Relato de Navidad en La Gran Vía

Ricardo Silva Romero

Fragmento

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Nota a la segunda edición

Yo entiendo que la voz de este libro –podemos llamarla “barroca”, pues agota sus posibilidades y limita con su propia caricatura– sea la causa de la ira y del dolor de algunos de sus protagonistas. Entiendo las declaraciones de todos los lectores involucrados en este relato y alcanzo a comprender las críticas que la editorial y el editor han recibido por cuenta de su publicación. Incluso entiendo la actitud de quienes, como un ejército de espías y curiosos, han agotado en pocos meses la primera edición de estas memorias. Sé que son los mismos que ahora, para este momento, y al tiempo que escribo esta nota, han acabado con unas cinco reimpresiones, oficiales y piratas, de la primera versión de la historia.

Lo que no entiendo, y en verdad nunca podría entender, es esa especie de avalancha que ha despertado el punto de vista del autor. No puedo entender las razones detrás de las investigaciones en mi contra. No entiendo el por qué de las puertas que se cierran en mi cara. Y no entiendo –cómo podría hacerlo– la mirada envidiosa y amenazante de las celebridades menores del país de nuestros días. Sin embargo, hay algo que me tranquiliza: la idea recurrente de que mi labor no es la de entender los gestos vacíos de unos cuantos, sino la de señalarlos como prueba de que, quizás por culpa de esta eterna tendencia a la simulación, hemos perdido el hábito de leer nuestro mundo.

Esta segunda edición, gracias a las pacientes lecturas de mis papás, mi hermano, María del Rosario Acosta, María del Pilar Reyes, Luis Fernando Afanador y una misteriosa lectora en la sombra, no comete las mismas equivocaciones. En cambio incorpora al texto –ya lo dije: en realidad una sesión de espiritismo– algunas escenas que, por respeto a los personajes involucrados, no me había atrevido a publicar junto con el resto de la obra. No es que ahora haya perdido el respeto por ellos. Es solo que no me gustaría que, publicadas en cualquier medio, fuera de contexto y a la luz de la indeterminada e imprecisa opinión pública, esas anécdotas fueran recibidas con horror.

Porque claro: editada como un texto independiente, un chisme lanzado en una botella al mar, la escena de amor entre Juliana Santos y el autor podría parecer un ejercicio enfermo de su ego. Y por supuesto: si no apareciera en estas páginas, la famosa, peligrosa y tórrida descripción que Pablo Uribe hace de sus relaciones con Laura del Castillo –y que ya ha circulado, sin mi autorización, por salas de intelectuales vergonzantes y por computadores de jóvenes conscientes de su juventud– podría parecer una obscenidad más en el mar de todas las obscenidades.

Pero no solo hay escenas nuevas. También están las hasta ahora inéditas reflexiones sobre la obra de Laureano Álvarez, está la carta que el protagonista le escribió a Laura del Castillo unos días antes de su desaparición, y que fue publicada al día siguiente en los principales diarios del país, y –como si no bastara, como si fuera poco– está la hasta hoy desconocida reconstrucción que Pablo Uribe lleva a cabo de la malograda novela de su padre. De esa manera, no solo se revelan nuevas dimensiones de la vida del autor, sino que además queda en claro el origen del título de mi versión de esta autobiografía.

Quizás así terminen la ira, y el dolor, y la envidia, y la amenaza constante. Quizás ahora, con esta edición, acabe la avalancha y empiece el olvido. Porque hay nuevas escenas, nuevas reflexiones, nuevos textos, nuevos pies de página sobre la posición de la familia Uribe Vargas, sobre los hechos de la historia y las tristes acusaciones que me han hecho. Quizás así termine todo porque de eso, de la decadencia de los hechos y de las palabras, se alimenta la ilusión de la memoria.

