1
BRYNN
—¿Cuál es tu crimen favorito?
La chica que está sentada a mi lado en la amplia zona de recepción lo pregunta en un tono tan animado y exhibe una sonrisa tan radiante que estoy segura de haberla oído mal.
—¿Mi qué favorito? —pregunto.
—Tu crimen —contesta, todavía sonriente.
Vale. La he oído bien.
—¿En general o…? —la tanteo.
—Del programa —dice con una nota de impaciencia en la voz. Con razón. Debería haberla entendido a la primera, teniendo en cuenta que estamos en las oficinas provisionales de Móvil.
Intento recuperar la compostura.
—Ah, sí, claro. Es difícil elegir uno. Son todos tan… —¿Cuál es la palabra correcta en este caso?—. Interesantes.
—Yo estoy obsesionada con el caso Story —dice y, ¡bum!, allá va. Me alucina la cantidad de detalles jugosos que recuerda de un programa que se emitió hace más de un año. Es toda una experta en Móvil, a la vista está, mientras que yo acabo de aterrizar en la crónica negra. A decir verdad, no esperaba conseguir una entrevista para estas prácticas. Mi solicitud fue… poco convencional, por decirlo de manera suave.
La desesperación infunde valor y tal.
Hace menos de dos meses, en octubre de mi último año de secundaria, mi vida discurría según lo planeado. Vivía en Chicago, era la jefa de redacción del periódico escolar y había solicitado plaza por adelantado en la universidad de mis sueños, la del Noroeste. Dos de mis mejores amigas pensaban quedarse también en la ciudad y soñábamos con alquilar un piso juntas. Y entonces se encadenó una sucesión de desastres. Me despidieron del periódico, me pusieron en la lista de espera de la universidad y mis padres me informaron de que la empresa en la que trabaja mi padre lo trasladaba de nuevo a la sede central.
Y eso implicaba volver a mi ciudad natal, Sturgis, en Massachusetts, y mudarme a la casa que mis padres le habían alquilado a mi tío Nick cuando nos marchamos. «Será un nuevo comienzo», me dijo mi madre, olvidando muy oportunamente que hace cuatro años yo estaba desesperada por largarme de allí.
Desde entonces busco por todas partes unas prácticas que animen a la Universidad del Noroeste a reconsiderar mi solicitud. Las diez primeras notas de rechazo no eran más que cartas modelo, breves e impersonales. Nadie tenía las narices de decirme lo que pensaba en realidad: «Querida señorita Gallagher: Habida cuenta de que su artículo más visitado como jefa de redacción del periódico escolar era una colección de fotos con toda clase de penes, no la consideramos una candidata apta para este puesto».
Hablando claro, yo no seleccioné ni publiqué las fotos de las pollas. Solo soy la pringada que no echó la llave a la puerta de la redacción y olvidó cerrar sesión en el portátil principal. Pero da igual, porque mi nombre figuraba en la firma del artículo que fue reenviado mil veces y que finalmente acabó en BuzzFeed con el titular «Escándalo escolar en Chicago: ¿travesura o pornografía?».
Ambas cosas, obvio. Después de siete rechazos corteses, se me ocurrió que, si algo así aparece en la primera entrada de Google al introducir tu nombre, no tiene sentido tratar de esconderlo. Cuando me presenté para las prácticas de Móvil, opté por una táctica distinta.
La chica que tengo al lado sigue hablando. Se ha enzarzado en un análisis exhaustivo hasta la saciedad de la saga familiar de los Story.
—¿Dónde estudias? —me pregunta. Viste una cazadora de motorista muy chula con una camiseta de motivos gráficos y vaqueros negros, y me consuela que llevemos indumentarias parecidas—. Yo estudio segundo en Emerson. Un grado en Comunicación Audiovisual con mención en Periodismo, pero es posible que me cambie.
—Yo todavía estoy en el instituto —le digo.
—¿En serio? —Abre los ojos como platos—. Vaya, no sabía que los alumnos de instituto pudieran optar a estas prácticas.
—A mí también me sorprendió —confieso.
Móvil no formaba parte de la lista de lugares posibles para hacer prácticas que confeccioné con ayuda de mi antigua asesora académica. Mi hermana de catorce años, Ellie, y yo nos topamos con esta posibilidad cuando inspeccionamos Boston.com. Antes de que buscáramos Móvil en Google, no sabía que la presentadora, Carly Diaz, se había mudado temporalmente a Boston desde Nueva York para estar cerca de un progenitor enfermo. Móvil no está en boca de todos precisamente, pero es un espacio de crónica negra atrevido y con gancho. Ahora mismo el programa se emite desde una pequeña emisora de televisión pública, pero corren rumores de que alguna de las grandes plataformas le ha echado el ojo.
