Gritos y susurros II

Denise Dresser

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Sandra Fuentes-Berain. Bomberos mexicanos

Lydia Cacho. Sorprendida ante el amor

Diana Bracho. Ojos de asombro

Rebecca de Alba. No se me olvida

Astrid Hadad. Una tarde con mi hermano Tony

Ángeles Mastretta. Mis dos cenizas

Alejandra de Cima. Cuando Urano se fue de mi Sol

Mónica Patiño. Buscando respuestas

María Elena Morera. Bienvenida la vida

Rosaura Ruiz. Madre, hija, universitaria

Fernanda Familiar. A fuerza de trancazos

Ruth Zavaleta. Sorpresa: soy la muerte

Rosa Beltrán. Una rosa es una rosa es una rosa

María Asunción Aramburuzabala. Un corazón imprevisible

Gabriela Cuevas. Mi vida en la política

María Teresa Priego. Unos cuantos piquetitos

Maricarmen de Lara. Una habitación propia

Cecilia Suárez. ¿Por dónde?, alguien haga luces si sabe algo

Josefina Vázquez Mota. Cocinando la vida

Tanya Moss. Bailar a mi son

Margo Glantz. Son tus perjúmenes…

Dulce María Sauri. Mirar hacia atrás

Paloma Porraz. Sorpresas te da la vida

María Teresa Franco. Momentos de sorpresa

Amaranta Gómez Regalado. Muxhe mexicana

Magali Lara. Ser, finalmente, sólo yo

Marinela Servitje. Un papalote con estrella

Martha Delgado. Mujer y ecologista

Purificación Carpinteyro. Bonica

Rosario Ibarra de Piedra. Proemio-misiva

Patricia Martín. Entre el reto y la sorpresa

Julieta Venegas. Ser cantante

María Cristina García Cepeda. Cuatro sorpresas esenciales

María Teresa Arango. Nacer en Egipto, vivir en México

Martha Debayle. Todo pasa cuando tiene que pasar

Miriam Morales. ¿Quién sabe todavía el lugar de su nacimiento?

Carmen Parra. Amar constante, más allá de la muerte

Susana Harp. Se la gané al destino

Lourdes Ramos. Encontrar mis alas

Biografías

Créditos

Grupo Santillana

Gritos y susurros II

Agradecimientos

A 39 mujeres por participar en esta aventura
A Carol Shields por sugerir la idea
A Julia de la Fuente por encabezarla
A Andrea Huerta por cuidar sus pasos
A Francisco Varela y Cecilia Farfán por acompañarnos
A Guillermo Güémez por darle portada
A Nina Menocal por darle albergue
A Ingmar Bergman por inspirar su título
A John Fleming otra vez, por todo, para siempre

Gritos y susurros II

Prólogo

“Siento que hay cosas inexploradas sobre las mujeres que sólo otra mujer puede explorar”, escribió la pintora Georgia O’Keefe. Y tiene razón: cuando una mujer escribe sobre su experiencia vital y otra la lee, suele surgir una identificación inmediata, una empatía instantánea, una conversación que se vuelve puente construido a lo largo de las palabras. Desde el principio de la historia, las mujeres se han comunicado entre sí, inclinadas sobre una fogata, o meciendo la cuna, o cocinando sobre el calor de una estufa, o escribiendo las líneas de un texto. Al hacerlo, airean sus problemas y exorcizan sus miedos. Descubren quienes son y se construyen como personas a través de las conexiones que forjan. Crean una comunidad de entendimiento.

El primer libro de Gritos y susurros generó entusiasmo y energía precisamente porque tejió una comunidad entre quienes lo leyeron, lo comentaron y lo recomendaron; su éxito demostró que la mujeres de México necesitan compartir sus historias, identificarse con ellas. Este libro avanza el ejercicio de libertad iniciado con el primer volumen y convoca nuevamente a un grupo diverso de mujeres –escritoras, actrices, artistas, políticas, funcionarias, empresarias, chefs, cantantes– a contar sus historias. Al igual que en el volumen anterior, a todas les he pedido que contesten a las siguientes preguntas. ¿Qué te ha tomado por sorpresa? ¿En qué momentos y frente a qué circunstancias te has sentido poco preparada? ¿Qué ha constituido un reto inusual y desconcertante para ti?

A partir de la diferencia, todas escriben sobre decisiones, elecciones y omisiones que han determinado su destino. Revelan momentos vitales, describen encrucijadas difíciles, hablan de situaciones imprescindibles que las llevan a ser quienes son hoy. Mujeres que, como diría Rosario Castellanos, “se separaron del resto del rebaño e invadieron un terreno prohibido”. Mujeres que ocupan el espacio público. Mujeres que han rechazado el anonimato. Mujeres que ejercen la libertad. Mujeres valientes. Mujeres que pagan el precio de la impopularidad. Mujeres forjadas a golpes de interrupciones e improvisaciones. Mujeres que rehusaron portarse bien, o ser insignificantes. Mujeres que no han querido conformarse con versiones de sí mismas que otros han intentado imponer. Y que ríen y lloran y sufren y se caen como tantas más en México. Lo que las hace distintivas es la ausencia de resignación ante el destino dado; más que emular modelos han creado el propio. Más que aceptar un molde tradicional, han horneado el suyo a base de la valentía, la creatividad, la dignidad, la coherencia.

Escriben con sabiduría, con humor, a veces desde la intimidad, a veces desde el dolor. Unas se perciben fuertes y contundentes; a otras les invade la duda. Viñeta tras viñeta descubren lo que implica ser una mujer vital, pionera, dispuesta a tomar riesgos, a asumir –con frecuencia– los costos que entrañan. Revelan así, las vidas escondidas de mujeres públicas que gozan el amor, padecen la enfermedad, enfrentan la muerte, viven la discriminación, participan en la política, aman a su país. A lo largo de sus textos emergen imágenes inolvidables, revelaciones sobrecogedoras: la que siempre quiso tener hijos pero no pudo, la mujer golpeada por el hombre con el cual quería compartir la vida, la esposa que sobrevive el secuestro de su pareja, la hija que no se ha sobrepuesto ante la muerte de sus padres, la hermana que añora a su hermano ausente, la empresaria formidable sorprendida por el amor. Las divergencias, las afinidades, las sintonías de sus textos empujan la frontera de lo posible; de aquello que las mujeres tienen derecho a contar.