29 de septiembre de 1998

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Prólogo

Pablo Uribe Vargas escribió sus memorias entre el 18 de diciembre de 1997 y el 15 de enero de 1998. Escribió seis páginas cada día, durante casi cuatro semanas, como si estuviera poseído por la necesidad de editar y corregir los fantasmas de su vida. El resultado es, como el lector puede apreciar, una autobiografía que si bien no revela toda la verdad sobre los hechos de sus días, al menos narra “el punto de vista de su memoria” sobre la gente que lo rodeó y sobre –son palabras suyas, claro– las decisiones que, en medio de la crisis, tuvo que tomar ante la extraña actitud de las personas más cercanas a su vida.

Mi labor como editor ha sido motivada por el respeto a su última voluntad, y se ha limitado, primero, a hacer posible la lectura de este curioso libro, y, segundo, y por medio de una serie de pies de página, a aclarar algunas de las interpretaciones que el autor hace sobre las peripecias de sus familiares y sus conocidos y, sobre todo, sobre los objetos privados que encontró en el apartamento en donde he vivido desde el día en que nací.

No tengo ningún derecho sobre esta obra. Soy, solamente, el primer lector de estas páginas. Desde las primeras escenas de su aventura, Pablo Uribe llegó a la conclusión de que yo podría serle útil a su libro: cuando llegamos del viaje de vacaciones, encontré, al lado de mis llaves del apartamento –conectadas al ahora famoso llavero del bus rojo– una pequeña nota sobre el teclado del computador. La notica decía:

Entre al archivo titulado granvia.doc y, después de leerlo, compare lo que dice ahí con lo que dice el periódico de las últimas semanas. Lea esta historia y, si le parece necesario, corríjala, divúlguela, publíquela.

Como pueden ver, me he encontrado a mí mismo en la tarea de dividir una historia ajena en dos grandes partes. En la primera, un hombre de veintidós años comete una equivocación y termina encerrado en mi edificio: el edificio La Gran Vía. En la segunda, un hombre trata de descender a la memoria de su vida, y casi de inmediato trata de volver, intacto, del horror de los hechos.

Pero no. No tengo ningún derecho sobre esta obra. Estoy cumpliendo una especie de promesa. Me he descubierto a mí mismo en la labor de darle forma –de párrafos, fragmentos, capítulos, monólogos y diálogos– a un texto que, a pesar de sus múltiples contradicciones, he encontrado apasionante. Ni siquiera he sido capaz de titular, con todo el ingenio que se merecía, esta historia que ha centrado su sentido en –son palabras suyas, claro– el descubrimiento de esa “voz necesaria para nacer por obra y gracia de uno mismo”.

23 de abril de 1998

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Primera parte

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1

Cuando me di cuenta de que ese no era mi carro, era, como dicen, demasiado tarde. Cuando prendí el carro equivocado, y salí del garaje del centro comercial como si no pasara nada, no me imaginaba que llegaría a un edificio desconocido, a un apartamento desconocido, a un mundo desconocido. No me imaginaba (cómo podía imaginarme) que en un par de semanas todo cambiaría de rumbo, que estaba viviendo una novela editada por la memoria de todos los que vivían en la ciudad.

Eso era. Mi vida era un relato narrado por todas las voces posibles. Era un relato leído por todos los ojos listos a leerlo. Y yo me di cuenta muy, pero muy tarde de que ni siquiera podía salir de la historia porque era el protagonista, y porque todos los lectores de mi vida me exigían una especie de final maravilloso, como de película de antes, a lo que llamaban (imagino que con toda la satisfacción del mundo) “todas mis desgracias”.

Quizás no debería estar contando esto, pero me parece (quiero decir: siento) que no tengo alternativa, y creo que, después de contado todo el cuento, va a ser posible que alguien alcance a entender que en ese momento tampoco existía otra salida.

¿Qué más puedo decir? Cuando vi que estaba en el carro equivocado, algún fantasma de esos que lo visitan a uno en cualquier momento me impidió volver atrás.

Eso fue. Estoy seguro. Algo me obligó a seguir adelante con la aventura. Algo me convirtió en algo que avanza y algo me dejo ser una especie de río sin retorno.

