Strange

Alex Mírez

Fragmento

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1

El chico que aparece de la nada

—Nos van a matar, Mack.

—Si sigues hablando, sí —me quejé.

De acuerdo, probablemente sí nos iban a matar, porque había algo en mi jardín.

Algo... ¿malo?

No estaba segura, pero tan solo unos minutos atrás estábamos sentados en el sofá de mi casa viendo series. Una noche relajada y tranquila hasta que de repente se había cortado la luz y luego, como si estuviéramos en una película, escuchamos un ruido muy extraño. Nos asustamos, pero salimos a ver qué era. El problema era que allí todo era oscuro, silencioso y aterrador, y nuestros pasos crujían sobre la hierba del enorme jardín a medida que explorábamos.

—Nos van a matar como a unos pendejos —continuó él en un tono agudo y asustado—. Tengo dieciocho años, Mack, no me quiero morir todavía. ¡Ni siquiera he hecho mi primer trío!

—¡Que te calles, Nolan!

Pero, por supuesto, no se calló. Si en verdad nos mataban, iba a ser culpa suya.

—Estamos aplicando la estúpida lógica de los protagonistas de las películas de terror —siguió, quejoso, mientras apuntaba con la linterna en todas las direcciones—. Sabemos que esto va a terminar mal y no echamos a correr. Dime por qué aún no hemos echado a correr.

Solo tenía paciencia con él porque Nolan era mi mejor amigo. Podía verse como alguien muy valiente: alto, esbelto, parecido a un personaje bohemio de una película europea, un poco exótico en el color de ojos y en el perfil por su ascendencia griega materna, pero cuando estaba nervioso se comportaba como un grano en el culo.

—Seguimos aquí porque no somos tan cobardes —repliqué, mirando hacia los lados.

—Oh, sí lo somos —refutó él. Yo sabía que tenía razón, pero no iba a dársela—. Todavía tenemos que ver dibujos animados después de una película de terror para poder dormir. ¿A quién quieres engañar?

Quise refutarle, pero de nuevo escuchamos algo y nos paramos en seco.

Esa vez, lo que fuera había sonado como un quejido humano.

Miramos en todas direcciones. Alrededor, arbustos espesos que llevaban mucho tiempo sin podar, la hierba un poco alta, oscuridad, algunos árboles, un amplio y aterrador jardín...

—Dime que tú también escuchaste eso y que no se me quemó un cable en la cabeza —susurró Nolan un momento después, muy nervioso.

Por supuesto que lo había oído, y sabía que era tan real como que estaba cagadísima.

—No se te quemó otro cable —susurré—. ¿Qué habrá sido?

Nolan volvió la cabeza. Tuvo intención de decir algo, pero cerró la boca de golpe y se quedó mirando en dirección contraria a mí con los ojos como platos, brillando de asombro y temor.

—Mira —musitó con temor—. Hay algo ahí.

En cuanto me giré también para saber qué lo había dejado tan pasmado, vi que se movía una acumulación de arbustos. Las hojas y las ramas se agitaban de un lado a otro como si algo dentro de ellas las sacudiera. Justo como en las películas de terror. Justo como cuando los personajes estaban a punto de ser atacados por algo que saltaba furioso de entre la oscuridad.

Un escalofrío me recorrió como un latigazo. Con la mano temblando, saqué el móvil del bolsillo muy rápido y estuve a punto de llamar al 911...

Cuando de pronto algo me cogió el tobillo.

En el instante en que sentí la mano aferrarse a mí, solté un potente grito. Un grito como de la película Psicosis, cuando la chica está en la ducha a punto de ser asesinada. Y un segundo después, tras mi reacción, Nolan también gritó, y entonces todo fueron gritos y caos, tanto que las cosas sucedieron demasiado rápido.

Traté de correr, pero la mano me agarró con fuerza, como diciendo: «No te vas a escapar». A Nolan se le cayó la linterna por el susto. Mientras él la buscaba, yo intenté liberar mi pierna con desespero. Lo peor era que ni siquiera veía nada y no sabía qué era lo que me estaba agarrando. No sabía si podía escapar o si me iba a caer o si eso me iba a arrastrar hasta la oscuridad para despedazarme mientras yo gritaba de dolor...

Hasta que Nolan por fin encontró la linterna, alumbró hacia el suelo y ahí estaba.

No era un eso.

Era una persona.

De un último y fuerte tirón logré zafar el pie, y el individuo retrocedió hasta encogerse como un gusanillo. Se colocó las manos en puños a la altura de la cara como si quisiera ocultarse. No saltó a atacarnos, solo se quedó ahí, temblando.

Entonces comprendí que la situación no era en nada como creíamos que era.

El cuerpo encogido, jadeante, brillante de sudor y sangre. El temblor en las extremidades, el hecho de que la única ropa que llevaba puesta era un pantalón roto y muy viejo... Esa persona no podía atacarnos o matarnos. No en ese estado.

—Llama a la policía, Mack —susurró Nolan por detrás de mí, moviendo la luz de la linterna sobre el cuerpo.

Al escuchar la voz de Nolan, el desconocido se encogió mucho más en el sitio donde estaba, hasta hacerse una bola humana. Me desconcertó tanto su gesto que no pude marcar el número.

¿Intentaba esconderse? De... ¿nosotros? ¿Los dos seres más patéticos y débiles del mundo?

Nolan y yo nos miramos por un instante, estupefactos. Lo vi asustado y desconfiado. Bueno, ¿y quién no? Estaba segura de que pensaba que debíamos alejarnos de ese desconocido lo más rápido posible, pero su comportamiento me hacía sentir que el peligro no era tan grande. Es decir, se estremecía espasmódicamente y, a medida que Nolan lo alumbraba, su aspecto se revelaba cada vez peor.

Ni siquiera lograba adivinar de dónde venía toda la sangre que le cubría el torso. ¿Y por qué no podía levantarse si a simple vista se veía fuerte? ¿Por qué ocultaba la cara? ¿Creía que íbamos a hacerle daño?

Extendí la mano hacia él para moverlo, pero se contrajo y emitió un gruñido. Aparté entonces la mano en un gesto rápido, pensando por un instante que me la mordería.

—¿Qué demonios...? —reaccionó Nolan, confundido.

—Intenta alumbrar aquí —le pedí.

Apenas la luz me permitió ver mejor, señalé el espacio sobre el que el desconocido estaba tirado. Justo por debajo de él brillaban unas líneas rojizas que intentaban formar un charquito de sangre. Tenía una herida en alguna parte. Hmm...

—No creo que este chico vaya a hacernos daño —le dije a Nolan.

Luego, arriesgándome, me aproximé un poco más, pero con cautela, como para dejarle claro que iba en buen plan.

—Eh... —le susurré al extraño—. Estás sangrando y no te ves nada bien. Debemos llamar a una ambulancia. ¿Puedes decirnos cómo te llamas?

Al decir la última palabra, él con rapidez apartó las manos y nos dejó ver su cara.

Y por todo lo que era posible jurar, la impresión inmediata que me dio no fue de terror, sino de familiaridad. Hubo una fracción de segundo que transcurrió lenta y se transformó en algo insólito y abrumador. Algo indeterminable, como si me hubieran golpeado el pecho mil sensaciones, y entonces lo supe, llegó a mí tan rápido y tan confuso que quise retroceder.

Lo conocía.

Yo conocía a ese chico, solo que no sabía con exactitud de dónde.

Él suspiró, emitió unos quejidos y entreabrió los labios con una lentitud angustiante para responder a mi pregunta:

—Ax.

Ese era su nombre.

O eso creímos.

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2

Aquí

—Lo conozco.

Las palabras salieron de mi boca sin pensar. No podía identificarlo, pero ya estaba segura de dos cosas: lo conocía, y no iba a hacernos daño.

—¿Sí? ¿Y quién es? —inquirió Nolan, intrigado y desconfiado al mismo tiempo.

—No lo sé —admití en un tono más bajo y pensativo—. Pero lo he visto antes.

Él se acercó más, para ver si también lo reconocía, porque nuestro círculo social de conocidos era el mismo. Deslizó el círculo de luz de la linterna desde las puntas de los pies del extraño hasta la cara mientras le echaba un vistazo pesado, analítico y suspicaz.

—¿Lo conoces, pero no sabes quién es? —replicó como si fuera estúpido—. Yo no lo he visto nunca antes ni me suena, y ambos conocemos a la misma gente.

Sonaba estúpido, así que quise decirle que estaba segura de que había visto a ese chico antes, que no era solo una sensación; pero, cuando traté de recordar su apellido o darle una respuesta más concreta, me fue imposible. Mi cabeza de repente se convirtió en un lío.

—¿Llamo a la ambulancia o lo llevamos directamente al hospital? —decidí preguntar.

Nolan abrió la boca para responder, pero Ax emitió un gruñido bastante claro que lo interrumpió:

—¡No!

Ni siquiera el tono de su voz me ayudó a recordar algo sobre él...