Sus textos son aleccionadores y emancipadores. Al leerlas es difícil no sentirse más fuerte, más capaz, más resistente, más dispuesta a soltar una carcajada ante la adversidad, en lugar de agachar la cabeza. Las mujeres de este libro –al igual que sus predecesoras del volumen anterior– contagian las ganas de vivir en lo que Virgina Woolf llamó “una habitación propia”. Al leerlas se vuelve fácil reconocer que nos necesitamos las unas a las otras: para compartir nuestras experiencias, para elaborar nuevas formas de entendimiento, para saber cómo somos y cuánto nos falta por hacer, para cargar una antorcha e iluminar el mundo como ellas lo hacen. Este libro es un mensaje de multiplicidad, de posibilidad.

Como escribe la dramaturga Sabina Berman sobre el primer libro: “Disfruto en especial las fotos del libro porque en conjunto me dicen de una manera rápida lo que después los textos me confirman. Las fotos me hablan de que existe hoy en día una diversidad abundante de formas de ser mujer. Hay que hojear algún álbum de fotos de hace cien años. Aparecen la mujer proletaria, la prostituta de lujo o de bajos fondos, y la mujer (entre muchas comillas) “decente”. No más. Trabajadora, puta o decente –es decir: ama de casa– hace un siglo no había más modelos para las mujeres, y las mujeres se uniformaban en cada clase.

Es casi doloroso observar las fotos de Rosario Castellanos, la poeta, novelista y luchadora social, distraídamente trabajada para parecer señora decente, es decir señora burguesa. Las cejas depiladísimas, que no cuadran con sus ojos enormes y saltones, ojos de observadora implacable; los labios pintados en forma de corazón, háganme el favor, en la cara de una poeta pesimista; los tacones altos para quién caminaba en los pueblos indígenas en Chiapas. Da risa, da pena, da rabia imaginarla con esos zancos que son grilletes de cuero trepando por un camino de piedras, en Chiapas.

¿Qué hacer al ver la foto de Golda Meier, la primera jefa de Estado mujer, con su bolsita de señora bien, ridículamente colgándole del antebrazo, mientras da un discurso al ejército israelí? Hay que gritar fashion emergency, fashion emergency al ver a Simone Weil anoréxica, en los huesos, para no quitarle a nadie espacio a pesar de su intelecto de genio. O al imaginar a Virginia Woolf, autora de la prosa más depurada del siglo, tal como la describe su amiga Vita Sackville-West: con falda y calcetines –y cada calcetín de otro color.

Qué incomodidad la de esas primeras mujeres de negocios o pioneras en la función pública que resolvieron la bronca de ser activas en el mundo y ser mujeres ajustándose al traje masculino. Sólo les falta la corbata y bajo el saco con hombreras les sobra la redondez de los senos: incomodidad que transparenta la de su alma. Las mujeres de Gritos y susurros en cambio ya se ven cómodas en su aspecto. Es una generación que ha integrado ya su estar activas en el mundo público con su identidad de mujeres. Y representan un abanico amplio de modelos. Algunas son, de hecho, las acuñadoras en nuestro país de algunos de los nuevos moldes para “ser mujer”.

Sabina Berman también sugirió que, inadvertidamente, Gritos y susurros se ha convirtido en un catálogo de diversas formas de ser mujer a principios del siglo XXI. Un catálogo no exhaustivo, pero suficiente para abrir muchas cabezas, sacudir algunas conciencias, ensanchar el tamaño de la libertad para las mujeres. Y para ayudarlas a conquistar el derecho de “convertirse en lo que se es”, como exhortó Rosario Castellanos. Una persona que se elige a sí misma. Que derriba las paredes de su celda. Que estremece los cimientos de lo establecido. Que alza la voz contra el país en el cual demasiadas mujeres han sido educadas para tan sólo susurrar. Que aspira a hacer realidad –con libros como este– una verdadera República donde los hombres tienen sus derechos y nada más; donde las mujeres tienen sus derechos y nada menos. Que logra la realización de lo auténtico. Mujer y cerebro. Mujer y corazón. Mujer y madre. Mujer y esposa. Mujer y profesionista. Mujer y ciudadana. Mujer y ser humano. Mujer, como cualquiera de mis 39 admirables colaboradoras.

Denise Dresser

Ciudad de México, febrero del 2009

Gritos y susurros II

BOMBEROS MEXICANOS

Sandra Fuentes-Berain

 

Ésta no es una historia de valentía, tampoco de heroísmo, como pudiera sugerir el título al evocar la noble profesión de bombero. En todo caso, es una historia de diplomacia.

Me hice profesional en la representación de nuestro país en el exterior en los años setenta de manera casi coincidente con la finalización de mis estudios de derecho en la UNAM. Desde entonces, me forjé no sólo un espíritu de servicio público, sino sobre todo una actitud de compromiso con la imagen de México en el extranjero. Así habían transcurrido muchos años de mi vida profesional, lo mismo en Londres que en Washington o Hong Kong, hasta que llegó a mi oficina en París una sorpresiva llamada el miércoles primero de julio de 1998.

Desde que soy embajador, tengo por costumbre hacer una reunión semanal de coordinación con el personal, sobre todo cuando he tenido a mi cargo alguna misión diplomática grande, lo que me permite planear los compromisos y ofrecer mejor servicio. Mis colegas a veces lo resienten porque las reuniones tienden a ser largas, pero inevitables.

La imagen estereotipada, que difunde la literatura y la crónica, sobre el diplomático acartonado que vive y pervive en recepciones realizadas en grandes salones de nobles edificios, es más la evocación de un mundo ya perdido y dejado a la vera del siglo XIX. La diplomacia de palacio, la de los Metternich, aquel proverbial diplomático alemán que negoció la paz en el Congreso de Viena, ha dado paso desde la segunda mitad del siglo XX a una actividad de profesionistas en la que la exigente vida moderna les demanda acción y resultados. Por eso, las reuniones de coordinación semanal tienen la ventaja de crear sinergias al interior de la Embajada y evitar duplicidad de funciones.

Tiempo para el coctel desde luego existe, y continúa siendo parte del ejercicio diplomático, pero no es ni por mucho la principal actividad. No deja de ser, sin embargo, el estereotipo común del diplomático de la belle vie.