El artículo del Boston.com se titulaba «Carly Diaz marca y rompe sus propias reglas» e iba acompañado de una foto de ella enfundada en una gabardina rosa fucsia y plantada con los brazos en jarras en mitad de Newbury Street. No parecía de esas personas que te mirarían mal por un descalabro público; más bien de esas que te animarían a asumirlo con orgullo.
—Así pues, ¿trabajas para el periódico de tu instituto? —pregunta la chica.
Eso, tú hurga en la herida, chica de Emerson.
—No, en la actualidad, no.
—¿Ah, no? —Frunce el ceño—. Entonces ¿cómo…?
—¿Brynn Gallagher? —me avisa la recepcionista—. Carly quiere verte.
—¿Carly? —Los ojos de la chica de Emerson se agrandan y yo me pongo de pie a toda prisa—. Qué fuerte. No sabía que hiciera entrevistas en persona.
—Que sea lo que tenga que ser —digo. De repente, la chica de Emerson y sus interminables preguntas se me antojan territorio seguro y le sonrío como si fuera una vieja amiga mientras me cuelgo la mochila al hombro—. Deséame suerte.
Me dedica un gesto de ánimo con los pulgares hacia arriba.
—Tú puedes.
Sigo a la recepcionista por un pasillo corto y estrecho a una gran sala de reuniones con ventanales del suelo al techo que dan a Back Bay. Pero no me puedo concentrar en las vistas porque Carly Diaz se levanta de su silla en un extremo de la mesa con una sonrisa megarradiante y me tiende la mano.
—Brynn, bienvenida —dice.
Estoy tan aturullada que casi le respondo diciendo «de nada», pero me muerdo la lengua justo a tiempo.
—Gracias —digo, estrechando su mano—. Es un placer conocerla.
La palabra «inmensa» acude a mi pensamiento, aunque Carly sería minúscula de no ser por sus tacones de diez centímetros. Sin embargo, irradia energía, como si estuviera iluminada por dentro. Su cabellera oscura es abundante y lustrosa hasta extremos imposibles, lleva un maquillaje impecable y luce un vestido tan sencillo pero elegante que me entran ganas de tirar a la basura todo mi guardarropa y empezar de nuevo.
—Por favor, siéntate —dice Carly a la vez que se acomoda de nuevo en la silla. La recepcionista vuelve discretamente al pasillo—. Sírvete una bebida, si te apetece.
Hay vasos de cristal delante de nosotras, flanqueando una jarra llena hasta el borde de agua con hielo. Sopeso una sed desdeñable contra la potente posibilidad de derramarme por encima el contenido de la jarra o, aún peor, sobre el portátil que descansa delante de Carly.
—No, gracias, estoy servida.
Carly entrelaza las manos sobre la mesa y yo me fijo al instante en los anillos. Hay uno en casi cada dedo, todos atrevidos diseños de oro macizo. Lleva las uñas pintadas con esmalte rojo oscuro, cortas, aunque la manicura es perfecta.
—Muy bien —dice con una sonrisa—. Sabes por qué estás aquí, ¿no?
—¿Para una entrevista? —pregunto, esperanzada.
—Claro. —La sonrisa se hace más amplia—. Hemos recibido casi quinientos currículums para estas prácticas. La mayoría de universitarios y graduados de la zona, e incluso unos cuantos de personas dispuestas a mudarse para poder disfrutar de esta oportunidad. —Me da un pequeño vuelco el corazón mientras añade—: Es difícil destacar cuando hay tanta competencia, pero debo reconocer que nunca me había topado con una solicitud como la tuya. Una productora del programa, Lindzi, la vio y me la reenvió de inmediato.
Carly pulsa una tecla del portátil, lo vuelve hacia mí y… ahí está. Mi e-mail, las diez palabras, de la primera a la última. «No es mi mejor trabajo —escribí, junto con un enlace al artículo sobre las fotos de los penes de BuzzFeed—. Gracias por tenerme en cuenta».
Noto un calorcillo en las mejillas cuando Carly comenta:
—Con este e-mail conseguiste varias cosas interesantes. En primer lugar, hiciste que me riera a carcajadas cuando pinché el enlace. Luego me puse a buscar artículos que sí hubieras escrito tú, porque no te habías molestado en incluir ninguno. Dediqué quince minutos de un día muy ocupado a investigarte en la red. —Se recuesta en la silla con los dedos unidos debajo de la barbilla y clava sus ojos oscuros en los míos—. Eso nunca había sucedido.