—¿No? —soltó Nolan, mirándolo como si estuviera loco—. ¡Estás sangrando! —enfatizó—. No te morirás en este jardín. Podrían culparnos o qué sé yo. He visto muchos casos así. —Me señaló con el dedo a modo de advertencia—. ¡Ni lo toques, Mack! Que tus huellas no aparezcan en él...

—¡Nolan! —le reproché para callarlo.

Pero él continuó, como siempre, porque así era Nolan: directo e incapaz de guardarse nada.

—¿Qué? —Lo señaló—. Es un desconocido, está sangrando... ¿Y si viene de matar a alguien?

Gran punto.

No sabíamos qué había pasado con Ax ni por qué se encontraba en ese estado. De hecho, ahí parados en la oscuridad del jardín en el que la mayoría de las plantas estaban marchitas y contraídas en espirales macabras, no sabíamos nada. Desde alguna perspectiva, éramos Mack y Nolan, dos muchachos asustados y curiosos que habían hallado a otro chico en condiciones alarmantes.

Loquísimo.

Pero había algo extraño en Ax, además del hecho de no recordar de qué lo conocía. No me parecía peligroso, ni siquiera veía en él una actitud amenazante. Parecía más bien confundido, nervioso...

—¿Qué fue lo que te pasó? —le pregunté.

Esperé a que respondiera, pero se limitó a mirarme de reojo, quizá estudiándome para tratar de identificar si iba a atacarlo o a ayudarlo.

Sentí pena de verdad. Era un cuerpo jadeante y tembloroso en esa posición, y sí, la sangre le daba una mala pinta a la situación, pero sus ojos... Podía jurar que aquellos ojos que proyectaban una sombra bajo sus párpados estaban cargados de temor.

—Hay que llevarlo adentro —dictaminé, irguiéndome.

Nolan me puso una mano en el hombro, como si así pudiera detener hasta mis pensamientos.

—Ya, va. ¿De verdad vas a hacer eso? —me preguntó, aturdido.

—No sé qué es eso —repliqué, ceñuda.

—¡Eso! —exclamó, volteándome por los hombros para que lo mirara—. Recogerlo y meterlo en tu casa como si fuera un animal.

—No es un animal, es una persona —le corregí.

—Y por esa razón no puedes llevarlo dentro, limpiarlo, ponerle una correa y un bonito nombre —protestó, haciendo énfasis en las últimas palabras.

—Por suerte ya tiene nombre —contesté de forma irrefutable, y me volví hacia Ax—. Mejor ayúdame a llevarlo.

Chistó, pero no se atrevió a negarse. Nos conocíamos desde bebés. Desde que tenía memoria, ambos éramos un equipo en todo. Además, se suponía que los mejores amigos apoyaban las estupideces de sus mejores amigos, ¿no? Aun cuando esas estupideces implicaban mover un cuerpo..., ¡¿no?! Pues ese era el concepto de amistad que yo tenía.

Trasladamos al muchacho entre los dos. Nolan tenía mucha fuerza, a pesar de que lo negaba. Ax trató de resistirse un par de veces en el trayecto del jardín a la sala de estar, pero, en su estado, resistirse no era algo que le fuera a dar resultados.

Cuando finalmente lo dejamos sobre el sofá de cuero negro, la electricidad había vuelto, así que, con toda aquella iluminación, logramos verlo mejor.

Dios santo, pero ¿de qué lo conocía? ¿De dónde?

Todo en él me resultaba familiar: su nariz recta, sus cejas espesas, sus labios delgados y resecos, el cabello muy negro... Debía de ser tan solo un par de años mayor que nosotros. Además, el desastre era aún peor. Su estado era aún peor. Manchas de algo oscuro y sangre seca en varias partes del cuerpo, una herida sangrante justo a un lado del ombligo, y lo más alarmante: marcas en la piel. Marcas de las que solo quedaban luego de ser lastimado.

¿Qué demonios le había pasado? Ni idea, pero tenía rasguños frescos en el pecho, hematomas como colas de pavo real en los brazos y un montón de viejas cicatrices esparcidas en el torso y las extremidades. Pequeñas, largas, grandes, abultadas, todas muy extrañas.

Sentí una punzada en el estómago, pero... ¿de temor o de lástima?

—Listo, ya hicimos de buenos samaritanos, ahora llamaré a la policía —anunció Nolan.

—¡No! —exclamó Ax.

Fue un sonido ronco, doloroso, suplicante.

Nolan se quedó paralizado con un dedo a medio camino de tocar la pantalla del teléfono. Hundió las cejas. Todo su rostro era demasiado expresivo con las emociones.

—¿Que no llame a la policía? —le preguntó con detenimiento. Ax asintió con la cabeza, afirmando—. Amigo, eso es sospechoso.

—No —repitió Ax.

En mí, la duda había despertado y me carcomía.

—¿Por qué no quieres ayuda? —intervine, acercándome al sofá—. ¿Hiciste algo malo?

—Y ya nos va a decir —resopló Nolan, poniendo los ojos en blanco.

Le dediqué una mirada de reproche, porque supuse que no era así como debíamos manejarlo si queríamos respuestas. Después suavicé la expresión para Ax, comprensiva.

—Danos una buena razón para no hacerlo —le propuse en un arrebato de locura.

—¿Qué? —soltó Nolan como si acabara de escuchar algo demasiado irracional, y me señaló en forma de advertencia—. Escúchame, Mack Josefina, no necesitamos ninguna razón, es algo que hay que hacer.

Suspiré, insegura. Lo lógico era llamar a la policía, sí, pero la mirada de Ax era casi suplicante. Y... considerando que, a diferencia de Nolan, yo ya no sentía miedo, no sabía cómo proceder, porque quería pedir ayuda, pero al mismo tiempo sabía que no era peligroso, y quería recordar algo más de él...

Siempre quería recordar.

La idea de que esto también se volviera algo difícil de descifrar me inquietó.

—¿No has visto que a veces la policía solo empeora las cosas? —le recordé a Nolan, tratando de convencerlo—. Ambos lo sabemos muy bien.

—No estamos en una serie —argumentó con hastío.

—Lo conozco. No es peligroso —aseguré.

Nolan se cruzó de brazos y me miró con severidad.

—Si lo conoces, dime: ¿dónde lo has visto antes?, ¿cuándo has hablado con él?, ¿sabes dónde vive? —preguntó sin hacer pausa alguna entre las preguntas.

Bueno, no sabía nada de eso, pero, si tenía esa sensación de familiaridad, debía de significar algo.

—No lo sé, pero ¡sé que lo he visto antes! —solté, abrumada—. ¡Sabes que no me resulta fácil recordar las cosas!

Nolan frunció los labios y se lo pensó un momento, mirando mi cara de aflicción.

Casi le supliqué con los ojos...

Él sabía todo sobre mí. Sabía el gran conflicto que yo tenía con mi mente. Sabía que en ocasiones no podía explicar mis emociones. Así que, si había una sola persona en el mundo que podía apoyarme en ese momento, con la que podía ser sincera y en la que podía confiar, era él.

Finalmente apagó la pantalla del teléfono y exhaló.

—Bien, Ax, ¿por qué no quieres que llamemos a la policía? —inquirió Nolan por encima de mí.

Esperamos su respuesta. Ax se estremeció sobre el sofá como si sus pulmones no funcionaran bien y paseó su mirada alerta y colmada de desconfianza por nosotros.

Entonces, observándolo fijamente, me di cuenta de algo.

Sus ojos.

Eran de colores diferentes. El ojo izquierdo era tan negro que la pupila podía pasar desapercibida, mientras que el derecho era de un claro y brillante gris que casi podía ser transparente. Una diferencia demasiado marcada, casi hipnotizante. Sabía que eso se llamaba heterocromía, pero nunca había visto que llegara a ser tan... impresionante.

—No —pronunció Ax. Seguidamente señaló la herida en su abdomen—. No.

¿Eh?

Hubo un silencio de desconcierto que se rompió con la protestona voz de Nolan.

—Vale, ¿nos hablas en idioma teletubi o qué? —se quejó, medio molesto—. Necesitamos más que un simple no.

Nolan a veces era muy brusco. Yo tenía poca paciencia para ciertas cosas, pero él me superaba.

De todas formas, seguía pensando que debíamos manejarlo de forma diferente, con calma.

—Ax, si quieres que hagamos lo que dices, debes contarnos lo que te pasó —le expliqué, suavizando la actitud de Nolan.

Pero su expresión cambió a una de incertidumbre, como si no nos entendiera un rábano.

—Listo, voy a llamar.

Nolan sonó decidido. Encendió la pantalla del móvil y procedió a marcar el nueve, luego el uno y...

Me fui sobre él para impedirlo.

—Espera —le pedí, cubriendo la pantalla del teléfono con las manos—. No nos ha hecho daño.

—Ah, claro, mejor espero a que nos lo haga para llamar —replicó él con sarcasmo.

—Me refiero a que... ¿y si el daño se lo hicieron a él? —susurré.

