PREFACIO
Marzo de 2017
Cuando era niña, mis sueños eran simples. Quería un perro. Quería una casa con escalera, de dos plantas para una familia. Por alguna razón, quería una furgoneta de cuatro puertas en lugar del Buick de dos que era el tesoro de mi padre. Siempre decía a la gente que cuando fuese mayor sería pediatra. ¿Por qué? Porque me encantaban los niños y no tardé en darme cuenta de que era una respuesta gratificante para los adultos. «¡Ah, médico! ¡Qué buena elección!» Por aquel entonces llevaba coletas, mangoneaba a mi hermano mayor y, costara lo que costase, sacaba siempre sobresalientes en el colegio. Era ambiciosa, aunque no sabía exactamente a qué aspiraba. Ahora creo que es una de las preguntas más inútiles que un adulto puede formular a un niño: «¿Qué quieres ser de mayor?». Como si en algún momento te convirtieras en algo y ahí se acabara todo.
Hasta el momento he sido abogada. He trabajado como subdirectora de un hospital y como directora de una organización sin ánimo de lucro que ayuda a gente joven a labrarse una carrera profesional seria. He sido estudiante negra de clase trabajadora en una elegante universidad cuyo alumnado es mayoritariamente blanco. He sido la única mujer, la única afroamericana, en lugares de todo tipo. He sido novia, madre primeriza estresada e hija desgarrada por la tristeza. Y hasta hace poco fui la primera dama de Estados Unidos. Ser primera dama fue para mí un desafío y una lección de humildad, me elevó y me empequeñeció, a veces todo al mismo tiempo. Apenas he empezado a procesar lo sucedido durante estos últimos años, desde que en 2006 mi marido planteó la posibilidad de aspirar a la presidencia hasta donde estamos ahora. Ha sido un viaje trepidante.
Cuando eres primera dama, Estados Unidos se muestra ante ti en todos sus extremos. He asistido a galas benéficas en viviendas privadas que más bien parecen museos de arte, casas en las que la gente tiene bañeras hechas con piedra noble natural. He visitado a familias que lo perdieron todo con el huracán Katrina y, entre lágrimas, agradecían tener una nevera y un fogón que funcionaran. He conocido a personas a las que considero superficiales y falsas, y a otras (profesores, cónyuges de militares y muchas más) cuyo espíritu es tan profundo y fuerte que resulta asombroso. Y también he conocido a niños (infinidad de ellos y en todo el mundo) con los que me desternillo de risa, que me llenan de esperanza y que, por suerte, se olvidan de mi título en cuanto empezamos a hurgar en la tierra de un jardín.
Me han ensalzado como la mujer más poderosa del mundo y también me han rebajado a la categoría de «mujer negra malhumorada». A veces he sentido la tentación de preguntar a estas personas qué era lo que no les gustaba de mí, si que fuese «malhumorada», «negra» o «mujer». He posado sonriente con personas que profieren insultos horribles a mi marido en la televisión nacional, pero que aun así quieren un recuerdo enmarcado. Hay gente en internet que lo cuestiona todo sobre mí, incluso si soy una mujer o un hombre. Un congresista estadounidense se ha burlado de mi trasero. He sentido dolor y rabia, pero casi siempre he intentado tomármelo con humor.
Todavía desconozco muchas cosas sobre Estados Unidos, sobre la vida y sobre lo que me depara el futuro, pero me conozco a mí misma. Mi padre, Fraser, me enseñó a trabajar duro, a reírme a menudo y a cumplir mi palabra. Mi madre, Marian, me enseñó a pensar por mí misma y a utilizar mi voz. Juntos, en nuestro atestado apartamento del South Side de Chicago, me ayudaron a reconocer el valor de nuestra historia, de mi historia, en la historia más general de nuestro país, incluso cuando no es hermosa o perfecta, incluso cuando es más real de lo que te gustaría. Tu historia es lo que tienes, lo que siempre tendrás. Es algo que debes hacer tuyo.
