Prefacio
Este libro resume la experiencia de un escritor metido durante cuatro años en la vida pública de su país. En él se encontrará una selección de los editoriales publicados en Combat hasta 1946 y una serie de artículos y testimonios suscitados por la actualidad entre 1946 y 1948. Se trata, pues, de un balance.
La experiencia se salda, como es natural, con la pérdida de algunas ilusiones y con el refuerzo de una convicción más profunda. Solo he velado, como era mi deber, por que mi selección no enmascarase en nada unas posturas que hoy me resultan ajenas. Cierto número de editoriales de Combat, por ejemplo, figuran aquí no por su valor, a menudo relativo, ni por su contenido, que a veces ya no comparto, sino porque me parecieron significativos. Uno o dos de ellos, a decir verdad, provocan en mí incomodidad y tristeza al releerlos hoy, y he tenido que hacer un gran esfuerzo para reproducirlos. Pero este testimonio no admitía omisiones.
Creo no haber echado en saco roto mis injusticias. Se verá solamente que al mismo tiempo he dejado hablar a una convicción que, ella al menos, no ha variado. Y, para terminar, también he tenido muy en cuenta la fidelidad y la esperanza. Y es que, al no rechazar nada de lo que pensamos y vivimos en esa época, al confesar las dudas y las certidumbres, al consignar el error que, en política, sigue a la convicción como una sombra, este libro será fiel a una experiencia que fue la de muchos franceses y europeos. Mientras la verdad sea aceptada en lo que es y tal como es, aunque sea por un solo ser, habrá un lugar para la esperanza.
Por eso no apruebo a ese escritor de talento que, invitado recientemente a una conferencia sobre la cultura europea, negaba su concurso declarando que dicha cultura, ahogada entre dos imperios gigantescos, estaba muerta. Es cierto, sin duda, que una parte al menos de esa cultura murió el día en que el escritor formuló ese pensamiento. Pero aunque este libro se componga de escritos ya antiguos, creo que responde, en cierta medida, a ese pesimismo. La verdadera desesperación no nace frente a una terca adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual. Proviene de que ya no conocemos las razones para luchar ni sabemos, cabalmente, si es preciso luchar. Las páginas que siguen dicen simplemente que, aunque la lucha sea difícil, las razones para luchar, al menos, continúan estando claras.
La liberación de París
La sangre de la libertad[1]
París hace fuego con todas sus balas en la noche de agosto. En este inmenso decorado de piedras y aguas, alrededor de este río de ondas cargadas de historia, las barricadas de la libertad, una vez más, se han alzado. Una vez más, la justicia ha de comprarse con la sangre de los hombres.
Conocemos muy bien este combate, estamos demasiado metidos en él con la carne y el corazón para no aceptar, sin amargura, esa terrible condición. Pero, asimismo, conocemos muy bien su envite, y su verdad, para rechazar el difícil destino con el que debemos cargar nosotros solos.
El tiempo atestiguará que los hombres de Francia no querían matar, y que entraron con las manos puras en una guerra que no habían elegido. Es preciso, pues, que sus razones hayan sido inmensas para hacerles empuñar de pronto los fusiles y disparar sin descanso, en la noche, sobre esos soldados que durante dos años creyeron que la guerra era fácil.
Sí, sus razones son inmensas. Tienen la dimensión de la esperanza y la hondura de la rebelión. Son las razones del porvenir para un país al que se pretendió mantener durante mucho tiempo rumiando morosamente su pasado. París lucha hoy para que Francia pueda hablar mañana. El pueblo está en armas esta noche porque espera una justicia para mañana. Hay quienes van diciendo que no vale la pena y que, con paciencia, la liberación de París se produciría con menos costes. Pero es porque sienten confusamente cuántas cosas están amenazadas por esta insurrección, cosas que seguirían en pie si todo ocurriera de otra forma.
Tiene que quedar muy claro, en cambio: que nadie piense que una libertad, conquistada entre estas convulsiones, tendrá el rostro tranquilo y domesticado que a muchos les place soñar. Este terrible parto es el de una revolución.