Nolan giró esos estúpidos ojos de un color entre marrón, verde y un halo amarillo que le daban un aspecto extraño y exótico.

—Mack, no es un perro —me dijo, como si me estuviera explicando una clase de primaria—. Es una persona, y las personas lastiman, hacen cosas malas. Es decir, secuestran y mutilan a otros, lo que creo que nos va a pasar si seguimos haciendo el tonto con este asunto.

Exhalé.

Tenía razón, pero por algún —quizá loco— motivo no creía que Ax fuera a mutilarnos ni a atacarnos en ese momento. ¿Cómo podía hacerlo en ese estado? No podía ni parpadear sin estremecerse.

En un impulso me acerqué y me agaché frente al sofá.

Ax se arrinconó más contra el respaldo, aunque no había demasiado espacio hacia donde alejarse. Me sorprendió su gesto, porque, a pesar de estar herido y débil, con su complexión parecía muy capaz de defenderse con facilidad de un par de idiotas como nosotros. Además, a pesar de que parecía temernos, su mirada reflejó un destello fiero, como si estuviera listo para morir protegiéndose.

—Ax, ¿la policía te busca? —le pregunté.

No hubo respuesta.

—¿Estás huyendo de ellos? —probé de nuevo.

Tampoco respondió.

—¿Hiciste algo tan peligroso que no puedes decírnoslo?

Solo recibimos un profundo silencio de su parte.

Como cabía esperar, Nolan perdió la poca paciencia que le quedaba.

—¡Esto es ridículo! —soltó, molesto—. ¿Crees que nos va a decir qué demonios hizo? Podría estar fingiendo ser estúpido y matarnos en cuanto nos despistemos. Llamaré a la policía y ya está. Ni siquiera puede decirnos por qué entró en tu jardín y qué hace aquí.

—¡Aquí! —reaccionó Ax de pronto, para nuestra sorpresa.

Al escuchar algo nuevo de su boca, Nolan y yo lo miramos, atentos.

Ax se removió sobre el sofá con dificultad, soltó un quejido, hundió una mano en el bolsillo de su pantalón y sacó algo de él. Extendió la mano temblorosa y ensangrentada, y de ella cayó una bola arrugada de papel.

—Aquí —repitió.

Me apresuré a coger el papel, alternando la mirada entre él y la bola. Estiré el papel con cuidado. En cuanto se formó una hoja el doble de grande, la impresión se reflejó en mi rostro.

Era una fotografía de mi padre.

Y él ya llevaba un año muerto.

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—¡Debemos quedárnoslo!

—¡Que no es un puto perro!

De acuerdo, delante de mí tenía una fotografía de mi padre, y era como si el mundo se me viniera encima.

Ni siquiera recordaba haberla visto antes. Pudo haber sido tomada en la universidad en la que trabajaba. Se veía justo como lo recordaba mucho antes de enfermarse y morir. Buen peso, el cabello marrón bien peinado, la piel sana y color oliva. Muy vivo, fuerte, el hombre filosófico, culto y altruista que había sido. Un modelo a seguir. El ejemplo de lo que yo siempre había querido ser de adulta.

Alcé la mirada hacia Ax, esperando hallar una explicación.

—¿Conociste a mi padre? —le pregunté en un hilo de voz, sorprendida y afectada.

Ax respiraba pesadamente, en silencio. Se aferraba al sofá con ambas manos y lo hacía con tanta fuerza que las venas brotaban desde sus nudillos sucios hasta su antebrazo.

—¿Venías a buscarlo? —inquirí ante la falta de respuesta.

Nada.

—¡Contesta! —grité con brusquedad, arrugando la hoja.

Nolan me puso las manos sobre los hombros y me frotó en modo tranquilizador.

—Eh, sin alterarse —me advirtió.

—Pero ¡si tú estabas alterado antes! —bufé.

—Sí, pero tú te pones peor —asintió con voz suave, aún tratando de calmarme.

Tomé aire. Cierto, yo era peor si perdía los estribos. Lo intenté de nuevo.

—¿Eras uno de sus alumnos? —le pregunté a Ax en un tono más calmado.

Pero tampoco respondió y, a pesar de que me esforcé, empecé a desesperarme por su silencio.

Cuando estaba vivo, mi padre había trabajado como profesor de filosofía en una importante universidad. El problema era que yo seguía alterándome cuando encontraba cosas de él. Mi madre las había sacado y donado todas, y durante todo ese tiempo había sentido como si lo superara, pero ahora todo parecía regresar y, además, tampoco podía recordar a ese chico.

¡Más complicaciones para ti, Mack Cavalier!

Me levanté y me aparté del sofá. No podía. Sola no podía. Me guardé la foto en el bolsillo y me froté los ojos con frustración.

—Mira —suspiró Nolan, tomando mi lugar para hablar con Ax—. No sé si es que no quieres hablar o qué, pero, si no cooperas, no nos quedará otra que llamar a la policía, quieras o no.

—No —se limitó a decir Ax. Luego volvió a señalar la herida y añadió—: Aquí.

Nolan y yo nos mostramos confusos. Adivinar por qué no respondía por completo era difícil. Podía no querer hacerlo o..., simplemente, no poder hacerlo.

Pero sus reacciones me parecían auténticas...

—No creo que se esté haciendo el estúpido —opiné, ya más calmada. Luego me dirigí a Ax—. ¿Qué quieres decir con eso? —Señalé su herida.

Él hizo lo mismo que un momento atrás.

—Aquí —repitió.

—¿«No» y «aquí» son las únicas cosas que sabes decir? —bufó Nolan, perdiendo la paciencia de nuevo.

—Sí —emitió Ax, con ese tono ronco y bajo.

—Ah, y «sí» —resopló Nolan.

Se irguió, resignado, y se alejó del sofá para acercarse a mí. Me empujó con suavidad hacia una esquina de la sala, y la cercanía se volvió un círculo de confidencialidad en el que solo se podía discutir un problema.

—De acuerdo, ¿qué debemos hacer? —me preguntó con seriedad—. Y olvídate del hecho de que crees que lo conoces, pero no te acuerdas de qué.

Me mordí la uña del pulgar y evalué, dudosa, la situación, que había dado un gran giro al descubrir que Ax llevaba una foto de mi padre en el bolsillo. Ya no se trataba solo de lo que yo creía acerca de ese desconocido, sino de que tenía algún tipo de relación con mi padre. La cuestión era: ¿cuál?

¿Por qué Nolan no lo veía como yo?

—Si también conoció a mi padre, no creo que sea un criminal —objeté—, porque él no estaba relacionado con ese tipo de personas, pero no quiere que lo llevemos al hospital ni que llamemos a la policía. Ese es el problema, lo que lo hace sospechoso.

Nolan pareció pensar algo y después habló como si estuviera compartiendo un secreto que nadie debía saber:

—¿Por qué no quiere hablar más?

—No tengo ni idea... ¿Y si no sabe decir nada más que esas palabras? —susurré también.

—¿Cómo no va a saber? —refutó—. Ni que fuera un bebé.

Susurramos varias cosas al mismo tiempo, cada uno mostrando su desacuerdo con el otro..., hasta que lo silencié.

—Hay algo diferente en él —finalicé, y lo miré con severidad—, y tú lo notas, ¿verdad?

Nolan no dijo nada porque se esforzó en pensar cómo rebatir lo que acababa de soltarle, pero lo aparté unos pasos y lancé la pregunta en dirección al sofá:

—Ax —le llamé—, ¿puedes hablar como nosotros?

No emitió sonido alguno, se mantuvo callado y atento, y luego sus ojos se movieron por la sala con tanta precaución que entendí que no se sentía seguro allí.

Nolan y yo volvimos a crear un círculo de confidencialidad.

—¿Y si tiene algún impedimento? —sugirió él, gesticulando con las manos—. Por ejemplo, algunas personas autistas no hablan mucho, ¿no?

—Entonces sus padres lo deben de estar buscando —repliqué, y de nuevo le lancé otra pregunta—: Ax, ¿tienes padres?

No dijo nada.

Nolan se volvió con violencia hacia él, como si cuando repartieron la tolerancia y la paciencia, él hubiera decidido no estar presente.

—Ax, ¿has recibido un golpe por no responder como lo puede hacer cualquier tipo de tu edad? —le preguntó, amenazante.

—Nolan, por Dios, no le hables así... —Le pellizqué con disimulo.

Él apartó el brazo de mala gana.

—En realidad es lo más lógico que le hemos preguntado hasta ahora.

Me preparé para refutarle y él para contradecirme, pero de pronto el desconocido emitió un quejido ronco, agónico, que llenó la sala.

Nos volvimos hacia él, sobresaltados. Ax apretó la mandíbula con mucha fuerza y luego se arqueó unos centímetros sobre su cuerpo. A pesar de la mezcla de mugre y sangre que lo cubría, alcancé a ver que cada fibra de su cuerpo se tensó a causa de un dolor genuino.

Era la herida en el abdomen.