Durante ocho años viví en la Casa Blanca, un lugar con tantas escaleras que no podría contarlas, además de ascensores, una bolera y una floristería. Dormía en una cama con sábanas finas. Las comidas las preparaba un equipo de chefs de fama internacional mundial y las servían profesionales con más formación que los de cualquier restaurante u hotel de cinco estrellas. Frente a la puerta había agentes del Servicio Secreto, con sus auriculares y una expresión seria, haciendo cuanto podían por no inmiscuirse en la vida privada de nuestra familia. Al final nos acostumbramos, más o menos, a la extraña majestuosidad de nuestro nuevo hogar y a la presencia constante y silenciosa de otras personas.
La Casa Blanca es donde nuestras dos hijas jugaban a la pelota en los pasillos y trepaban por los árboles del jardín sur. Es donde mi marido, Barack Obama, se quedaba hasta muy tarde leyendo informes y borradores de discursos en la sala de los Tratados y donde Sunny, uno de nuestros perros, a veces defecaba en la alfombra. Yo podía salir al balcón Truman y observar a los turistas posando con sus paloselfis y asomándose a la verja de hierro para intentar atisbar qué sucedía dentro. Algunos días me agobiaba tener que cerrar las ventanas por seguridad, no poder respirar aire fresco sin causar revuelo. Otras veces me quedaba asombrada con las magnolias blancas que florecían en el exterior, con el ajetreo cotidiano de los asuntos de gobierno y con el esplendor de una recepción militar. Hubo días, semanas y meses en los que detesté la política. Y hubo momentos en los que la belleza de este país y sus gentes me abrumaba tanto que me quedaba sin palabras.
Y entonces se acabó. Aunque lo veas venir, aunque las últimas semanas estén llenas de despedidas emotivas, ese día sigue siendo difuso. Una mano se posa sobre una Biblia; se repite un juramento. Los muebles de un presidente salen y entran los de otro. Se vacían armarios y vuelven a llenarse en cuestión de horas. Y, como si tal cosa, hay otras cabezas reposando en las almohadas nuevas, nuevas personalidades, nuevos sueños. Y cuando termina, cuando sales por última vez de la dirección más famosa del mundo, en muchos sentidos tienes que encontrarte otra vez a ti mismo.
Así que permíteme empezar con una pequeña anécdota que sucedió no hace mucho. Me encontraba en la casa de ladrillo a la que mi familia y yo nos hemos mudado recientemente. Nuestro nuevo hogar está en una calle tranquila situada a unos tres kilómetros del anterior. Todavía no hemos acabado de instalarnos. En el salón, los muebles siguen organizados igual que en la Casa Blanca. Por todas partes hay objetos que nos recuerdan que aquello fue real: fotos de los días que pasamos en Camp David, recipientes de cocina artesanales hechos por estudiantes nativos americanos y un libro firmado por Nelson Mandela. Lo raro de aquella noche es que no había nadie. Barack estaba de viaje; mi hija menor, Sasha, había salido con unos amigos; y mi hija mayor, Malia, vivía y trabajaba en Nueva York, antes de empezar sus estudios universitarios. Estaba sola con nuestros dos perros, en una casa silenciosa y vacía como no había visto en ocho años.
Y tenía hambre. Salí del dormitorio y bajé la escalera con los dos perros siguiéndome. Cuando llegué a la cocina, abrí la nevera. Encontré un paquete de pan, saqué dos rebanadas y las puse en la tostadora. Luego abrí un armario y cogí un plato. Sé que suena raro, pero coger un plato de una estantería de la cocina sin que nadie insistiera en hacerlo por mí y estar allí sola mirando cómo se doraba el pan en la tostadora es lo más parecido a un retorno a mi antigua vida que he tenido hasta el momento. O puede que mi nueva vida justo esté empezando.