Estoy a punto de sonreír, pero no tengo del todo claro que sea un cumplido.
—Esperaba que agradeciera la sinceridad —me escaqueo—. Y la…, hum…, brevedad.
—Una estratagema peligrosa —opina Carly—. Pero audaz, algo que me inspira respeto. Es una mierda que te despidieran, por cierto. ¿Tienes idea de quién colgó las fotos?
—Sé exactamente quién fue —digo, cruzándome de brazos. Estaba trabajando en un reportaje sobre notas amañadas que involucraba a unos cuantos alumnos pertenecientes al equipo de baloncesto, que era campeón del estado. El capitán, un tarado llamado Jason Pruitt, me arrinconó un día en la taquilla después de clase de Lengua y Literatura y me dijo las únicas dos palabras que me había dirigido jamás: «Déjalo correr». No lo hice y una semana más tarde sucedió el incidente de los penes, justo después de que terminaran los entrenamientos de baloncesto—. Pero el chico lo negó y yo no pude demostrarlo.
—Lo siento —dice Carly—. Merecías que te apoyaran. Y tus artículos son excelentes. —La rigidez de mi postura cede una pizca y casi sonrío, porque todo va mucho mejor de lo que esperaba, pero entonces añade—: Sin embargo, no tenía pensado contratar a una estudiante de secundaria.
—La descripción del puesto no especificaba que estuviera restringido a universitarios.
—Eso se da por supuesto —señala ella.
Me desanimo, pero solo un momento. No me habría llamado si no se hubiera planteado obviar el requisito.
—Trabajaré el doble que cualquier universitario —prometo—. Puedo pasar en la redacción todo el tiempo que no tenga clase, incluidas las noches y los fines de semana. —«Porque aquí no tengo vida», estoy a punto de añadir, pero Carly tampoco necesita tanto contexto—. Ya sé que no soy la candidata con más experiencia, pero llevo trabajando para ser periodista desde que empecé la secundaria. Nunca he querido ser otra cosa.
—¿Y eso por qué? —pregunta.
«Porque es lo único que se me da bien».
Pertenezco a una de esas familias en las que todo el mundo posee un talento innato. Mi padre es un brillante investigador científico, mi madre es una premiada ilustradora de libros infantiles y Ellie está considerada prácticamente un prodigio musical con la flauta. Todos ellos supieron más o menos desde que nacieron cómo iban a ganarse la vida. Yo me pasé buena parte de la infancia dando bandazos mientras trataba de averiguar qué era lo mío —el talento que iba a definir mi personalidad— al mismo tiempo que me preocupaba en secreto por si sería otro tío Nick. «No sabe qué hacer con su vida —suspiraba mi padre cada vez que su hermano por parte de padre, mucho más joven que él, cambiaba de estudios por enésima vez—. Nunca lo ha sabido».
Por lo visto no saber a qué te vas a dedicar era el peor rasgo de personalidad que podía poseer un Gallagher. Por mucho cariño que le tenga al tío Nick, no quería ser la inútil de la familia, segunda parte. De modo que sentí un gran alivio cuando, en octavo curso, mi profesor de Lengua y Literatura elogió mi manera de escribir. «Deberías trabajar en el periódico escolar», sugirió. Lo hice y, por primera vez, descubrí algo que se me daba de maravilla. Desde entonces el periodismo se ha convertido en mi identidad. «Brynn presentará las noticias en la CNN cualquier día de estos», les encanta decir a mis padres; y fue terrible perder ese lugar el pasado otoño. Ver algo por lo que me había esforzado tanto y de lo que estaba tan orgullosa convertido en un motivo de risa.
Sin embargo, no sé cómo resumir todo eso en un titular adecuado para una entrevista.
—Porque cada reportaje ofrece una oportunidad de cambiar las cosas y de dar voz a personas que no la tienen —decido responder.
—Bien formulado —contesta Carly con educación.
Por primera vez desde que nos hemos sentado, parece un poco aburrida y yo me sonrojo. He optado por la respuesta que me ha parecido más segura, pero es probable que sea un error en el caso de alguien como Carly. No ha contactado conmigo porque mi solicitud fuera precavida.