Debido al movimiento brusco, la herida sangró más. Me fijé en que él tenía un aspecto mucho peor que antes. Más pálido, más débil, más alarmante.

Ambos nos acercamos rápido y nos agachamos junto a él. En un primer momento, no supe qué hacer, ni dónde mirar, ni dónde poner las manos, así que las moví sobre él sin detenerme en ninguna parte hasta que solté:

—¡Hay que curarlo!

—Ah, sí, como llevo años estudiando medicina, claro que podemos curarlo... —ironizó Nolan, y de repente estalló en gesticulaciones nerviosas—: ¡¿Cómo diablos vamos a curar una herida así?! No sé hacer nada que no aparezca en tutoriales de YouTube, y no creo que ponerle una tirita lo solucione.

Respiré hondo para que él hiciera lo mismo, a pesar de que no éramos los heridos. Y luego, en busca de un plan, me incliné hacia delante por encima de Ax. Él intentó apartarse, pero se rindió al ver que no tenía posibilidades.

Observé mejor la herida. Era una raja larga y carnosa junto al ombligo. Estaba fresca e incluso lucía grotesca, pero se notaba que no era demasiado profunda y que la pérdida de sangre no era excesiva. Al menos no estábamos ante un órgano perforado o algo más grave.

—Ax, ¿con qué te hiciste esto? —intenté averiguar, pero, como debí suponer, no obtuve respuesta.

—Gracias, Ax, nos lo pones facilito —refunfuñó Nolan.

Puse mi cerebro a trabajar al máximo. Nosotros nunca nos habíamos hecho daño de esa forma, pero habíamos recibido unas clases de primeros auxilios cuando íbamos a secundaria. El problema era que la herida lograba intimidar.

—¡Un botiquín! —solté de repente—. Mamá tiene un enorme botiquín en su baño.

—Yo iré por él —se ofreció Nolan con rapidez.

Se levantó y corrió escaleras arriba hasta perderse.

Por su parte, Ax cerró los ojos y continuó luchando contra aquello que lo debilitaba. Debía de ser la herida, aunque me pareció que también le molestaba el hecho de que le doliera, de que no pudiera moverse con facilidad para alejarse de nosotros. Por la forma en que apretaba los dientes y hundía las cejas, quizá contenía tanto el dolor como el enfado. Pero, por más que se esforzara en estar alerta, era evidente que se encontraba mal. Se quejaba por lo bajo, se estremecía. Y a mí, siendo sincera, me dolía ver a alguien sufriendo así.

Desde la muerte de papá no sabía cómo reaccionar ante el sufrimiento ajeno. Yo era dura. Me consideraba una chica dura. Pero no era imposible que no te afectara ver a Ax tal como estaba: sus lesiones, lo mal que pintaba su cara...

Era alguien tan diferente y al mismo tiempo tan familiar.

Era un desconocido conocido. Fácilmente lo asociaba con esos animalitos enfermos que necesitaban un techo, pero no podían exigirlo a voces. Pero... ¿era por su estado? ¿Quizá por sus heridas? ¿O por esa mirada defensiva que tenía?

Nolan regresó agitado. Su pelo color miel estaba revuelto y tenía una expresión de frustración estampada en la cara. Se acercó y me ofreció el botiquín al mismo tiempo que se arrodillaba a mi lado.

—Ajá, aquí está. Pero ¿cómo le vamos a curar? Yo no tengo ni puta idea.

—Bueno, debemos... —dije, revisando el botiquín.

Había alcohol, yodo, algodón, hisopos, tiritas, antiséptico, cicatrizantes, ungüentos, antibióticos, vendas esterilizadas e incluso sutura, y no sabía en qué orden usar todo aquello, a pesar de que hasta un niño conseguiría hacerlo.

Sentí la cabeza embotada.

—No lo sé, Mack, la idea del hospital me parece la más adecuada —comentó Nolan, dudoso—. Solo podríamos empeorarlo...

—¡No! —gruñó Ax.

Fue tan inesperado como su reacción. Me arrancó el botiquín de golpe, se lo puso sobre el pecho y comenzó a rebuscar dentro.

Lo que hizo luego nos dejó estupefactos.

Abrió los frascos, los ungüentos y se los acercó a la nariz. Primero no entendí por qué rayos lo hacía, pero unos segundos después lo tuve claro: los olfateaba para... ¡para reconocerlos! Y no me equivoqué. Ax olió cada uno de ellos. Luego cerró unos y apartó otros. Sacó, guardó y descartó. Los elegidos los dejó a un lado: algo que tenía agua, un ungüento antibacteriano, sutura y vendas.

Entonces lanzó el botiquín al suelo y empezó a utilizar lo que había escogido.

Tuve que repetírmelo para creerlo: él mismo iba a curarse.

Comenzó a limpiar su herida sin un atisbo de duda. Sus dedos temblaban por la debilidad; sin embargo, su esfuerzo era admirable. De alguna manera, había reunido energía, como los guerreros que, a pesar de ser golpeados, lograban levantarse para seguir atacando, y se estaba atendiendo como si fuese su propio doctor.

En cierto momento abrió la caja de suturas, sacó una aguja de una bolsita y, para más sorpresa por nuestra parte, se suturó.

Nolan y yo observábamos la escena, anonadados. Solo podíamos seguir sus movimientos, oír sus quejidos cada vez que la aguja atravesaba la piel del abdomen, y esperar expectantes a que finalizara. En cuanto la piel quedó unida en una línea abultada con una forma de sutura no muy perfecta, cogió una venda esterilizada y limpió la sangre de toda el área que la rodeaba. Aplicó un ungüento, rompió una caja más grande de vendaje y, sin ningún tipo de ayuda, se envolvió el torso con ella.

Finalmente, lo dejó todo en el suelo, inhaló tan hondo que hizo una mueca de dolor y nos echó una mirada de advertencia al mismo tiempo que dijo en un tono de demanda:

—Aquí.

A Nolan y a mí nos pudo entrar una mosca en la boca abierta.

Nos miramos, perplejos, y nos levantamos del suelo con cuidado.

Ax se desplomó, exhausto, con el pecho agitado. Luego cerró los ojos mientras Nolan y yo nos alejábamos hasta la entrada de la cocina para formar un nuevo círculo de confidencialidad.

—Antes pensé que era estúpido y que su cerebro no funcionaba bien, pero ya no lo creo —confesó Nolan, aún asombrado—. A lo mejor no sabe hablar, pero sí que sabe curarse.

—Quiere quedarse aquí —susurré, alternando la vista entre Ax y Nolan—. ¿Por qué olió las cosas? —inquirí, intrigada, mirándolo de reojo con cierta... incomodidad—. Fue como ver una representación en vivo del chico ese de El perfume, pero menos grotesco.

—No lo sé, ¿lo normal no es leer las indicaciones? —replicó, pensativo, y después sacudió la cabeza, confundido—. ¿Por qué creo que la palabra «normal» no se le puede aplicar a este chico?

Lancé una posibilidad:

—¿Y si no sabe leer?

Nolan se pasó la mano por el cabello y volvió la cabeza para mirar a Ax, como si necesitara observarlo para convencerse de que lo que acababa de pasar había sido real.

—No sabe hablar, no sabe leer, pero sí sabe suturar una herida. Es muy lógico, sí —expresó, frustrado.

De acuerdo, no lo era. Todo era tan raro que comenzaba a abrumarme.

—No sé qué está pasando, Nolan —murmuré—. ¿Quién es este tipo? ¿Por qué tiene una foto de mi padre? ¿Venía a buscarlo?

Se encogió de hombros.

—Pues no creo que vaya a decírnoslo, pero podrías preguntarle a tu madre si lo conoce.

—Llega mañana por la tarde y lo primero que hará será llamar a la policía. No creo que sea la mejor opción...

Nolan se me quedó mirando. Me había mirado así muchísimas veces. Siempre lo hacía antes de que yo hiciera algo que a él no le parecía correcto.

—No... no estás pensando en dejarlo aquí, ¿verdad?

Seguro que ansiaba un «no». Y en verdad quise dárselo. Pero todo lo que estaba sucediendo era tan extraño, y yo necesitaba respuestas...

—¿Tienes alguna idea mejor? —le pregunté, porque sabía que no argumentaría nada bueno.

Pero si algo tenía Nolan Cox era respuestas para todo.

—¿Qué tal si hacemos lo que haría cualquier persona con dos dedos de frente? Lanzarlo a la calle y que vea cómo se las arregla —señaló con obviedad.

Fruncí el ceño.

—Pero eso no es algo que nosotros haríamos.

—No es lo que haríamos con animales —me corrigió con detenimiento—, con seres que en verdad necesitan ayuda y no nos pueden apuñalar mientras dormimos para llevarse todo lo que tenemos en nuestra casa.

Me crucé de brazos.

—¿Y cómo sabes que Ax no necesita ayuda?

—¿Cómo sabes tú que sí? —rebatió, desafiante.

