Ficcionario

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Uno

El drama sucede hasta que acaba la vida

Puede ser que las cosas pasen porque sí, pero yo me he jugado la vida por el drama. He creído, porque en algo hay que creer, que todo sucede por algo y para algo. Y que cada historia del mundo puede ser contada en tres actos. Quizás he visto demasiadas películas. Tal vez he pasado muchas, muchas horas pensando tramas en piyama y frente a la ventana. Porque a estas alturas cargo muy adentro la idea de que desde el fin del primer acto de cualquier biografía, que suele llegar cuando se es expulsado de la infancia y se es empujado por los hechos a ser alguien —cuando se conoce el amor o la farsa o la guerra, por ejemplo—, se empieza a vivir con el futuro en contra y con el propósito de responderse a la pregunta de quién seré en la muerte. Vivir es dramático: uno está poniendo en escena su rutina, resignado a su soledad día por día hasta que le sucede un relato por culpa de un revés de fortuna o de un golpe del destino.

Y entonces quiere algo, quiere la reivindicación o la venganza, pero entonces también empieza el drama: y es que quiere algo pero tiene muchos problemas para conseguirlo.

Yo creo imperturbablemente en eso. Creo que usted mismo, en un arrebato de ficción, puede releer lo que le ha estado pasando hasta el momento —y verle una forma y encontrarle un sentido— como si fuera el protagonista de su propio drama, como si a fin de cuentas sí hubiera un destino y lo escribiera quién sabe cuál dios.

Basta reconocer, aunque sea en voz baja, quién es usted. Qué clase de persona, de personaje es. Qué quiere de la vida, sí, pero también qué necesita vivir para tragarse su farsa, para descubrir quién es el actor que interpreta el papel. Y cuál es el final que dejaría en paz a sus espectadores: “Tenía que ser así…”.

Todo en la vida, empezando por la vida, ocurre en tres actos: el principio y el medio y el fin. Y esa idea, que está cumpliendo veinticinco siglos hoy, es nada más y nada menos que una fe, una sospecha forzada a ser certeza. Pero créame que yo me encogería de hombros —y repetiría “cada cual hace sus cosas”, y seguiría en lo mío, en los personajes y sus odiseas— si alguien me probara que la experiencia en el mundo es episódica y azarosa, que esto no es una dramática marcha hacia un clímax, sino una bellísima y espeluznante suma de peripecias porque sí. Todo es susceptible de ser probado, todo. Sé, porque lo he visto, que según las circunstancias una misma persona puede arruinar o celebrar la misma cosa, atacar o defender una misma idea, despreciar o valorar a un pobre hombre que apenas tiene tiempo para descansar un poco de las cosas.

Y puede hacerse, puede probarse que nada tiene forma y nada tiene fondo —y lo contrario: que cada vida es un plan de un dios puesto en escena por un pobre hombre, pobre—, pero yo me la juego por el drama.

El drama es una forma de poner en orden una historia, sí, pero sobre todo es la mejor manera de fingir que los hechos tienen un sentido, que la vida siempre está yendo a alguna parte. La palabra drama significa, si uno quiere, “actuar”, “poner en marcha”. Así que quien se dedica a su oficio, al oficio del drama, se dedica en realidad a la puesta en escena. Necesita, primero que todo, un personaje: quién, si no, va a sobreponerse, a hundirse, a perdonarse; quién, si no, va a tratar de repararse en vano como el Humpty Dumpty que se encuentra Alicia en A través del espejo. Requiere, después, tener claro que la esencia de lo que está haciendo es la pregunta por cuál será el final de todo esto: el suspenso. Y jugársela toda por la ficción que se prefiera como un capitán dispuesto a hundirse con su Titanic.

Creo que todo aquel que elige un oficio elige en realidad una ficción. No una mentira, no, una ficción. El abogado suele darse cuenta, en un momento de epifanía que sólo les confiesa a unos pocos, de que él en estricto sentido se dedica a convencer a los otros de su versión de los hechos, punto. El político lleva al extremo su quimera como cualquier mitómano: la verdad es su verdad, su posverdad, y así lo sostendrá incluso en la cárcel. El religioso parte de la base de Dios: “Fue así”, se dice, “y así será y así es como quiero que sea”. El artista busca vivir fuera de las oficinas, como un gánster dentro de la ley que hace lo que le da la gana y a veces logra convencer a cientos y a miles y a millones de su propio mundo. Todo oficio es una ficción: una forma de perseguir un clímax, una reivindicación final.

Y el narrador tiende a creer (creer es la palabra clave en este caso) que la mejor manera de articular esta experiencia es el drama.