No sé muy bien cómo decirlo. ¿Era como si fuera montando en bicicleta y no pudiera pedalear hacia atrás? ¿Era como si no se me pasara por la cabeza dar la vuelta?

Eso es, eso era. Ya iba demasiado lejos. Iba en bicicleta. Poco a poco descubría que nunca podría pedalear atrás.

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2

Es Navidad. Era Navidad hace unos seis días. Bogotá, Santa Fe de Bogotá, intentaba iluminarse. No es una metáfora, ni nada: en verdad había luces en los árboles y habían arreglado el parque de la 93 y todas las vitrinas brillaban. Uno se sentía en Londres cuando iba por la calle y los centros comerciales se veían muy bien. Las familias compraban lotería, los mendigos se levantaban un poco más tarde, la gente de la calle no tenía ganas de atracar a nadie y los pobres delincuentes descansaban.

Todos lo sabemos: los criminales reposan los fines de semana, y en Navidad, que es un largo y aparatoso fin de semana, uno nunca jamás los ve, porque están ocupados rezando la Novena de Aguinaldos. Parece que Navidad en las ciudades (no creo que sean tan diferentes entre sí aunque no conozco muy bien ninguna otra) es una especie de fenómeno sociológico. Contra todos los pronósticos, la gente que pasa por la calle no parece tan violenta. Mírenlos: en cambio se ven felices y pacíficos. Llevan niños agarrados de las manos, coquetean con las señoritas que atienden los almacenes, les dan más monedas a los desechables1 y a los ancianos, y les sonríen a esos niñitos que, como premoniciones puestas en escena, aparecen, de la nada, en los semáforos.

En Navidad mi papá siempre se hacía las mismas preguntas. ¿A dónde irán a parar esos niñitos cuando uno les da las monedas? ¿Se las llevarán al papá, o al tío, o a la madrastra de turno? ¿Ellos –el papá, el tío, la madrastra– les harán un gesto de aprobación cuando reciben el impuesto, y los niñitos regresarán al momento, o al otro día, al mismo sitio? ¿Llegarán a sus casas por la noche y dejarán caer las monedas sobre alguna cama improvisada, y se entusiasmarán con lo que consiguieron, o llorarán, o simplemente se dejarán caer sobre cualquier lugar acolchonado y dormirán porque antes que nada están los restos del cuerpo?

Mi papá, con todo y sus gestos de ultraderecha, sufría mucho en Navidad. Le aterraba pensar que los niños pobres se quedaban en el espejo retrovisor del carro. Le horrorizaba la idea de que, mientras uno avanzaba, ellos se quedaban atrás, y que allá atrás vivían lo que quedaba de sus vidas. Le aterraba pensar en la llegada de esos niños a sus casas. En el amanecer del día siguiente. En el frío insoportable de las noches.

Es por mi papá. Es por culpa de sus palabras que siempre pienso en todo eso. Siempre me hago sus preguntas cuando le doy una moneda a un niño pobre. Y siempre, sin falta, en Navidad se me ocurre que el Niño Dios les da las vueltas de sus compras a los pobres niños pobres, y entonces llego a sentir que, mientras la Navidad entra y sale de la escena, mientras las vendedoras de cerillas se mueren de frío, todo en el mundo y en la vida es superficie, gestos vacíos, señales de humo. Llego a sentir que, como nadie quiere ser Scrooge, y el mundo es ese escenario con luces rojas y verdes y amarillas, todos, por un acuerdo que bien podría comprobar que en verdad somos partes de un todo, hacemos el papel de tíos simpáticos y llenos de vida.

1 El término, con toda la razón, ha despertado molestia entre los lectores de estas memorias: la idea de un hombre como algo prescindible y pasajero que podría botarse a la caneca es mezquina y deplorable salvo cuando se aplica, sin excepción, a todos los seres humanos.

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3

Es 18 de diciembre de 1997. No es una época fácil para mí. El mundo me pesa como una piedra en las espaldas y, a pesar de mis esfuerzos, todo el tiempo se me cae. Todo se me junta. He comenzado a pensar que los últimos años de mi vida han ocurrido en virtud de lo que me sucedió el viernes pasado, y en beneficio de todo lo que me está ocurriendo ahora. Eso es. Eso es, exactamente, lo que siento.