—Pero eres consciente de que esto no es el New York Times, ¿verdad? El periodismo de crónica negra es un nicho muy específico y si no te apasiona…
—Sí que me apasiona. —Interrumpirla es un riesgo, ya lo sé, pero no puedo dejar que me despache sin más. Cuanto más miraba Móvil, más comprendía que se trataba de la oportunidad exacta que necesitaba, una que me permitiría hacer algo más que marcar una casilla en mi solicitud universitaria—. De eso quería hablarle. Tengo experiencia en todo lo que mencionaba en el anuncio: redes sociales, corrección, verificación de datos, etcétera. Le puedo enseñar mi currículum y darle referencias. Pero también, si le interesa, tengo una idea para un reportaje.
—¿Ah, sí? —pregunta Carly.
—Sí. —Hundo la mano en la cartera y extraigo el sobre de manila que he preparado con sumo cuidado para esta entrevista—. Un asesinato sin resolver en mi ciudad natal.
Carly enarca las cejas.
—¿Me vas a hacer una presentación? ¿En mitad de una entrevista de trabajo?
Me quedo petrificada con el sobre entreabierto en las manos, incapaz de deducir por el tono de su voz si mi gesto le parece digno de admiración, divertido o molesto.
—Sí —reconozco—. ¿Le parece bien?
—Absolutamente —responde con un amago de sonrisa—. Adelante.
Divertido. Podría ser peor.
El recorte de periódico que busco es el primero del montón. Se trata de una foto del Sturgis Times con el siguiente pie de foto: «Los alumnos Brynn Gallagher y Noah Talbot del colegio Saint Ambrose ganan el Concurso de Redacción Estatal dirigido a alumnos de octavo curso». En la imagen aparezco yo a los trece años entre otras dos personas, sonriendo de oreja a oreja y con una medalla de estilo olímpico colgada del cuello.
—Uy, pero mira qué chica tan mona —dice Carly—. Felicidades.
—Gracias, pero no he guardado esto por el premio. Lo conservo por él. —Planto el dedo en el hombre de la foto, joven, guapo y sonriente. Incluso en este formato bidimensional, se nota que rebosa energía—. Era mi profesor de Lengua y Literatura, el señor William Larkin. Llegó ese mismo año a mi colegio, el Saint Ambrose, y fue él quien insistió en que me presentase al concurso de redacción. También me animó a trabajar en el periódico escolar.
Noto un nudo en la garganta al oír la voz del señor Larkin en mi mente, tan clara hoy como hace cuatro años. «Tienes un don», me dijo, y no creo que fuera consciente de lo mucho que sus palabras significaban para mí. Nunca se lo dije, algo de lo que siempre me arrepentiré.
—Animaba todo el tiempo a los alumnos a desarrollar su potencial —explico—. O a buscarlo, si no creían tenerlo.
Levanto la vista para asegurarme de que tengo toda la atención de Carly antes de añadir:
—Dos meses después de que le sacaran esta foto, el señor Larkin había muerto. Lo encontraron en el bosque que hay detrás del colegio, asesinado a golpes con una piedra. Tres de mis compañeros de clase encontraron el cuerpo. —En esta ocasión golpeteo con el dedo al chico de la foto, que lleva una medalla idéntica a la mía—. Este era uno de ellos.
2
BRYNN
Guardo silencio para darle tiempo a Carly a procesar mis palabras y poso la mirada en la foto del señor Larkin. Lleva su característica corbata amarillo limón, aunque la imagen en blanco y negro no permite distinguir el color. Una vez le pregunté por qué se la ponía y me dijo que lo hacía para no olvidar su lema favorito: «Si la vida te da limones, haz un pastel de limón». «El dicho no es así —le señalé casi emocionada de poder corregir a mi profesor—. Dice “haz limonada”». «Sí, pero no me gusta nada la limonada —me respondió, encogiéndose de hombros—. Y me encanta el pastel de limón».
Carly cruza las piernas y golpetea con la punta del pie la pata de la mesa antes de arrastrar el portátil hacia sí.
—¿Y dices que el asesinato no está resuelto? —pregunta.
Se me acelera el pulso al descubrir que el tema le interesa.
—Apenas.
Enarca las cejas.
—La respuesta normal sería sí o no.
