Oriente empieza en El Cairo

Héctor Abad Faciolince

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Sobre el autor

Sobre la ilustradora

Créditos

Grupo Santillana

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Para Charlotte:

porque permanecimos juntos

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D. H. + M. K.

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En breve, oirás un ruido sordo y hueco. Será en la puerta principal, la que nadie utiliza. Cuando golpee el suelo, producirá un leve traqueteo en las bisagras porque es algo muy importante y pesado, un ligero sonido discordante unido al ruido sordo, y Joan levantará la vista de lo que quiera que esté cocinando. Mirará la cacerola, preocupada porque si acude a ver de qué se trata, podría derramarse. Imagino su ceño fruncido reflejado en la salsa burbujeante o lo que sea. Pero irá, irá y mirará. Tú no, Ed. Tú no acudirás. Probablemente te encuentres en el piso de arriba, sudoroso y solo. Deberías estar bañándote, pero estarás tirado en la cama con el corazón destrozado, o eso espero. Así que será tu hermana, Joan, quien abrirá, aunque el golpe seco sea para ti. Tú ni siquiera sabrás ni oirás lo que han tirado a tu puerta. Ni siquiera sabrás por qué ha sucedido.

Es un día hermoso, soleado y todo eso. De esos en los que piensas que todo saldrá bien, etcétera. No es el día adecuado para esto, no para nosotros, que estuvimos saliendo cuando llovía, entre el 5 de octubre y el 12 de noviembre. Pero ahora estamos en diciembre, el cielo está radiante y lo tengo claro. Te voy a explicar por qué rompimos, Ed. Te voy a contar en esta carta toda la verdad de por qué sucedió. Y la maldita verdad es que te quise demasiado.

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El ruido sordo y hueco lo ha producido la caja, Ed. Eso es lo que te dejo. La encontré en el sótano y la tomé cuando nuestras cosas ya no cabían en el cajón de mi buró. Además pensé que mi madre podría encontrar algunas de ellas, porque le gusta husmear en mis secretos. Así que metí todo en la caja y es­ta dentro del clóset, y encima amontoné algunos zapatos que nunca me pongo. Cada uno de los recuerdos del amor que compartimos, los tesoros y despojos de esta relación, como el confeti en las alcantarillas cuando ha terminado un desfile, todo amontonado contra la banqueta. Voy a tirar la caja entera de nuevo en tu vida, Ed, cada objeto tuyo y mío. Voy a tirarla en tu porche, Ed, aunque es a ti a quien estoy desechando.

El ruido sordo y hueco me hará sonreír, lo admito. Algo poco habitual últimamente, ya que en los últimos tiempos he sido como Aimeé Rondelé en El cielo también llora, una película francesa que no has visto. Ella interpreta a una asesina y diseñadora de moda que solo sonríe dos veces en toda la cinta. La primera, cuando sacan del edificio al matón que liquidó a su padre, pero no estoy pensando en esa vez. Es en la del final, cuando consigue por fin el sobre con las fotografías y, sin abrirlo, lo quema y sabe que todo ha terminado. Recuerdo la imagen. El mundo vuelve a ser lo que era, es lo que dice su sonrisa. Te quise y ahora te devuelvo tus cosas, las saco de mi vida igual que a ti, es lo que dice la mía. Sé que no puedes imaginarlo, tú no, Ed, pero tal vez si te cuento toda la historia completa la entenderás esta vez, porque incluso ahora quiero que la comprendas. Ya no te quiero, por supuesto que no, aunque todavía quedan cosas que mostrarte. Sabes que me gustaría ser directora de ci­ne; sin embargo, tú nunca fuiste capaz de ver las películas que surgían en mi cabeza, y por eso, Ed, por eso rompimos.

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Escribí mi cita favorita en la tapa de la caja, una de Hawk Davies, una verdadera leyenda, y estoy escribiendo esta carta con esa tapa como escritorio, así que puedo sentir a Hawk Davies fluyendo a través de cada palabra. La camioneta de la tienda del padre de Al traquetea, y por eso algunas veces la escritura me sale temblorosa, así que mala suerte la tuya para cuando la leas. Llamé a Al esta mañana y en cuanto le dije: «¿Sabes qué?», él me respondió: «Me vas a pedir que te ayude a hacer un mandado con la camioneta de mi padre».

—Eres bueno adivinando —le dije—. Estuviste cerca.