Créalo o no, el drama es el esqueleto del cine, del teatro, de la novela, del cuento, de la canción, del poema, de la obra exhibida en alguna galería. Detrás de La ventana indiscreta, de Traición, de La metamorfosis, de Everybody Knows, de “Un hombre pasa con un pan al hombro” o de Still Life, aunque usted no lo crea, se encuentra el bendito drama. Que también significa “hacer” en el sentido de “operar para los otros”. Y es esa voz hipnótica la que —línea por línea por línea— lleva de una orilla a la otra, desde “había una vez” hasta “y era hora ya de que bajara el telón”. Cómo logra llevarnos de A a B. Cómo lo hace. Simplemente, y así ha sido desde el siglo V antes de Cristo, nos obliga a preguntarnos adónde irá a parar la suerte de ese personaje, y nos fuerza a recordar que esa incertidumbre es la vida.

El drama en aquella Atenas de aquellos hombres que lo definieron todo fue, sucesivamente, una ceremonia, una competencia a muerte y una terapia. Se llamó “Tragedia” cuando, a pesar de sus gestas y de su gravedad, el héroe es derrotado por su destino, y nos duele porque tampoco tenemos la vida en las manos. Se llamó “Comedia” cuando, a pesar de sus trampas y de su ligereza, el personaje principal es perdonado por su pequeño mundo, y nos anima porque también se nos conceden nuevas oportunidades. Se llamó “Sátira” cuando el protagonista se ve obligado a vivir una tragedia ridícula, risible, y nos alivia porque nos sentimos lejos del asunto.

Y siglo por siglo, mientras el oficio del actor iba precisándose y el papel del espectador iba poniéndose en su sitio, el drama fue convirtiéndose en esta descripción de la irresolución, de la imprecisión de la vida.

Se preguntó Alfred Hitchcock: “Qué es el drama si no la vida sin las partes aburridas”. La vida en su esencia: la carrera contra el tiempo, el suspenso. Parece un chiste, pero hubo un momento en la historia de la humanidad cuando empezó a hablarse del tiempo, del escenario en el que se transforman tanto las cosas como los hechos. Se notó que los acontecimientos se sucedían, uno después de otro, como pasando las páginas. Que a veces eran simultáneos y tenían diferentes duraciones. Que ciertas cosas se repetían, como el sol o la luna, como el día o la noche, pero ciertas otras eran irreversibles, como nacer y crecer y envejecer y morirse, y la caída al piso del irreparable Humpty Dumpty.

Sí, el tiempo es una idea, una noción. Se ve, claro que sí, pues se nota que un niño se hace viejo aunque el sol salga cada mañana, pero cada cual lo ve a su manera. En la Antigüedad el tiempo se veía cíclico, como una noria incansable del pasado, el presente y el futuro, porque no se le hacía caso aún a esta extraña vocación de sacarse a la naturaleza de adentro: los hijos les preguntan a los padres qué día es hoy y cuándo es domingo porque aún no han sido expulsados del tiempo mítico y sus vidas apegadas al cielo y a la tierra son una suma de rituales —de puestas en escena de sus mitos: su familia, su casa, su hambre, su miedo— que son el aliento que se viene a buscar a este mundo.

Para predecir los ciclos de la naturaleza hubo calendarios hace más de cinco mil años. De la observación de la luz y de la oscuridad se llegó, de Egipto a Roma, a dividir los 365 días de los años solares en doce horas temporales. Después de la vida de Cristo, un hecho que partió el mundo occidental en el mito de antes y en la historia de ahora, se creó este tiempo lineal e irreversible que afecta a cada cual a su modo. En la Edad Media —que continúa sucediendo en tantos lugares del mundo de hoy— se siguió asumiendo el tiempo cíclico del campo y de los cielos, y se temió al fin de los tiempos, pero la llegada de las ciudades que tenemos, edificios más y edificios menos, separó al hombre de la naturaleza implacable y lo empujó a ser el creador de su propio mundo.

Vinieron los relojes de las fachadas municipales, los relojes seculares con sus horas uniformes, exactas, bajo la mirada cejijunta de una Iglesia llena de campanarios y de sombras que tenía el monopolio del tiempo. Siguieron los relojes de sala y los relojes de pulsera. En 1884, para que los negocios no fallaran ni por un segundo, se decretó este horario mundial. Y entonces, como vivir fue contar los minutos y sudar frío porque se está acabando la tarde y no se hizo nada, el drama que describían los griegos, el drama que recreó los misterios que Cristo puso en evidencia, el que se valió de los arquetipos —como el tarot— para dar cuenta de las vidas de una vida, el drama que Shakespeare y Calderón y Goethe exploraron como un instrumento musical, fue la manera más precisa para describir lo humano: aquella carrera contra el tiempo inquebrantable e invariable.