—Bueno, en teoría lo mató un indigente —le explico—. Había un hombre merodeando por el pueblo pocas semanas antes de que muriera el señor Larkin. Siempre estaba gritando e insultando a todo el mundo. Nadie sabía quién era ni qué hacía allí. Un día se acercó al colegio y empezó a meterse con los niños durante el recreo, así que el señor Larkin llamó a la policía y lo detuvieron. Pasó unos días en la cárcel y mi profesor murió justo después de que lo soltaran. —Aliso el borde arrugado del recorte—. El hombre desapareció después de eso y la gente dio por supuesto que el vagabundo había matado al señor Larkin para vengarse y se había marchado.
—Bueno, todo cuadra —observa Carly—. ¿Tú no estás de acuerdo?
—Antes sí —reconozco.
Cuando estudiaba octavo necesitaba ese tipo de explicación sensata. La idea de que un desconocido violento hubiera pasado unos días en la ciudad casi me reconfortaba, porque eso significaba que el peligro había pasado. Y que ninguno de nosotros, mis vecinos, mi ciudad, las personas que conocía de toda la vida, representaba una amenaza. Pensé mucho en la muerte del señor Larkin a lo largo de los años, pero nunca la había contemplado desde el punto de vista periodístico hasta que me tragué de una tacada una temporada entera de Móvil para preparar esta entrevista. Viendo a Carly desmontar meticulosamente coartadas endebles y teorías que apenas se sostenían, no podía parar de pensar que nadie había llevado a cabo un análisis tan exhaustivo en el caso del señor Larkin.
Y entonces se me ocurrió que tal vez pudiera hacerlo yo.
—Pero le he dado muchas vueltas desde que regresé a Sturgis —prosigo—. Y me parece que todo es… Bueno, eso que usted ha dicho. Todo cuadra demasiado bien.
—Pues sí. —Carly guarda silencio unos instantes mientras teclea algo—. Los medios no le prestaron mucha atención. La noticia solo apareció en el periódico local, aparte de un par de menciones breves en el Boston Globe. El último artículo se publicó en mayo, pocas semanas después de la muerte. —Clava la vista en la pantalla y lee—: «Cohesionada comunidad escolar sacudida por la pérdida de un profesor». Ni siquiera hablan de asesinato.
Recuerdo que mis amigos y yo pusimos los ojos en blanco en aquel entones al leer eso de la «cohesionada comunidad escolar», si bien el lema del Saint Ambrose es, literalmente, «juntos somos más fuertes». La oferta académica del colegio abarca todos los cursos, desde infantil hasta bachillerato, de modo que los alumnos, en teoría, pueden ser más fuertes juntos hasta la universidad.
Ahora bien, el Saint Ambrose no es un colegio privado al uso; la matrícula asciende a decenas de miles de dólares, pero el centro está ubicado en la decadente y poco glamurosa localidad de Sturgis. Todos los chicos listos de la zona piden plaza en el colegio con la esperanza de obtener una beca para no tener que matricularse en las desprestigiadas escuelas públicas locales. Por otro lado, no es tan prestigioso como para ser la primera opción de las familias que pueden escoger entre distintos colegios privados, así que los alumnos de pago no acostumbran a ser muy brillantes. Todo eso crea una brecha entre los de pago y los becados que pocos alumnos cruzaban cuando yo estudiaba allí.
Durante los primeros cursos de secundaria, antes de que mi padre consiguiera el gran ascenso que nos envió a Chicago, Ellie y yo éramos alumnas becadas. Ahora podemos pagar la matrícula y a mis padres ni se les ha pasado por la cabeza enviarnos al instituto Sturgis. Así que dentro de pocas semanas volveremos a ser alumnas del Saint Ambrose. «Juntos somos más fuertes».
—Sí, ningún otro medio lo mencionó. No entiendo por qué —digo.
Carly sigue mirando la pantalla.
—Yo tampoco. Es un crimen de lo más goloso. Un colegio pijo, un joven profesor asesinado, el cadáver hallado por tres niños ricos… —Da unos golpecitos con el dedo en la foto del Sturgis Times—. Incluido tu amigo… ¿Cómo se llama? ¿Noah Talbot?
—Tripp —le digo—. Todo el mundo lo llama Tripp. Y no es rico.
Tampoco es mi amigo.
Carly me mira de hito en hito.
—¿Me estás diciendo que un chico llamado Tripp Talbot no es rico?
—Se llama así porque es el tercer Noah de la familia —le explico—. A su padre lo llaman Junior, y a él, Tripp. Por «triple», ya sabe. También es un alumno becado, igual que yo en aquel entonces.
—¿Y qué me dices de los demás? —Los ojos de Carly vuelven a la pantalla para leer la información en diagonal—. No veo ningún otro nombre, aunque no me sorprende, teniendo en cuenta las edades de los chavales.
