no parece… —hizo una pausa, mordiéndose el labio inferior un momento antes de terminar—, bueno, cuerda.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir con que no está cuerda?
Dee mordió el bolígrafo, incómoda.
—¿Dee? —insistí—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Tal vez esa no es la palabra apropiada —admitió en voz baja—. Pero hay algo… extraño en ella.
—¿Extraño?
—Inquietante —aclaró Dee y luego rectificó—: Perturbada. Parece perturbada.
Bueno, pues qué bien.
Solo me fijo en las locas.
—Ya —murmuré, girándome hacia la puerta de nuevo—. Gracias por el aviso.
—¡Mantén las distancias, Johnny! —me gritó—. ¡Y aléjate del hospital!
Sumido en mis pensamientos, salí de Dirección con el sobre en la mano.
Deambulé por el ala izquierda del edificio principal y me detuve frente a una fila de taquillas azules recién pintadas que había fuera de la zona común de tercero.
Las examiné en busca de la taquilla número 461.
Cuando encontré la que estaba buscando, metí el sobre por un pequeño espacio que había en la parte superior de la puerta de metal.
No me importaba si su madre no quería el dinero, por mí como si lo quemaba, pero tenía que dárselo a la familia, a ella.
Recolocándome la mochila en el hombro, eché mano a un bolsillo para coger las llaves del coche, decidido a saltarme lo que quedaba de jornada y esperar a Gibsie en él.
Además, no tenía sentido ir a clase en ese momento.
No podría concentrarme en la específica de Empresariales aunque lo intentara.
Tenía la cabeza demasiado nublada, entre palabras de advertencia e imágenes de tristes ojos azules.
Caminé hasta el aparcamiento para estudiantes, abrí el coche, dejé caer mis mierdas en el asiento trasero y me metí dentro, derrotado.
Agotado y dolorido, eché el asiento hacia atrás y recliné el respaldo para poder estirar las piernas.
No me entusiasmaba la idea de conducir con el dolor que me subía por los muslos, pero aquella no era mi principal preocupación en ese momento.
Había muchos alumnos internos en Tommen, estudiantes que venían de todo el país e incluso de algunas partes de Europa.
Yo vivía a media hora de allí, así que era uno de los alumnos de día.
La mayoría de mis amigos lo eran.
Sabía que Shannon también era de Ballylaggin, pero no la había visto nunca.
No era una ciudad enorme, pero sí lo bastante grande como para que nuestros caminos nunca se hubieran cruzado hasta entonces, o tal vez lo habían hecho y simplemente no la recordaba.
No se me daban bien las caras. No miraba a nadie lo suficiente como para memorizar la suya. Tampoco me importaba. Ya tenía que recordar bastantes nombres y caras. Agregar nombres innecesarios de extraños a esa lista parecía una hazaña sin sentido.
Hasta ahora.
«Perturbada».
Así la había llamado Dee.
Pero ¿no estaban todos los adolescentes un poco jodidos y perturbados a veces?
Estaba tan absorto en mis propios pensamientos que no me di cuenta de que había sonado la última campana del día, cuarenta y cinco minutos después, ni de la avalancha de estudiantes que se subían a los coches a mi alrededor. Fue solo cuando la puerta del pasajero del mío se abrió de golpe cuando volví al presente.
—Hey —saludó Gibsie, dejándose caer en el asiento a mi lado—. Veo que todavía sigues empeñado en que esto parezca el portal de un vagabundo —añadió, apartando de una patada un montón de porquería. Estirándose, lanzó su mochila al asiento trasero—. Tío, aquí apesta, joder.
—Siempre puedes tomar todo el aire fresco que quieras caminando —mascullé, frotándome los ojos para quitarme el sueño. Sí, estaba cansado de la hostia.
—Relájate —respondió Gibsie y luego se rio por lo bajo cuando añadió—: no hay por qué tocar los cojones.
—Muy gracioso, imbécil —le solté inexpresivamente, y de inmediato me llevé una mano al paquete—. Ahora sí que puedes salir e ir andando.
—Toma. —Hizo una pausa para plantarme una carpeta color vainilla en el regazo—. No puedes hacerme ir andando después de haberte conseguido esto.
—¿Qué es? —pregunté mirando la carpeta.
—Un regalo —respondió Gibsie, ajustando la visera.
—¿Deberes? —dije impávido—. Guau. Muchas gracias.
—Es el expediente de Shannon —apuntó, bajándose las mangas del suéter—. Estoy seguro de que tu obsesiva cabezota lo estaba buscando.
Hay que joderse.
Una inquietante oleada de emoción me recorrió el cuerpo al mirar la carpeta en mis manos.
Mi mejor amigo me conocía demasiado bien.
—Al no volver a clase después del entrenamiento, he supuesto que estarías aquí enfurruñado por ella, o suspirando —se encogió de hombros antes de agregar—: o como diablos llames a lo que ha pasado antes en el vestuario.
