1
Nunca te rindas
«¡Me ahogo!»
Me desperté bajo el agua, a mucha profundidad, y ese fue mi primer pensamiento consciente. Frío. Oscuridad. ¿Dónde estaba la superficie? Agité las piernas a la desesperada, mientras intentaba hallar el camino hacia arriba. Me giré y, entonces, la vi: una luz. Tenue, pálida y lejana.
Instintivamente, fui hacia ella lo más rápido que pude y enseguida me di cuenta de que el agua que me rodeaba se volvía más brillante. Eso tenía que ser la superficie, el sol.
Pero ¿cómo era posible que el sol fuera... cuadrado? Debía de estar alucinando. Quizá fuera una ilusión óptica del mar.
«¡Y eso qué más da! ¿Cuánto aire me queda? Céntrate en esto. ¡Nada!»
Se me hincharon los pulmones y unas burbujitas que se me escaparon de los labios se alejaron de mí dirigiéndose a toda velocidad hacia la luz distante. Pateé y arañé el agua como si fuera un animal enjaulado. Ahora podía verlo, un techo de olas que se aproximaba con cada una de mis desesperadas brazadas. Pese a que estaba más cerca, aún me hallaba lejos. Me dolía todo el cuerpo, los pulmones me iban a estallar.
«¡Nada! ¡¡Nada!!»
¡Crac!
Me retorcí al sentir una súbita oleada de dolor que me recorrió desde la cabeza a los pies. Abrí la boca para lanzar un grito ahogado. Intenté alcanzar ese brillo, para tomar aire, para aferrarme a la vida.
Irrumpí en un aire frío y limpio.
Tosí. Me atraganté. Jadeé. Me reí.
Respiré.
Por un momento, gocé de la sensación; cerré los ojos y dejé que el sol me acariciara el rostro. Pero cuando los volví a abrir, no pude creerme lo que estaba viendo. ¡El sol era cuadrado! Parpadeé sin parar. ¿Y las nubes también? En vez de ser unas bolas de algodón hinchadas, eran unos objetos rectangulares y finos que flotaban perezosamente sobre mí.
«Sigues alucinando —pensé—. Te has golpeado la cabeza cuando te has caído del bote y ahora estás un poco aturdido.»
Pero ¿de verdad me había caído de un bote? No lo podía recordar. De hecho, no podía recordar nada; ni cómo había llegado hasta ahí, ni siquiera dónde era «aquí».
—¡Socorro! —grité, a la vez que escrutaba el horizonte en busca de un barco, un avión o incluso una mota de tierra—. ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Quien sea! ¡¡Socorro!!
Pero la única respuesta que recibí fue el silencio. Lo único que podía ver era el mar y el cielo.
Estaba solo.
Bueno, casi.
Algo chapoteó a unos centímetros de mi cara, una visión fugaz compuesta de tentáculos y una cabeza gruesa, negra y grisácea.
Solté un alarido y, agitando las piernas, retrocedí. Aunque se parecía a un calamar, era cuadrado como todo lo demás en este extraño lugar. Volvió sus tentáculos hacia mí y los separó ampliamente. Clavé la mirada en una boca roja y enormemente abierta, rodeada de unos dientes blancos y afilados.
—¡Lárgate de aquí! —chillé. Tenía la boca pastosa y el pulso acelerado. Me alejé de la criatura chapoteando con torpeza, pero podría haberme ahorrado el esfuerzo, ya que, en ese momento, el calamar volvió a juntar los tentáculos y se fue a toda velocidad en dirección contraria.
Me quedé flotando ahí, paralizado, pataleando en el agua unos segundos, hasta que el animal desapareció en las profundidades. Fue entonces cuando lancé un «aghhh» largo y gutural para liberar la tensión acumulada.
Respiré hondo una vez más y luego otra vez, y después muchas veces más. Por fin, recuperé unas pulsaciones normales, dejé de temblar y, por primera vez desde que había despertado, me puse a pensar.
—Vale —dije en voz alta—. Estás en un lago u océano o lo que sea, lejos de la orilla. No va a venir nadie a salvarte y no puedes nadar eternamente.
Giré muy despacio trescientos sesenta grados, con la esperanza de poder ver a lo lejos la costa que no había divisado antes. Nada. Desesperado, intenté escrutar el cielo una última vez. No había ningún avión, ni siquiera una fina estela blanca. ¿En qué cielo no hay ninguna estela de esas? En uno con un sol cuadrado y unas nubes rectangulares.
Las nubes.
Me di cuenta de que todas se movían a un ritmo constante en una dirección, distanciándose de ese sol que se elevaba. Iban hacia el oeste.
—Es una dirección tan buena como cualquier otra —dije, dando otro profundo suspiro y, a continuación, nadé lentamente hacia el oeste.
Aunque no lo veía nada claro, supuse que el viento podría ayudarme un poco a avanzar, o al menos no me ralentizaría. Y si iba al norte o al sur, la brisa podría lentamente obligarme a trazar un arco, de tal modo que acabaría nadando en círculos. No sé si estaba en lo cierto o no. Y sigo sin saberlo. O sea, venga ya, acababa de recuperar la consciencia en el fondo del océano, a pesar de que casi seguro tenía una herida grave en la cabeza, y estaba intentando con todas, todas mis fuerzas no volver a acabar ahí abajo.
«Tú sigue —me dije a mí mismo—. Céntrate en lo que tienes delante.» Entonces me fijé en lo raro que estaba «nadando»; no seguía la cadencia normal de brazada, pausa, brazada, sino que tenía la sensación de deslizarme sobre el agua mientras mis extremidades se dejaban llevar.
«Tengo una lesión en la cabeza», deduje, intentando no pensar en lo grave que podría ser.
Aunque me di cuenta de algo muy positivo: al parecer, no me estaba cansando. ¿No se supone que nadar es agotador? ¿Que los músculos te duelen y se rinden pasado un tiempo? «Será cosa de la adrenalina», pensé, e intenté apartar de mi mente la idea de que esa reserva de energía de emergencia pudiera agotarse.
Pero se agotaría. Tarde o temprano, me fatigaría, me darían calambres, pasaría de nadar a intentar patalear en el agua y de patalear en el agua a mantenerme a flote. Y, sí, intentaría descansar, por supuesto, limitándome a bambolearme para guardar fuerzas, pero ¿cuánto tiempo podría estar así? ¿Cuánto tardarían las frías aguas en vencerme al fin? ¿Cuánto tardaría en volver a hundirme por fin en la oscuridad, con los dientes castañeteando y temblando de arriba abajo?
—¡Aún no! —exclamé—. ¡Aún no voy a rendirme!
Me bastó con gritar a pleno pulmón para espabilarme.
—¡Mantén la concentración! ¡Sigue avanzando!
Y eso hice. Continué nadando con todas mis fuerzas. También procuré prestar mucha atención a todo lo que me rodeaba. Con suerte, divisaría el mástil de un barco o la sombra de un helicóptero. No confiaba demasiado en ello, pero al menos ¡me distraería y no pensaría en el grave apuro en que estaba!
Me fijé en que reinaba la calma en el mar, y eso me dio una razón para sentirme bien. Si no había olas, no tendría que esforzarme tanto, lo cual significaba que podría llegar más lejos nadando, ¿no? También reparé en que el agua era dulce, no salada, lo cual quería decir que tenía que estar en un lago y no en un océano, y los lagos son mucho más pequeños que los océanos. Vale, un lago grande es tan peligroso como un océano, pero venga ya, ¿te parece mal que intentara ver las cosas con cierto optimismo?
Además, me di cuenta de que podía ver el fondo. A pesar de que era profundo (no me malinterpretes, ahí abajo se podría haber hundido un edificio de oficinas bastante grande y nunca hubieras visto su parte superior), no era insondable como se supone que es el océano. También pude ver que no era plano. Ahí había montones de pequeños valles y colinas.
Fue entonces cuando, a mi derecha, me percaté de que una de las colinas había llegado a ser tan alta que su cima se perdía en el horizonte. ¿Acaso sobresalía de la superficie? Viré hacia el norte, al noroeste, supongo, y nadé en línea recta hacia la colina.
Antes de que pudiera darme cuenta, la colina creció hasta convertirse en una montaña subacuática. Y unos segundos más tarde, realmente me pareció ver que su cima emergía del agua.
«Eso tiene que ser tierra firme —pensé, a la vez que intentaba no esperanzarme demasiado—. Aunque podría ser un espejismo, una ilusión óptica o un banco de niebla o...»
Fue entonces cuando vi el árbol. Al menos pensé que era un árbol, porque, desde donde estaba, lo único que era capaz de distinguir era una angulosa masa verde oscura que se alzaba sobre una línea marrón oscura.
La emoción me propulsó como un torpedo. Con la mirada clavada en lo que tenía delante, pronto vi que había otros árboles desperdigados por una playa color canela. Y entonces, de repente, vi la pendiente verde y marrón de una colina.
—¡Tierra! —grité—. ¡¡¡Tieeerra!!!
¡Lo había conseguido! ¡Estaba cerca de un suelo firme, sólido y acogedor! Unas cuantas brazadas más y estaría ahí. Una tremenda oleada de alivio se apoderó de mí..., pero, como si fuera una ola de verdad, se rompió.
Apenas había tenido un segundo para celebrarlo cuando pude contemplar la isla en todo su esplendor. Al llegar a la orilla, estaba tan confuso como cuando me había despertado.
La isla era cuadrada. O, más bien, estaba hecha de cuadrados. Todo: la arena, el suelo, las rocas, incluso esas cosas que en un principio había creído que eran árboles. Todo era una combinación de cubos.
—Vale —dije, negándome a creerme lo que estaba viendo—. Solo necesito un minuto, nada más, solo un minuto.
Me encontraba de pie en un lugar donde el agua me llegaba a la cintura, donde, mientras me limitaba a respirar y parpadear, esperaba a que se me aclarara la vista. Estaba seguro de que en cualquier momento todos esos ángulos tan duros y rectos pasarían a ser suaves y curvos como era normal.
Pero no fue así.
—Esto debe de ser cosa de la herida de la cabeza —me dije, al mismo tiempo que vadeaba hacia la orilla—. No pasa nada. Asegúrate de que no te estás desangrando mucho y...
De manera instintiva, me llevé la mano a la cabeza para palpar la supuesta herida y, en cuanto la tuve delante de la cara, di un grito ahogado.
—¿Que...? —Ahí tenía un cubo carnoso que remataba un brazo rectangular, un cubo que no se abría por mucho que lo intentase—. ¡¿Dónde está mi mano?! —pregunté a voz en grito, presa del pánico.
Mientras me daba vueltas la cabeza y se me formaba un nudo en la garganta, bajé nerviosamente la mirada para examinar el resto de mi cuerpo.
Tenía unos pies con forma de ladrillo, unas piernas rectangulares, un torso con forma de caja de zapatos y, además, todo ello estaba cubierto por una ropa pintada.
—Pero ¡¿qué me pasa?! —le chillé a una playa vacía—. ¡Esto no es real! —grité, a la vez que corría de aquí para allá, intentando arrancarme esas prendas pintadas.
Hiperventilando, corrí hacia el mar, desesperado por poder contemplar el tranquilizador reflejo de mi cara en él. Pero ahí no vi nada.
—¿Dónde estoy? —le pregunté a voz en grito a ese mar brillante—. ¿Qué es este sitio?
Pensé en el agua, en cómo me había despertado..., pero ¿de verdad lo había hecho?
—¡Esto es un sueño! —exclamé. Noté que el alivio se imponía al pánico en mi tono de voz; intentaba agarrarme a un clavo ardiendo—. ¡Por supuesto! —Y durante un segundo estuve a punto de recuperar la compostura—. Solo se trata de un sueño disparatado, enseguida te vas a despertar y...
¿Y qué? Intenté imaginarme despertándome en casa, retomando mi vida, pero fue imposible. Aunque podía recordar el mundo, ese mundo real de formas suaves y redondas, repleto de gente y casas y coches y vidas, no podía recordar que yo hubiera formado parte de él.
Mi campo de visión se estrechó al mismo tiempo que un puño invisible me aplastaba los pulmones.
—¿Quién soy?
Por culpa de la tensión, se me hincharon las venas del cuello. Se me tensó hasta la piel de la cara y parecía que las raíces de mis dientes iban a estallar. Mareado y con ganas de vomitar, retrocedí tambaleándome hasta la base de la colina. ¿Cómo me llamaba? ¿Qué aspecto tenía? ¿Era viejo? ¿Era joven?
Al contemplar mi cuerpo con forma de caja, no obtuve ninguna respuesta. ¿Era un hombre o una mujer? ¿Era siquiera un ser humano?
—¿Qué soy?
La cuerda que me ataba a la cordura se rompió. Me derrumbé.
¿Dónde? ¿Quién? ¿Qué? Y entonces me planteé la pregunta definitiva.
—¡¿Por qué?! —le chillé a ese brillante sol cuadrado—. ¿Por qué no puedo recordar nada? ¿Por qué soy distinto? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué me está pasando todo esto? ¡¿Por quééé?!
La única respuesta que obtuve fue el silencio. Ni pájaros, ni olas, ni siquiera el susurro del viento al atravesar esas formas angulosas que intentaban imitar patéticamente a unos árboles. Nada, salvo un silencio sepulcral.
Y entonces.
Grrr.
Era un ruido tan débil que no estaba seguro de si lo había oído o no.
Grrr.
No cabía duda de que esta vez lo había oído; sí, y también lo había notado. Venía de dentro de mí. Me rugían las tripas.
«Tengo hambre.»
Eso era todo lo que necesitaba para detener mi descenso a los infiernos. Tenía algo que hacer, algo sencillo y claro en lo que centrarme y, aparte de respirar, no hay nada más sencillo y claro que comer.
«Grrr», me rugió el estómago, como si dijera: «Estoy esperando».
Sacudí la cabeza violentamente, intentando así que la sangre volviera a mis mejillas y miré hacia abajo para ver si tenía algo para comer, ya que la primera vez que me había mirado había estado tan alucinado que se me podía haber pasado algo por alto. A lo mejor llevaba un móvil sumergible en el bolsillo o una cartera con mi carnet de identidad.
Pero no tenía ninguna de ambas cosas, ni siquiera tenía bolsillos. Pero lo que sí vi es que llevaba un cinturón estrecho, pintado del mismo color que mis pantalones (esa era otra razón por la que no había reparado en él la primera vez), con cuatro faltriqueras a cada lado. Aunque todas estaban vacías, mientras rebuscaba en ellas, me di cuenta súbitamente de que podía notar la ligera presión de algo que llevaba encima, en la espalda.
A pesar de que no tenía ninguna correa o gancho o cualquier otra cosa para poder mantenerse en su sitio, decidí llamarlo «mochila». La llevaba ahí pegado y, al igual que el cinturón y mi ropa pintada, no me la podía quitar. Lo único que podía hacer era agarrarla y girarla hacia delante.
—Qué sueño tan demencial —dije, recurriendo así de nuevo a la única explicación racional que encontraba a todo esto. En el interior de la mochila, había veintisiete pequeñas faltriqueras, como las del cinturón, que también estaban vacías.
«Al menos no tengo que hacer inventario», pensé, mientras la sensación de hambre no paraba de crecer. Eso quería decir que tenía que buscar comida. Miré alrededor de mí en busca de algo, cualquier cosa, que pareciera remotamente comestible. En un primer momento, lo único que encontré fue un bloque de altas briznas de hierba rectangular. Crecían en solitario o en parejas en el suelo cubierto de verde que había detrás de la playa. Me agaché para coger una que brotaba justo a mis pies, pero no pude agarrarla, sino que moví la mano rápida y torpemente, como si fuera a dar un puñetazo.
La ansiedad volvió a dominarme. Una cosa era tener un cuerpo de aspecto extraño, ¡y otra muy distinta descubrir que ese cuerpo no te obedecía! Intenté agarrar la hierba una y otra vez y, cuando por fin entré en contacto con ella, la desintegré de un puñetazo. Y, sí, uso la palabra desintegrar sabiendo perfectamente lo que digo. Esos altos tallos verdes no solo se desmenuzaban o rompían, sino que desaparecían. Después de un rápido crujido, puf, se esfumaban.
—¡Oh, venga ya! —exclamé, poniendo mala cara, mientras contemplaba mi anguloso apéndice—. Cumple con tu misión, ¿quieres?
Por alguna razón, suplicarle a mi mano no sirvió de nada, como tampoco sirvió de nada intentar repetir la misma acción inútil con otro puñado de hierba.
Tengo entendido, aunque no recuerdo dónde lo he oído, que la locura se puede definir como hacer lo mismo una y otra vez esperando un resultado distinto. No sé si es una definición acertada para todo el mundo, pero en mi caso, sí que lo era, maldita sea.
—¡Haz lo que tienes que hacer! —gruñí furioso, dando puñetazos a la hierba como si me hubiera atacado primero—. Hazlo. Hazlo ¡¡Hazlo!!
Volvía a descender por la pendiente de la locura. En ese momento, mi mente hacía equilibrios sobre una fina cuerda floja y realmente necesitaba obtener algún tipo de victoria.
Aunque no logré una, exactamente, sí que conseguí romper ese círculo vicioso por casualidad, con un golpe de suerte, literalmente. Al cuarto intento, lancé un puñetazo tan fuerte y tan prolongado que no solo destrocé esas pequeñas briznas verdes, sino que reventé el bloque de tierra que se hallaba debajo.
—Ha-ha-la... —tartamudeé, mientras la frustración daba paso a la curiosidad.
Al principio, no vi el bloque, solo el agujero del tamaño de un bloque en el que había desaparecido. Contemplé detenidamente el terrón y vi que un cubo flotaba en el fondo (en realidad flotaba por encima del suelo), el cual era mucho más pequeño de lo que había sido antes. Me agaché para cogerlo y, justo cuando estaba haciendo este movimiento, voló hacia mí.
Me tambaleé hacia atrás, lanzando un sorprendido «¡hala!», y luego observé el cubo que tenía en la mano. Al tacto, parecía ser un terrón de tierra áspera y seca con unos cuantos guijarros. Intenté apretarlo y noté que cedía a la presión, pero no se desmenuzó. Me lo acerqué a la cara y lo olisqueé. Olía a tierra, ni más ni menos.
Volví a olerlo y, de repente, me sentí reconfortado. Todo me había resultado tan extraño hasta entonces; todo lo que me rodeaba e incluso yo mismo. Sin embargo, esto no lo era. Esta sensación me resultaba muy familiar. Noté que se me relajaban los músculos del cuello y dejé de apretar los dientes. Eh, no me avergüenza reconocer que olí ese bloque de tierra otras cuatro o cinco veces durante un buen rato, y que eso me tranquilizó, y tampoco me abochorna admitir que, entre una aspiración y otra, miré hacia atrás para asegurarme de que nadie me estaba viendo.
No puedo decir que eso mejorara las cosas, pero sí me dio la confianza necesaria para intentar separar los dedos con el fin de que el bloque cayera al suelo. Y así fue. Y eso me hizo sentir mejor incluso.
—Muy bien —exhalé—. Al menos soy capaz de dejar caer cosas al suelo.
No es que fuera una gran victoria, lo sé, pero era algo. Eso me proporcionaba un cierto grado de control, aunque fuera muy pequeño.
Observé cómo ese diminuto cubo de tierra flotaba sobre mis pies durante un segundo y, acto seguido, me agaché para cogerlo de nuevo. Ni me inmuté cuando saltó hacia mí por segunda vez.
—Vale —dije, cogiendo aire con cautela—. Si puedo dejarte caer, tal vez pueda...
Moví el cubo hasta una de las faltriqueras del cinturón y solté un hondo suspiro cuando, obedientemente, cayó dentro de ella.
—Bueno —dije, sonriendo al cinturón—, así que las cosas (bueno, la tierra, al menos) se encogen lo suficiente como para que puedas llevarlas encima. Es raro, pero quizá te resulte útil en este mun... sueño.
No podía decir «mundo» aún, ya que me hallaba en un estado mental muy frágil.
«Grrr», bramó mi estómago, recordándome que seguía ahí.
—Vale —respondí, y saqué el cubo del cinturón—. Y como no te puedo comer, no se me ocurre ninguna razón por la que deba llevarte encima...
Estiré el brazo y sostuve el cubo encogido en dirección hacia el agujero del que lo había sacado. Cuando me encontraba a un par de pasos, abandonó súbitamente mi mano, aumentó de tamaño hasta recobrar su forma original y se colocó con un golpe seco en su sitio, como si nada hubiera ocurrido. Bueno, casi nada; al extraerlo, le había quitado su revestimiento verde.
—Hummm —cavilé, e intenté sacarlo de ahí de nuevo. Como cabía esperar, tras unos cuantos golpes, acabó de nuevo en mi mano. Pero esta vez, cuando lo dejé en el suelo, intenté colocarlo junto al agujero en vez de dentro. Una vez más, recuperó su tamaño normal y se posó firmemente sobre el suelo.
Volvía a cavilar, ya que mi recién recuperada calma me permitía pensar con claridad. Había algo en el hecho de colocar ese bloque en un sitio nuevo que despertó en mí un recuerdo enterrado. No creo que fuera un recuerdo en concreto sobre mí, sino más bien sobre el mundo no onírico. Algo relacionado con niños jugando con bloques, creando, construyendo cosas.
—Si aquí todo está hecho de bloques —le dije al cubo que acababa de replantar—, y todos estos bloques conservan su forma, ¿podría juntarlos para crear cosas que quiera construir?
«Grrr», protestó de manera particularmente furiosa algo situado allá abajo.
—Vale —le dije a mi estómago y, dirigiéndome al cubo, añadí—: Tal vez luego. Ahora tengo que comer.
Pensé en volver a probar con la hierba antes de pasar a otra cosa. Menos mal que lo hice. En el quinto intento, cuando el puñado de hierba se desvaneció, apareció en su lugar un conjunto de semillas flotantes. «Por fin», pensé e intenté cogerlas. Uno de los pequeños detalles raros de este sueño era que solo podía coger las seis semillas a la vez, pero no podía agarrarlas individualmente. Otro detalle extraño y ridículamente importante era que no podía comerlas. La mano se me quedaba paralizada, a centímetros de la boca, y no me dejaba ingerirlas.
—¿De verdad? —pregunté.
A continuación, intenté acercar la cara a la mano, pero eso tampoco funcionó, era como si un campo de fuerza invisible lo mantuviera todo alejado de mí.
—¿De verdad? —repetí sarcásticamente. Cada vez me sentía más cabreado y frustrado—. ¡Vale!
Hice ademán de arrojar las semillas.
Sin embargo, me detuve, ya que el bloque de tierra con el que había estado jugueteando había recuperado su revestimiento verde, ese que no tenía cuando lo había dejado en el suelo unos minutos antes. Le había vuelto a crecer una capa de hierba.
«¿Tan rápido?», pensé mientras contemplaba las semillas. «¿Aquí todas las plantas crecen tan rápido? A lo mejor si intento plantar estas semillas...»
¡Y, jo, sí que lo intenté! Lo intenté de todas las formas que se me ocurrieron. Dejé caer las semillas al suelo, pero se quedaron flotando en el aire. Aunque las hice bajar a la tierra a golpes, lo único que logré fue desenterrar otro bloque. Y tras dejar ese bloque en un nuevo lugar encima del suelo, incluso intenté meterle las semillas en uno de sus lados. Pero nada funcionó.
—¿Por qué no...? —murmuré, apretando los dientes, entonces me quedé quieto. Continuar por la senda del «por qué» me llevaría de nuevo a que me derrumbara por entero—. Sigue adelante —añadí con un resoplido—. No te rindas.
Metí las semillas en una faltriquera del cinturón y busqué desesperadamente otra alternativa alrededor de mí. Otra posible fuente de comida, alguna distracción...
¡Los árboles!
Me acerqué corriendo al más cercano e intenté arrancarle varios trozos de corteza. ¿La gente come corteza? Quizá sí, pero yo no podía. Mis propias manos no me dejaban agarrar esa capa en la que se alternaban el marrón claro y el marrón oscuro. Tampoco me permitían trepar por ese tronco tan grueso como mi cintura para alcanzar los manojos cuadrados de pequeñas hojas hechas de minicubos.
No me rendí; no podía permitirme ese lujo.
—Si esto es un sueño —dije—, ¡podré volar y coger algunas, sin más!
Con los puños levantados y mirando hacia arriba, salté en el aire... y bajé igual de rápido que había subido. Pero en ese momento crucial, mientras estaba suspendido en el aire, pasó algo realmente mágico. Intenté golpear las hojas que tenía encima y, aunque se hallaban a un bloque o dos de distancia, noté el impacto de mi puño contra ellas.
Dubitativo, lancé varios golpes hacia arriba.
—¿Llego?
Pues sí, aunque no lograba estirar el brazo, era capaz de alcanzar los cubos moteados que se hallaban sobre mi cabeza a cuatro bloques enteros de distancia.
—¡Sí llego! —grité, y me puse a atizar a esas hojas. Con cada reconfortante puñetazo, el fantasma de la locura se esfumaba—. ¡Sí! —exclamé en cuanto el primer cubo se desvaneció, dejando caer una fruta roja, brillante y medio redonda en mi mano—. ¡Sí, eso es lo que quería!
Y esta vez, mi cuerpo me dejó comer. «Tal vez esa sea la clave», pensé, al morder esa crujiente y dulce fruta y notar cómo el zumo me recorría la garganta. «A lo mejor mi mano solo me deja comer lo que es comestible.»
Aunque no parecía ser exactamente una manzana, sí sabía como una. Si antes había pensado que el aroma de la tierra era muy reconfortante, esta nueva sensación fue tan abrumadora que casi se me saltaron las lágrimas.
—Sigue adelante —dije mientras la manzana entera desaparecía en mi agradecido estómago—. ¡Nunca te rindas!
Sin darme cuenta, acababa de aprender algo. Llámalo mantra, lección vital o como quieras, pero esas palabras encerraban una gran enseñanza para la vida, que sería la primera de las muchas que he aprendido en este extraño y maravilloso viaje: nunca te rindas.
2
El pánico ahoga la razón
Utilicé mi nuevo «poder» para golpear los demás bloques de hojas del resto de los árboles. Así, no solo obtuve dos manzanas más, sino que descubrí algo muy importante sobre el cinturón y la mochila.
Sucedió justo después de caer la primera manzana, cuando estaba atizando las hojas. En vez de caer una fruta, obtuve un pequeño retoño.
—¿Te has vuelto a declarar en huelga? —le pregunté a mi mano paralizada y dejé caer el miniárbol en el cinturón. Instantes después, en cuanto obtuve el segundo, lo metí distraídamente en la misma faltriquera. Fue entonces cuando me di cuenta de que no solo se encogían, sino que se aplanaban y se apilaban como si fueran los naipes de una baraja—. Vaya —añadí con una sonrisa—, esto podría ser realmente útil.
No sabía bien hasta qué punto lo sería. Para cuando terminé con los tres árboles, tenía guardados doce retoños comprimidos en un único compartimento. Y, he de añadir, ¡que no pesaban nada!
Al echar un vistazo a los demás bolsillos de la mochila, pensé: «¡Esto es como un almacén! ¡Puedo llevar un montón de cosas encima! Lo cual quiere decir...»
—Lo cual quiere decir —dije en voz alta, con el ceño fruncido, contemplando el cinturón, mientras mi ánimo se desinflaba tanto como se habían encogido los retoños que había guardado juntos— que, hasta que dé con cosas que merezca la pena llevar, eres tan útil como un ventilador eólico.
«Tiene que haber más manzanos», pensé, elevando la vista hacia el a