—Shane Delgado y Charlotte Holbrook —respondo.
—¿También eran alumnos becados?
—Para nada. La familia de Shane era seguramente la más acaudalada del Saint Ambrose —le aclaro. En cuarto presentamos nuestros árboles genealógicos en clase y Shane nos explicó que sus padres lo habían adoptado a través del servicio de protección de menores cuando era muy pequeño. Yo intentaba imaginar cómo sería algo así, dejar de vivir en un estado de incertidumbre absoluta para ir a parar a un entorno de lujo y riqueza. Aunque Shane era tan joven cuando lo adoptaron que seguramente no se acordaba siquiera—. Y Charlotte era…
No tengo claro cómo describir a Charlotte. Rica, sí, y tan guapa a los trece años que casi te quitaba el aliento, pero lo que más recuerdo de ella es que estaba colada por Shane, aunque este nunca se daba por aludido. Tampoco me parece el tipo de detalle que deba comentar, así que me limito decir:
—También de familia pudiente.
—¿Y qué contaron? —pregunta Carly—. Los tres niños, quiero decir. ¿Qué hacían en el bosque ese día?
—Estaban recogiendo hojas para un proyecto de ciencias en parejas —le cuento—. Tripp y Shane formaban equipo y Charlotte… Charlotte siempre estaba pegada a Shane.
—¿Y quién era el compañero de Charlotte? —quiere saber Carly.
—Yo —respondo.
—¿Tú? —Agranda los ojos—. Pero tú no estabas con ellos, ¿verdad? —Cuando niego con la cabeza, me pregunta—: ¿Por qué?
—Estaba ocupada.
Mis ojos vuelan a la fotografía y observo al Tripp de trece años: larguirucho, de extremidades escuálidas, aparatos de ortodoncia y pelo rubio demasiado corto. Cuando supe que volvíamos a Sturgis me pudo la curiosidad. Lo busqué en las redes sociales y me quedé flipando al descubrir que ha mejorado de manera espectacular desde la última vez que lo vi. Se ha convertido en un chico alto de espaldas anchas y se ha dejado crecer el pelo que antes llevaba muy corto, ahora transformado en unas greñas estilosas en torno a esos ojos azules y brillantes que siempre han sido su mejor rasgo físico. Los aparatos de ortodoncia han desaparecido y exhibe una sonrisa ancha y segura; no arrogante, concluí. Tripp Talbot está cañón, injusta e inmerecidamente, y lo peor de todo es que lo sabe. Más motivos que sumar a mi lista de razones por las que no me cae bien.
—¿Demasiado ocupada para hacer los deberes? —pregunta Carly.
—Tenía que terminar un artículo para el periódico del colegio —aclaro.
Es verdad; en aquel entonces siempre estaba terminando un artículo. El Saint Ambrose Sentinel, la publicación de los alumnos de primer ciclo, me ocupaba la vida entera y trabajaba allí casi todas las tardes. Pese a todo, podría haber tenido un rato para acompañarlos a recoger hojas. Pero no lo hice, porque sabía que Tripp estaría allí.
Antes de eso éramos amigos; de hecho, entre sexto y octavo nos pasábamos el día entrando y saliendo de su casa y de la mía con tanta frecuencia que su padre bromeaba con adoptarme y mis padres tenían la costumbre de comprar sus aperitivos favoritos. Estudiábamos las mismas asignaturas y competíamos de buen rollo para sacar mejores notas que el otro. De la noche a la mañana, el día antes de que el señor Larkin muriera, Tripp me dijo a voz en cuello, delante de toda la clase de Gimnasia, que dejara de seguirlo a todas partes y de pedirle que fuera mi novio. Cuando me reí, pensando que bromeaba, me llamó acosadora.
Todavía ahora se me pone la piel de gallina cuando recuerdo la vergüenza que pasé y lo horrible que fue oír las risitas de mis compañeros mientras la entrenadora Ramírez intentaba quitarle importancia al asunto. Y lo peor fue que no tenía ni idea de qué había empujado a Tripp a decir eso. El día antes había estado en su casa haciendo los deberes y todo iba bien. No dije ni hice nada que pudiera prestarse a confusión. Ni siquiera había coqueteado con él, nunca; la idea jamás se me había pasado por la cabeza.
Después de que encontraran al señor Larkin, Charlotte, Shane y Tripp adquirieron una extraña pátina de glamour, como si hubieran madurado diez años en los bosques aquel día y supieran cosas que los demás no podíamos entender. Tripp, que nunca había sido colega de Shane y Charlotte, entró a formar parte de su grupo como si fuera uno más desde siempre. Yo nunca volví a dirigirle la palabra; la gente ponía los ojos en blanco si miraba en su dirección siquiera, como si mi supuesto enamoramiento platónico fuera aún más patético desde que se había convertido en una semicelebridad. Fue un alivio, dos meses más tarde, que el traslado de mi padre a Chicago se materializara y nos mudáramos.
Sin embargo, no voy a contarle nada de eso a Carly. No hay nada que pregone a los cuatro vientos que «todavía voy al instituto» como estar enfadada con un chico por dejarte en ridículo en clase de Gimnasia.
—Es fascinante pensar que estuviste a punto de presenciar un asesinato, ¿verdad? —dice Carly. Mira el portátil con los ojos entrecerrados—. Aquí dice que no había pruebas físicas en la escena, aparte de las huellas dactilares del chico que recogió el arma del crimen. ¿Fue Tripp?
—No, la recogió Shane.
Enarca una ceja.
—¿Nadie pensó que podía ser el autor?
—No —respondo. Desde luego, yo no lo pensé entonces y, aunque llevo desde octavo curso sin ver a Shane, todavía me cuesta imaginarlo. No porque fuera rico y popular, sino porque siempre fue un tío tranquilo que pasaba de todo—. Solo era un crío y se llevaba bien con el señor Larkin. No tenía motivos para hacerle daño.
Carly se limita a asentir, como si se guardara su opinión al respecto.
—¿Los tenía alguien?
—No, que yo sepa.
Carly señala la pantalla del portátil.
—El artículo dice que tu profesor estuvo buscando al autor de un robo reciente en el colegio.
—Sí. Alguien robó un sobre lleno de dinero que los de octavo habíamos recolectado para un viaje de fin de curso a Nueva York. Había más de mil dólares —le explico. Sucedió a finales de marzo y yo estaba emocionadísima por tener una noticia real de la que informar. El director encargó al señor Larkin la investigación interna, así que yo lo entrevistaba prácticamente a diario—. El colegio revisó nuestras taquillas tras la muerte del señor Larkin y encontraron el sobre en la de Charlotte.
—¿Charlotte? ¿La del bosque? —pregunta Carly con una nota de incredulidad en la voz—. A ver si lo he entendido. Un testigo deja sus huellas en el arma del crimen, otro se ha quedado el dinero que tu profesor estaba buscando y… ¿nada? ¿Nadie los investiga? —Asiento y ella se cruza de brazos—. Te voy a decir algo. Las cosas habrían sido muy distintas si los implicados hubieran tenido la piel oscura.
—Ya lo sé. —No lo pensé en aquel entonces, pero sí cuando reflexioné sobre el caso mientras me daba el atracón de Móvil: Tripp, Charlotte y Shane fueron tratados como «niños». Nadie dudó de su versión ni los interrogó ni los presionó, aunque ninguna persona aparte de ellos tres pudo corroborar su relato—. Charlotte dijo que no sabía cómo había ido a parar el sobre a su taquilla.
Yo quería entrevistarla, pero no tuve ocasión. Después de que el señor Larkin falleciera, todas las actividades extraescolares se suspendieron durante unas semanas y, cuando volvieron a empezar, el director del colegio, el señor Griswell, me dijo que no volviera a publicar nada más del robo. «Este colegio tiene heridas que cerrar», dijo, y yo estaba demasiado aturdida por la muerte del profesor para discutirlo.
—Vale. —Carly se arrellana en la silla y gira con ella en un lento semicírculo—. Felicidades, Brynn Gallagher, oficialmente has captado mi atención.
Por poco pego un brinco en el asiento.
—Entonces ¿investigará el caso del señor Larkin?
Carly levanta una mano.
—Eh, no corras tanto. Hace falta mucho más que… esto para decidir algo así. —Agita la mano hacia mi archivador y yo me pongo colorada, porque de repente me siento ingenua y tengo la sensación de que esto me viene grande. Me parece que Carly se ha dado cuenta, porque suaviza el tono y añade—: Pero tienes buen olfato. Me gusta. Es el tipo de caso que tendríamos en cuenta, sin duda. Además, tu dosier es impecable y no te hundes por culpa de unos cuantos penes. Así pues, qué diablos. ¿Por qué no?
Se interrumpe, esperando mi respuesta, pero no tengo suficiente información para reaccionar.