—No me enfurruño.
Gibsie resopló.
—Que no me enfurruño, imbécil —bufé—. Ni suspiro por nadie. No estaba haciendo ninguna mierda de esas. Solo estaba…
—¿Perdiendo la cabeza? —terminó Gibsie por mí con una sonrisa lobuna—. No te preocupes por eso. Nos pasa hasta a los mejores.
—¿Por qué estaría perdiendo la cabeza? —pregunté, y luego contesté rápidamente—: ¡No estaba perdiendo nada, joder!
—Perdón —se disculpó Gibsie levantando las manos, pero su tono me aseguró que estaba lejos de arrepentirse—. Debo de haberlo interpretado mal. Dame el expediente y lo devolveré.
Me cogió la carpeta, pero se la quité.
—¿Qué? ¡No!
Gibsie se rio, pero no dijo nada más.
La sonrisa de complicidad que me dedicó fue suficiente respuesta.
—¿Cómo te las has arreglado para convencer a Dee de que te lo dé? —le planteé, cambiando de tema.
—¿Cómo crees?
Reprimí un escalofrío.
—Joder.
—No todo es malo —admitió Gibsie, y esbozó una sonrisilla—. La tía la chupa como una aspiradora, y la emoción de que te pillen siempre es divertida.
Levanté una mano.
—No necesitaba saber eso.
Él resopló.
—Ya lo sabías.
—Sí —suspiré pesadamente—. Bueno, no necesitaba que me lo recordaras.
—Hostia —murmuró, tirándose del cuello de la camiseta para poder verse bien la piel de la zona en el pequeño espejo rectangular—. Siempre en el cuello.
Insatisfecho, giró el espejo retrovisor hasta ponérselo de frente y gimió.
Se volvió para mirarme y dijo:
—¿Ves los sacrificios que hago por ti?
Dirigí la mirada al moretón que se le estaba formando en el cuello.
—Será mejor que haya algo que valga la pena leer ahí —se quejó.
Volviendo mi atención a la carpeta, la abrí por la primera página y luego, tenso, miré a Gibsie a los ojos.
—¿Lo has leído?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no —respondió, hurgando en un bolsillo—. No es asunto mío. —Se sacó un paquete de tabaco y un mechero y dijo—: Voy a fumar. —Abrió la puerta de un empujón y salió, luego se inclinó y anunció—: Los orgasmos me dan antojo de nicotina. —Después cerró la puerta y se encendió un piti.
Sacudiendo la cabeza, dirigí mi atención a la carpeta que tenía en las manos, cautivado por cada detalle de la información confidencial que revelaba el expediente de Shannon Lynch.
Páginas y páginas de incidentes e informes, todos perfectamente mecanografiados en papel blanco, detallando cada terrible experiencia que la muchacha había sufrido en su antiguo instituto, y había habido muchas.
Catorce páginas DIN-A4 de incidentes.
Por delante y detrás.
Tras leer unas pocas páginas, me enteré de que Shannon había pasado de ser una estudiante que siempre sacaba notables al comienzo de primero a raspar el aprobado hacia finales de segundo.
Junto a sus notas en los exámenes, en absoluto espectaculares, había observaciones de sus antiguos maestros elogiando su naturaleza amable y la diligencia y el esmero con que trabajaba.
No necesitaba ningún comentario que explicara el sistemático empeoramiento en sus calificaciones, lo descubrí en la primera página.
Era víctima de acoso escolar.
Le cortaron la coleta cuando estaba en primero. Cuando tenía trece años. El castigo por tal agresión fue expulsar una semana a sus culpables. En serio. Una semana sin ir a clase por cortarle el puto pelo a una chica.
Chavalas.
Estaban loquísimas y eran unas retorcidas.
Se me escapaba cómo podía esperar nadie que la chica se concentrara en un entorno escolar tan inestable como aquel.
En serio, ¿qué demonios le pasaba a la gente?
¿Qué le pasaba a aquel instituto y sus profesores?
¿En qué cojones pensaban sus padres al dejarla allí durante dos años?
Cuanto más leía, más náuseas sentía…
• Incidente en Educación física que resultó en una nariz sangrante.
• Episodios de vómitos en el baño.
• Incidente en Carpintería con una pistola de cola.
• Problema después de clase con unas chicas de tercero.
• Otro episodio de vómitos en el baño.
• Problema antes de clase con unas chicas de cuarto.
• Negativa a participar en las colonias escolares.
¿Estaban de broma, hostia?
• Muchos muchos más episodios de vómitos.
• Remisión a psicopedagogo.
• Hermano mayor presenta cuarta denuncia por acoso.
El hermano mayor debería haberse buscado algunas amigas mayores y hacer que le dieran una paliza a aquellas niñatas.
• Grafitis en las paredes del baño.