Eso me pasaba el viernes. Miraba al techo de mi cuarto, a la imagen del bombillo encendido, y comparaba mi situación con las de los años anteriores. Pensaba que, en el transcurso de los últimos cinco años, mi vida había pasado de un dolor de barriga a una gastritis, y después, y sin mirar atrás, había ido de una gastritis aguda y traicionera a una úlcera cruel e insoportable. Con todos, todos esos adjetivos.

Era tonto. Pero (esto es, creo, lo peor de todo) no era una metáfora: había comenzado como un ardor imposible en las paredes interiores de mi cuerpo, y ahora era un dolor que me quemaba, un incendio que se abría paso en mis silencios y cumplía los tercos estados de mi materia. Sé que es muy desagradable pero era como si una especie de piedra sólida se volviera sangre al llegar a mi garganta, y una vez instalada allí, en sus frágiles paredes de tejidos, se desviara misteriosamente hacia mi cabeza para convertirse en un gas innoble que recorría todas las encrucijadas de mi cerebro.

Eso me gusta. La idea de las encrucijadas de mi cerebro. La idea de que el dolor es tan poco natural, tan artificial, y tan humano, que es capaz de ir en contra del río de la necesidad. La intuición de que mientras el hambre es satisfecha hacia el centro del fondo del cuerpo, hacia la sangre que ganamos poco a poco, el dolor remonta las paredes interiores hasta convertirse en la sangre que perdemos de repente.

Eso me mataba el viernes: el dolor de mi vida, el recuerdo de los hechos, esa asfixia que amanece en el final de la garganta (aquel que la conozca, levante la mano) como si un pulmón hiciera falta y uno poco a poco se ahogara, como si estuviera atado al fondo de una piscina diminuta o, por obra y gracia de las decepciones, uno dejara de ser un niño de verdad y se convirtiera de nuevo en un títere condenado a la tragedia.

Yo no quería salir de mi cuarto. No iba a salir sino hasta cuando terminara de pensar mis pensamientos. Hacía ese balance de la vida que uno suele hacer cuando termina el año (porque no nos digamos mentiras: nos reímos al tiempo con las risas pregrabadas de las comedias gringas y hacemos el balance de nuestro año cuando los periódicos y los noticieros comienzan a hacerlo), y el resultado, con todas sus tragedias y sus decepciones, era, palabras más, palabras menos, el siguiente:

Tengo veintidós años. Los últimos seis han sido, como dicen, un desastre. Eso significa, según el famoso rigor de las matemáticas, que el veintiocho por ciento de mi vida ha sido una mierda. No sé qué quiero ser cuando sea grande. No tengo ni idea. Estudio Literatura en la Universidad de Bogotá. Ya voy a terminar. No sé qué quiero hacer de tesis y todos me lo preguntan. Todas las noches quiero suicidarme y todas las mañanas amanezco.

Pero bueno. Un momento. Falta todo lo demás. Falta todo lo mejor. Mi papá se murió en una especie de horroroso accidente y me dejó encargado de narrar la historia de su vida. Mi mamá lloró y lloró cuando ocurrió todo, y hoy, todavía, se levanta con los ojos cargados de lágrimas y con su orgullo de niña puesto en evidencia. Mi mamá no acepta que sufre. No, ella no. Ella nunca. No quiere que nadie sepa que se está muriendo.

Mi mejor amigo, ese hermano gemelo con el que uno planea llevar a cabo grandes empresas o por lo menos ir a cine cuando la tarde es un telón que no deja respirar, no volvió a pasarme al teléfono a raíz de un ridículo malentendido, y mientras me hundo, mientras me quedo atrás semejante a los niños pobres, él prospera, como si mi mala suerte fuera inversamente proporcional a su felicidad.