No cabe esperar que unos hombres que han luchado cuatro años en silencio y durante días enteros entre el estruendo del cielo y los fusiles consientan que retornen las fuerzas de la dimisión y la injusticia, sea cual sea su forma. No cabe confiar en que ellos, que son los mejores, acepten de nuevo hacer lo que hicieron durante veinticinco años los mejores y los puros, que consistía en amar en silencio a su país y en despreciar en silencio a sus jefes. El París que lucha esta noche quiere mandar mañana. No por el poder, sino por la justicia, no por la política, sino por la moral, no por el dominio de su país, sino por su grandeza.
Nuestra convicción no es que eso llegará, sino que llega hoy, entre el sufrimiento y la obstinación del combate. Y por eso, por encima de la pena de los hombres, a pesar de la sangre y la cólera, los muertos insustituibles, las heridas injustas y las balas ciegas, lo que hay que pronunciar no son palabras de pesar, sino palabras de esperanza, de una terrible esperanza de hombres aislados con su destino.
Este enorme París negro y cálido, con sus dos tempestades en el cielo y en las calles, nos parece, para terminar, más iluminado que aquella Ciudad Luz que nos envidiaba el mundo entero. Estalla con todos los fuegos de la esperanza y del dolor, tiene la llama del valor lúcido, y todo el resplandor no solo de la liberación, sino de la inminente libertad.
La noche de la verdad[2]
Mientras las balas de la libertad silban todavía en la ciudad, los cañones de la liberación franquean las puertas de París, entre gritos y flores. En la más bella y cálida de las noches de agosto, el cielo de París mezcla con las estrellas de siempre las balas trazadoras, el humo de los incendios y los cohetes multicolores de la alegría popular. En esta noche sin par acaban cuatro años de una historia monstruosa y de una lucha indecible en los que Francia se enfrentaba con su vergüenza y su furor.
Quienes nunca desesperaron de sí mismos y de su país hallan bajo este cielo su recompensa. Esta noche bien vale un mundo, es la noche de la verdad. La verdad en armas y en combate, la verdad con fuerzas tras haber sido tanto tiempo la verdad de las manos vacías y el pecho descubierto. Ella está dondequiera en esta noche en la que pueblo y cañón braman al mismo tiempo. Es la voz misma de ese pueblo y ese cañón, tiene el rostro triunfante y agotado de los combatientes de la calle, sudorosos y con chirlos. Sí, es la noche de la verdad, y de la única válida, la que permite luchar y vencer.
Hace cuatro años unos hombres se irguieron entre los escombros y la desesperación y afirmaron con tranquilidad que nada estaba perdido. Dijeron que era preciso continuar y que las fuerzas del bien podían vencer a las fuerzas del mal a condición de pagar un precio. Pagaron ese precio. Y el precio fue sin duda gravoso, tuvo todo el peso de la sangre y la horrible pesadez de las cárceles. Muchos de esos hombres murieron, otros viven desde hace años entre unos muros ciegos. Era el precio que había que pagar. Pero esos mismos hombres, si pudieran, no nos reprocharían esta terrible y maravillosa alegría que nos llena como una marea.
Porque esta alegría no les es infiel. Los justifica, por el contrario, y dice que tenían razón. Unidos en el mismo sufrimiento durante cuatro años, lo estamos también en la misma ebriedad, nos hemos ganado nuestra solidaridad. Y reconocemos con asombro en esta noche pasmosa que durante cuatro años nunca estuvimos solos. Hemos vivido los años de la fraternidad.
Aún nos aguardan duros combates. Pero la paz volverá a esta tierra destripada y a los corazones atormentados por la esperanza y los recuerdos. No se puede vivir siempre de homicidios y violencia. Sonará la hora de la dicha, del cariño justo. Pero esa paz no nos encontrará olvidadizos. Y a algunos de nosotros nunca nos abandonarán el rostro de nuestros hermanos desfigurados por las balas, la gran fraternidad viril de estos años. Que nuestros camaradas muertos conserven para sí esta paz que la noche jadeante nos promete y que ellos ya han conquistado. Nuestro combate será el suyo.