Me pareció ridículo estar iniciando una pequeña discusión por eso, así que recurrí a una medida más... directa. Lo tomé por los hombros para girarlo y obligarlo a mirar a Ax.

—Míralo, Nolan, míralo —insistí—. ¿No notas cómo se aleja cuando nos acercamos? ¿Crees que alguien en ese estado puede hacernos daño?

Lo pensó con inquietud.

—Podría estar fingiendo —soltó.

Resoplé y giré los ojos. ¿Por qué rayos trataba de convencerlo? Era mi casa, y Ax podía quedarse si a mí me daba la gana. Ah, pero quería que Nolan me acompañara en esto. Teníamos ese poder de adivinar lo que pensaba el otro con tan solo mirarnos. No me cabía duda de que muchas cosas le pasaban por la cabeza, como que mi idea era una locura, cosa en lo que yo también estaba de acuerdo, pero Ax necesitaba ayuda y al mismo tiempo, por alguna razón, estaba relacionado a mi padre, y yo necesitaba saber por qué.

Intenté hacérselo entender con mi mirada, de nuevo suplicando un «no me dejes sola».

—Bien —aceptó finalmente con resignación y mala cara—. Déjalo aquí esta noche, pero no pegaré ojo. No pienso darle la oportunidad de que me apuñale veinte veces.

—Créeme, yo tampoco dormiré.

Cuando nos acercamos para decirle a Ax que podía quedarse en el sofá hasta mañana, ya se había quedado dormido con una mano sobre la venda del abdomen y la otra colgando hacia el suelo.

Así que empezamos una especie de vigilia.

Nolan decidió no separarse del cuchillo, y para que no nos quedáramos dormidos, subió a mi habitación a buscar el portátil. Al bajar, ambos colocamos dos pufs en la sala, ni muy lejos ni muy cerca del desconocido, para no perderlo de vista.

Abrimos Google y optamos por investigar un poco.

—Solo sabemos que crees que lo conoces y que se llama Ax —señaló Nolan con el portátil sobre las piernas—. Es un nombre rarísimo.

—Revisa mi vieja agenda —le sugerí.

Sí, ajá, en algún momento tuve una agenda con muchas cosas por hacer, pero ya era cuento pasado.

Nolan puso «Ax» en el buscador de la agenda.

Ninguna persona con ese nombre.

Luego escribió «Ax» en el buscador de Google.

No arrojó ningún resultado relevante.

—Ni siquiera es un nombre —se burló de manera nerviosa.

—Prueba a buscar si se escapó de su casa o algo —sugerí.

Nolan tecleó, pero al final no había nada sobre ningún chico llamado Ax. Ni una imagen, ni un perfil, ni una noticia. Bueno, era como si en internet no existiera.

—¿Sabes qué sería muy útil en estos casos para identificar personas? —preguntó Nolan, bastante serio.

Me entusiasmó que tuviera una buena idea.

—¿Qué?

—La policía.

Fruncí los labios y lo miré con dureza. Él desvió la vista hacia el cuerpo dormido de Ax. La sala adquiría otro ambiente con él allí, como si hubiera ocurrido algo horrible en una de las habitaciones y el causante se hubiera echado a descansar un rato.

—Nunca lo había visto —susurró—. ¿Acaso será de aquí? —De repente pareció aclarársele algo—. ¡Ajá! ¿Y si es eso? ¿Si no habla nuestro idioma?

—¿No habría intentado hablar entonces en su idioma? —pregunté de vuelta.

El triunfo desapareció del rostro de Nolan.

—Bueno, pues no.

Suspiré con agobio.

Nolan pensaba que mi actitud era estúpida, pero él no sabía lo impreciso que era lo que experimentaba al ver a Ax.

—Es... esa sensación de familiaridad —murmuré, observando a ese desconocido durmiendo en mi sofá—. Pero no logro ubicarlo.

Nolan formó una línea con los labios y me pasó el brazo por detrás de los hombros para acercarme a su pecho en un gesto de cariño y consuelo. También podía ser un amigo muy comprensivo.

—Mejor esperemos a mañana. Estará menos alterado, y le podremos hacer más preguntas —sugirió.

Aunque intentamos distraernos con Twitter y fotografías de Instagram, hubo un momento en el que Nolan se quedó dormido sin darse cuenta.

Conque no iba a pegar ni ojo, ¿eh?

En cualquier otra ocasión con cualquier otra persona en el sofá, lo habría despertado, pero aun siendo Ax un total desconocido y, por lógica, un posible loco que podía matarnos, no me sentía en peligro.

De hecho, pronto me descubrí deslizándome con sigilo desde el puf hacia el sofá.

Me agaché junto a él. Ax dormitaba igual que Nolan, tan profundamente que parecían muertos. En ese momento, el ritmo de sus respiraciones era sereno, casi coordinado, pero las diferencias entre ambos eran muchas.

Por ejemplo, estaba segura de que Nolan estaba soñando algo agradable, como que su madre le decía que había decidido aceptarlo tal como era; pero Ax..., ¿qué podía soñar Ax? Me daba la leve impresión de que nada bueno, porque tampoco debió de ser nada bueno lo que le había sucedido antes de llegar a mi jardín.

Esas cicatrices, esa herida, esa actitud... eran de alguien que había sido lastimado y que se había enfrentado a algún peligro.

Lo miré detenidamente para saciar mi curiosidad.

Su cabello me había parecido muy oscuro, pero tal vez tenía unos raros reflejos cobrizos, muy sutiles. Sus cejas, en cambio, eran puramente negras. No tenía ni una peca, ni un lunar visible. Más abajo se le notaba la clavícula. Sus hombros eran anchos. Su complexión era normal, pero había rastros de algún tipo de ejercicio frecuente.

No imaginaba ninguna historia acorde con su aspecto y su estado.

Parecía un chico normal.

Pero ¿cómo un chico normal terminaba cubierto de sangre, herido e incapaz de pronunciar más de cuatro palabras?

Llegué hasta sus pies. También tenían heridas y ampollas. La planta estaba enrojecida y la piel rasguñada y sangrante. ¿Había caminado descalzo? ¿Durante cuánto tiempo? No, caminado no, corrido... ¿Huyendo de algo? ¿De alguien?

Tomé las cosas del botiquín que habían quedado en el suelo y cogí unas vendas esterilizadas para limpiarle. Con sumo cuidado, deslicé y presioné una sobre las ampollas de la planta del pie para que no se le infectaran. Pero alcancé a limpiar muy poco porque de repente Ax se apoyó en sus codos, apartó el pie y soltó un gruñido.

Me miró, molesto, como si perturbara su espacio.

—Intentaba curarte las ampollas —me excusé—. No es para que me ladres, ¿sabes?

Una pequeña mancha de sangre se formó en la venda y volvió a tenderse, derrotado.

Me moví hacia un lado del sofá y él me siguió con sus peculiares ojos, alerta, desconfiado, e incluso listo para defenderse, aunque se le volviera a abrir la herida.

Si quería que me dijera algo, debía hacerle entender que no iba a atacarle.

—Puedes contarme lo que te sucedió, y prometo dejar que te quedes aquí —le susurré tratando de inspirarle confianza, y ofreciéndole refugio para ver si le sacaba información.

Ax ni siquiera movió los labios. Se mantuvo inexpresivo. Solo se oía su respiración.

—¿No quieres explicarme qué te ha pasado?

Ninguna respuesta.

—¿No puedes?

Cero respuestas.

—¿No... sabes cómo explicármelo?

—No —dijo, tan bajito y con la mandíbula tan apretada que apenas le escuché.

Me removí en mi sitio, repentinamente interesada, y los ojos de Ax siguieron hasta el más pequeño de mis gestos.

—De acuerdo, ¿cuántos años tienes, Ax? —pregunté.

Silencio total.

—¿Sabes cuántos años tienes?

—No.

—¿Sabes lo que es... tener años?

—No.

Guardé silencio un minuto para que no se sintiera tan abordado, aunque las dudas que ya tenía eran casi infinitas.

Entonces se me ocurrió algo más.

Cogí la imagen de mi padre que él había sacado de su bolsillo y se la mostré.

—¿Lo conoces? —inquirí, señalando la hoja.

—Aquí —se limitó a decir.

—¿Quieres hablar con él?

¡Ajá!

Ax trató de incorporarse con apremio, a pesar de que sus músculos se contraían por el esfuerzo. Detecté un brillo extraño en sus ojos, un remolino de emociones reflejado en aquellos iris. Sí estaba interesado en mi padre. Al menos era una vía que podía tomar.

—No puedes hablar con él, porque está muerto —le dije, y fue como si tratara de expulsar hierro por mis cuerdas vocales—. El profesor Godric murió hace un año.

Un leve pero significativo gesto arrugó su entrecejo.

Confusión.

Eso había en su cara: una genuina confusión.

—¿Sabes lo que es morir? —pregunté con apenas un hilo de voz.

Entonces Ax asintió lentamente con la cabeza.