Laura, a quien cualquier galán de telenovela mexicana llamaría el amor de mi vida, me abandonó a mi suerte por segunda o tercera vez, y otra vez en beneficio de su esposo. El tipo se llama Miguel Pérez y entró en el escenario justo en mi escena y preciso cuando era mi turno de hablar. Podría levantar un discurso en contra de cada uno de sus tics, podría decir todo lo güevón que me parece, pero la única verdad de fondo es que, a pesar de ser mi opuesto, y no obstante es todo lo que Laura y yo siempre hemos odiado, ha sido él quien, al final de la historia, se ha quedado con la vieja.

Falta una cosa. Mi hermano se quedó a vivir en Londres. Al comienzo me decía que le hacíamos mucha falta. Con el tiempo comenzó a perder el contacto con la ciudad y con los recuerdos. Con el tiempo derrotó a su propia nostalgia. Conoció a una inglesa, se casó, se fue a vivir a un apartamento de Piccadilly. Y, aunque usted no lo crea, ni siquiera me invitó a su matrimonio.

Hubo, claro, un par de cosas buenas: saqué las mejores notas de mi curso, las hermanas Santos (las dos fueron mis novias, y las quise y me quisieron) me llamaron desde Nueva York para decirme que les hacía mucha, pero mucha falta, me leí El guardián entre el centeno, fui a ver todas las películas que pude y me di cuenta de que al menos tengo dos buenos amigos. Y sí, también sufrí varios ataques de risa: cuando se apoderaron de mí me hicieron pasar una vergüenza horrible, pero ahora no logro cambiarlos por nada ni por nadie, porque, por obra y gracia del descaro de esas carcajadas, me reí de la gente y de las cosas que se lo merecían, y así sepulté una cantidad de odios que –es cierto: antes era un idiota– me enorgullecían, me elevaban, me distanciaban de todos los mediocres.

No, no todo fue malo. Pero yo dedicaba casi todo mi balance a mis desgracias. Ahí estaba mi cuerpo sobre la cama de siempre. Era viernes por la noche. El teléfono no iba a sonar. Yo elevaba al techo, al bombillo del techo de mi cuarto, una especie de oración desesperada. Quería exorcizar lo malo, purificarme, redimirme. Recordaba para olvidar. Así, dicho así, suena como una ranchera, pero la verdad es, básicamente, que le hablaba a Dios. Que le agradecía que nadie me viera en semejante situación.

Repito: en 1997 me pasaron muchas cosas. Y el viernes pasado no hacía una lista de las cosas positivas y las cosas negativas sino que echaba a la hoguera todo lo malo de lo malo. Echaba al famoso muñeco de mi año (el Pinocho ese de siempre) a la especie de hoguera interior que todo el mundo tiene.

Pensaba en que, al fin y al cabo, lo único que uno hace en la vida, lo único que uno puede hacer, es ver pasar las cosas a su lado. Pensaba que de eso se trata todo. Que se trata de moverse en el medio de los hechos de este mundo. De esperar el diluvio, como todos, y de, como todos, comprar aquel paraguas necesario. Si alguien entiende lo que digo, levante la mano.

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4

Mi papá murió en julio de este año. No lloré desconsoladamente y no necesité gafas oscuras el día del entierro. En cambio amanecí convertido en uno de esos parientes del difunto que todos ven muy tristes pero tranquilos. Si para ese momento yo hubiera sido famoso, si antes de todo alguien me hubiera puesto a circular en las pantallas y las primeras planas, el comentario del periódico de las mañanas hubiera sido ese: Triste, pero sereno.

Pero no, no comentaron nada. El día siguiente a la muerte de mi papá, en efecto, salí en el periódico por primera vez en mi vida. Era el 20 de julio de 1997 y publicaron una fotografía en donde mi mamá y yo, congestionados en el asiento de atrás del carro, miramos preocupados hacia el suelo. En el pie de la foto podía leerse: “la senadora Patricia Vargas es consolada por su hijo después del reconocimiento del cadáver de su esposo: las exequias de Francisco José Uribe, profesor de Literatura de la Universidad de Bogotá, se llevaron a cabo en las horas de la tarde del día de ayer”.