El hombre fingió el tiempo que comienza y que se acaba, y lo asumió, con la muerte en los talones, como cierto, pero encontró el drama como remedio, como consuelo. El hombre encontró el drama que sucede hasta que acaba la vida, pues el tiempo termina cuando llega la muerte. Y aquí estamos.

Dos

Todas las artes son, a la larga, una sola

Discutir la realidad es un arte y un juego de palabras y un ocio —y es, sin lugar a dudas, una tentación que persigue al libro que usted tiene en sus manos—, pero en este capítulo y en los siguientes la realidad sólo es lo que se vive y el mundo en donde se vive. “Otro busca en el fango huesos, cáscaras / ¿Cómo escribir, después, del infinito?”, se pregunta a sí mismo el poeta César Vallejo en una página de 1937 como recordándonos que la realidad es el sitio en donde uno tiene hambre y cuentas por pagar y ganas de morirse, y punto. Y eso es la realidad en este párrafo y en los siguientes: es el mundo que vamos aprendiendo y llevamos adentro cada día más, pero también es el mundo que pisamos y cruzamos: “Este mundo…” que no tiene arreglo.

Uno nace, se da cuenta de que es alguien y empieza a ponerle nombre a lo demás. Pronto se carga, se llena, se hastía de realidad. Y para digerirla y desecharla, que es lo que suele hacerse con lo que se traga antes de enfermarse y estallar, pronto se aprende la ficción como si en realidad se recordara. Ficción significa fingir, inventar. Cada quien lo hace, por supuesto, a su manera. Se puede parodiar la realidad, documentar la realidad, probar la realidad, articular la realidad, recrear la realidad, poner en escena la realidad, legislar la realidad, calcular la realidad, barajar la realidad, pero algo hay que hacer con lo que se vive —reducirlo a alguna frase o a alguna ecuación, y comunicarlo— para seguir viviendo.

Canta Paul Simon en 1995: “You are moving on a crowded street / Through various shades of people / In the summer’s harshest heat / A story in your eye / Well, speak until your mind is at ease”.

El hombre es el animal capaz de la ficción. Cuando mi papá lee el tarot, cuando cambia su voz y mira por encima de las gafas, se vale de aquella serie de personajes mayores llamados arcanos para leerle a uno la vida que le está pasando ahora. De pronto tiene una historia en los ojos. Y entonces se vale de lo que tiene en las manos, del siete de espadas, el caballo de oros o la rueda de la suerte que le dan forma a la nube de la realidad, para contar el pasado, el presente y el futuro a su manera. Su relato recrea y retrata, pero también predice, pues es, como cualquier narración, el empeño de que la vida no suceda impunemente y la ilusión de vencer la incertidumbre.

La ficción es una carrera y un pulso con el tiempo. El dramaturgo italiano Ricciotto Canudo reconoció, en la última versión de sus reflexiones sobre el cine, que las siete artes vienen de la necesidad de encontrarle el ritmo a la realidad. Canudo el barbado, obsesivo e italiano, fue el primero en pronunciar la frase “el séptimo arte…”. Pensó, sí, que el cerebro humano necesitaba precisar “todo lo efímero de la vida”, requería inventarse “algo que completara la vida elevándola sobre las realidades fugaces”, perseguía afirmar “la eternidad de las cosas ante las que los hombres experimentaban una emoción” e irradiar “el goce de una personalidad múltiple que cada uno puede crearse al margen de la propia”.

Desde el principio el hombre quiso retener sus experiencias en el mundo y con el mundo. Bailó para celebrar las posibilidades de sus pies, cantó para detener su voz en el tiempo e inventó las palabras como hallándoles forma a los rumores; construyó su casa como un arquitecto y un obrero, y luego retrató y esculpió sus recuerdos para embellecer su habitación: para conquistar el espacio y el tiempo, pues esta experiencia tan extraña no se puede perder así como así —y para repetir lo visto y lo oído y lo inventado, pues la repetición es el único alivio—, creó las artes temporales y las artes espaciales. Descubrió en el sonido, que viene y va, la música, la danza y la poesía. Encontró en la materia, que aspira a durar, la arquitectura, la escultura y la pintura.