—¿Cerca?

—Bueno, sí, es eso.

—Está bien, dame un segundo para buscar las llaves y te recojo.

—Deberían estar en tu chamarra, la de anoche.

—Tú también eres buena.

—¿No quieres saber cuál es el mandado?

—Me lo puedes decir cuando llegue allí.

—Quiero contártelo ahora.

—No importa, Min —aseguró.

—Llámame La Desesperada —le dije.

—¿Cómo?

—Voy a devolverle las cosas a Ed —anuncié tras un profundo suspiro, y entonces Al suspiró también.

—Por fin.

—Sí. Mi parte del trato, ¿no es así?

—Cuando estuvieras lista, sí. Entonces, ¿llegó el momento?

Otro suspiro, más profundo pero más tembloroso.

—Sí.

—¿Te sientes triste?

—No.

—Min.

—Está bien, sí.

—Está bien, tengo las llaves. Dame cinco minutos.

—Está bien.

—¿Está bien?

—Es que estoy leyendo la cita de la caja. Ya sabes, la de Hawk Davies. Las intuiciones se tienen o no se tienen.

—Cinco minutos, Min.

—Al, lo siento. Ni siquiera debería…

—Min, no pasa nada.

—No tienes por qué hacerlo. Es solo que la caja es tan pesada que no sé…

—Está bien, Min. Y por supuesto que tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

Al suspiró al otro lado del teléfono mientras yo continuaba mirando la tapa de la caja. Echaré de menos ver la cita cuando abra el armario, pero a ti no, Ed, a ti no te echaré ni te echo de menos.

—Porque, Min —respondió Al—, las llaves estaban justo en mi chamarra, donde dijiste que estarían.

Al es una persona buena de verdad, Ed. Fue en su fiesta de cumpleaños donde tú y yo nos conocimos, aunque no es que él te hubiera invitado, porque entonces no tenía ninguna opinión sobre ti. No los invitó ni a ti ni a nadie de tu grupo de deportistas gruñones a la celebración de sus amargos dieciséis. Yo salí temprano de la escuela para ayudarle a preparar el pesto de hojas de diente de león, elaborado con queso gorgonzola en vez de parmesano para hacerlo un poco más amargo, que servimos con ñoquis de tinta de calamar de la tienda de su padre. También mezclé una vinagreta de naranja roja para la ensalada de frutas y cociné aquel enorme pastel de chocolate negro con un 89 por ciento de cacao en forma de un gran corazón oscuro, tan amargo que no pudimos comérnoslo. Tú simplemente te presentaste sin invitación, acompañado de Trevor, Christian y todos esos para esconderse en un rincón y no tocar nada, excepto unas nueve botellas de cerveza Scarpia’s Bitter Black Ale. Yo fui una buena invitada, Ed, tú ni siquiera le deseaste a tu anfitrión un «amargo cumpleaños», ni tampoco le llevaste un regalo, y por eso rompimos.

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Estas son las corcholatas de las botellas de Scarpia’s Bitter Black Ale que tú y yo nos tomamos en el jardín trasero de la casa de Al aquella noche. Recuerdo las estrellas brillando con destellos punzantes y nuestro aliento condensado por el frío, tú vestido con la chamarra del equipo y yo, con esa suéter de Al que siempre tomo prestado en su casa. Lo tenía preparado, limpio y doblado cuando lo acompañé al piso de arriba para darle su regalo antes de que llegaran los invitados.

—Te dije que no quería ningún regalo —protestó Al—. Que la fiesta era suficiente, sin el obligatorio…

—No es obligatorio —le aseguré repitiendo la palabra que ambos habíamos aprendido en secundaria con las mismas tarjetas de vocabulario—. Encontré algo. Es perfecto. Ábrelo.

Tomó la bolsa que yo le ofrecía, nervioso.

—Vamos, feliz cumpleaños.

—¿Qué es?

—Lo que más deseas. Eso espero. Ábrelo. Me estás volviendo loca.

Crujido de papel, crujido de papel, ras, y Al lanzó una especie de grito ahogado. Fue muy satisfactorio.

—¿Dónde encontraste esto?

—¿No se parece, mejor dicho, no es igualita a la que el chico lleva en la escena de la fiesta en Una semana extraordinaria? —le pregunté.