• Agresión en el patio del centro, expulsan al hermano mayor.
El hermano mayor debió de solucionarlo él mismo.
• Varios docentes informan de marginación.
• Grave agresión física por parte de tres alumnos mayores, se avisa a la Gardaí.
No jodas, Sherlock.
• Hermano mayor expulsado nuevamente por intervenir.
• Traslado de centro a petición de la madre.
Ya era hora, joder.
• Expedientes escolares solicitados por el director del Tommen College.
Horrorizado se quedaba corto para describir cómo me sentía cuando terminé de leer.
Cabreado tampoco encajaba del todo.
Asqueado, preocupado y rabioso de la hostia parecía una valoración más precisa de cómo me sentía.
Joder, había sido como leer un maldito informe policial de una víctima de violencia doméstica.
No era de extrañar que la madre de Shannon se hubiese vuelto loca conmigo ese día.
Si yo estuviera en su lugar, habría reaccionado mucho peor.
Joder, ahora estaba aún más cabreado conmigo mismo que antes por haberle hecho daño.
¿Quién narices hacía algo así?
En serio, ¿qué tipo de personas estaban criando en ese instituto?
—¿Y bien? —La voz de Gibsie irrumpió en mis pensamientos cuando volvió a subirse al coche. Olía a cenicero—. ¿Has averiguado lo que necesitabas?
—Sí —murmuré, devolviéndole la carpeta antes de arrancar el motor—. Lo he averiguado.
Me miró expectante.
—¿Y?
Volví mi atención a la carretera.
—¿Y qué?
—Pareces enfadado.
—Estoy bien —le aseguré.
Necesitaba hacer algo, pisar el acelerador, levantar pesas en el gimnasio, cualquier cosa con tal de sacudirme la tensión que se me acumulaba en el cuerpo.
—¿Estás seguro, tío?
—Sí.
Salí del aparcamiento, puse segunda y luego tercera, ignorando las señales de peligro ante la proximidad de niños en un intento de llegar a la carretera principal.
A veces hacíamos ejercicio en mi garaje, que habíamos reconvertido, pero me pareció que en ese momento el trayecto de treinta minutos hasta el gimnasio de la ciudad podría sentarme bien.
Sabía que me había pasado de la raya al invadir su privacidad de esa manera, pero no me arrepentía.
Maldita sea, sabía que era vulnerable.
Fue la sensación que había tenido ese día.
Estaba segurísimo de haber visto dolor en sus ojos.
Era real, estaba allí, lo había visto y ahora podía hacer algo al respecto.
Podía evitar que algo así volviera a suceder.
No volvería a pasar.
No mientras yo estuviera aquí.
6
EL DESPERTAR HORMONAL
Shannon
Sufrí una conmoción leve que acabó en un ingreso en el hospital durante una noche bajo observación y el resto de la semana sin ir a clase.
Para ser sincera, habría preferido quedarme en el hospital todo el tiempo o volver al instituto de inmediato, porque la idea de pasar la semana en casa con mi padre controlándome era una forma especial de tortura que nadie se merecía.
Milagrosamente, logré sobrevivir aquella semana encerrándome en mi habitación todo el día y, en general, evitando a mi padre y sus turbulentos cambios de humor como si de la peste se tratara.
A la semana siguiente, cuando volví a clase, esperaba recibir una lluvia de burlas y mofa.
La vergüenza era una emoción problemática para mí y, a veces, me dificultaba el funcionamiento.
Pasé todo el día hecha un desastre, toda sudorosa, presa del pánico y en estado de alerta máxima, esperando que sucediera algo malo.
Algo que nunca pasó.
Aparte de algunas miradas curiosas y sonrisas cómplices por parte del equipo de rugby (como si me hubiesen visto en ropa interior), en general salí ilesa.
No lograba comprender cómo un acontecimiento tan humillante como aquel podía pasar desapercibido.
No me lo explicaba.
Nadie mencionó el incidente en el campo aquel día.
Era como si nunca hubiera sucedido.
Sinceramente, si no fuera por el persistente dolor de cabeza, habría dudado que hubiese pasado.
Los días se convirtieron en semanas, pero el silencio permaneció.
Nadie me dijo nada.
Nunca más se volvió a mencionar lo ocurrido.
Yo no era un objetivo.
Y tuve paz.
Había pasado casi un mes desde el incidente en el campo, cuando caí en una rutina junto a Claire y Lizzie.
Y me di cuenta de que empezaba a tener ganas de ir a clase.
Fue el giro más extraño de mi vida, considerando que había aborrecido el instituto la mayor parte de mi existencia, pero Tommen se había convertido casi en un lugar seguro.
En vez del pavor habitual al bajar del autobús, lo único que sentía era un inmenso alivio.
Alivio por alejarme de casa.
Alivio por no ser el blanco de los matones.
Alivio por escapar de mi padre.
Alivio por poder respirar durante siete horas al día.
Siempre había estado sola, por lo que mi último trance, o debería decir el último cambio en mi estatus social, fue inesperado.
Dicen que donde hay un grupo hay solidaridad, y no podría estar más de acuerdo.
Me sentía mejor cuando estaba con mis amigas.
Tal vez fuese una inseguridad adolescente, o tal vez se debiese a mi pasado, pero me gustaba no tener que ir sola a clase y que hubiese siempre alguien con quien sentarme o que me dijera si tenía algo entre los dientes.
Su amistad significaba más para mí de lo que llegarían a saber jamás; eran un sistema de apoyo que necesitaba desesperadamente y me calmaban en los momentos en que me atenazaba la incertidumbre.
Sin la constante amenaza de ser agredida por mis compañeros, seguía las clases sin problema e inhalaba los temarios como si fuesen pegamento.
Incluso logré aprobar la mayoría de los exámenes finales, con la excepción de los de Matemáticas y Ciencias empresariales.
Por mucho que estudiase, no había manera de mejorar en esas asignaturas.
Pero había sacado mi primer sobresaliente del año en Ciencias, así que eso me reconfortó.
Durante la hora de la comida me sentaba con las chicas, no por lástima con mi hermano y sus amigos, sino con un grupo de verdad.
Nunca antes había vivido tanta normalidad.
Jamás me había sentido segura.
Pero estaba empezando a hacerlo.
Y tenía la sensación de que él tenía algo que ver con eso.
Johnny Kavanagh.
No había otra, ¿no?
Yo no tenía ese tipo de poder, así que solo quedaba él.
No era una coincidencia que todo lo ocurrido se hubiera esfumado de la mente de todos.
Lo había visto muchas veces desde aquel día, pues nos habíamos cruzado en innumerables ocasiones por los pasillos entre clases y en el comedor durante el descanso, y aunque nunca se acercaba a mí, siempre me sonreía al pasar.
Para ser sincera, me sorprendía que me sonriera, teniendo en cuenta cómo lo trató mi madre frente al despacho del director aquel día.
No sabía si disculparme o no por su comportamiento hacia él.
Mi madre había reaccionado de forma exagerada hasta el punto de amenazarlo, pero es cierto que las acciones de Johnny me habían llevado a pasar una noche en el hospital y una semana más en casa con mi padre, así que decidí no disculparme. Además, lo había dejado pasar demasiado tiempo.
Acercarme a él ahora, casi cuatro semanas después, sería extraño.
Por mis amigas, y los cuchicheos y rumores de las chicas en el baño, había averiguado todo tipo de detalles e información sobre Johnny Kavanagh.
Estaba en primero de bachillerato, algo que ya sabía.
Procedía de Dublín; de nuevo, nada que no supiera.
Era increíblemente popular; vale, eso no lo sabía, pero no hacía falta ser un genio para darse cuenta de ello, porque siempre estaba rodeado de estudiantes.
Era el capitán del equipo de rugby del instituto, posición que conllevaba popularidad, chicas y una fascinación feroz por parte tanto del profesorado como del alumnado.
No tenía ni idea de los entresijos del rugby, porque mi familia solo seguía el hurling y el fútbol gaélico, y el nivel de popularidad escolar me importaba todavía menos, ya que generalmente quedaba relegada al fondo. Aun así, la forma en que las chicas del instituto describían a Johnny Kavanagh no se parecía en nada a la persona que yo había conocido aquel día.
Según decían, era agresivo, intenso y un completo arrogante con un cuerpazo de infarto y una actitud horrible.
Lo hacían pasar por un fanático del rugby orgulloso y rico que estaba obsesionado con los deportes, lo petaba en el campo y todavía más en la cama; evidentemente, lo suyo eran las chicas mucho mayores.
De acuerdo, era muy posible que sí hiciera todas esas cosas, pero me costaba encajar esa información en la persona que había conocido.
Mis recuerdos de aquel día aún estaban borrosos, los motivos que me llevaron a aquel accidente todavía eran confusos y los que siguieron seguían siendo un revoltijo, pero a él sí lo recordaba.
Recordaba la forma en que me había cuidado.
En que se quedó conmigo hasta que llegó mi madre.
La forma en que me había tocado con aquellas manos grandes, sucias y dulces.
En que me habló como si de verdad quisiera escuchar lo que tuviese que decir.
Y luego prestó atención a mis divagaciones como si fueran importantes para él.
También recordaba las partes bochornosas; aquellas que me tenían despierta hasta altas horas de la noche con las mejillas encendidas y la mente llena de imágenes desconcertantes y balbuceos.
Las partes que no me atrevía a reconocer.
Sin embargo, guardé el sobre que había encontrado en mi taquilla la semana que regresé a clase y que tenía garabateado delante un apresurado «De los míos para los tuyos».
Los dos billetes de cincuenta euros se los había dado a mi madre cuando llegué a casa del instituto, pero me había guardado el sobre en la funda de la almohada.
No podía explicar por qué no lo había tirado, como tampoco podía explicar por qué me invadía un sudor frío, se me ponían las manos húmedas, el corazón se me aceleraba y se me hacía un nudo en el estómago cada vez que lo veía.
Bueno, en realidad eso no era cierto.
Había una razón obvia y perfectamente lógica para mi reacción.
Era guapísimo.
Cada vez que lo veía por los pasillos, era como si todo el deseo, los sentimientos y las hormonas que habían estado dormidos en mi cuerpo durante los últimos quince años cobraran vida de repente.
Era dolorosamente consciente de él; me tensaba al máximo cada vez que, entre clase y clase, nuestros brazos se rozaban en los atestados pasillos.
Pero no fue su aspecto ni su enorme y musculosa constitución lo que había sacado a mis testarudas hormonas de la hibernación.
Fue la forma en que me había tratado aquel día.
Durante una pequeña pausa la semana pasada, Lizzie me pilló mirando a Johnny Kavanagh, así que decidió compartir toda la información que tenía de él.
Según me contó, Johnny Kavanagh nunca había estado atado a ninguna chica en particular ni había sido calificado como el novio de nadie, aunque estaba Bella Wilkinson de por medio.
Llevaban viéndose mucho tiempo.
Bella era un par de años mayor que él, tenía más experiencia y, por lo que me había dicho Lizzie que le habían contado los chicos, chupaba pollas como una Dyson.
Así que sí, se podría decir que le había hecho una gran cantidad de mamadas a Johnny y vete a saber qué más.
Menos mal que en casa teníamos una aspiradora Bosch y no una carísima Dyson… así esa imagen en particular no me daría arcadas cada vez que limpiara mi habitación.
Tampoco es que me sorprendiera nada de eso.
Johnny tenía casi dieciocho años.
Yo tenía dos hermanos mayores, así que estaba bastante al tanto de a qué se dedicaban los chicos de esa edad en particular cuando se encerraban en su habitación.
La información fue deprimente, pero también la fría dosis de realidad que necesitaba para reafirmarme y aplacar mis esperanzas.
Había que tener mala suerte para pillarse por primera vez de un chico y que fuese así, considerando que solo habíamos hablado una vez y él estaba con una experta en succiones de segundo de bachillerato.
No es que él fuese a estar ni remotamente interesado en mí de no verse con ella.
A mí me gustaba la seguridad.
En mi mundo, la invisibilidad equivalía a seguridad.
Y Johnny Kavanagh era lo más opuesto a invisible que se me ocurría.
Antes de él, nunca me había interesado el sexo opuesto. Nunca me había interesado nadie. Pero ¿él?
Me di cuenta de que lo buscaba en el instituto solo para poder mirarlo.
Era espeluznante y quedaba como una acosadora, pero lo cierto es que no podía evitarlo.
Me consolaba diciéndome que no tenía intenciones de dejarme llevar por mis sentimientos ni perseguir al primer y único chico del que me había pillado.
De todos modos, me contentaba perfectamente con observarlo desde la distancia, echándole miradas furtivas y de reojo cada vez que podía.
Justificaba mi comportamiento recordándome que no era la única chica en el instituto que deseaba al atractivo Johnny Kavanagh.
No, solo era una más en una larga lista de muchas muchísimas chicas.
Pero es que era muy interesante observarlo.
No actuaba como el resto de los muchachos en el instituto. Parecía algo así como superior a ellos de una manera extraña, como si fuera más maduro o le aburriese la mundanal vida escolar.
Era difícil de describir.
Parecía ir a su bola. Rezumaba confianza y, por su actitud, parecía que nada le importaba una mierda, lo que la hacía ridículamente adictiva.
Se había marcado su propio camino en el instituto y, como la mayoría de los líderes natos, todos los demás se limitaban a seguirlo.
Supongo que esa era la clave de la popularidad; no debías buscarla, o no tenía que importarte tenerla.
El hecho de que fuera guapísimo y su cuerpo fuese la perfección personificada tampoco perjudicaba su causa.
Me daba un poco de envidia, para ser sincera.
No me importaba ser popular o no. Era el hecho de que fuese todo tan fácil para algunas personas, mientras que otros, grupo en el que me incluía, sufríamos terriblemente.
Irradiaba ese aire de «Soy el mejor. Le estás tocando las narices al mejor. Mala suerte, porque no vas a encontrar a nadie mejor que yo» y siempre iba por ahí con cara de perdonavidas.
Era el típico comportamiento de macho alfa golpeándose el pecho, lo que supuse que tenía mucho que ver con el motivo por el cual todas las chicas en un radio de quince kilómetros parecían gravitar hacia él.
La cuestión era que, cada vez que su mirada se cruzaba con la mía, nunca veía nada de ese machotismo de cartón o de su famosa cara de malas pulgas.
Era difícil describir lo que veía en sus ojos porque, por lo general, cuando nuestras miradas se cruzaban, era porque Johnny me había pillado embobada, ya fuese en el comedor o fuera de las aulas, y yo siempre me volvía rápidamente, muerta de vergüenza.
Sin embargo, en las raras ocasiones en que lograba armarme de valor y mirarlo a los ojos, me veía recompensada con una inclinación de cabeza llena de curiosidad y una pequeña sonrisa nerviosa.
No estaba muy segura de cómo interpretar aquello, o de cómo sentirme.
De manera extraña, me sentía como uno de esos patitos que, en virtud de la impronta, siguen a la primera persona que ven al nacer.
Vi una película sobre ello cuando era pequeña.
¿Sería eso lo que me estaba pasando?
Tal vez me había apegado a Johnny porque fue la primera persona que vi cuando volví en mí, así como porque fue la primera persona que me mostró una amabilidad auténtica.
Me pregunté si se trataba de algo que les pudiese pasar a los humanos después de sufrir una leve conmoción cerebral, pero luego descarté rápidamente el disparate.
Pensamientos como ese no eran normales y en absoluto beneficiosos.
Además, yo no estaba apegada a él.
Simplemente disfrutaba admirándolo.
Desde una distancia segura.
Cuando él no me miraba.
No, no era enfermizo para nada.
—¿Quieres venir hoy después de clase? —me preguntó Claire durante la hora del recreo del miércoles.
Estábamos sentadas al final de una de las gigantescas mesas del lujoso comedor al que todavía estaba tratando de acostumbrarme.
En el instituto de Ballylaggin, teníamos una pequeña cantina donde la gente se turnaba para sentarse en las pequeñas mesas redondas.
En Tommen, había un pomposo salón de banquetes con mesas de siete metros de largo, comida caliente a disposición y suficiente espacio para acomodar a todos los alumnos.
El comedor estaba a reventar de estudiantes gritando y hablando tan fuerte que tuve que inclinarme sobre la mesa para responder:
—¿A tu casa?
Claire asintió.
—Podemos pasar el rato y ver algunas películas o algo así.
—¿No vas a ir a la ciudad con Lizzie para ver a Pierce? —pregunté.
Pensaba que eso era lo que iban a hacer ese día después de clase.
Lizzie no había hablado de otra cosa en toda la mañana.
Al parecer, llevaba meses saliendo intermitentemente con un chico de primero de bachillerato llamado Pierce.
Por lo que había pillado, ahora habían vuelto.
Para ser justos, Lizzie me había invitado a acompañarlas, pero había rechazado la oferta porque la ciudad era el último lugar en el que quería estar.
Mi antigua escuela estaba ubicada en el mismísimo centro y tendía a evitar los alrededores a toda costa.
Había demasiadas caras indeseadas rondando por allí.
—No, Lizzie está de mal humor —explicó Claire, clavando la cuchara en su yogur—. Supongo que han vuelto a pelearse.
Eso explicaba la ausencia de Lizzie en el comedor.
Era una chica difícil de entender.
Se guardaba mucho para sí y nunca sabía realmente lo que pensaba o sentía, a diferencia de Claire, que era un libro abierto.
Supongo que por eso siempre me había sentido cercana a Claire.
Quería a Lizzie, por supuesto, y la consideraba una buena amiga, pero si tuviera que escoger una mejor amiga, esa sería Claire.
—Además, no me apetece mucho estar de sujetavelas con esos dos —añadió esta, guardándose la cuchara en el táper—. Entonces ¿qué dices? Mi madre nos recogerá y te llevará a casa cuando quieras. —Se reclinó en la silla y me dedicó una sonrisa de oreja a oreja—. También puedes quedarte a dormir.
Se me encogió un poco el estómago.
—¿Estás segura de que a tu madre no le importará?
—Shannon, por supuesto que no le importará —respondió Claire, mirándome extrañada—. Mi madre y mi padre te adoran. —Sonriendo, agregó—: Mi madre me pregunta constantemente cuándo volverás.
Me invadió una sensación de calidez.
La señora Biggs era enfermera en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital de Cork y una de las mujeres más amables que había conocido.
Claire, con su naturaleza dulce y corazón bondadoso, se parecía mucho a su madre.
Cuando éramos pequeñas y Claire y Lizzie daban una fiesta de cumpleaños o quedábamos para jugar, la señora Biggs siempre se encargaba de venir a buscarme.
Incluso me invitaban a las fiestas de cumpleaños del hermano mayor de Claire, y aunque nunca asistí a las celebraciones de Hughie, agradecía el gesto.
Fueron las únicas invitaciones que recibí de pequeña.