Nada les viene dado a los hombres, y lo poco que pueden conquistar se paga con muertes injustas. Pero la grandeza del hombre no está en eso. Está en su decisión de sobreponerse a su condición. Y, si su condición es injusta, no tiene sino un modo de superarla, y es ser justo él. Nuestra verdad de esta noche, la que planea en este cielo de agosto, consiste cabalmente en la consolación del hombre. Y la paz de nuestros corazones está, como lo estaba la de nuestros camaradas muertos, en poder decir ante la victoria recobrada, sin añoranzas ni reivindicaciones: «Hicimos lo que había que hacer».
El tiempo del desprecio[3]
Treinta y cuatro franceses torturados, y luego asesinados, en Vincennes son palabras que no dicen nada si la imaginación no pone algo de su parte. ¿Y qué ve la imaginación? Dos hombres cara a cara, uno de los cuales se dispone a arrancarle las uñas al otro, que lo mira. No es la primera vez que nos proponen estas insoportables imágenes. En 1933 comenzó una época que uno de los más grandes de nosotros denominó certeramente el tiempo del desprecio. Y durante diez años, a cada noticia de que unos seres desnudos e inermes habían sido pacientemente mutilados por hombres cuyo rostro estaba hecho como el nuestro, la cabeza nos daba vueltas y nos preguntábamos cómo era posible.
Y, sin embargo, era posible. Durante diez años fue posible y hoy, como para advertirnos de que la victoria de las armas no triunfa sobre todo, de nuevo hay camaradas destripados, miembros desgarrados y ojos cuya mirada alguien aplastó a taconazos. Y quienes hicieron eso sabían ceder su asiento en el metro, al igual que Himmler, que hizo de la tortura una ciencia y un oficio, entraba de noche en su casa por la puerta de servicio, para no despertar a su canario favorito.
Sí, era posible, lo vemos perfectamente. Pero lo son tantas cosas que ¿por qué haber elegido hacer esta y no otra? Es que se trataba de matar el espíritu y de humillar a las almas. Cuando uno cree en la fuerza, conoce bien a su enemigo. Mil fusiles apuntados hacia él no impedirán que un hombre crea, en su fuero interno, en la justicia de una causa. Y, si muere, otros justos dirán «no» hasta que la fuerza se canse. No basta, pues, con matar al justo, hay que matar su espíritu para que el ejemplo de un justo que renuncia a la dignidad humana desaliente a todos los justos juntos y a la propia justicia.
Desde hace diez años, un pueblo se ha aplicado a esta destrucción de las almas. Estaba lo bastante seguro de su fuerza para creer que el alma era ya el único obstáculo y que era preciso ocuparse de ella. Se ocuparon y, para su desdicha, algunas veces lo consiguieron. Sabían que siempre hay una hora del día o de la noche en la que el más valiente de los hombres se siente cobarde.
Siempre supieron esperar esa hora. Y, a esa hora, buscaron el alma a través de las heridas del cuerpo, la volvieron despavorida y loca y, a veces, traidora y falaz.
¿Quién se atrevería a hablar de perdón en esta materia? Puesto que el espíritu comprendió por fin que solo con la espada vencería a la espada, puesto que tomó las armas y alcanzó la victoria, ¿quién querría pedirle que olvidase? No es el odio el que hablará mañana, sino la justicia, basada en la memoria. Y a la justicia más eterna y más sagrada atañe perdonar quizá en nombre de todos los nuestros que murieron sin haber hablado, con la paz superior de un corazón que nunca traicionó, pero castigar terriblemente en nombre de los más valientes de los nuestros, mudados en cobardes al degradar su alma, muertos desesperados que se han llevado en un corazón devastado para siempre su odio a los otros y su desprecio hacia sí mismos.
El periodismo crítico
Crítica de la nueva prensa[4]
Puesto que hoy se nos concede una pausa entre la insurrección y la guerra, quisiera hablar de algo que conozco bien y que me interesa mucho, quiero decir la prensa. Y, como se trata de la nueva prensa que ha salido de la batalla de París, quisiera hablar de ella con la fraternidad y al mismo tiempo la clarividencia debidas a los compañeros de lucha.