Al sonrió mirando la delgada caja. Era una corbata, de color verde oscuro y con un moderno bordado de diamantes en hilera. Llevaba meses en mi cajón de los calcetines, esperando.

—Sácala —lo animé—. Póntela esta noche. ¿No es igualita?

—Cuando sale del Porcini XL10 —añadió él, pero mirándome a mí.

—Tu escena preferida de la película. Espero que te guste.

—Por supuesto, Min. Me encanta. ¿Dónde la encontraste?

—Me escapé a Italia y seduje a Carlo Ronzi, y cuando se quedó dormido me colé en su almacén de vestuario…

—Min.

—En un bazar. Déjame que te la ponga.

—Puedo anudarme yo mismo la corbata, Min.

—No en el día de tu cumpleaños —jugueteé con el cuello de su camisa—. Con esto puesto te van a devorar.

—¿Quiénes?

—Las chicas, las mujeres. En la fiesta.

—Min, van a venir los mismos amigos de siempre.

—No estés tan seguro.

—Min.

—¿No estás preparado? Yo sí. Joe quedó totalmente en el pasado y aquel rollo del verano está olvidado. Y tú. Lo de la chica de Los Ángeles parece que fue hace un millón de años…

—Fue el año pasado. En realidad, este año, pero el curso pasado.

—Sí, y acabamos de empezar el segundo año de prepa, la primera cosa importante que nos pasa. ¿No estás listo? ¿Para una fiesta y un romance y Una semana extraordinaria? ¿No tienes hambre, no sé, de…?

—Tengo hambre de pesto.

—Al.

—Y de que la gente se divierta. Eso es todo. Es solo un cumpleaños.

—¡Son los amargos dieciséis! Me estás diciendo que si una chica se parara en un Porcini lo que sea…

—Bueno, de acuerdo, para el coche sí estoy preparado.

—Cuando cumplas veintiuno te compraré el coche —le dije—. Esta noche toca la corbata y algo…

Al suspiró, muy lentamente, mirándome.

—No puedes hacerlo, Min.

—Puedo encontrar lo que tu corazón desea. Mira, lo hice una vez.

—Es el nudo de la corbata lo que no puedes hacer. Parece que estás trenzando un cordón. Déjalo.

—Bueno, bueno.

—Pero gracias.

Le arreglé el pelo.

—Feliz cumpleaños —dije.

—El suéter está ahí para cuando tengas frío.

—Sí, porque yo estaré acurrucada en algún lugar ahí fuera mientras tú disfrutas de un mundo de pasión y aventura.

—Y de pesto, Min. No te olvides del pesto.

En el piso de abajo, Jordan había puesto el playlist en el que habíamos trabajado como burros y Lauren se paseaba con un largo cerillo encendiendo velas. La sensación era de «Silencio en el set», apenas diez minutos en los que todo chisporroteaba pero nada sucedía. Y entonces la puerta con mosquitero se abrió con un silbido y Mónica y su hermano y ese chico que juega al tenis entraron con vino que habían sacado de la fiesta de inauguración de la casa de su madre —aún envuelto en un estúpido papel de regalo—, subieron la música y la celebración dio comienzo. Yo guardé silencio sobre mi misión, aunque continué buscando a alguien para Al. Pero aquella noche las chicas no eran las adecuadas: tenían diamantina en las mejillas o estaban demasiado ansiosas, sin ningún conocimiento sobre películas o ya con novio. Y se hizo tarde y el hielo se había convertido casi todo en agua en el gran recipiente de cristal, como los restos de las capas polares. Al no dejaba de decir que no era el momento del pastel y entonces, como una canción que ni siquiera recordábamos que estuviera en la selección musical, irrumpiste en la casa y en mi vida.

Te veías fuerte, Ed. Supongo que siempre has sido así: los hombros, la mandíbula, los brazos impulsándote a través de la habitación, tu cuello, donde ahora sé que te gusta recibir besos. Fuerte y bañado, seguro de ti mismo, incluso amable, aunque no ansioso por agradar. Inmenso como un grito, bien descansado, en buena forma física. Como dije, bañado. Guapísimo, Ed, es a lo que me refiero. Lancé un grito ahogado como el de Al cuando le di el regalo perfecto.

—Me encanta esta canción —dijo alguien.