Tal vez por toda la mierda que había alrededor de la muerte de mi papá, tal vez por todo el circo que se armó por culpa de la posición política de mi mamá, tal vez porque no tiene mucho sentido que un día como cualquiera el papá de uno termine sin vida, mi reacción de ese momento fue una reacción profundamente silenciosa. Lloré en mi cuarto un poco. Pero sé que no lloré lo suficiente porque simplemente no podía creerlo. Ustedes mismos pueden comprobarlo en mi cara. Ahí estoy, en esa foto, en las páginas del periódico de esa mañana. Yo, simplemente, no podía creerlo. Mírenme.

Nunca había llorado en público y el día del entierro no iba a ser la excepción. Puede haber mil razones psicológicas para mi frialdad de ese día, pero no creo que sea eso de que los hombres no lloran, sino más bien un temor a que alguien se asome a lo que siento, a que alguien pueda verme débil, expuesto, lleno de todos mis horrores. Si sumáramos a este defecto, a aquel temor hacia la evidencia de mi fragilidad, el lugar en donde fue encontrado el cadáver de mi papá (en Santa Dolores, al sur de la ciudad, en un parque, como puede confirmarse en la edición del periódico del 19 de julio de 1997), si nos pusiéramos en la tarea de agregar las dudas, las circunstancias absurdas que fueron el marco de su muerte, y la reacción hipócrita y estúpida de la gente (un tipo del Partido propuso a mi mamá como candidata a la presidencia), si sumáramos todos los mugrecitos, los minúsculos decimales de quinta que fueron el escenario de la muerte de mi papá, sería fácil comprender mi dolor de puertas para adentro.

Era, creo, mi tendencia a la realeza. Mi comportamiento de ese día era comparable con el que un mes después asumiría el príncipe Guillermo en el entierro de su madre, Diana, la princesa de Gales. Seguro que pensábamos lo mismo. Que la tristeza es tan borrosa como lo que llaman, sin pudores, el sentido de la vida. Que está muy, muy lejos de nosotros. Que está adentro, muy adentro, de nuestra existencia. Y que, cuando de verdad se siente, es demasiado tarde para combatirla.

En el funeral no cantó Elton John. Y no, no habría podido hacerlo por nada del mundo. Mi tío Felipe, el hermano mayor de mi papá, aborrece a la gente que tiene dudas sobre su sexualidad. Mi tío es, como dice mi mamá, “todo un personaje”: es amable, bondadoso y responsable pero es uno de esos seres que, sin decirlo, y a pesar de ser el abogado de varios grupos de oración, odia profundamente a todos los que no son como él. Puedo equivocarme pero si un día se incendiara su casa, si las llamas devoraran todo aquello que ha conseguido durante toda su vida, mi tío no aceptaría que un bombero homosexual salvara sus pertenencias. Puedo equivocarme pero si un día perdiera todo, si nada le impidiera llevar al extremo sus sentimientos, mi tío Felipe sería capaz de asesinar maricas, negros, amarillos, verdes, gordos, bajos, cojos, pobres. Yo creo que lo haría. Asesinaría a esos que él mismo llama “el borde de la pizza” y lo haría con la convicción de un inquisidor o un periodista deportivo.

Fue mi tío, y toda su locura, quien comenzó a terminar con todo. Fue el día cuando les presentó a mis papás al tal Laureano Álvarez. Mi familia estaba completa. Éramos cuatro puntos cardinales que giraban y formaban un mundo en su trayectoria, y ese mundo se vino abajo, y estalló, como una bomba inflada con agua y arrojada desde un sexto piso, hace ya casi seis años, el día en que mis papás conocieron a Laureano Álvarez. A partir de ese momento, nuestras vidas han sido el esfuerzo largo e infructuoso por recomponer un mundo que se convirtió en un rompecabezas imposible.