—¿Por qué no qué? —pregunto.
Carly deja de mecerse en la silla.
—Acabo de ofrecerte unas prácticas.
—¿En serio? —La pregunta me sale con voz chillona.
—En serio —me confirma Carly y una ola de emoción (mezclada con alivio) me burbujea en las venas. Es la primera buena noticia que tengo en mucho tiempo y la primera señal de que quizá, con un poco de suerte, mi futuro no se haya ido al garete. Carly echa un vistazo al calendario del tablón, donde el mes de diciembre está tan saturado que es imposible leer nada desde donde yo estoy—. ¿Vas a clase ahora o estás de vacaciones?
—No. O sea, no estoy de vacaciones, pero nos mudamos la semana pasada y mis padres han pensado que podríamos esperar al nuevo semestre para empezar las clases.
—Genial. ¿Qué tal si te pasas mañana sobre las diez y te enseñamos cómo funciona esto? —Asiento en silencio, porque temo volver a gritar—. Y no te olvides de escribir todo lo que hemos hablado sobre tu profesor. Pediré a uno de los productores que eche un vistazo a tus notas cuando pueda. No perdemos nada, ¿no te parece? Y quién sabe. —Carly cierra el portátil y se levanta, señal de que mi tiempo ha concluido, de momento—. Quizá salga de ahí un buen reportaje.
3
TRIPP
Dejo la solicitud en el mostrador de la pastelería Brightside, el mismo que acabo de limpiar, y observo las palabras escritas en las primeras líneas. «Recibirá la beca Kendrick el alumno más completo del último curso del colegio Saint Ambrose según designación de los administradores de la escuela». Leo en diagonal el resto del documento, pero no encuentro la definición de «completo»; no dice nada de notas, de necesidades financieras ni de experiencia laboral.
—Es inútil —declaro a la sala vacía. Bueno, casi vacía. El perro de la dueña, un samoyedo peludo como una bola de algodón, agita la cola al oírme—. No te pongas tan contento. Hoy estamos de malas pulgas —le digo, pero él babea sin responder. Feliz.
Resoplo agobiado mientras la dueña de Brightside, Regina Young, sale de la cocina con una bandeja de pastelillos al estilo pop-tart —dos capas de masa con relleno en el interior— recién horneados. No se parecen mucho a los industriales, salvo en la forma y el tamaño, además del arcoíris de confites como decoración. Regina los hace de vainilla con glaseado de crema de queso y su relleno secreto de mermelada, que me comería a paladas si me dejara.
—¿Por qué estamos de malas pulgas? —me pregunta cuando deja la bandeja en el mostrador, junto a la caja registradora. Al se levanta de un salto al oír su voz y corre al mostrador antes de sentarse temblando a su lado ante la posibilidad de recibir una golosina. Siempre se queda con las ganas. Ojalá yo encarara la vida con tanto optimismo.
Me levanto del taburete para ayudarla a trasladar los pasteles a la vitrina. Regina ha terminado temprano de hornear la tanda, así que tenemos tiempo antes de que la gente empiece a hacer cola a las cuatro y media. Yo no soy la única persona de Sturgis que está obsesionada con esos pasteles.
—Eso de la beca Kendrick es una tomadura de pelo —le digo.
Ella efectúa giros con los hombros para destensarlos y se ajusta la pañoleta con la que se tapa las breves trenzas cuando prepara sus dulces. A continuación retrocede para cederme el paso hasta la mampara de la vitrina.
—¿Y eso?
El aroma dulce y frutal de los pastelillos me inunda y se me hace la boca agua.
—«La recibirá el alumno más completo del último curso» —recito, dibujando unas comillas en el aire con los dedos. A continuación me enfundo unos guantes de plástico de la caja que hay debajo del mostrador—. Pero no lo define, así que Grizz le dará la beca a quien le parezca. Lo que significa que lo tengo fatal porque me odia. No vale la pena ni que lo intente.
Procedo a depositar los pastelillos pop-tart en filas ordenadas y me aseguro de que la separación entre uno y otro sea de seis milímetros exactos.
Regina se recuesta contra el mostrador.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti, Tripp?
—¿Mi pasión por la exactitud? —le pregunto, escudriñando la vitrina.
—Ese espíritu positivo que tienes —replica con ironía.
Sonrío a pesar de que mi humor está bajo mínimos.
—Yo solo digo lo que hay.
—Muy bien. Sigue hablando —me anima Regina—. Expulsa toda esa negatividad de tu cuerpo. Luego