Seguramente haces siempre lo mismo en las fiestas, Ed: un lento y desdeñoso recorrido de habitación en habitación saludando a todo el mundo con un movimiento de cabeza y los ojos fijos en tu siguiente destino. Algunas personas te lanzaron miradas desafiantes, varios chicos chocaron los cinco contigo y Trevor y Christian estuvieron a punto de bloquearles el paso como guardaespaldas. Trevor estaba realmente borracho y lo seguiste cuando se escabulló por una puerta lejos de las miradas; yo me obligué a esperar hasta que sonara  el estribillo de la canción de nuevo antes de ir a ver. No sé por qué, Ed. No es que no te hubiera visto antes. Todos te conocían, tú eres como, no sé, un actor al que todo el mundo ve crecer. Todos te habían visto antes, nadie puede recordar no haberte visto. Pero de repente, sentí una verdadera necesidad de contemplarte de nuevo en ese mismo instante, esa noche. Pasé apretujándome contra el chico que había ganado el premio de ciencias y me asomé al comedor, la guarida con las fotografías enmarcadas en las que Al aparece con aspecto incómodo en los escalones de la iglesia. Estaba abarrotado, como todas las habitaciones, con demasiado calor y ruido excesivo, así que corrí escaleras arriba, toqué la puerta por si ya había alguien en la cama de Al, tomé el suéter y me deslicé hacia afuera en busca de aire, y por si te encontraba en el jardín. Y ahí estabas, ahí estabas. ¿Qué me empujó a aquello mientras tú esperabas de pie, con una sonrisa irónica y dos cervezas en las manos, a que Trevor vomitara sobre los arbustos de la madre de Al? Yo no tendría que haber estado buscando, no algo para mí. No era mi cumpleaños, es lo que pensé. No había razón alguna por la que debiera haber salido al jardín, sola. Eras Ed Slaterton, por Dios, me dije a mí misma, ni siquiera estabas invitado. ¿Qué me pasaba? ¿Qué estaba haciendo? Pero ya estaba hablando contigo y preguntándote qué sucedía.

—A mí nada —respondiste—. Pero Trev está un poco mareado.

—Jódete —balbuceó Trevor desde los arbustos.

Te reíste y yo también. Alzaste las botellas hacia la luz del porche para distinguir cuál era cuál.

—Toma, esta no la ha tocado nadie.

Normalmente, no bebo cerveza. A decir verdad, no bebo nada. Tomé la botella.

—¿Esta no era para tu amigo?

—No debería mezclar —afirmaste—. Ya se tomó media de Parker’s.

—¿En serio?

Me miraste y agarraste de nuevo la cerveza porque yo era incapaz de abrirla. Lo hiciste en un segundo y al devolvérmela, dejaste caer las dos corcholatas en mi mano como monedas, como un tesoro secreto.

—Perdimos —me explicaste.

—Y ¿qué hace cuando ganan? —pregunté.

—Beberse media botella de Parker’s —dijiste, y luego…

Joan me contó después que una vez les habían dado una paliza en una fiesta de deportistas después de haber perdido un partido, y que por eso terminaban en fiestas ajenas cuando perdían. Me dijo que sería difícil salir con su hermano, la estrella del basquetbol. «Serás una viuda —aseguró mientras lamía la cuchara y subía de volumen a Hawk—. Una viuda del basquetbol, completamente aburrida mientras él hace fintas por todo el mundo».

Pensé, qué estúpida fui, que no me importaba.

… y luego me preguntaste mi nombre. Yo contesté que Min, diminutivo de Minerva, diosa romana de la sabiduría, porque mi padre estaba estudiando el doctorado cuando nací, y que no, que ni me lo preguntara, que solo mi abuela podía llamarme Minnie, porque, como ella decía, y yo repetí imitando su voz, me quería más que nadie.

Tú dijiste que te llamabas Ed. Como si no lo supiera. Quise saber cómo habían perdido.

—No me preguntes eso —exclamaste—. Contarte cómo perdimos herirá todos mis sentimientos.

Eso me gustó, todos mis sentimientos.

—¿Cada uno de ellos? —pregunté—. ¿De verdad?

—Bueno —añadiste, y diste un trago—, podrían quedarme uno o dos. Aún podría tener alguna sensación.

Yo también tuve una sensación. Por supuesto, me contaste cómo habían perdido el partido, Ed, porque eres un chico. Trevor roncaba sobre el pasto. La cerveza me sabía mal y la tiré discretamente sobre la tierra fría a mi espalda , mientras en el interior la gente cantaba. «Cumpleaños amargo a ti, cumpleaños amargo a ti, cumpleaños amargo, querido Al —y Al nunca me reprochó que hubiera quedado afuera con un chico sobre el que no tenía ninguna opinión en vez de entrar para ver cómo soplaba sus dieciséis velas negras sobre aquel corazón negro e incomible— cumpleaños amargo a ti». Me contaste el relato completo, con tus delgados brazos dentro de aquella chamarra raída y acartonada, y recreaste todas tus jugadas. El basquetbol sigue resultándome incomprensible, unos tipos en uniforme que botan una pelota, frenéticos y gritando, y aunque no te escuchaba, puse atención a cada palabra. ¿Sabes lo que me gustó, Ed? La expresión colada. Saboreé la palabra, colada, colada, colada, entre tus fintas y faltas, tus tiros libres y bloqueos y las meteduras de pata que lo mandaron todo al carajo. La colada, un veloz movimiento que salía como lo habías planeado, mientras todos los invitados aún cantaban dentro de la casa: «porque es un gran amargado,   porque es un gran amargado, porque es un gran amargado, y nadie lo puede negar». En una película, mantendría el volumen de la canción tan alto a través de la ventana que tus palabras se escucharían como un murmullo deportivo mientras terminabas de relatar el partido y tirabas la botella elegantemente por encima de la valla, haciéndola añicos, y luego empezabas a preguntarme:

—¿Podría llamarte…?

Pensé que ibas a preguntar si podías llamarme Minnie. Pero simplemente querías saber si podías llamarme. ¿Quién eras tú para pedirme aquello, a quién le estaba contestando que sí? Te habría dejado, Ed, te habría permitido llamarme eso que odio que me llamen, excepto si lo hace la persona que me quiere más que nadie. En vez de eso dije que sí, claro, que podías llamarme para, tal vez, ver una película el próximo fin de semana, y, Ed, lo que sucede con los deseos del corazón es que tu corazón ni siquiera sabe lo que desea hasta que lo tiene enfrente. Igual que una corbata en un bazar, un objeto perfecto en un cajón de naderías, apareciste ahí, sin invitación, y de repente la fiesta pasó a un segundo plano y tú eras lo único que yo quería, el mejor regalo. Ni siquiera lo había estado buscando, no a ti, y ahora eras lo que mi corazón deseaba, mientras despertabas a Trevor a puntapiés y te sumergías a grandes zancadas en la noche.

—¿Ese era… Ed Slaterton? —preguntó Lauren con una bolsa en la mano.

—¿Cuándo? —respondí.

—Antes. No digas cuándo. Era. ¿Quién lo invitó? Qué loco, él aquí.

—Lo sé —afirmé—. Nadie lo invitó.

—¿Y estaba anotando tu número de teléfono?

Cerré la mano sobre las corcholatas de las botellas para que nadie las viera.

—Esto…

—¿Ed Slaterton te va a invitar a salir? ¿Ed Slaterton te invitó a salir?

—No me invitó a salir —respondí. Técnicamente no lo habías hecho—. Solo me preguntó si podía…

—¿Si podía qué?

La bolsa crujió con el viento.

—Si podía invitarme a salir —admití.

—Dios Santo que estás en el cielo —exclamó Lauren, y luego, rápidamente—, como diría mi madre.

—Lauren…

—Ed Slaterton acaba de invitar a Min a salir con él —vociferó en dirección a la casa.

—¿Cómo? —Jordan salió.

Al miró a través de la ventana de la cocina, ofuscado y sorprendido, frunciendo el ceño sobre el fregadero como si yo fuera un mapache.

—Ed Slaterton acaba de invitar a Min…

Jordan miró alrededor del jardín en busca de Ed.

—¿De verdad?

—No —aseguré—, no realmente. Solo me pidió mi número de teléfono.

—Claro, eso podría significar cualquier cosa —resopló Lauren lanzando servilletas mojadas dentro de la bolsa—. Tal vez trabaje para la compañía telefónica.

—Bueno, ya.

—Tal vez, simplemente esté obsesionado con los números de teléfono.

—Lauren…

—Te invitó a salir. Ed Slaterton.

—No va a llamar —insistí—. Solo fue una fiesta.

—No te menosprecies —dijo Jordan—. Ahora que lo pienso

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