Tomo muy en serio mis reuniones de coordinación, porque representan incluso un momento de complicidad con mis colaboradores, de imaginación creativa, de identificar desafíos y llevar a cabo cursos de acción. Por eso tengo “amenazadas de muerte” a mis asistentes; saben que bajo ninguna circunstancia ni pretexto deben interrumpirme en ese momento privilegiado en el que intercambiamos información sobre los acontecimientos de la semana en México, en el país en el que trabajamos y en el mundo. Esto, a la vez que facilita un mayor diálogo e interlocución con las autoridades y las personalidades del país en el que vivimos, asegura además que la Embajada se exprese con una sola voz. Así que cuando Arlette entró a la sala de reuniones con un pequeño papelito discretamente doblado, de inmediato pensé que algo grave habría sucedido.

Quienes tienen espíritu futbolero habrán ya captado el momento al que me refiero: estaba a la mitad el memorable Campeonato Mundial de Futbol Francia 98 y yo tenía en ese momento el privilegio de ser embajador de México en el país de la Ilustración, las buenas maneras y la razón, y a partir de ese año, del campeón del mundo.

En el papelito que Arlette había doblado de manera tan cuidadosa se leía un breve mensaje: llamada urgente del ministro de la Defensa francés. Eran las diez de la mañana de ese día que se revelaría importante, que alteraría la imagen de nuestro país y, debo decirlo con un poco de pena, que me tomó absolutamente por sorpresa. Permítanme confesarles, a diez años de distancia de las circunstancias que me relataría unos minutos después el ministro de Defensa, que me sentí poco preparada para hacerles frente. Tenía ya para entonces más de dos décadas de carrera diplomática en la que había lidiado por igual con presidentes y primeros ministros, con negociadores internacionales y con viejos lobos de las más grandes empresas multinacionales pero nunca, nunca, me había sentido tan incómoda, tan a la deriva como en esa mañana.

Me asaltó la duda: ¿qué hacer? En realidad me ahorré el trabajo de encontrar la respuesta, el ministro francés de la Defensa me había hecho una sugerencia que cualquier diplomático como yo entendía cargada de la fuerza de una petición oficiosa y, dadas las circunstancias que me relató, parecía que había muy poco margen para no tomar al vuelo la sugerencia.

Si bien un embajador mantiene contactos a veces cotidianos, a veces esporádicos con los ministros del país en el que se encuentra acreditado, no es común que el ministro de la Defensa tenga un asunto específico que tratar con un embajador de México. Por lo tanto, la circunstancia de la llamada parecería ser grave, urgente e ineludible. Debía por ello, contestar el teléfono y suspender mi reunión de coordinación.

Una vez que leí el breve mensaje, me sentí afortunada de conocer muy bien al director de Gabinete del ministro de la Defensa, desde mis épocas en Canadá, cuando era embajador en Ottawa y él cónsul general en Quebec. Manteníamos, por suerte, una relación de amistad y camaradería desde hacía varios años. Por ello, antes de devolver la llamada al ministro, pedí a Arlette que me comunicara con mi amigo. Para mi mala fortuna, en ese momento no se encontraba en su oficina; así que, sin saber el motivo, me reporté con el ministro de la Defensa, quien en tono serio y, lo recuerdo bien, severo –lo que hizo que por un momento me recorriera por todo el cuerpo una suerte de escalofrío– me preguntó si sabía lo que había sucedido unas horas antes en el Arco del Triunfo. Tuve que decirle que no.

El Arco del Triunfo no es poca cosa. Evoca la grandeza de Francia. Es más, debo decir que evoca también las mayores aspiraciones de trascendencia de Napoleón Bonaparte, personaje no menor en la historia universal, quien lo mandó construir en 1806 después de su victoria en Austerlitz, inspirado en los arcos triunfales del antiguo Imperio Romano. Así de grandes y así de ambiciosos eran los sueños de Napoleón. El Arco del Triunfo es, ahora, de cierta manera, el corazón de París desde el que se distribuyen doce de sus arterias principales, a manera de estrella, evocando urbanísticamente el mote de Ciudad Luz que propios y extraños le dan a París.

“Aquí yace un soldado francés muerto por la Patria, 1914-1918”, así reza desde 1923 la leyenda en la superficie del arco, convertido en el monumento al Soldado Desconocido y en el que se encuentra un pequeño pebetero con la Llama Eterna, en recuerdo a los soldados franceses sacrificados en todas las guerras, tanto en la primera como en la Segunda Guerra Mundial. Se trata, en consecuencia, de un símbolo del heroísmo francés y del sacrificio de los soldados galos por su patria.

Así, cuando le dije al ministro de Defensa que no estaba al tanto de algún suceso en el Arco del Triunfo acontecido ese mismo día, me informó que hacia las seis de la mañana un ciudadano mexicano había tenido la osadía de apagar la llama del recuerdo del Arco del Triunfo.

¿Qué hacer?, es más ¿qué decir? Son ese tipo de circunstancias que, incluso al más avezado de los diplomáticos, lo debe tomar por sorpresa, y yo, debo ser franca, no fui la excepción, quedé enmudecida. ¿Debía ofrecer disculpas telefónicas al ministro? En realidad, no tenía por qué dudar de la palabra de tan alto funcionario, pero tampoco contaba con una información clara y suficiente sobre el acontecimiento. Ni siquiera sabía a ciencia cierta que se tratara de un ciudadano mexicano, así que apenas me atreví a balbucear algunas frases para ganar tiempo.

El ministro en esa comunicación me invitó a encender la llama esa misma tarde, en una “pequeña ceremonia”, por lo que nos dimos cita en la famosa “Estrella” hacia las cuatro de la tarde de ese día. Eso me daba, desde luego, algunas horas para pensar en los pasos a seguir, para localizar al osado bombero mexicano y para verificar la certeza de los hechos.

En cuanto colgué el teléfono, lo primero que hice fue llamar al cónsul general para asegurarme de que estuviese informado del incidente. Como yo, hacía unos momentos, no lo estaba. Así que ordené que todo el personal de ambas oficinas, es decir de la Embajada y del Consulado, se dieran a la tarea de localizar al mexicano presunto apagador de llamas inmortales del que poco se sabía.

Mientras tanto, la Embajada estaba trabajando a marchas forzadas como cualquier otra embajada ubicada en un país sede de una Copa del Mundo. Es bien sabido que los aficionados mexicanos siguen a su Selección fielmente y en esa ocasión, para colmo de mis afanes diplomáticos, que no de mi conocida afición futbolera, el Tri jugaba muy bien y se había calificado a la siguiente ronda.