Y a finales del siglo XIX, cuando en las ciudades empezó a repetirse “voy de afán” y “ya no hay tiempo para nada”, vino el cine como un recordatorio de que el arte —esa ficción que según Canudo el furioso busca producir el placer sublime que consiste en olvidarse de uno mismo— es uno solo, uno nada más.

Canudo, que poca paciencia les tenía a los teóricos “pedantes”, insiste e insiste —pero cuando lo hace apenas está empezando el siglo XX— en que la tal “evolución de las artes” es palabrería pura. Sólo ha habido arquitectura y música, dice, y reconoce sus bellas variantes, pero con la aparición del cine se ha conseguido la gran síntesis: “Arte plástico que se desarrolla según las leyes del arte rítmico”. Quizás si hubiera vivido un siglo más, si por ejemplo hubiera vivido hasta hoy, Canudo habría concluido que aquella síntesis se encuentra implícita en las siete artes, que detrás de todas las artes es posible adivinar, como el esqueleto tras la piel, la presencia del drama. Y que no por nada el lector de estos tiempos, que lleva el mundo en su teléfono, va de un libro a una pintura y de una instalación a una canción porque el continente da igual: en todos los casos está olvidándose de sí mismo.

Todos los días se salva uno de la muerte, y en alguna ficción hay que refugiarse de semejante tormenta. Siempre el mejor ejemplo y el mejor lugar es el cine. Y hoy, cuando se puede ver Lawrence de Arabia en el iPhone, resulta útil pensar lo que nos sucede en las salas de cine. Se entra a un teatro como se entra a una capilla: con la ilusión de compartir tantas experiencias humanas que parecen impronunciables hasta que alguien las pronuncia, y en busca de la frase “podéis ir en paz”. Se establece, según dice Martin Scorsese, un diálogo con esa invocación de la vida. Con la luz que es el comienzo de todo. Con el movimiento. Con el tiempo. Quien ve la primera película que se proyectó en un teatro, la llegada del tren a la estación de París que filmaron los hermanos Lumière, ve algo que sucedió en 1895, pero, al verlo ahora, está siendo testigo —dice Scorsese— de lo que James Stewart llamó “piezas del tiempo”. Pero también, si se trata de una película posterior del mago Georges Méliès, está siendo embrujado, encantado.

Dice Scorsese eso: que el cine siempre nos habla de luz, de movimiento, de tiempo. Pero que somos nosotros quienes le damos sentido a su montaje, quienes conectamos una imagen con la otra, “con el ojo de la mente”, para que la secuencia funcione, para que la suma tenga, en efecto, un resultado. Sabemos que el jefe Brody, de Tiburón, tiene taquicardia mientras espera entre la muchedumbre de la playa a que el tiburón ataque a la comunidad que él defiende; sabemos que el barrio de comercial de los cincuenta en el que sucede Terciopelo azul ha sido levantado sobre un infierno lleno de insectos, y que el fotógrafo de La ventana indiscreta, L. B. Jefferies, está espiando el verano de las parejas del edificio de enfrente para sobrevivir a su pierna rota, porque el montaje va de una imagen a la otra para sugerirnos exactamente eso. Somos nosotros, sin embargo, los que con el paso de las películas hemos aprendido o no esa lengua.

El ojo de la mente no sólo le da sentido al montaje del cine, no. Se lo da a las minimalistas puestas en escena del teatro contemporáneo. Y se lo da a las páginas de esas novelas que descubren un mundo que resume el mundo.

Hace unos doce años me tropecé en una galería lejana con una obra de la fotógrafa Sam Taylor-Wood titulada Still Life: la recuerdo de memoria, un retrato en movimiento de un plato de mimbre con duraznos y peras y uvas pudriéndose poco a poco, y me sigue dando vueltas en la cabeza no sólo porque conseguía documentar lo que tarde o temprano les va suceder a las naturalezas muertas, sino porque después de registrar la descomposición de las frutas volvía al principio, y así una y otra vez.

Si algo prueba la obra de Taylor-Wood es que el oficio del receptor —el oficio del lector o el del espectador— es el de hacer explícito el drama que se encuentra implícito en toda ficción. Su Still Life tiene tres actos: en el primero, imaginado, una persona ha puesto las frutas en su lugar como para que sean pintadas; en el segundo, que empieza preguntándose cuándo comenzarán a morir esos duraznos y esas peras, el término “naturaleza muerta” adquiere pleno sentido imagen por imagen; en el tercero llegan la podredumbre gris y el clímax de la muerte, y luego todo regresa al principio para decirnos que es demasiado tarde para aferrarnos al tiempo cíclico de la infancia. Ya qué.

