Sobre esta colección
En 1934, al regresar a Londres tras visitar a su amiga Agatha Christie, el joven editor Allen Lane hizo un alto en el quiosco de libros de la estación Exeter St Davids y notó que solo se vendían libros caros y de mala calidad. Comprendió que al público lector le haría falta justo lo contrario: buenos libros a un precio asequible. Al año siguiente fundó con sus dos hermanos Penguin Books, la empresa con la que creó el libro de bolsillo e inició una revolución editorial en todo el mundo.
El primer lote de libros de Penguin se lanzó en julio de 1935 y consistió en diez títulos. Los libros tenían un diseño distintivo y uniforme: cubiertas con dos bandas horizontales de color naranja y el logotipo de un pingüino impreso en el frontal. Esta uniformidad contribuyó a que fueran fácilmente reconocibles, mientras que la calidad de la selección demostraba el atractivo de la colección. En los diez meses siguientes al lanzamiento se vendieron más de un millón de ejemplares a seis peniques cada uno.
Los hitos siguieron sucediéndose. En su afán por acercar los libros al público, en 1937 Lane ideó la Penguincubator, una máquina expendedora que ofrecía una selección de libros de bolsillo en la estación de Charing Cross Road, Londres, para que nadie se quedara sin su libro al esperar el tren. Con mayor impacto aún, en 1946 la empresa lanzó la colección Penguin Classics, a fin de que los mejores libros jamás escritos estuviesen a disposición de todos. Su primer título, la Odisea en traducción de E. V. Rieu, se convirtió en un best seller.
En la actualidad, Penguin Clásicos, heredera de Penguin Books, sigue haciendo honor a los principios fundadores de Allen Lane. Y con ello bien presente esta serie de clásicos quiere rendir homenaje al diseño original que tanto contribuyó a crear un referente en el mundo de la lectura.
I
El subsuelo[1]
1
Soy un hombre enfermo… Un hombre malvado. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, no entiendo nada de mi enfermedad, y no sé con certeza qué me duele. No me cuido y jamás lo he hecho, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso, cuando menos lo bastante para respetar la medicina. (Tengo suficiente cultura para no ser supersticioso, pero lo soy). Sí, no quiero cuidarme por rabia. Esto, seguramente, ustedes no puedan entenderlo. Pero yo sí lo entiendo. No sabría explicar, naturalmente, a quién fastidio, en este caso, con mi rabia. Sé muy bien que ni a los médicos podría «perjudicar» por no tratarme. Sé mejor que nadie que el único perjudicado sería yo y nadie más. Sin embargo, si no me cuido es por rabia. Que me duele el hígado, ¡pues que duela, que duela todavía más!
Hace ya mucho tiempo que vivo así, unos veinte años, más o menos. Ahora tengo cuarenta. Antes trabajaba, ahora no. Era un funcionario malhumorado. Trataba groseramente a los demás y sentía placer al hacerlo. Como no me dejaba sobornar, debía recompensarme de este modo. (El chiste es malo, pero no pienso borrarlo. Lo escribí creyendo que sería muy ingenioso, pero ahora me doy cuenta de que mi único propósito era presumir ignominiosamente. No lo borro adrede). Cuando algún solicitante se acercaba a mi mesa en busca de informes, lo recibía rechinando los dientes y experimentaba un gozo inefable si lograba causarle algún disgusto. Casi siempre lo conseguía. En su mayor parte eran hombres tímidos, solicitantes, en una palabra. Entre los petimetres, había sobre todo un oficial a quien odiaba. No quería resignarse en modo alguno y hacía un ruido insoportable con su sable. Luché contra él un año y medio, y todo por culpa de ese sable. Por fin, pude con él. El sable dejó de sonar. Por lo demás, todo esto ocurrió en mi juventud. Pero ¿saben ustedes, señores, en qué consistía el punto principal de mi maldad? Pues lo más vil radicaba en el hecho de que yo, avergonzado de mí mismo, me daba cuenta a cada instante, incluso en los momentos de máxima rabia, de que no solo no era malvado, sino que ni siquiera estaba rabioso; únicamente pretendía asustar y con ello me contentaba. Cuando más furioso parecía, la más leve atención, hasta una simple taza de té azucarado, habría bastado para calmarme. Incluso me habría sentido enternecido; aunque después hubiera rechinado los dientes de rabia al recordarlo y no hubiera podido dormir durante varios meses debido a la vergüenza que sentía. Así era yo.
Hace un momento, al decir que era un funcionario malhumorado, mentía. He mentido por rabia. En realidad, hacía el tonto tanto con los solicitantes como con el oficial; de hecho, jamás pude ser malo. A cada instante sentía en mí la presencia de numerosos elementos diametralmente opuestos. Sentía cómo bullían en mí esos elementos contradictorios. Sabía que siempre, toda la vida, habían bullido en mí ansiando que les diese salida, pero yo no los dejaba, no los dejaba, no los dejaba salir adrede. Me avergonzaban dolorosamente, me producían convulsiones y acabaron por cansarme. ¡Cómo me cansaron! ¿No creerán, señores, que me estoy arrepintiendo de algo ante ustedes, que les pido perdón por algo…? Estoy seguro de que así lo creen… Pero les aseguro que a mí me da lo mismo lo que opinen ustedes…
No solo no he podido hacerme malo, sino que tampoco supe convertirme en ninguna otra cosa: ni malo, ni bueno, ni canalla, ni honrado, ni héroe ni insecto. Ahora acabo mis días en mi rincón, haciéndome rabiar con el maligno consuelo, completamente inútil, de que un hombre inteligente no puede en realidad convertirse en nada; solo el tonto lo consigue. Sí, un hombre inteligente del siglo XIX debe y moralmente está obligado a ser, en lo fundamental, un individuo sin carácter. En cambio, un individuo dotado de carácter y activo es, en la mayoría de los casos, un ser limitado. Esta ha sido mi convicción durante cuarenta años. Tengo ya cuarenta años y cuarenta años es toda una vida; representa la más extrema vejez. Vivir más de cuarenta años es indecente, vulgar e inmoral. ¿Quién vive más de cuarenta años? Respóndanme sincera y honradamente. Yo les diré quiénes son: los tontos y los ruines. Puedo decírselo sin rodeos a todos esos venerables ancianos, a todos los ancianos que peinan canas y se perfuman. Se lo diré al mundo entero. Tengo derecho a decirlo porque yo mismo llegaré a los sesenta. ¡A los setenta! ¡A los ochenta…! ¡Esperen!, déjenme que tome aliento…
Se engañan, señores, si creen que pretendo hacerles reír. También en esto andan equivocados. No soy, ni mucho menos, un hombre tan jovial y alegre como les parece o como tal vez pueda parecerles. Por lo demás, si, irritados por esta cháchara (y ya me doy cuenta de que lo están), se les ocurre preguntar quién soy yo en realidad, les responderé que soy un asesor colegiado. Serví en la administración para poder comer (por ello únicamente), y, cuando el año pasado un pariente lejano me dejó de herencia seis mil rublos, pedí la excedencia en el acto y me instalé en mi rincón. Antes también vivía en este rincón, pero ahora estoy instalado en él. Mi cuarto, feo, desagradable, se halla en las afueras de la ciudad. Mi criada es una aldeana, vieja, perversa por estupidez, y, además, siempre huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo empieza a ser nocivo para mí y que, teniendo en cuenta mis miserables recursos, me resulta sumamente caro vivir en esta ciudad. Todo esto lo sé mejor que mis sabios y expertos consejeros. Pero me quedo en Petersburgo. ¡No saldré de Petersburgo! Y no saldré por… ¡Eh!, pero si da exactamente lo mismo que me quede o me vaya.
Por lo demás, ¿de qué puede hablar con el máximo placer una persona decente?
Respuesta: de sí misma.
Así pues, hablaré de mí.
2
Deseo contarles ahora, señores, les guste o no, por qué no he sabido convertirme siquiera en un insecto. Les diré solemnemente que muchas veces he deseado convertirme en un insecto. Pero ni siquiera eso he conseguido. Les juro, señores, que ser demasiado consciente es una enfermedad, una auténtica y verdadera enfermedad. Para la vida diaria del hombre sobra incluso una conciencia humana corriente, es decir, la mitad, la cuarta parte de la que corresponde al individuo culto de nuestro desgraciado siglo XIX, que tiene, además, la desgracia de vivir en Petersburgo, la ciudad más abstracta y premeditada de todo el mundo. (Las ciudades suelen ser premeditadas y no premeditadas). Sería más que suficiente poseer la cantidad de conciencia que poseen, por ejemplo, los llamados individuos espontáneos y los hombres de acción. Apuesto a que piensan que escribo todo esto para presumir, para burlarme de los prohombres, y que, llevado por una presunción de mal tono, hago sonar, además, mi sable, como el oficial ya mencionado. Pero, señores, ¿quién puede vanagloriarse de sus enfermedades y presumir, además, de tenerlas?
De todos modos, ¿qué hago yo? Lo que todo el mundo. Todos se vanaglorian precisamente de las enfermedades, y yo más que todos, tal vez. No discutamos; mi objeción es absurda. Sin embargo, estoy firmemente convencido de que no solo un exceso de conciencia, sino incluso cualquier conciencia, es una enfermedad. Ese es mi punto de vista. bien, aparquemos unos instantes este tema. Díganme una cosa: ¿por qué solía ocurrir que en los momentos, sí, precisamente en los momentos en que me sentía capaz de percibir toda la sutileza de «lo más bello y sublime», como solíamos decir en el pasado, dejaba de percibirlo y cometía actos tan bochornosos, actos que…, bueno, en una palabra, que, aunque probablemente todo el mundo los cometa, era yo quien los llevaba a cabo, como a propósito, en aquellos momentos en que más consciente era de que no debía cometerlos? Cuanta más consciencia tenía sobre el bien y todo «lo bello y sublime», más me hundía en mi propio lodo y me sentía más dispuesto a quedarme atrapado en él. Pero lo más importante era que todo esto no me ocurría, al parecer, por casualidad, sino como si así debiera ser. Como si ese fuera mi estado normal, y no una enfermedad ni un vicio, de modo que acabé perdiendo todo deseo de combatir ese vicio. El asunto finalizó cuando me convencí casi del todo (o tal vez ya completamente convencido) de que se trataba de mi estado normal. Al principio, sin embargo, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que a los demás les ocurriera lo mismo, y por ello lo guardé en secreto durante toda la vida. Me avergonzaba (tal vez siga avergonzándome incluso ahora). Llegaba hasta el punto de experimentar un placer oculto, anormal, ruin, cuando de regreso a mi rincón, en alguna detestable noche petersburguesa, tenía clara conciencia de haber vuelto a cometer un acto vil y de que lo hecho ya no tenía remedio. En secreto, me desgarraba por dentro, me roía a dentelladas, me torturaba y me retorcía hasta el punto de que la amargura se convertía, finalmente, en una vergonzosa y maldita dulzura y, en último término, en un verdadero e intenso placer. ¡Sí, en placer, en placer! Lo mantengo. Hablo de ello porque quisiera saber si a los demás les ocurre lo mismo, si experimentan esa clase de placer. Me explico: el placer me lo producía, precisamente, la clara conciencia de mi propia bajeza, sentir que me había degradado del todo, que eso era abominable, pero que no podía ser de otro modo, que no había ninguna otra solución para mí, que jamás podría convertirme en otra persona, que, incluso si tuviese tiempo y fe para ser de otra manera, lo más seguro es que ni yo mismo querría cambiar y, de quererlo, tampoco conseguiría nada, ya que, de hecho, no habría, tal vez, un modelo que seguir. Pero lo principal, al fin y al cabo, era que todo esto ocurría de acuerdo con las leyes fundamentales y normales de una conciencia exacerbada y por la inercia que se deriva directamente de esas leyes; no podía, pues, convertirme en otro hombre, nada podía hacer, debido a la conciencia exacerbada; reconozco, por ejemplo, que soy un miserable, como si eso fuese un consuelo para el miserable que ya reconoce él mismo que es, efectivamente, un miserable. Bueno, basta… ¡Cuántas cosas he dicho! Pero ¿he explicado algo…? ¿Cómo puede explicarse el placer en este caso? ¡Me explicaré, sin embargo! ¡Llegaré hasta el final! Para esto he cogido la pluma…
Mi amor propio, por ejemplo, es terrible. Soy suspicaz y quisquilloso como un jorobado o un enano. Sin embargo, en mi vida ha habido momentos en que si me hubieran dado una bofetada quizá incluso me habría alegrado. Hablo en serio: seguramente habría sabido encontrar también en ello una especie de placer, el placer de la desesperación, claro está, pero en la desesperación suelen existir los placeres más intensos, sobre todo cuando se reconoce que la situación no tiene salida posible. Y en el caso de la bofetada… ¡uno se siente abrumado al pensar en qué especie de escupitajo lo han convertido! Pero lo principal es, que por mucho que piense en ello, resulta que siempre tengo yo la culpa, y lo más penoso es que soy un culpable inocente; lo soy por las leyes de la naturaleza. Soy culpable, en primer lugar, por ser más inteligente que todos cuantos me rodean. (Siempre me he considerado más inteligente que todos cuantos me rodean y a veces, créanme, me he sentido avergonzado de ello. Me he pasado toda la vida sin poder mirar de frente a los demás, siempre he mirado a un lado). Finalmente, soy culpable porque, aun habiendo en mí generosidad, habría sufrido todavía más al darme cuenta de su inutilidad. Lo más probable es que nada podría haber hecho con mi generosidad: ni perdonar, porque mi ofensor me habría golpeado, tal vez, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, y las leyes de la naturaleza no se pueden perdonar; ni habría podido olvidar, porque, aun tratándose de leyes de la naturaleza, ofenden. Finalmente, aunque hubiese querido no ser generoso en absoluto, sino vengarme de mi ofensor, tampoco habría podido vengarme de ningún modo, ya que no me habría decidido a hacer nada, ni en el caso de haber podido. ¿Por qué no me habría decidido? Sobre ello quisiera decir dos palabras, pero en un capítulo aparte.
3
¿Qué les ocurre, por ejemplo, a los hombres que saben vengarse y, en general, defenderse? Cuando el sentimiento de la venganza se apodera de ellos, en su ser no queda ninguna otra cosa durante ese tiempo, salvo ese sentimiento. Un individuo así camina directamente hacia su meta como un toro enfurecido, con la cornamenta baja; y tal vez solo un muro sería capaz de contenerlo. (Por cierto, esos hombres, es decir, esos individuos espontáneos y esos hombres de acción, se rinden sinceramente al tropezar con un muro. Para ellos, el muro no es una excusa como lo es, por ejemplo, para nosotros, los que somos reflexivos y, además, no hacemos nada; no es un pretexto para volver sobre lo anclado, un pretexto en el que personas como yo no suelen creer, pero del cual se alegran siempre muchísimo. No, se rinden con toda sinceridad. Para ellos, el muro tiene algo de tranquilizador, algo que los excusa moralmente, algo definitivo y, tal vez, místico… Pero del muro hablaremos más adelante). Pues bien, a mi juicio, un hombre tan espontáneo es un hombre de verdad, un hombre normal, tal como la más cariñosa de las madres —la naturaleza— quiso que fuera al traerlo amablemente a este mundo. A un hombre así lo envidio hasta el extremo de segregar bilis. Es tonto, no lo discuto, pero ¡quién sabe si un hombre normal no debería ser tonto…! Tal vez, incluso, eso sea muy hermoso. Y e