—Ya te dije que él era mi padre —continué. Ax alternó la vista entre la imagen y yo, como si quisiera buscar similitudes entre ambos—. Me llamo Mack. Todo el mundo dice que me parezco mucho a él, así que, si viniste a buscarlo porque necesitas ayuda, yo te puedo ayudar de la misma forma que él lo hubiera hecho. Ax, ¿quieres que te ayude?

Permaneció en silencio como el resto de las veces. Creí que había vuelto a fracasar en mis intentos de hablar con él, y me pregunté mentalmente qué había hecho mal. Mi tono era amigable y permanecía quieta para demostrarle que no era una amenaza.

Pero Ax entreabrió los rosados labios y pronunció con mucha claridad:

—Sí, aquí.

Una sensación de entusiasmo me atenazó, pero traté de disimularla.

—Bien, Ax, lo haré, voy a ayudarte. Solo dime una cosa: ¿tienes algún tipo de identificación?

No dijo nada. Esperé y esperé, pero no obtuve ninguno de sus monosílabos. Por un instante volvió la vista hacia la imagen de mi padre y luego la fijó en mí con curiosidad.

Entonces se me ocurrió algo. ¿Y si realmente no tenía idea de lo que le preguntaba? ¿Y si en verdad no sabía qué responder? Cada gesto que hacía parecía auténtico, a pesar de su aspecto terrorífico.

—Ax, ¿sabes quién eres? —le pregunté con detenimiento.

Y su respuesta fue sorprendente:

—No.

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4

Hay que averiguar qué pasa sin importar

a qué idea estúpida recurramos para lograrlo

«Ayer, alrededor de las 10 horas 50 minutos un apagón oscureció una cuarta parte del pueblo. Según los trabajadores de la central hidroeléctrica estatal, fue causado por una pequeña explosión de fusibles. Sin embargo, el problema logró resolverse rápido al sustituir...»

Nolan apagó la televisión que transmitía el canal local y se volvió hacia mí.

—Sabe que se llama Ax, pero no sabe quién es —dijo, resumiendo lo que le había contado sobre mi conversación a solas con el desconocido, como si estuviera exponiendo un tema ante una clase—. Es como si yo supiera que me llamo Nolan, pero no supiera que Nolan es un chico que aún no ha escogido una universidad y que es una vergüenza para su madre.

Se paseó pensativo por la cocina, sosteniendo una taza de café recién hecho. Sus pantalones de pijama tenían algunas manchas de sangre seca, pero aún no se había dado cuenta de eso. Había amanecido hacían un par de horas. El cielo estaba nublado y el ambiente, frío. Era sábado y seguíamos con la incertidumbre de qué hacer con Ax antes de que mi madre llegara de su conferencia en Seúl.

—No, él sabe que se llama Ax, pero no sabe su apellido, su edad ni de dónde viene —le corregí. Tomé un sorbo de café y luego exhalé—. Y yo tampoco me decido por lo de la universidad. Mamá me permitió tener un año sabático tras la muerte de papá, pero ahora debo tratar de encajar en algún sitio...

Nolan soltó una risa irónica.

—Eso de encajar no va con nosotros —comentó entre dientes—. Es una auténtica estupidez.

—Tenemos que intentarlo —le dije—. De nuevo.

Hubo un tiempo en el que Nolan y yo éramos cool. Cool de verdad, como toda la gente de Hespéride, la urbanización privada en la que vivíamos. Íbamos a fiestas, conocíamos a muchas personas, recibíamos muchas llamadas e invitaciones a eventos, no nos preocupábamos por nada más que hacer desastres o gastar dinero. Pero prefería no pensar en cuántas veces habíamos tratado de volver a ser eso sin conseguirlo. Graduarnos en secundaria había sido genial, pero también fue dar un paso al vacío. Nos habían sucedido cosas horribles que lo cambiaron todo. Ahora no sabíamos qué hacer, adónde ir o cómo definirnos. Y era agotador. El pasado nos pesaba tanto... Ya no éramos los mismos.

—Bien, dejemos los problemas existenciales para más tarde —suspiró Nolan—. ¿Qué vamos a hacer con Carrie?

—¿Carrie? —repetí.

Nolan reprimió una sonrisa friki.

—Sí, es que nos lo encontramos cubierto de sangre y mirándonos con los ojos muy abiertos... —Se mordió el labio inferior con emoción—. Me recuerda a Carrie de Stephen King.

De acuerdo, aquello me hizo reír.

Ambos nos apoyamos en la isla de la cocina, casi en un movimiento coordinado. Desde allí se podía ver la sala, así que observamos un momento a Ax. Seguía dormido en el sofá desde la noche anterior. Se le había salido una pierna y la sangre ya se le había secado en la piel.

—Bueno, sí que debemos admitir una cosa —comentó Nolan de repente sin apartar la vista de él—. Aun con las capas de mugre y sangre, es guapo.

Le golpeé el hombro con el mío.

—Ya tardabas en decirlo.

Me devolvió el golpecito con el hombro.

—¿Así que tú también te habías dado cuenta?

—No es algo que se pueda ignorar —musité con la taza a pocos centímetros de los labios.

—Está bueno —concluyó Nolan, ladeando la cabeza—, y esos ojos le dan un aire intrigante y misterioso.

—¿Y eso de que podía apuñalarte veinte veces? —le recordé en tono de burla.

Una sonrisita juguetona se formó en su rostro.

—Bueno, nunca dije con qué.

—¡Dios, podría ser un muchacho con problemas! —exclamé, reprimiendo las risas.

Sostuvo su opinión con indiferencia:

—Aun así, no deja de estar muy bueno.

Casi se me sale el café por la nariz. Ahogué una carcajada y de inmediato me puse seria.

—Joder ya, no importa si es feo, guapo o lo que sea. No puedo echarlo a la calle así. Venía a buscar a mi padre y quiero saber por qué. Eso es todo en lo que debemos concentrarnos.

Tomamos un largo trago del humeante café, hasta que de golpe me acordé de algo y casi me atraganté.

—¡Dios mío! ¡Qué tontos somos! —exclamé después de toser y recuperarme—. ¡Podemos averiguar quién es!

Él se interesó rápidamente por mis palabras.

—¿Cómo?

—¡Tu hermano!

El interés se esfumó de su rostro, y fue él quien se puso muy serio esa vez.

—No. Definitivamente no, Mack. No.

Lo miré suplicante.

—Pero es agente de policía.

—Por esa misma razón, no —sostuvo, negando—. Si no llamamos a la policía anoche, ¿qué le vamos a decir a mi hermano ahora?

Resoplé e hice un gesto con la mano para volver a apoyarme en la isla.

—No seas estúpido, no le vas a decir nada.

Ceñudo, parpadeó con rapidez y me miró como si estuviera loca.

—¿Disculpa? ¿Tu idea es peor de lo que pienso?

Dejé la taza de café sobre la isla y suspiré.

—Podrías buscar información sobre Ax en su portátil —le expliqué—. Todavía me acuerdo de cuando hicimos una fiesta de pijamas en tu casa y descubrimos que tenía instalado el programa informático de la policía.

Nolan negó con la cabeza y tensó la mandíbula. Sabía muy bien que él no se llevaba bien con su hermano, que apenas hablaban porque él prefería evitarlo, que su relación era igual de complicada que la que tenía con su madre, pero tener acceso a un sistema policial nos podía dar muchísimas respuestas.

—Eso que viste fue a los quince años —dijo—. Ahora toda la información la tiene en su oficina de la comisaría, no guarda nada en nuestra casa.

La idea sonó muy simple de mi boca:

—Entonces irás a la comisaría.

—Nunca voy a verlo a la comisaría —refutó con obviedad.

—Bueno, dile que es el día de llevar a su hermanito al trabajo o algo así.

En su rostro había desaprobación total.

—Esa idea es estúpida. Es mala y muy estúpida.

—Bien, iré yo.

Exhaló, evidentemente molesto.

—Si lo haces, la vas a cagar —me advirtió.

—Más vale intentarlo y cagarla, que cagarla sin haberlo intentado —dije, encogiéndome de hombros.

Nolan tenía la cara contraída, tipo «a ti te falla todo el sistema operativo cerebral».

—¡Eso no tiene sentido! —exclamó. Se frotó el rostro con frustración y suspiró—. De acuerdo, intentaré ver qué puedo hacer, pero no prometo nada.

Sonreí ampliamente y le di un fraternal e inocente beso en los labios, como solíamos hacer siempre en momentos importantes o de celebración o de manipulación para lograr calmar las aguas... Pero era demasiado natural para nosotros, sin ningún significado emocional, solo un cariño puro.

Él giró los ojos.

—Solo necesitamos información sobre cualquier Ax —le dije para demostrarle que no sería muy complicado—. No creo que haya muchas personas llamadas así.

Unos veinte minutos después, logré convencer a Nolan de que fuera a ocuparse de eso. Le pedí que me mantuviera informada de sus pasos y que volviera en cuanto averiguara algo. Y aceptó de mala gana. No quería dejarme a solas con Ax, pero ya no me cabía duda de que no me haría daño.