—Me encantaría, pero tengo que preguntárselo a mis padres —le dije, y luego saqué el móvil y le envié un mensaje a mi hermano para valorar cómo estaban los ánimos en casa.
—Será genial —me animó ella alegremente—. Hay una tarrina de Ben and Jerry’s en el congelador y tengo la nueva película de Piratas del Caribe en DVD. —Luego planteó con un movimiento de cejas—: Johnny y Orlando, ¿qué chica puede decir que no a eso?
—Tú no —reí.
Entonces el móvil me vibró en la mano; era un mensaje de Joey.
Mala idea, Shan. Está que echa humo.
Abatida, volví a guardarme el teléfono en el bolsillo y solté un profundo suspiro.
—No puedo ir.
—¿Tu padre? —preguntó Claire con tristeza.
Asentí.
Claire parecía tan decepcionada como yo, pero no insistió.
En el fondo, creo que ella lo sabía.
Nunca lo verbalicé y ella nunca me presionó.
—Otro día entonces —dijo al fin, ofreciéndome una gran sonrisa que casi ocultó la preocupación en sus ojos marrones.
Casi.
—Lo planearemos mejor la próxima vez, te avisaremos —continuó rápidamente, pasándose su largo pelo rubio por detrás de las orejas—. Pero ¡vamos a tener nuestra sesión de Johnny y Orlando sí o sí!
—¿Cómo te va, muñequita? —preguntó una voz grave y masculina, distrayéndonos a ambas.
—Ah, hola, Gerard —lo saludó Claire en un tono indiferente, mientras miraba al enorme chico rubio que había de pie en un extremo de nuestra mesa—. ¿Cómo estás?
—Mejor ahora que estoy hablando contigo —arrulló mientras se acercaba para apoyar el culo en la mesa, dándome la enorme espalda y dedicándole toda su atención a mi amiga—. Estás tan guapa como siempre.
La mirada de Claire pasó de su cara a la mía con una expresión de «Pero ¿qué narices?» antes de serenarse rápidamente y decir:
—¿No te escuché decirle lo mismo a Megan Crean el miércoles?
Contuve la risa al ver a mi amiga jugar la carta de la indiferencia como una profesional, a pesar de que estaba claramente pillada por ese chico.
Era alto y bronceado, tenía el pelo rubio oscuro y alborotado, y sin duda escondía unos buenos músculos bajo el uniforme escolar.
No la culpaba por gustarle un chico así.
Le pasaría a la mayoría de las chicas.
Pero no a la menda.
—¿Estás celosa? —bromeó Gerard en tono muy coqueto—. Sabes que eres mi preferida.
—Ahórratelo —espetó Claire fingiendo arcadas.
—Me he enterado de que vienes a Donegal con el equipo —le dijo—. A tu clase le han dado permiso, ¿no es así?
—Sí, nuestra clase fue elegida para ir —respondió Claire sin mucho entusiasmo—. Pero mi madre no me ha firmado la autorización.
La mía tampoco.
Tommen College tenía un partido de rugby fuera de casa contra un instituto en Donegal el próximo mes después de las vacaciones de Semana Santa.
Era un partido importante para el equipo, la final de alguna copa de liga o algo así, y mi clase, junto con otra de segundo de bachillerato, había sido seleccionada al azar para asistir.
El partido se iba a celebrar el primer viernes de clase tras las vacaciones de Pascua, por lo que el autocar escolar saldría de Tommen el jueves a las once menos cuarto de la noche para evitar tráfico y poder hacer un alto en el camino, ya que el norte de Donegal estaba a ocho horas desde Cork en autocar.
Según Lizzie, la administración de Tommen era una estirada y solo había asignado fondos para una noche de alojamiento durante el viaje.
Dormiríamos en el autocar el jueves por la noche, en un hotel el viernes y el sábado viajaríamos de regreso a Cork.
Lizzie estaba de lo más indignada por tener que dormir en el autocar porque los responsables del centro fuesen unos tacaños y no quisieran soltar la pasta para dormir una noche más en un hotel.
Personalmente, no veía cuál era el problema.
Era un viaje con todos los gastos pagados por cuenta del centro y un día libre autorizado.
Aparte del viaje de ocho horas en autocar donde la mayoría de los pasajeros eran adolescentes cargados de testosterona, todo eran ventajas.
Por supuesto, esa parte me aterrorizaba profundamente, pero estaba aprendiendo a gestionar la ansiedad, negándome a permitir que mis experiencias pasadas arruinaran una oportunidad de regalarme un necesario descanso.
Intentaba con todas mis fuerzas tomar distancia y darme un momento para interpretar situaciones y escenarios con claridad y lógica, en lugar de con la paranoia inducida por el terror que parecía dominarme.
A pesar de mi entusiasmo ante la perspectiva de alejarme de Ballylaggin un par de noches, no tenía muchas esperanzas de ir.
Como era un viaje de dos días, el centro requería que nuestros padres firmaran una autorización.