El 13 de junio –por demás día de mi cumpleaños– en Lyon, habíamos borrado de la cancha a Corea del Sur con un contundente 3-1 (¡no podía esperar mejor regalo!) y, seis días más tarde, habíamos empatado con los Diablos Rojos de Bélgica en Burdeos al son de 2-2. El orgullo nacional se fue a las nubes cuando el 25 de junio en Saint-Etienne, Luis Hernández, El Matador, anotó el gol del empate, justo en el minuto noventa, ante la potente escuadra de los Países Bajos. México se clasificaba así con cinco puntos, los mismos que los neerlandeses, a la siguiente ronda. Las expectativas, las esperanzas y, sobre todo, el apoyo eran enormes entre los mexicanos que iban y venían de diferentes ciudades de Francia siguiendo los pasos del Tri.

En la medida que se afirmaba el buen desempeño de nuestra selección, crecía la presión sobre la Embajada para conseguir boletos para los siguientes partidos. El fin de semana previo a la hazaña de nuestro bombero, en un célebre partido de octavos de final, con la cara muy en alto, México había sido eliminado por un apretado marcador de 2-1 por la Selección de Alemania. El Mundial había acabado para México, pero los mexicanos para celebrar o para lamentar nos tomamos algunos días, las jornadas pasaron y muchos de ellos permanecieron en Francia. El Tri había jugado tan bien que las esperanzas habían sido enormes, por lo que las desilusiones fueron también profundas en muchos de nuestros compatriotas y qué mejor que olvidar la pena con algunos tragos: París bien valía un brindis extra.

La imaginación de los futboleros mexicanos por conseguir boletos no tenía límite. Incluso gobernadores, diputados, senadores, secretarios de Estado, pretendían que la influencia de su Embajada en París, como por arte de magia, hiciera aparecer boletos a raudales, sobre todo para los partidos en los que jugaba nuestro equipo nacional.

Para mi desgracia, el día en que el ministro de Defensa me hizo la invitación para reencender la llama del recuerdo en el Arco del Triunfo, la Selección mexicana ya había abandonado Francia, por lo que los medios de comunicación mexicanos que se quedaron estaban a la expectativa de cualquier noticia que les pudiera servir de pretexto para que la afición mexicana mantuviera un vivo interés por lo que sucedía en torno al Mundial de futbol.

La acción de nuestro bombero cayó, en consecuencia, en un momento particularmente oportuno para su difusión por los medios de comunicación. En tanto que los franceses se indignaban por el hecho y el mundo sonreía sarcásticamente de esta puntada muy a la mexicana, yo tenía que dar la cara a la prensa y por medio de ella a la afición digamos “para salvar la dignidad del país” y procurar a toda costa que el incidente no pasara a mayores en la relación bilateral.

Las horas transcurrieron rápidamente y después de recorrer todas las comisarías de París y algunos hospitales, finalmente encontramos al responsable de los hechos, quien estaba en una cure de dégrisement, que en buen español quiere decir que estaba curándose la cruda… Cuando finalmente estuvo en una situación que le permitiera hablar, me dijo que, junto con una chica de Mazatlán a quien había conocido el día anterior, había bebido cerveza a partir de las seis de la tarde, y se habían detenido a comer una pizza en Campos Elíseos cerca de media noche; luego, durante varias horas habían caminado sin rumbo hasta que finalmente se encontraron en el majestuoso Arco del Triunfo.

Verdad o mentira, nuestro bombero me dio una explicación digna de una novela de dudosa calidad. La chica de Mazatlán había tenido la brillante, pero incómoda idea, de ponerse zapatos con tacones muy altos para la juerga nocturna y, si bien su recorrido cervecero con un toque italiano de pizza había durado varias horas, ella gallardamente se había mantenido incólume sobre sus tacones hasta el amanecer, sin contar que el rocío de la madrugada la haría resbalar, de tal suerte que el vaso de cerveza que llevaba en una de sus manos fue a dar justa, casual y lamentablemente para el honor nacional a la famosa llama eterna, la flamme du sou-venir, que se vio extinguida para desgracia del orgullo francés.

Nuestro bombero y aspirante a novelista siguió su relato con tintes de caballero andante. Me aseguró que la policía empezó a increpar violentamente a su amiga, por lo que nuestro nuevo héroe, a quien sus padres habían educado para defender a las damas en peligro, decidió echarse la culpa para que la dejaran en paz. Me dio el nombre de la chica y el del hotel en el que se alojaba. Por desgracia no pude obtener la versión de la Dulcinea de esta historia ya que, a la llegada del personal de la Embajada al hotel, pudimos constatar que lo había abandonado unas horas antes, sin informar la manera de localizarla y no había dejado tampoco rastro sobre su dirección en Sinaloa.

Para esas horas ya los medios mexicanos presentes para cubrir el campeonato empezaban a llamar a la Embajada con avidez para obtener información sobre lo acontecido. El pequeño incidente se estaba convirtiendo, en este mundo intercomunicado, en una noticia internacional.

Designé a un funcionario de la Embajada para acompañar al susodicho mexicano e intentar que en las siguientes horas obtuviera más datos sobre lo acontecido y, sin pensarlo más, regresé a mi oficina para continuar trabajando en espera de la hora de la cita en el Arco del Triunfo, con el ministro de la Defensa. Como buena mujer presumida recuerdo perfectamente haber pensado que hubiera sido deseable haber pasado al peluquero en la mañana e incluso cambiarme de ropa en la residencia de la Embajada, pero fue tal el frenesí de las horas que siguieron a la llamada, que las actividades del día me devoraron el tiempo y a las tres treinta de la tarde me encaminé a la cita pensando que se trataría de algo sumamente sencillo, entre el ministro y yo y quizá un par de asistentes del Ministerio.

En el auto oficial me dirigí al lugar de la cita. El chofer enfiló por la Avenida Iéna hacia la célebre Etoile. En principio no di importancia al fuerte dispositivo de seguridad, pensando que habría algún acontecimiento ajeno a la cita que tenía con el ministro. Sin embargo, conforme avanzábamos y los agentes paraban en ocasiones el tránsito y en otras lo dirigían en forma ostentosa, mi sorpresa iba en aumento. De nueva cuenta un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. La policía gala vestía sus mejores ídems, y lamenté no haber ido al peluquero y la mala fortuna de no haber pasado a cambiarme para lo que se anunciaba un acto ceremonioso cargado de pompa y circunstancia. La cita con el ministro era directamente en la rotonda, es decir al pie del Arco del Triunfo, así que esperé que el auto del funcionario francés se aproximara. Mi chofer, quien tenía más de veinticinco años en la Embajada y había visto desfilar numerosos embajadores, me acercó con habilidad hacia el carro oficial francés.

Ese sutil movimiento me llevó a una nueva sorpresa, al percatarme de un número impresionante de veteranos de la primera y segunda guerras mundiales, muy bien formados, ostentando todas las medallas que las batallas les dieron y formando una valla para recibir al ministro. Más adelante, me percaté que también se encontraba un contingente a caballo de la Guardia Republicana con sus sombreros de pluma y sus uniformes con botones brillantes, botas impecablemente lustradas y sus espadas en la mano, haciendo honores militares.

Debe haber unos cincuenta metros entre el lugar en que descendimos de los automóviles y el monumento mismo, pero ese día en esas circunstancias me parecieron kilómetros. Había estado en el Arco del Triunfo en varias ocasiones, porque mi mamá pretende que el nombre de uno de nuestros antepasados franceses está grabado en los muros del arco como uno de los héroes que dieron su vida por Francia. Dada la fértil y muy conocida imaginación de mi madre, que la ha llevado a escribir guiones para telenovelas inolvidables desde hace más de cuarenta años, ignoro si el nombre del almirante Villenave, ahí inscrito, corresponde efectivamente a un familiar nuestro, pero en todo caso mi madre ha mantenido siempre con gran orgullo esa referencia familiar.

Ya para entonces no quedaba duda de que un par de mexicanos había protagonizado el hecho. Lo que no me quedaba claro era la manera en que lo habían realizado. Los medios electrónicos especulaban acerca de la forma en que había acontecido la extinción de la llama y, para delicia de los radioescuchas y del teleauditorio, se pueden imaginar qué idea prevalecía de la puntería y la forma en que pudo haber pasado.

Al ver la majestuosidad militar del momento, pensé en la gran ofensa que se había hecho a esos hombres –no recuerdo, por cierto, haber visto mujeres entre esos antiguos combatientes– que pelearon al lado de tantos camaradas muertos y por cuyo heroísmo Francia los había condecorado y les había dado un papel preponderante en su sociedad. Entre los veteranos, había algunos que literalmente se iban de lado con el peso de sus condecoraciones. No pude evitar recordar a aquel caricaturista mexicano tan querido, Abel Quezada, quien dibujaba a generales de la Revolución mexicana doblados por el peso de sus medallas.

La presencia del ministro generó una serie de murmullos y muchos aprovecharon el momento para acercarse a él, con el ánimo de expresarle su malestar y descontento. Yo no podía evitar escuchar los comentarios y tampoco eludir alguna que otra mirada de suspicacia o incluso de disgusto hacia mí. “Esto tiene que parar”; “no son posibles tantas faltas de respeto”; “¡anteayer, un grupo de estudiantes australianos trajo un sartén con aceite para freír huevos en la flama!”; el lunes, fueron unos alemanes ebrios que jugaban a saltarla evitando quemarse. El malestar era genuino, la afrenta la sentían como intolerable. Los medios de comunicación habían difundido e impuesto la idea de que la flama había sido apagada de una manera indecorosa, con el producto de lo que resulta después de varias horas de estar bebiendo cerveza.

En ese momento me percaté de que el mexicano estaba siendo usado como escarmiento por los antiguos combatientes, para detener de una vez por todas las faltas de respeto entre los aficionados del mundo entero que durante varios días se habían sucedido ante el máximo símbolo del patriotismo francés.

Proseguí caminando junto con el ministro, entre la fila de medallas y miradas de desaprobación, hasta el lugar en el que se encuentra el pebetero y que en ese momento no lucía su flama. No pude contener mis recuerdos, la cabeza me daba vueltas a mil por hora, ¿qué habrían pensado los franceses de la época cuando con la lentitud de las noticias de entonces, se enteraron de que unos intrépidos militares mexicanos habían derrotado en Puebla, el 5 de mayo de 1862, al más poderoso ejército? ¿Habrían tenido la misma indignación que ahora mostraban los veteranos presentes? Uno de los oficiales me sacó bruscamente de mis cavilaciones históricas cuando me entregó un enorme encendedor y otro más para el ministro. Juntos, en un acto solemnísimo, reencendimos la llama del recuerdo. El desagravio estaba consumado.

Una vez encendida la flama, una banda militar tocó con maestría La Marsellesa y todos los militares presentes, tanto en retiro como en activo, rindieron honor a su bandera tricolor mediante sendos cañonazos. Las sonrisas volvieron a aparecer. Al despedirme del ministro, mucho más segura de mí misma, convencida de que bien habrían podido estar los embajadores de Australia o de Alemania en mi lugar, le dije: “Señor ministro, me la debe…” A mi regreso a la Embajada llamé de inmediato a Tlatelolco y expliqué lo sucedido en medio de las carcajadas generalizadas de mis colegas.

Ignoro en qué momento preciso del día empezó a correr el rumor de la manera como nuestro bombero había realizado su proeza, precisamente en una forma en que sería muy difícil para alguna mujer apagar una llama. El caso es que la prensa, la radio y la televisión mexicanas estaban ya inundadas de comentarios de indignación sobre la poco elegante actuación de uno de nuestros paisanos, ni más ni menos que en la Ciudad Luz.

El escándalo parecía hacerse demasiado grande. Recordé que días antes, algunos hooligans británicos habían propinado una buena paliza a un par de policías franceses, lo que sí me parecía un acto reprobable desde cualquier punto de vista. Hice ver a los medios de comunicación que se trataba de un borrachazo sin premeditación, al que no había que darle mayor importancia, pero la verdad es que yo misma no estaba muy convencida de la defensa de un acto ignominioso.

Sin embargo, el rumor se convirtió, a la postre, en mito; la imagen del mexicano vertiendo los resultados de ingerir cerveza sobre la llama del recuerdo bajo el Arco del Triunfo en la Plaza de la Estrella de la capital francesa se había impuesto en el imaginario colectivo.

Al día siguiente, a pesar de la ceremonia de desagravio, de nueva cuenta me llamaron del Ministerio de Defensa para informarme que por la gravedad de la situación, la Sociedad de Veteranos guardianes de la flama presentaría cargos judiciales contra el joven mexicano. De inmediato me comuniqué con mi amigo, el jefe de Gabinete, para decirle que en modo alguno permitiría que este incidente, por desagradable que fuera, alcanzara proporciones mayores y que me ofrecía a garantizar que el ya para entonces famoso connacional tomara el primer avión de regreso a México.

En la llamada telefónica hice ver a mi amigo francés que, si bien de ningún modo podía excusar el agravio cometido, no había razón para sobredimensionarlo y, por el contrario, inscribirlo tan sólo en el anecdotario de la relación bilateral. Le hice saber, sin ambigüedades, que no me quedaba claro que el “apagón” se hubiera dado en la forma referida por los medios y que en caso de seguir adelante con los cargos, debería buscar también a los australianos freidores de huevos y a los jóvenes piruetas alemanes que habían visto en la llama sin proteger, una tentación constante.

Ante mis argumentos, el jefe de Gabinete ofreció hablar con su ministro para calmar los ánimos de la Sociedad de Veteranos. Por mi parte, manifesté a nuestro joven bombero y/o protector del honor de las damas en peligro que al día siguiente debía tomar el primer avión de regreso a México. Como era de esperarse, se defendió diciéndome que no podía regresar ya que tenía boletos para algún partido subsecuente, e incluso para las semifinales y para la final.

En medio del escándalo y la incomodidad de la situación, esto de los boletos resultaba una buena noticia. Le dije a nuestro apagafuegos que caían muy bien porque habría gran demanda para esos boletos y estaba segura de darles muy buen uso.

Al día siguiente, escoltado por personal de la Embajada, nuestro bombero regresó al país y, para mi sorpresa, una fotografía en la que aparezco junto con el ministro haciendo la guardia en el Arco del Triunfo daba la vuelta al mundo. Muchos amigos mexicanos empezaron a llamarme. La foto de mi décoiffee me llegó de regreso desde Sudáfrica, Brasil y de los lugares menos esperados. Un alto personaje de la política mexicana me llamó por teléfono para preguntarme: “¿Cómo se dice en francés con la cola entre las patas?”, así me veía en la fotografía.

La diplomacia es, en muchas ocasiones, un oficio de apariencias. En este caso, visto a distancia, el bombero había sido yo, que apagué un incipiente fuego que pretendía quemar la buena relación que hemos construido Francia y México en muchas décadas y todo, como dicen en mi pueblo, por una “miadita…”

Gritos y susurros II

SORPRENDIDA ANTE EL AMOR

Lydia Cacho

 

La vida me ha tomado por sorpresa desde niña. Algunas veces me asombro cuando, al hablar con mis amigas sobre nuestra infancia, descubro que me pasé muchos días de mis primeros años francamente boquiabierta ante la revelación de la vida misma. Cuando la gente normal –no la de mi loca familia– aseguraba que las niñas no deben decir lo que piensan, yo pensaba que eso no tenía ningún sentido, y lo decía.

Pasé mis primeros años pensando y escribiendo y diciendo que eso de ser pequeña era una injusticia, así que soñaba con llegar a grande para tener las riendas de mi vida bajo control. Y claro, el destino se encargó de burlarse de mis sueños infantiles, demostrándome que las niñas que dicen lo que piensan se convierten en mujeres que escriben lo que otras niñas y otras mujeres piensan y eso, en este país, no es buen negocio. Además de no ser buen negocio, porque yo no nací para vendedora de nada, hacer crónicas de las realidades ocultas es necesariamente una profesión de incertidumbre. Así que ni riendas, ni caballo, ni carroza. A los días los navego escuchando lo que las otras y los otros dicen, e intentando descifrar lo que no expresan con palabras, pero sí con la mirada y sus silencios. Por eso cuando creo que ya nada puede sorprenderme, la realidad me pilla con alguna novedad y yo le sigo el paso.

Tatuada en el alma me quedé cuando mi abuelo paterno, un ingeniero militar, hombre severo y de pocas palabras, se murió en mis brazos cuando yo tenía diecisiete años. No murió repitiendo mi nombre para no morir sólo porque yo fuera una nieta ideal, sino porque las circunstancias de la vida nos llevaron a ese momento, y una vez que tomó mi mano se aferró a ella como un náufrago asido al brazo perdido de un árbol que pudiera mantenerle flotando, a una precaria distancia de la muerte. Y yo no supe qué hacer más que mirar a la parca de frente y decirle a mi abuelo todo lo que lo quería y que estaba bien que se muriera porque ya había sufrido suficiente con esa maldita leucemia.

Llegaron los adultos cuando, moderado como él era, suspiró con un hilo de sangre ladeando las comisuras de sus labios. Me lanzó primero una mirada aterrorizada y luego otra dulce como de niño huérfano de amor, una mirada que jamás le conocí sino hasta ese día. Con mi abuelo José Ernesto descubrí la mirada de la muerte. Tal vez desde entonces adopté esa manía de esculcar en los ojos de la gente la luz de la vida que flota en sus pupilas.

Unos días después quedé más sorprendida cuando mi padre halló unos versos que mi abuelo me había escrito. Los conservo como prueba de que la educación machista mutila el corazón de los hombres, y por eso muchos aman a escondidas hasta su defunción. Más sorprendida estuve cuando esa noche dormí tranquila; en mi diario escribí que me daba más miedo la vida sin sentido que la muerte, y pensé que debía prepararme para la vida, porque sólo los monjes tibetanos y las ballenas se disponen pacíficamente para la muerte.

Supongo que desde entonces aprendí a decirle a la gente cuánto la amo, para no esperar a que busquen en mis cajones el cariño añejo, oculto en versos de papel viejo, cuando haya soltado el último aliento.

Desde entonces en mis brazos ha muerto la gente que más he amado, mi abuela materna, Marie Rose, y tras de ella como promesa de amor cumplida se fue mi abuelo Zeca, el portugués que me enseñó a leer a Camoes y a Pessoa. Luego murió mi madre. Y eso es punto y aparte.

Me sorprendió cuán preparada estuve para acompañarla en su muerte, y descubrir que hasta la fecha no estoy preparada para la vida de huérfana. Cuando la madre es una humana tierna, sabia y compasiva, arrebatada, apasionada y capaz de redescubrir el amor todos los días, la orfandad no es cosa fácil. En los momentos más difíciles de mi vida, entre las amenazas de mafiosos y el llanto de una niña que me pedía explicaciones para su dolor, yo levanté el teléfono incontables veces, así nomás, como si los años no hubieran pasado desde el funeral de Paulette. Después de tres rings caía en cuenta de que estaba marcando a casa de mi padre viudo, y su ausencia me hacía llorar a mares. Lloraba con ese sollozo de niña que perdió a su madre en el mercado.