Cerré la puerta tras despedirme de Nolan. En cuanto volví a la sala vi que Ax estaba de pie frente al ventanal, muy quieto. Con toda esa luz se veía aún más alto y las manchas de sangre aún más rojas. Los rayos de sol que venían desde fuera resaltaban los reflejos cobrizos en su cabello, y sus brazos tenían un aspecto poderoso. Su único ojo claro se veía casi transparente. La venda que le envolvía el abdomen tenía una gran mancha de sangre. Parecía un soldado que acababa de llegar de una mortífera batalla.

Me pregunté cómo podía estar parado teniendo esas ampollas en los pies, pero no había ni una mueca de dolor en su rostro. Lo más raro era que la sombra que proyectaba en el suelo era tan oscura y espesa que resultaba intrigante, como diferente a una normal. Volví un poco la cabeza para ver la mía, pero mis ojos se detuvieron primero en el sofá.

Mierda.

Había manchas de sangre en los cojines.

En los impecables cojines de mi madre.

Si ella veía eso...

No. Traté de pensar en algo rápido hasta que se me ocurrió darles la vuelta para ocultarlas. Corrí hacia el sofá.

—Escucha, Ax —le dije mientras giraba los enormes cojines—. Mi madre y yo vivimos aquí, y no creo que ella acepte que te quedes con nosotras, sobre todo porque no sabemos nada de ti.

No respondió.

Se apartó del ventanal y, como si no le hubiera dicho una sola palabra, comenzó a caminar por la sala mirándolo todo, desde el suelo hasta el techo. No entendí su curiosidad, pero fue una conducta interesante porque examinó las esquinas y las puertas como si esperara encontrar algo. En su mirada había expectación y cautela. Por un momento fue divertido verlo sobresaltarse al darse cuenta de que se le había olvidado revisar un rincón. Pero en verdad no comprendí qué creía que encontraría.

Cuando ya no tuvo más que explorar en la sala, continuó hacia la cocina. Lo seguí. Admiró el suelo de mármol, la isla, los estantes, la estufa, y entonces se detuvo cerca de los cuchillos. Reaccioné rápido y metí la mano en mi bolsillo en busca del móvil por si acaso debía hacer una llamada de emergencia, pero él los ignoró y decidió ir hasta el refrigerador. Palpó la superficie como si no supiera qué demonios era, y en cuanto descubrió cómo abrirlo contempló el interior, inexpresivo.

Se inclinó hacia delante y empezó a coger cualquier cosa para abrirla y olfatearla.

—¿Tienes hambre? —le pregunté.

Él se interrumpió con el kétchup en la mano.

Su expresión fue de cierta confusión.

—Hambre —repetí, abrí mi boca y la señalé—. Comida. ¿Quieres comida? —Asintió con la cabeza—. De acuerdo. Te prepararé algo.

Se apartó cuando me acerqué, mirándome con curiosidad y desconfianza. Quise decirle que la que debía estar asustada y recelosa por tener a un desconocido en mi cocina era yo, pero su actitud era tan curiosa que quería captar cada uno de sus gestos.

Hasta ahora solo tenía una observación clara: era como un animal, uno que necesitaba reconocer olores para saber si algo era seguro o no.

—Puedes sentarte a esperar —le sugerí mientras sacaba jamón, queso y tomates del refrigerador para un sándwich. —Volví la cabeza para mirarlo. Seguía de pie detrás de mí, desconcertado—. Siéntate, Ax —aclaré—. ¿Sabes? Siéntate.

Fue incómodo, porque de inmediato se agachó para sentarse en el suelo, tal y como si le hubiera dado una orden a un perro.

—No, no —me apresuré a decir—. En una silla, no en el suelo. —Señalé uno de los bancos en la isla—. Allí. Silla. Las personas usan sillas.

Estudió la silla y luego se dirigió a ella. Se sentó y miró hacia abajo, examinando lo que acababa de hacer.

Coloqué los ingredientes frente a él y comencé a preparar el sándwich, alternando la vista entre mis acciones y las suyas. Ax observaba el jamón y el queso con unas ansias chispeantes, como si jamás hubiera visto algo tan apetecible, y estudiaba los movimientos de mis manos con una curiosidad genuina.

Así que ese tipo de órdenes simples como «siéntate» las procesaba rápido...

Interesante.

—¿Nunca te has comido un sándwich? —pregunté, tratando de iniciar una conversación.

Alzó la vista y luego volvió a centrarse en el pan.

Sabía que no aclararía ninguna de mis dudas, así que cogí el mando del televisor que colgaba en una de las paredes y lo encendí.

Mala idea.

En cuanto aparecieron las noticias, Ax saltó del banco como si le hubieran gritado «¡fuego!». Cogió uno de los cuchillos que había sobre la isla y, en una posición de defensa, miró hacia todos lados, buscando el origen del sonido.

Retrocedí hasta que choqué con la encimera. Por un microsegundo sentí que iba a atacarme, que finalmente había dejado de fingir para hacer lo que había venido a hacer: matarme. Pero no se dirigía a mí, no me apuntaba a mí, sino a la nada, a todo, a algo que no sabía qué era.

—Ax... —dije, con el corazón acelerado, aferrada a la encimera—. Ax, es la tele —le expliqué, y la señalé—. La televisión. Mira. Mira allí.

Su pecho subía y bajaba con violencia. Sus ojos estaban muy abiertos, atentos, dispuestos. Sostenía el cuchillo con una firmeza amenazadora. No tuve duda de que era capaz de usarlo. Había una destreza fiera en su postura, en su expresión, en cómo cerraba la mano sobre la empuñadura.

Si alguien se acercaba en ese momento a él, recibiría un cuchillazo, incluida yo.

—Mira la televisión, Ax —volví a decir.

Él dudó. Intentó voltear, pero luego se arrepintió. Estuvo así unos segundos hasta que su atención se centró en el aparato. Una mujer rubia de la CNN estaba hablando de política.

—Solo es eso. No es nada peligroso —añadí, nerviosa—. Están en un estudio, alguien los graba y nosotros vemos la transmisión. Esa mujer está a kilómetros de aquí. Lejos, muy lejos. Es una periodista.

Lo estudió como un cavernícola estudiaría el fuego recién descubierto: temeroso pero fascinado.

Así que jamás había visto una televisión.

Bajó el cuchillo con lentitud y me miró como si quisiera compartir su descubrimiento conmigo.

—Sí, es muy interesante la tele —le dije, y me esforcé por regalarle una sonrisa.

Frunció ligeramente el ceño cuando notó que estaba asustadísima. Mi temor lo confundió. Comprendí que si quería tranquilizarlo debía tranquilizarme.

Tragué saliva y di un paso adelante. Temblaba un poco, pero cogí de nuevo el pan y comencé a untarle mayonesa como si nada. No levanté la vista, pero supe que reconoció mi acto de indiferencia. Un segundo después, dejó el cuchillo sobre la isla y volvió a sentarse en el banco.

Exhalé en silencio.

Terminé de preparar dos sándwiches y los puse en un plato. Lo deslicé hacia él sin soltarlo, y apenas extendió la mano con desespero para cogerlos, lo aparté.

—Un momento —le dije. Él me miró, cauteloso—. Quieres comer, ¿no?

Asintió con la cabeza.

—Yo también quiero algo. ¿Qué tal si hacemos un intercambio? Respondes lo que te voy a preguntar y te doy la comida. ¿Sí?

Ax se lo pensó.

Miró el plato con los sándwiches y luego me miró a mí con los ojos entornados, como si se debatiera entre confiar o no. Repitió el gesto un par de veces más hasta que detecté una intención positiva.

Iba a aceptar. Lo convencería.

Sus labios se entreabrieron para responder, pero en ese preciso momento una voz femenina llenó la estancia:

—¡Mack! ¡Ya he llegado!

Me quedé pasmada.

Mier-da.

Era mi madre.

Había llegado cinco horas antes.

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5

—Toc, toc.

—¿Quién es?

—¡La persona que sí va a avisar a la policía!

Escuché las llaves cayendo sobre la mesita junto a la puerta.

Ax volvió la cabeza en un microsegundo como un robot que acababa de detectar un sonido inesperado. Temí que reaccionara como con el televisor, pero su movimiento fue precavido e interesado, como si la voz le causara curiosidad.

Mi cerebro procesó la situación de golpe: Ax estaba sucio, ojeroso, rasguñado, herido y, lo peor, cubierto de sangre seca. El olor que expedía se percibía a distancia. Parecía un completo demente salido de una película de terror. Si mi madre lo veía, tendríamos un problema de proporciones colosales.

Debía sacarlo de allí. Rápido.

Pensé. Mi casa era tan grande que ella tenía que pasar por el pasillo para llegar a la cocina. Es decir, que, si no me quedaba como una tonta ahí parada, podía esconder a Ax.