Al final no preparé unas simples tostadas, sino que metí las rebanadas en el microondas y fundí unas gruesas lonchas de goteante cheddar entre ellas. Luego llevé el plato al jardín. No tuve que informar a nadie de dónde iba. Simplemente fui. Llevaba pantalones cortos e iba descalza. El frío invernal había remitido por fin. Me senté en los escalones del porche y sentí el calor del sol atrapado aún en la losa que tenía bajo los pies. A lo lejos, un perro se puso a ladrar y los míos, confusos, se detuvieron a escuchar. En aquel momento caí en que para ellos debía de ser un sonido estremecedor, ya que en la Casa Blanca no teníamos vecinos, y menos aún vecinos de su especie. Para ellos todo era nuevo. Mientras exploraban el perímetro del jardín correteando, me comí las tostadas en la oscuridad, sintiéndome sola en el mejor de los sentidos. No pensaba en los guardias armados que se encontraban a menos de cien metros en el puesto de mando construido en el garaje, o en que todavía no puedo salir a la calle sin guardaespaldas. No pensaba en el nuevo presidente y, de hecho, tampoco en el antiguo.
Por el contrario, pensaba en que al cabo de unos minutos volvería a entrar en casa, lavaría el plato en el fregadero y me iría a la cama, y tal vez abriría una ventana para sentir el aire primaveral. Qué momento tan maravilloso. También pensaba en que esa quietud me estaba ofreciendo la primera oportunidad real de pensar en muchísimas cosas. Cuando era primera dama, al concluir una semana ajetreada tenían que recordarme cómo había comenzado. Pero el tiempo empieza a parecer diferente. Mis niñas, que llegaron a la Casa Blanca con sus muñecas Polly Pocket, una manta llamada Blankie y un tigre de peluche llamado Tiger, ya son adolescentes, mujeres jóvenes con planes y voz propia. Mi marido también está adaptándose a la vida después de la Casa Blanca, recobrando el aliento. Y yo, en este nuevo lugar en el que estoy, siento que tengo muchas cosas que contar.
Mi historia
1
Pasé casi toda mi infancia oyendo el sonido del esfuerzo. Llegaba en forma de música mediocre, o al menos música amateur, que se colaba por los tablones del suelo de mi habitación: el golpeteo de las teclas del piano de mi tía abuela Robbie a manos de sus alumnos mientras aprendían lenta, rudimentariamente, las escalas. Mi familia vivía en South Shore, un barrio de Chicago, en una pulcra casa de ladrillo propiedad de Robbie y su marido Terry. Mis padres alquilaron un apartamento en la segunda planta, y mis tíos abuelos vivían en la primera. Robbie era tía de mi madre y durante muchos años había sido generosa con ella, pero a mí me parecía terrorífica. Remilgada y seria, dirigía el coro de la iglesia local y era también la profesora de piano oficial de nuestra comunidad. Llevaba unos zapatos discretos y unas gafas de lectura colgadas del cuello con una cadena. Tenía una sonrisa burlona, pero, a diferencia de mi madre, no le gustaba el sarcasmo. A veces la oía reprender a sus alumnos por no haber estudiado lo suficiente o a sus padres por haberlos llevado tarde a clase.
«¡Buenas noches!», exclamaba en pleno día con la misma exasperación con la que uno diría «¡Por el amor de Dios!». Al parecer, pocos satisfacían las expectativas de Robbie.
Sin embargo, el sonido del esfuerzo se convirtió en la banda sonora de nuestras vidas. Había golpeteo por las tardes y por las noches. En ocasiones venían señoras de la iglesia a practicar himnos. Según las normas de Robbie, los niños que asistían a clases de piano no podían trabajar en más de una canción a la vez. Desde mi dormitorio los oía intentarlo, nota incierta a nota incierta, para ganarse su aprobación y dar el salto de «Hot Cross Buns» a la «Canción de cuna» de Brahms, pero solo después de muchas tentativas. La música nunca resultaba molesta, tan solo persistente. Subía por el hueco de la escalera que separaba nuestro apartamento del de Robbie. En verano entraba por las ventanas abiertas y acompañaba mis pensamientos mientras jugaba con mis Barbies o edificaba pequeños reinos con bloques de construcción. El único respiro lo teníamos cuando mi padre llegaba a casa al acabar el primer turno en la planta de filtración de aguas de la ciudad y ponía el partido de los Cubs en el televisor, a tal volumen que acallaba todo lo demás.