Le había dado a mi madre los papeles que debía firmar la semana anterior.
Esa mañana todavía estaban intactos encima de la panera.
—Ya verás como mami te dejará ir —bromeó el dios rubio, alborotándole el pelo a Claire—. Seguro que tu hermano mayor estará allí para vigilarte, y yo mismo, por supuesto. —Se inclinó para acercarse más y le pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja—. Juego mejor si sé que estás mirando.
Ahora sí me reí de lo ridículo de aquella cursilería.
Sabía un rato de deportes y aún no había conocido a ningún chico que jugara mejor gracias a una chica.
Sin embargo, cuando traté de reprimir la risa, terminó saliendo en forma de ronquido.
Tapándome la boca con una mano, miré la expresión horrorizada de Claire y articulé una disculpa muda por entre los dedos.
Como si se acabara de dar cuenta de mi presencia, el chico rubio se dio la vuelta, probablemente para ver a la culpable del ronquido.
En cuanto me vio, un destello al reconocerme atravesó aquellos impresionantes ojos entre plateados y grises.
—¡Hey! La pequeña Shannon —me saludó, con una amable sonrisa—. ¿Cómo estás?
—Eh, bien —balbuceé mientras lo miraba, preguntándome cómo demonios sabía mi nombre.
Miré a Claire, que se encogió de hombros y me miró a su vez con una cara que me decía que estaba tan confundida como yo.
—No sabía que eras amigo de Shannon —dijo, volviendo su atención a Claire—. Esa habría sido una información útil.
—Eh, yo no sabía que tú eras amigo de Shannon —soltó Claire, perpleja—. Y ¿útil para qué?
—No lo soy —dijo sacudiendo la cabeza—. Y no importa.
Se volvió hacia mí y sonrió de nuevo.
—Soy Gerard Gibson —se presentó—. Pero todos me llaman Gibsie.
—Yo no —soltó Claire airadamente.
Gibsie se rio entre dientes.
—Está bien, todos menos esta me llaman Gibsie —repitió, señalando con el pulgar a mi amiga mientras le dedicaba una sonrisa condescendiente, antes de volver su atención a mí—. Le gusta ponerlo difícil.
—No, Gerard, me gusta dirigirme a las personas por su nombre —rectificó Claire, mirándolo mal. Luego se dirigió a mí y comenzó a explicar—: Gerard es amigo de mi hermano, Hugh. Recuerdas a Hughie, ¿verdad, Shan?
Asentí, recordaba claramente al guapísimo hermano mayor de Claire.
Con el pelo rubio claro y los ojos marrones, Hugh Biggs era el equivalente masculino de su hermana, excepto por los abdominales, los rasgos masculinos y las obvias partes de chico. Hugh no fue a la misma escuela que nosotras, pero siempre había sido amable conmigo cuando iba a su casa. Él era uno de los pocos chicos aparte de Joey con los que no me sentía nerviosa. Hughie nunca me molestó y yo se lo agradecía.
—Bueno, han ido juntos a clase desde parvulitos, y este monstruo de aquí —hizo una pausa para darle un pequeño empujón a Gibsie antes de continuar— ha sido un elemento permanente en mi cocina durante la mayor parte de mi vida. Vive al otro lado de nuestra calle —añadió—. Por desgracia.
—Vamos, muñequita —bromeó—. ¿Esa es la forma de hablar sobre el chico que te dio tu primer beso?
—Eso fue el resultado de un desafortunado juego de la botella —repuso ella, con las mejillas rojas, mientras lo miraba fijamente—. Y te he dicho un millón de veces que dejes de llamarme así.
—Todo es un espectáculo —me contó Gibsie con una gran sonrisa—. En realidad ella me adora.
—En realidad no —replicó Claire, ahora nerviosa—. Lo tolero porque trae galletas a casa. —Se volvió hacia mí y me dijo—: La madre de Gerard tiene una panadería en la ciudad. Sus pasteles están increíblemente deliciosos.
—¡Gibs! Venga, tío. ¡Te está esperando todo el equipo! —gritó alguien desde el otro lado del comedor, lo que hizo que los tres nos girásemos.
Se me paró el corazón durante un brevísimo momento antes de darme un salto mortal en el pecho cuando mis ojos se posaron en Johnny Kavanagh, que estaba en la entrada del comedor gesticulando salvajemente con una mano en el aire y cara de malas pulgas.
—Cinco minutos —respondió Gibsie.
—El entrenador nos quiere allí ahora —ladró Johnny con ese fuerte acento de Dublín que había aprendido a reconocer—. No en cinco minutos, joder —agregó, sin importarle quién lo estuviera escuchando.
Estaba bastante claro que le traía sin cuidado si la gente lo miraba o no.
Ignorándolo, Gibsie le hizo la peineta y volvió su atención a Claire.
Empezó a hablarle en voz muy