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5

Ahora la historia de cómo llegué hasta este computador ajeno. La he tratado de contar hasta el momento, pero tengo mucho qué decir y, a pesar de todos mis esfuerzos, no logro llegar hasta el comienzo: mis manos tiemblan, mis nervios me exigen más de lo que puedo dar, mi aliento se termina como si hiciera frío, mucho frío, y tuviera que gritar una noticia después de subir ocho pisos de escaleras.

La historia comenzó (o mejor: la historia comenzó a darse cuenta de su propia existencia) hace ya unos ocho días. Fue el viernes pasado. Terminaba de rezarle al bombillo de mi techo y emprendía el acomodado balance de mi vida cuando oí que mi mamá golpeaba a la puerta de mi cuarto. Necesitaba que la ayudara a colgar los adornos de Navidad. Era el tiempo de hacer el árbol y el pesebre.

Salí de mi habitación. Le sonreí a la senadora y fui hasta el cuarto en donde guardamos todas esas porquerías que no sirven para nada. Era la escena culminante de una película de horror: entré en el baño del cuarto con todo el cuidado del caso, vi la imagen de la trajinada caja del árbol de Navidad, y ya que durante mis veintidós años de vida mi papá siempre había sido el encargado de levantarlo y adornarlo, entonces comencé a llorar como lo hubiera hecho, desde el comienzo, un huérfano hecho y derecho. Así pasó. Así fue. En el nombre del recuerdo de mi padre, con todo y lo pomposo que eso suena, me fui definitivamente al suelo y perdí casi del todo la esperanza.

Desde la sala, un grito abstracto de mi mamá me pidió que pusiera manos a la obra, pero yo no podía creer en sus palabras y no podía concentrarme en algo diferente a mis lágrimas. Era como si mi papá se hubiera muerto ese día y no unos meses antes. Eso era. Era como si mi papá hubiera entrado en mí. Era como si mi mamá me hubiera obligado a tragarme las cenizas de mi papá (porque, como todos saben, mi papá fue incinerado), o como si, sobre la base de la teoría aquella de enfrentar los temores personales y volver a ser el niño de mierda que fuiste, mi mamá me hubiera puesto de rodillas para ver la muerte de mi papá hasta cuando pudiera aceptarla.

Llevé la caja hasta la sala y con cuidado saqué, una a una, las partes del árbol, y entonces, ante la evidencia de mi tristeza y mi derrota, me rendí y le entregué el soporte y las ramas a mi mamá. Ella, claro, no quería, no podía soportar la imagen de mi tristeza, pero tuvo que verme, a la fuerza, en semejante estado. Me preguntó si estaba bien, le expliqué qué me pasaba, lo lamentó y le dije que no podía más, que el aire comenzaba a faltarme, que me iba a caminar por ahí. ¿Por qué? No tenía ni idea. Necesitaba pensar. Necesitaba espacio. Cualquier cosa.

Fui hasta mi cuarto por la chaqueta azul que Laura me regaló hace unos tres años. Me la puse sobre el saco rojo que mi mamá me trajo de Londres. Volví a la sala y le pedí a la senadora las llaves del carro. Era un Peugeot, un Peugeot 306 de color azul. Mi papá lo había comprado cuando el Renault 9 (“se chitió el motor, mi doctor”, dijo el mecánico) dejó de funcionar por siempre y para siempre.

–Tú las tienes –me respondió.

–No –le dije–, yo no he usado el carro hoy para nada.

–Yo tampoco –dijo–, y el último que lo usó fuiste tú.

Yo no iba a discutir. No lo iba a hacer ni por el putas. ¿Para qué? ¿Cuál era el punto? Fui a mi cuarto y busqué las llaves como un loco. Las busqué en los cajones del escritorio, en la biblioteca, en la mesa de noche, entre mis papeles y entre mi maleta de la universidad, encima, al lado y debajo de todo, pero no, no pude encontrarlas: yo estaba seguro, y en ese momento más que nunca, de que no tenía las llaves del maldito carro y, como no quería pelear, y de verdad no valía la pena entrar en discusiones, volví a la sala, le sonreí con tristeza a mi mamá y, para sonar nostálgico y poético, le dije que entonces, dadas las circunstancias, y para no desesperarme por culpa de unas llaves que ya aparecerían, me iba a caminar por ahí.