Cuando ya habían desahuciado a mi madre, viajé con ella para que se despidiera de Francia, la tierra donde nació. Con una sonrisa de la que siempre se colgaba la esperanza de cientos de personas que la amaban, fue dando besos y abrazos del adiós a su mejor amiga en Portugal, a sus tíos y tías que más la quisieron y le prodigaron cuidados cuando niña. Bebió un sorbo del mar de Oporto para llevárselo a la tumba; compró agua bendita de Fátima para que con ella la bendijeran antes de enterrarla. Me confesó que su palabra favorita era saudade, que en portugués es un canto a la pérdida que sueña con ser encuentro, es la nostalgia que le habla a la ausencia.

Conversó conmigo con la seriedad de una filósofa y la preocupación de una analista política. Revisó sus defectos y me pidió perdón por haber sido tan exigente conmigo, por haberme tratado como adulta desde la adolescencia. Lloramos y lloramos como Pessoa, que decía: “Tengo ganas de lágrimas”. Me habló de sus miedos y sus arrepentimientos, luego brindamos con buenos vinos, porque aunque le habían prohibido de todo por su hígado necio y moribundo, ella reía y gozaba cada bocado y cada trago como el manjar más exquisito sobre la tierra. Con buenas viandas y mucha risa me contó sus anécdotas favoritas de mi infancia: “¡Escribe ésa, y ésa también!”, me remachaba, “para que no se te olviden”. Y se reía con las pupilas flotando en el agua salada de su melancolía, recordando la primera vez que me fui de casa a los tres años. Repetía mis argumentos relativos a la libertad de elegir, que no eran otra cosa que los revires de todo lo que ella nos relataba y nos leía.

Me dijo que le preocupaba morirse sabiendo que no estaba acompañada de alguien que me amara y a quien yo amara. Me repitió mil veces que el amor es esencial para enfrentar al mundo, y me entregó una veintena de consejos sobre cómo nutrir la amistad y proteger a mis seres amados. Mi madre fue siempre una romántica inquebrantable.

En el balcón de mi departamento en Cancún tomó mis manos y las unió como un cántaro de piel rugosa. “Así, –me dijo–, me muero con la preocupación de que andas por la vida mostrando tu corazón como una niña que lleva entre sus manos un pajarito recién rescatado de un nido caído. Y la gente que mira tus ojos intensos y escucha tu voz taimada, y no pierde de vista tus pasos firmes con que pisas el camino que recorres, cree que eres una mujer dura; no pueden comprender que justo porque no lo eres puedes andar por la vida sin miedo, porque todo lo sientes, todo lo vives, todo te conmueve.”

A veces como ahora que escribo, me detengo para unir mis manos acunadas y recuerdo ese momento; sonrío a solas y pienso que las apariencias engañan. Conforme pasan los años la gente a nuestro alrededor intenta descifrar con su imaginación quiénes somos en la intimidad, se figura que nuestros miedos son sus miedos, piensa que la valentía es coraje, que el arrojo es ira… y nos reinventa hasta que ante sus ojos no somos esa simple y llana mujer que goza y piensa que la vida es una sola, un breve suspiro, una carcajada. A veces son los otros quienes nos inventan nuevas máscaras.

Yo por eso no le obsequio ni un minuto de vida al odio ni al rencor. Denise me pregunta qué me toma por sorpresa, pues me sorprende siempre la imagen que mucha gente ha fabricado respecto a mí. En el fondo no soy otra persona que esa niña que mi madre conoció tan bien. Una niña arrobada por el poder de la poesía, de la palabra, del diálogo. Una que desde pequeña podía ver a los adultos como seres transparentes que mostraban su verdadero yo, que halló en las palabras de las feministas de los años setenta el eco de un deseo de libertad merecida e imprescindible.

En el fondo, todas, todos, no somos otra cosa que nuevas y múltiples versiones de esa niña, ese niño, que forjó en su memoria, en su alma, en su cuerpo, el recuerdo de lo que ser humano significaba para las personas adultas que le rodearon. A veces pienso que cada vez que una mujer camina por México, el sonido de sus pasos es el eco de todas las mujeres que la antecedieron, de allí la firmeza del paso, o la timidez del caminar. Creo que la forma de amar que develamos con los años, es producto de aquello que vimos y escuchamos en la niñez, de lo que concebimos al mirar a los otros, o a las otras, sujetos de nuestro deseo, destinatarias de nuestro amor. Mi madre y mi abuela lo sabían, tal vez por eso tejieron en nosotras alas de libertad y nos dieron argumentos múltiples para soñar con un mundo en el que todas las personas tengamos derecho al amor y a la felicidad.

Añoro asirme de las palabras de mamá, de sus consejos y sus charlas inteligentes e ingeniosas. Busco su voz en la sapiencia de mi hermana Myriam. Encuentro las huellas de su sabiduría feminista en mis sobrinas Paulina y Maria José. Entonces mi orfandad se convierte en un mágico espectro de virtudes en las niñas que me rodean, de bondades que se nutren y prosperan, que se transforman en conciencia renovada, capaz de inventar nuevos caminos. Recuerdo a Rosario Castellanos cuando se descubrió ante un espejo y en ella halló la vida propia y la de otras mujeres.

Una tarde de 2005, días después de que fui rescatada de prisión, mi familia, mi padre, mis hermanos, mis hermanas con sus parejas y sus criaturas, nos reunimos en un brindis. Era Navidad. Llorábamos de alegría e incertidumbre. Mi padre, hijo del militar serio y formal, formal y serio él también, me miraba a través de sus espejuelos y con su voz ronca que se quebraba a pesar del esfuerzo por parecer ecuánime, dijo: “Si tu madre viviera estaría orgullosa de ti, te diría que no te des por vencida”. Y redescubrí el poder de mi madre en el recuerdo de mi padre. Porque lo que él me decía es que si me moría en la batalla, él se tragaba sus lágrimas, porque nos criaron para ser valientes y para decir la verdad, para creer que mejorar el mundo es una responsabilidad y no una casualidad. Entendí que mi madre nos preparó a todas y a todos para amarnos y respetar nuestras decisiones ante cualquier circunstancia. Esa tarde éramos veinticuatro a la mesa, llorando, amándonos. Y comprendí que ser valiente significa asumir la vulnerabilidad y abrirle la puerta al miedo para averiguar qué mensaje trae consigo.

También, claro, entre un mar de trabajo, un paseo en la playa y un tequila entre amigas, me sorprendió el amor de nuevo a los cuarenta y tantos. Y hasta las palabras sonríen cuando las arrojo al papel. No es que nunca hubiera estado enamorada, tengo un corazón apasionado y un cuerpo gozador. Pero esta vez descubrí otra forma de amor profundo, incondicional. El amor cómplice.