Cuando redactábamos nuestros periódicos en la clandestinidad, lo hacíamos, como es natural, sin historias y sin declaraciones de principio. Pero sé que todos los compañeros de todos nuestros periódicos lo hacían con una gran esperanza secreta. Teníamos la esperanza de que esos hombres, que habían corrido peligros mortales en nombre de unas ideas que les eran muy queridas, sabrían dar a su país la prensa que merecía y que ya no tenía. Sabíamos por experiencia que la prensa de antes de la guerra había perdido sus principios y su moral. El ansia de dinero y la indiferencia por las cosas nobles cooperaron para dar a Francia una prensa que, con raras excepciones, no tenía otra finalidad que acrecentar el poder de algunos ni otro efecto que envilecer la moralidad de todos. No le resultó difícil, pues, a esa prensa convertirse en lo que fue entre 1940 y 1944, es decir, la vergüenza de este país.
Nuestro deseo, tanto más profundo cuanto que a menudo era mudo, consistía en liberar a los periódicos del dinero y darles un tono y una veracidad que pusieran al público a la altura de lo mejor que hay en él. Pensábamos entonces que un país vale a menudo lo que vale su prensa. Y, si es cierto que los periódicos son la voz de una nación, estábamos decididos, desde nuestro puesto y en nuestra humilde medida, a elevar a este país elevando su lenguaje. Con razón o sin ella, muchos de nosotros murieron por eso en unas condiciones inimaginables y otros sufren la soledad y la amenaza de la prisión.
En realidad, nos limitamos a ocupar unos locales donde confeccionamos unos periódicos que hemos publicado en plena batalla. Es una gran victoria y, desde ese punto de vista, los periodistas de la Resistencia demostraron un coraje y una voluntad que merecen el respeto de todos. Pero, y me disculpo por decirlo en medio del entusiasmo general, eso es muy poco, ya que todo queda por hacer. Hemos conquistado los medios para hacer la revolución a fondo que deseamos. Pero es preciso que la hagamos de verdad. Y, por decirlo de una vez, la prensa liberada, tal y como se presenta en París tras una docena de números, no es muy satisfactoria.
Quisiera que se interprete bien lo que me propongo decir en este artículo y en los que seguirán. Hablo en nombre de una fraternidad de lucha y no apunto a nadie en particular. Las críticas que es posible hacer se dirigen a toda la prensa sin excepción, incluidos nosotros. ¿Alguien dirá que esto es prematuro, que antes de hacer este examen de conciencia hay que dar tiempo a nuestros periódicos para que se organicen? La respuesta es «no».
Estamos bien situados para saber en qué increíbles condiciones se han elaborado nuestros periódicos. Pero no es esa la cuestión. La cuestión es cierto tono que era posible adoptar desde el principio y que no se adoptó. Precisamente en el momento en que esa prensa se está haciendo, en el que va a adquirir su rostro definitivo, es cuando importa que se examine a sí misma. Sabrá mejor lo que quiere ser y lo será.
¿Qué queríamos? Una prensa clara y viril, con un lenguaje respetable. Para hombres que durante años, al escribir un artículo, sabían que podían pagar ese artículo con la cárcel y la muerte, era evidente que las palabras tenían su valor y que debían estar muy pensadas. Es esa responsabilidad del periodista ante el público lo que querían restablecer.
Ahora bien, con las prisas, la cólera o el delirio de nuestra ofensiva, nuestros periódicos han pecado de pereza. El cuerpo, durante esos días, ha trabajado tanto que el espíritu perdió su vigilancia. Diré aquí en general lo que me propongo detallar después: muchos de nuestros periódicos recogieron fórmulas que creíamos caducas, y no temieron excederse en la retórica o apelar a una sensibilidad de modistillas, como hacía, antes de la declaración de guerra o después, lo más granado de nuestros periódicos.
En el primer caso, hemos de persuadirnos de que nos estamos limitando a calcar, con una simetría inversa, la prensa de la ocupación. En el segundo, recogemos, por comodidad, fórmulas e ideas que amenazan la moralidad de la prensa y del país. Todo ello es inadmisible, o entonces habrá que renunciar y desesperar de lo que tenemos que hacer.
Puesto que hemos conquistado ya los medios de expresarnos, nuestra