Ella contraatacó. Las llaves tendrían que estar en alguna parte. Tendría que buscarlas un poco más. Uno no podía darse por vencido así como así. En fin. Mi mamá no quería que yo saliera del apartamento. Prefería que me quedara ahí. Pero, según me dijo, después de todo, claro, entendía que quisiera salir en este preciso momento porque a ella misma, a los cincuenta y pico años, le costaba mucho estar despierta. A ella también la acosaba el fantasma de ese año. A ella también le entraban furibundos deseos de salir. A ella tampoco le alcanzaba el aire.

–No te demores –me dijo.

–No me demoro –dije–: es que necesito salir un momento.

–Deberíamos cambiarnos de apartamento –dijo–: este tiene demasiadas cosas tristes.

Asentí con tristeza, le hice un gesto de despedida y salí del apartamento con ganas de caminar por la ciudad vacía. Pero antes, bajo el marco de la puerta de entrada, le volví a decir que bueno, que entonces me iba “a caminar por ahí”, que no se preocupara, que lo bueno de los viajes era la idea de volver. Ya lo dije: quería sonar un poco más triste, más poético.

–Ahorita cuando vuelva busco las llaves –dije para bajarle el tono a mi despedida.

Cerré la puerta, entré al ascensor, bajé los ocho pisos hasta la recepción del edificio y le dije adiós al portero. Y ahí, en la puerta de salida, mientras caminaba hacia la calle, descubrí que tenía las llaves del carro de mi papá en un bolsillo de la chaqueta. Pensé en regresar al apartamento y reconocer frente a mi mamá toda mi torpeza, pero una especie de atracción (una gravedad horizontal, si acaso existe) me hizo regresar a la recepción, sonreírle al portero y salir por las escaleras hasta el garaje. Habría podido lamentarme en mi casa, pero no, algo me cerraba las puertas y me llevaba hacia delante.

Fui hasta el Peugeot de mi papá, abrí la puerta del carro y me senté. Revisé los espejos, revisé la posición de la palanca de cambios y prendí el aparato. Pronto estuve fuera del edificio. Iba por la calle como un loco.

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6

Fui desde la calle 86 hasta la calle 100 por toda la carrera 15 y ahí, en ese sitio, cuando la esquina se convirtió en una opción en mi camino, volteé a la derecha y subí, junto a las fachadas de los hoteles, los restaurantes, las oficinas y las residencias, hasta llegar a la carrera 7ª. La 7ª estaba vacía. Parecía un escenario sin actores. Se sentía una especie de silencio horroroso por todas partes. Era una sensación tan grave como la que se debe sentir cuando uno pasa junto a un ejército dormido.

No me acuerdo exactamente en qué momento se me ocurrió ir hacia la Hacienda Santa Bárbara. Creo que un centro comercial me parecía el sitio ideal para tranquilizarme. No pensaba en nada más. Solo en tranquilizarme. Manejaba el Peugeot como si yo no fuera yo, sino alguien más, acaso un actor filmado desde un helicóptero. Iba concentrado en el sonido del radio. Las canciones se sucedían como si no pasara nada, pero en verdad todo pasaba muy rápido. De pronto viajaba por el puente de la calle 100, junto al edificio de La Gran Vía, y de pronto entraba en el centro comercial. De pronto parqueaba el carro en los sótanos de Hacienda Santa Bárbara y de pronto estaba en la rotonda de los restaurantes.

Entré al centro comercial. Caminé por todo el laberinto. Quería pasarla mal, muy mal. Me acordaba de mi Laura de esos sitios y de cuándo y cómo había hecho cada uno de sus gestos. La veía: de nuevo me regalaba unos pantalones inmensos que nunca podría ponerme; otra vez, un día de la semana de los descuentos especiales, se negaba a que le regalara una falda inofensiva; por enésima vez teníamos que escaparnos como en las películas porque se acababa de medir tres jeans, en un almacén al lado de la Librería Nacional, y después se había da

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