Luego de un matrimonio de trece años y un sano y necesario divorcio, pasé un tiempo gozando al reconocerme a solas, en mi pequeño estudio, pintando cuadros inmensos, escribiendo poesía. Al mismo tiempo que trabajaba en el centro de atención a víctimas, editaba una revista feminista, conducía un programa de televisión y escribía en el periódico. Mi vida se transformaba y renacía otra yo, mientras se manifestaban vetas nuevas de una mujer madura, más equilibrada, más alegre y cómoda en su propio cuerpo. Gocé al descubrir la ceremonia de cocinar platillos exquisitos para mí sola, sentada en el balcón de mi casa con una novela en la mano y música en el fondo. Salí a bucear entre cuevas y cenotes recién descubiertos, mientras mi alma silenciosa agradecía el don de flotar en el líquido amniótico de la madre tierra, entre la luz y la oscuridad.

Hallé una nueva felicidad al reconocerme trazando la ruta de mi destino con base en mis convicciones y deseos.

Escribí al despertar en una edad que era nueva pero a la vez contenía los años de sabiduría construida por las lecciones aprendidas. Comencé a gozar una soledad renovada, cristalina, acogedora. En mi piel se reescribió el placer con caricias nuevas, mis oídos gozaron la voz de amigos apasionados que se aventuraron a explorar conmigo la alegría del amoroso encuentro de una pasión sin ataduras que arrebata el aliento y se adueña del aroma de la piel, que lo desea probar todo y se atreve a adentrarse al universo tántrico de la búsqueda fogosa, esa que de un grito descubre el eco de todo el Universo en una habitación.

Una tarde lo encontré. Miré sus ojos como dos pequeñas almendras bajo unas cejas tímidas. Mientras él analizaba la situación política del país con la seriedad de un matemático a punto de revelar la fórmula del caos, entre mi pecho y mi estómago se iluminó un sutil estallido de alegría que nunca conocí. Un monje budista me dijo en Sri Lanka que eso sucede cuando el alma sonríe.

En su cuerpo delgado y sus manos finas y suaves, en los rizos de su cabello castaño y su piel marcada abusivamente por el paso del tiempo, intuí la pasión de un hombre que tiene la claridad de que la vida es tiempo prestado. Esa noche bailamos salsa y mi cuerpo me dio aviso de haber hallado al dueño de un aroma vital que le hacía vibrar. Yo escuché a mi intuición, que en general es buena consejera. Y vaya que lo fue.

Con él he enfrentado los tiempos más difíciles de mi existencia, a veces creyendo que sería el último beso, el último abrazo de nuestras vidas. Con él medité frente al mar de Tulum buscando respuestas a preguntas sobre la maldad humana que no tienen explicación. Con él hice el amor durante horas en la isla de Holbox cuando no sabíamos si las amenazas de muerte serían cumplidas al volver de ese breve viaje al paraíso. Él es el hombre que se atrevió a decirme que si estaba dispuesta a dar la vida por mis principios me acompañaría en la batalla, pero debía prometerle que haría todo por aferrarme a la vida y sus milagros sin ceder un ápice en mi ética, sin conceder a la autocensura una palabra. Él entiende mi sentido del humor ácido y se ríe de mis bromas en los momentos más dramáticos. Con él descubrí el sabor del amor amigo, del amor cómplice, del amor que sabe que cada cual tiene una vida propia y que se puede construir un espacio “de nosotros” que no se roba al espacio “sólo mío”. Acepta que en el amor auténtico no hay otra propietaria del cuerpo y la pasión más que una misma. Con él me siento durante horas a leer a cuatro manos cada cual su libro, mientras nuestros pies se tocan. De vez en vez él interrumpe y lee un párrafo magnífico. Otras veces yo interrumpo y mi voz repite las palabras de una novela que me conmueve; siempre que esto sucede ambos nos miramos a los ojos. Cada año, sin planearlo hemos editado un libro propio, al mismo tiempo. Él vive en la ciudad, yo frente al mar y siempre buscamos el momento para estar cerca, sin angustias, sin reclamos. Fluimos como iguales diferentes.

Frente a nuestras computadoras corregimos como editores neuróticos que somos, consensuamos frases, nos miramos alentando la complicidad de un buen descubrimiento periodístico. Él me mira mientras escribo sobre las mafias de tratantes de mujeres y sin preguntar me trae un té verde con menta como el que bebimos en Marruecos, lo pone a mi lado y me besa un hombro en silencio. Miramos el maple que solitario nos resguarda en el patio de su estudio. Él no me pregunta por qué no soy celosa, ni acepto los celos. Fue maestro de yoga, así que nada le sorprende mi paz interior o mis meditaciones matutinas, el copal encendido o mis tiradas del I-ching.

Él deja los cajones y las puertas abiertas, y la pasta de dientes destapada, yo voy detrás de él cerrando las puertas y los cajones y poniendo la tapa en la pasta dental. Descubrimos juntos a Orhan Pamuk y a la nueva ola de autores orientales; jugamos a sorprendernos obsequiándonos libros de literatos desconocidos. Tenemos la manía de leer todo lo que ha escrito una autora o un autor que nos cautiva; viajamos y nos perdemos juntos en la librería de la ciudad o pueblo. Gozamos no hacer nada de nada más que mirar una serie completa, cómica o de suspenso, o tres películas al hilo acompañados de un tequila, arrumacados. Leemos los periódicos durante el desayuno pero nunca en la comida, gozamos cenando en su casa con las amistades favoritas.

Él es huérfano desde que era un niño pequeño. Yo estoy segura de que cuando su madre, una feminista americana, murió de cáncer, él también miró a la muerte en las pupilas, y desde entonces comenzó a gozar la vida como si fuera un carnaval. Por eso nos encontramos. Por eso escribo lo que me sorprende a los cuarenta y cinco años, y hablo de mis pérdidas y mis hallazgos; porque nada tiene sentido sin el entrañable consuelo de la complicidad amorosa. La luz no existe si no se hace presente la oscuridad. “Si no me mira usted yo no existo” le dijo Umberto Ecco al Papa en el Vaticano. No somos nada sin la mirada del otro, de la otra. La muerte nos recuerda que unos ojos cierran el telón y el mundo desexiste un poco. La vida me recuerda que tengo cada día el privilegio de estar en la

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