Recuerdo, del mismo recorrido, el espionaje a la pequeña casa holandesa de Samuel van Hoogstraten: asomarse a esa cajita llena de cuartos pintados era convertirse en aquella Ricitos de Oro, perdida e impúdica, que entra a una cabaña ajena a inventarse las vidas de los tres osos que viven allí. Hoogstraten pintó y montó esa estancia como una serie de alegorías, pero sobre todo obligó al espectador a ser un espía que presume el pasado y el futuro de un presente. Quién habrá vivido allí. Quién vive. El ojo de la mente se lanza al terreno de las conjeturas sobrecogido por la soledad de los espacios, tentado a lanzar su monólogo en aquellas habitaciones vacías antes de que aparezcan de pronto sus dueños.

Es el ojo de la mente el que entiende el montaje surrealista, entre el sueño y la locura y la desacralización, de Un perro andaluz. Es el espectador —que siguió la historia del infierno en el tríptico del Bosco e imaginó que a la habitación de Van Gogh llegaría algún suicida— quien descubre que también la pintura recrea el paso del tiempo: el arrepentimiento y la incertidumbre. Es el televidente el que decide qué pasó con Tony Soprano o con Don Draper —adónde fueron a parar, por Dios— después de esas misteriosas últimas escenas. Es el lector, que va poniendo en escena su lectura como dirigiendo un guion ajeno, quien convierte las novelas en dramas.

Una obra de arte nos involucra, y nos afecta, cuando descubrimos que es una pieza de nuestro rompecabezas (“piezas de tiempo”, decía Stewart, repito), pero eso sucede porque intuimos su drama. Intuimos que el relato de Carver “Vecinos” es un primer acto que le abre paso al dolor de una pareja, o que la pintura de Munch de El grito es el clímax de un hombre que nos lleva adentro a todos. Nos aplazamos felizmente mientras somos testigos de aquellas ficciones, pero luego, acto seguido, nos estremece entrever la fugacidad y la caducidad y la extrañeza frente al tiempo que nos hacen los que somos.

Hay ficciones para contener, para encarnar, para mitificar, para romper, para permitir, para relativizar, para barajar de nuevo, para aliviar la realidad. Pero las siete artes, que son obras del emisor y del receptor al mismo tiempo, en verdad están dramatizándola. Todas las artes son, a la larga, una misma, una sola. Todas las artes son artes temporales y se dedican al suspenso en cuerpo y alma, y comienzan, avanzan y se resuelven en busca de una última palabra.

Tres

El título es el primer suspenso del drama

Buena parte de la humanidad no pasa del título —me invento una estadística: el noventa y cinco por ciento se queda en la cubierta y en el afiche— porque el tiempo alcanza a duras penas para un par de historias de la vida privada. Así que ponerle nombre a cualquier clase de texto, a cualquier clase de drama, es cuestión de vida o muerte. El título es una puerta entreabierta, una llave. El título es una carnada. Hubo una vez dramas y libros sin firma pero nunca jamás relatos sin título. Si alguien va a contarle a alguien una historia de su vida, lo más probable es que la titule: “La vez que me salvé de la muerte por muy poco”, “La vez que me perdí, de niño, en un centro comercial”. De nombrar para poder contar: de eso se trata.

Dijo Oliver Sacks a Jean-Claude Carrière que es sano aquel ser humano capaz de contar su historia. Dijo Milan Kundera que es sano aquel pueblo que es capaz de recrear su pasado. Se acumula la vida como se acumula la basura en la caneca, se van sumando las historias como se van sumando los suvenires y los objetos y los zapatos viejos en una bodega. Y contarlo —confesárselo al cura o reconstruírselo al psicólogo o reconocérselo al vecino— es la única manera de poner en orden la cabeza cuando se tienen párrafos y frases sueltas y escenas amontonadas allá adentro. Quién no lo ha visto. Quién no lo sabe.

Todos los hombres sanos, todos los hombres, mejor, que en el vaivén de cada día conseguimos regresar de la locura justo a tiempo, tenemos el instinto de contar.

Y titulamos el relato como mejor podemos —como seduciendo, como retando— para que comience el juego: pase usted.

Muchos relatan con torpeza, pues su talento es otro y su manera de relatar es quizás menos verbal, pero lo hacen porque no tienen alternativa. Comienzan por el principio. Quiero decir: no sugieren desde el título mismo, no proponen desde el arranque la trama o la experiencia que vendrá, sino que someten a sus oyentes a una cantidad de detalles que son justamente los que sobran a la hora de narrar (“la vida sin las partes aburridas”, decía Hitchcock, r

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos