Las guerras ocultas del narco

Juan Alberto Cedillo

Fragmento

Las guerras ocultas del narco

INTRODUCCIÓN

Durante la década pasada de mi labor periodística escasos fueron los días en que no estuvo servido en mi mesa un plato de sangre. No fueron tiempos de rutina. Los constantes acontecimientos de violencia entorpecían el sueño. La carrera era contra los segundos. Sagradas comidas se quedaron sin saborear. No había espacios para reconfortantes siestas. En calurosas tardes, heladas mañanas y lluviosas madrugadas sucedieron cruentas y salvajes escenas que no dejaban de sorprender. Cada vez iban de menos a más. No había espacio para asustarse. Era necesario sobreponerse y, sin pensar, observarlas y capturarlas desde todos los ángulos posibles. Siempre burlando las limitaciones e imposiciones de las autoridades o de los criminales. Esperar segundos o interminables horas para conocer los mortíferos detalles. El común denominador eran escenarios teñidos de rojo con incontables casquillos percutidos. Se trataba de espectáculos de los que muy pocos ojos habían sido testigos en los últimos años. Sucesos que hundieron a México en una edad negra. Empezaron en el norte y luego se replicaron en diversos rincones de la República.

Con queridos amigos y colegas recorrí numerosos poblados de Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Veracruz, Zacatecas, entre otros sitios donde ocurrieron los acontecimientos que aquí se narran. Quiero expresar mi agradecimiento a colegas como Melva Frutos, Erick Muñiz, Hans Musielik, Víctor Hugo Valdivia, Miguel Ángel Reyna, Tomás Bravo y otros periodistas cuyo nombre no se puede mencionar debido a que radican en zonas de alto riesgo como Tamaulipas. Con algunos de ellos me adentré en lugares como Allende, Progreso, Sabinas, Piedras Negras, Nava, Morelos y otros municipios de Coahuila. San Fernando, Ciudad Mier, Camargo y Miguel Alemán, en Tamaulipas. Tampico Alto, Pánuco y Tempoal, en Veracruz. Además de ciudades donde se registraban cruentas batallas como Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros, Ciudad Victoria y Tampico.

Los crímenes y las pavorosas masacres helaban la sangre. Las narraciones de las víctimas oprimían el corazón. Los peligros eran innumerables. No obstante, había que arriesgarse y registrar los hechos. Era necesario recoger pedacitos del presente para contar una historia en el futuro. Después de 10 años de cosechar todo tipo de maldad, aquí están los primeros capítulos de esas sangrientas historias. Hay otros capítulos que aún no pueden narrarse.

Estar en el lugar de los hechos me ayudó a conocer directamente versiones de algunos protagonistas, pero no fue suficiente para capturar todos los detalles de la vorágine que arrasó con el norte del país. Aún se carece de fuentes confiables para documentar un fenómeno protagonizado en su fase inicial por grupos del narcotráfico y posteriormente por una auténtica “insurgencia criminal”. Los documentos oficiales o las versiones de las autoridades están viciados por su complicidad con un cártel o por su parcialidad para golpear al grupo rival al que protegen.

En su momento, la poca información sobre la violencia y sobre las acciones de capos del narcotráfico se daba a conocer principalmente en los medios de comunicación. Por desgracia, la mayoría de los medios no se caracteriza por su rigor y objetividad para documentar lo que transmiten. Para mayor complicación, se intentó informar acerca de temas de narcos donde prácticamente es imposible confirmar versiones sobre determinados hechos. Los grupos del crimen organizado ocasionalmente emiten algún tipo de comunicado, pero sólo les llega a ciertos medios y periodistas de la región donde operan.

El huracán de la violencia transformó rápidamente la imagen de México. En el caso de los periodistas, pocos fueron los que documentaron el tema con seriedad. Algunos viajaron a los sitios de alto riesgo para describir las tragedias. Fueron los menos. Entre ellos sobresale Marcela Turati, con sus textos sobre las víctimas. El trabajo del sinaloense Javier Valdez; el libro El extraditado de Juan Carlos Reyna, o Los malditos de Jesús Lemus y otros pocos que llevaron a cabo investigaciones que resistirán el paso del tiempo y servirán para describir un fenómeno social que hundió en el caos y la tragedia a la otrora apacible provincia mexicana.

En contraste, otros reporteros, principalmente de la capital del país, contribuyeron a la desinformación y a crear mitos. Aprovecharon que el periodismo mexicano estaba en el ojo del huracán y que organizaciones internacionales y gobiernos extranjeros ofrecían reconocimientos y apoyos. Con el objetivo de ganar efímera fama como periodistas que estaban “arriesgando” su vida para informar sobre el peligroso tema del narcotráfico, escribieron notas, reportajes y libros cuya información está sustentada en “leyendas urbanas”, en información obtenida en redes sociales, Wikipedia, o que de plano era “volada”, es decir, inventada. Sus reportajes o libros hablan de supuestas entrevistas a narcotraficantes, filtraciones de “inteligencia militar” o documentos de la DEA que nunca se mostraron. Existen casos de columnistas que utilizan lo que escribieron reporteros de Tamaulipas, Michoacán, Guerrero o Veracruz para redactar sus propias versiones y presentarlas como si ellos hubieran estado en el lugar de los hechos.

Para compensar la falta de rigor del periodismo mexicano, la participación de la academia resulta fundamental. Sin embargo, en términos generales, las universidades no indagaron con la profundidad que requiere un fenómeno que al paso de los años se recordará como el periodo más violento posterior a la Revolución mexicana. De cualquier modo, se agradece que un puñado de investigadores sí se involucrara en documentar los sangrientos acontecimientos que continúan ensombreciendo al país. Destacan entre ellos el sinaloense Luis Astorga, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, quien creó una biblia para conocer los antecedentes del narcotráfico: Drogas sin fronteras. Sergio Aguayo, investigador de El Colegio de México, se propuso sacar a la luz la masacre que se conservó oficialmente oculta durante varios años. El resultado de su equipo de investigación quedó plasmado en un documento llamado En el desamparo. Carlos Flores, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), trabajó sobre narcotráfico en Tamaulipas, pero sólo alcanzó a publicar algunos textos y un par de libros debido a que tuvo que abandonar el país por amenazas. Otros académicos que investigaron la violencia no suman más que los dedos de una mano; en comparación, los académicos estadounidenses han producido más investigaciones que los mexicanos.

Por su parte, los servicios de inteligencia del Estado mexicano no fueron capaces de prever, atacar o entender un fenómeno que inició en Nuevo Laredo en el año 2004, y no en 2006, como muchos afirman. Instituciones como el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), la Sección Segunda de la Secretaría de la Defensa Nacional o el aparato de Gobernación sólo han mostrado capacidad cuando se trata de espionaje político para sostener en el poder a determinado grupo, pero no para enfrentar una amenaza a la seguridad nacional como fueron los cárteles del narcotráfico. La prueba irrefutable de su ineficacia es lo que ocurrió en Ayotzinapa, Allende o San Fernando, ya que si los servicios de inteligencia del Estado mexicano fueran capaces, esas matanzas no hubiesen sucedido y los grupos del crimen organizado no estarían controlando grandes regiones de la República. Además, la violencia no cesa y sus estrategias, como las aplicadas en Tamaulipas, son un fracaso.

Tampoco supieron interpretar las modificaciones que ocurrieron a partir de los primeros días del año 2011, cuando los Zetas perdieron la capacidad de traficar grandes cantidades de cocaína a Estados Unidos debido a una traición. En esa época surgió un fenómeno social que desde Washington se calificó como narcoinsurgencia, el cual fue negado por diversos sectores, como antes se había rechazado la aseveración del Pentágono de que regiones enteras del país operaban como “Estado fallido”.

No es casual que desde Washington se observen mejor esos fenómenos de la provincia mexicana. En la capital del país la prioridad de la clase política y de la mal llamada “prensa nacional” son los pleitos de alcoba en la corte del Príncipe y las luchas para sucederlo.

La prioridad de este texto es documentar el fenómeno de la narcoinsurgencia. A lo largo de una década, gracias a mi trabajo periodístico, tuve la oportunidad de entrevistar a todo tipo de fuentes: generales responsables de combatir el narcotráfico, militares de fuerzas especiales que participaban en operativos, miembros de pandillas, exmiembros del Cártel del Golfo (CDG) y de los Zetas e incluso sicarios. Otras fuentes menos relevantes fueron las oficiales: procuradores, gobernadores, jefes policiacos, voceros de seguridad, etcétera.

La investigación que se presenta en este libro incluye cientos de expedientes del Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) sobre los exmilitares que desertaron del Ejército Mexicano para ca

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