—Ax, escúchame —le susurré, mirando hacia la entrada de la cocina con nerviosismo—. Tienes que esconderte. Si quieres quedarte aquí, mi madre no debe verte, ¿entiendes? ¿Lo entiendes? Si te escondes, te quedas. Si te dejas ver, mi madre te entregará a la policía.

Más claro no pude decírselo, y de otra forma de seguro no lo habría entendido. Su respuesta fue inmediata: un asentimiento de cabeza.

Era todo lo que necesitaba.

Rodeé la isla, cogí a Ax por la muñeca y atravesamos la entrada más cercana que daba a la sala de estar. Allí pegué el oído a la pared para tratar de escuchar. Si algo caracterizaba aquella enorme casa, era que cada habitación se conectaba con otra, así que debíamos ser en extremo cuidadosos.

Podía escuchar los tacones de mamá resonando por su adorado suelo de mármol mientras avanzaba por el pasillo.

—¿Mack? —me llamó.

Mi madre llegó a la cocina. Ax y yo nos deslizamos hacia un lado. Ella caminó cerca del refrigerador, justo por detrás de la única pared que nos separaba. Entonces aproveché para movernos en dirección al pasillo.

—¿A qué demonios huele aquí? —se quejó mamá—. ¿Mack? ¡¿Qué has hecho?!

Mis latidos aumentaron su ritmo. Por precaución, me llevé el índice a la boca y le hice un «chisss» a Ax. Él me miró de reojo y se mantuvo quieto. Al mismo tiempo, los tacones de mi madre se movieron hacia la sala mientras ambos regresábamos agachados a la cocina.

Pasamos ocultándonos gracias a la isla, mirando hacia atrás. La escuché moverse al otro lado, tratando de encontrarme. Si nos levantábamos un poco, sería capaz de vernos, pero continuamos en cuclillas hacia la puerta de cristal que daba al jardín.

Con sumo cuidado y una lentitud casi desesperante, quité el seguro para abrirla. Sonó un clic y de inmediato los tacones de mamá reanudaron su marcha. Abrí la puerta, la atravesamos y la cerré con rapidez.

Conduje a Ax a través del jardín, aún sin cantar victoria. Mi primera idea había sido meterlo en el sótano, porque creí que tendría tiempo de prepararlo, pero ahora la única opción viable era la casa de la piscina.

Por primera vez en mi vida agradecí vivir en un lugar tan grande.

Seguimos el caminillo que daba a la casita. Lo bueno era que estaba a una distancia considerable de la casa principal, que no tenía ventanales y que una formación de arbustos repletos de flores la rodeaban ocultándola.

Llegamos hasta ella, abrí la puerta y metí a Ax allí. Él estaba totalmente desconcertado, pero también alerta.

—Iré a saludar a mi madre para que no sospeche nada —le expliqué. Sus ojos se fueron desde mi rostro hacia el techo, desde el techo hacia mí, y desde mí hacia las paredes—. Volveré rapidísimo. Tienes que quedarte aquí. No salgas. No hagas ruido. Nada. Espera a que regrese, ¿sí? Si sales, ella llamará a la policía. No intentes salir. Solo... escóndete.

Esperé un asentimiento, pero en cuanto mi madre gritó:

—¡Mack! ¡¿Es que tienes los auriculares puestos?! ¡Que vengas ya mismo!

Supe que no podía esperar más. Había un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que la situación terminara mal por una cosa o por la otra. Ax podía actuar de forma inesperada y joderlo todo, pero tenía que arriesgarme.

Cerré la puerta de la casita de la piscina y corrí de nuevo hacia la casa grande. Antes de entrar en la cocina, inhalé hondo para calmarme.

—Eh —saludé con ánimo al tiempo que cruzaba la puerta como si nada, como si no tuviera a un desconocido escondido a solo unos metros de distancia.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué huele tan mal? —preguntó ella rápidamente.

Dejó unas bolsas con nombres de diseñador sobre la isla, y de inmediato me repetí sus datos en la mente. Considerando lo defectuosa que era mi memoria, a veces temía olvidar quiénes eran las personas que me rodeaban.

Así que mi madre era Eleanor Cavalier.

Edad: cuarenta y uno.

A simple vista, era la mujer de siempre: alta, voluptuosa, con una adorada colección de faldas de tubo, cabello largo de color azabache y las mejillas redondeadas y contorneadas. Ya no había muchas similitudes entre nosotras. Compartíamos los labios curveados y la nariz recta, nada más. Ella era todo maquillaje, ropa y perfumes, y yo ahora era..., bueno, simple existencialismo: sudaderas, camisetas...; casi un ente contrario.

Llevaba cinco días sin verla. Se suponía que nada cambiaba en ese corto periodo de tiempo, pero con cada viaje que hacía, a su regreso, mi madre parecía una persona distinta.

—No he sacado la basura desde hace días —dije, tratando de sonar lo más convincente posible. Aproveché entonces para cambiar de tema muy rápido—: ¿Qué tal Seúl? ¿Es cierto que no puedes mirar a los empresarios a los ojos?

Su expresión se suavizó. Desconfiar de mí no entraba en sus prioridades.

—Fantástico, logré firmar un nuevo proyecto, y sí que los miré a los ojos —informó, y deslizó las bolsas hacia mí—. Me dio tiempo de hacer unas compras y me vine rápido. Tengo que comenzar a trabajar ya mismo. Pero mira, te he traído algo de la colección de temporada.

—Genial, me lo probaré todo —mentí. En realidad, tenía toda la ropa que me regalaba colgada en el armario desde hacía mucho—. Gracias.

Ella miró el plato de sándwiches.

—¿Desayunas a esta hora? —me amonestó—. Sabes que no me gusta que comas a deshoras...

—Ah, no, es que Nolan ha estado aquí... —me apresuré a decir—, y ya sabes que come como por diez. Luego su madre lo llamó y tuvo que irse antes de terminarlos.

Asintió.

Después hubo un silencio en el que ella se dedicó a revisar su teléfono.

Los silencios eran comunes entre nosotras desde la muerte de papá.

—Estuve en el jardín —dije.

Ella elevó la mirada y sonrió.

—Eso es un gran avance.

Desde la muerte de mi padre tampoco pisaba el jardín, y al hacerlo había encontrado a un extraño ensangrentado que no decía más de cuatro palabras. Pero, claro, eso no iba a decirlo ni loca.

—Y está todo muerto —añadí—. Se puede hacer un ritual satánico allí.

—No piensas hacer uno, ¿o sí? —bromeó ella.

—Creo que hay que... arreglarlo —me atreví a decir.

Desvié la mirada y pensé en lo genial que era el mármol.

—Bueno, sabes que puedes contratar a alguien si quieres —dijo mamá.

Sabía que su mirada estaba fija en el móvil.

—Sí, quizá lo haga.

Otro silencio.

Pasé el dedo por los dibujos del mármol.

—¡Bien! —dijo ella, y me dedicó una sonrisa condescendiente—. Estaré en el estudio. Pruébate la ropa. Más tarde hablaremos de la universidad.

—De acuerdo.

—Y saca esa basura —añadió en tono de orden—. Huele como si hubiera un cadáver en la alacena.

Se alejó haciendo resonar los tacones. Su estudio se encontraba en la última planta de la casa y, cuando se metía en él, no salía ni aunque se estuviera incendiando medio país. Aguardé unos segundos por precaución, luego cogí el plato con los sándwiches y salí apresurada al jardín.

Esperaba que Ax todavía estuviera en la casita. Al igual que Nolan, yo tampoco sabía si se le podía aplicar la palabra «normal», por lo que era probable que se hubiera escapado al tener esa oportunidad perfecta, para así no tener que responder a nuestras preguntas.

De pronto me sentí algo nerviosa.

Bueno, no podía hacer nada en caso de que se hubiera largado, pero entonces sería como perder todas las posibilidades de aclarar mis dudas.

Sería como perder de nuevo una respuesta y caer en ese constante vacío que había en mi mente cuando trataba de recordar ciertas cosas.

Abrí la puerta de la casita y entré echando un vistazo.

Aferré el plato con fuerza.

Ax no estaba.

Fue extraño entrar de nuevo en la casita de la piscina.

Como volver al sitio donde tuviste un accidente que te dejó grave.

Como volver a hablar con alguien que te hizo daño.

Como rascar la costra de un rasguño que intenta sanar. Más de doce meses sin pisarla. Eso llevaba. Es decir, que durante todo un año había dejado de hacer muchas cosas por miedo a que me lastimara el hecho de que en el pasado me habían hecho feliz y ya no lo harían jamás. Retomar algo, pasar de pausa a play, era raro. Sin duda habría echado a correr de no ser por el asunto de Ax, pero él ahora no estaba por ningún lado.

La casita era más o menos grande: dos pisos, suelo de madera, acogedora, bien equipada con cocina, nevera, televisor y calefacción. Cualquiera podía vivir a gusto allí. Solo que allí no vivían más que el polvo y unas escalofriantes telarañas de recuerdos.

—¿Ax? —le llamé.

No había ni rastro de él en la salita ni en la cocina que formaba parte del mismo espacio.

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