Era finales de los años sesenta en South Side de Chicago. Los Cubs no eran malos, pero tampoco excelentes. Me sentaba en el regazo de mi padre, él en su butaca reclinable, y lo escuchaba comentar cómo jugaba el equipo o por qué Billy Williams, que vivía en Constance Avenue, muy cerca de nosotros, bateaba tan bien desde el lado izquierdo de la base. Fuera de las canchas de béisbol, Estados Unidos se hallaba sumido en un enorme e incierto proceso de cambio. Los Kennedy estaban muertos. A Martin Luther King Jr. lo habían asesinado en un balcón de Memphis, lo cual desencadenó disturbios en todo el país, incluida Chicago. La Convención Nacional Demócrata de 1968 se tiñó de sangre cuando la policía persiguió a los manifestantes contrarios a la guerra de Vietnam con porras y gas lacrimógeno en Grant Park, situado unos quince kilómetros al norte de donde vivíamos. Entretanto, las familias blancas abandonaban la ciudad camino de los barrios residenciales, atraídas por la promesa de mejores escuelas, más espacio y probablemente también más blancura.
Yo no me daba cuenta de nada de todo aquello. Era solo una niña que jugaba con sus Barbies y sus bloques de construcción, que tenía dos progenitores y un hermano mayor que cada noche dormía con la cabeza a unos noventa centímetros de la mía. Mi familia era mi mundo, el centro de todo. Mi madre me enseñó muy pronto a leer; me llevaba a la biblioteca pública y se sentaba a mi lado mientras yo pronunciaba en voz alta las palabras impresas en una página. Cada día, mi padre iba a trabajar enfundado en un uniforme azul de empleado municipal, pero por la noche nos enseñaba lo que significaba amar el jazz y el arte. De niño había estudiado en el Art Institute of Chicago, y en la secundaria pintaba y hacía esculturas. En la escuela también había participado en competiciones de natación y boxeo, y de adulto era aficionado a todos los deportes televisados, desde el golf profesional hasta la NHL, la liga nacional de hockey. Le gustaba ver triunfar a la gente fuerte. Cuando mi hermano Craig se interesó por el baloncesto, mi padre dejaba monedas encima del marco de la puerta de la cocina y lo animaba a saltar para cogerlas.
Todas las cosas importantes se hallaban en un radio de cinco manzanas: mis abuelos y mis primos; la iglesia de la esquina, donde no asistíamos mucho a catequesis; la gasolinera a la que en ocasiones me enviaba mi madre a comprar un paquete de cigarrillos; y la licorería, que también vendía pan Wonder, caramelos a un centavo y leche por litros. En las cálidas noches de verano, Craig y yo nos dormíamos con los vítores de los partidos de sóftbol de la liga de adultos que se disputaban en el parque público cercano, donde de día nos encaramábamos a los columpios y jugábamos al pilla-pilla con otros niños.
Craig y yo nos llevamos menos de dos años. Él ha heredado la mirada tierna y el espíritu optimista de mi padre y la implacabilidad de mi madre. Siempre hemos estado unidos, en parte gracias a la lealtad constante y natural que desde el principio Craig pareció sentir hacia su hermana pequeña. Hay una vieja fotografía familiar en la que aparecemos los cuatro sentados en un sofá, mi madre sonriendo conmigo en el regazo y mi padre serio y orgulloso con Craig en el suyo. Llevamos ropa de misa, o tal vez de boda. Yo tengo unos ocho meses y llevo un vestido blanco planchado, y soy un bebé rechoncho y serio con pañales que parece estar a punto de zafarse de las garras de su madre y mira a la cámara como si fuera a comérsela. A mi lado está Craig, un caballero con una pequeña pajarita, americana y expresión sobria. Tenía dos años y, con el brazo extendido hacia el mío y sus dedos protectores rodeando mi muñeca regordeta, ya era la viva imagen de la vigilancia y la responsabilidad fraternal.
Cuando se hizo la foto vivíamos al otro lado del pasillo de mis abuelos paternos en Parkway Gardens, un complejo de edificios modernos con apartamentos de protección oficial, asequibles, situado en el South Side. Fueron construidos en los años cincuenta para aliviar la escasez de viviendas entre las familias negras de clase trabajadora después de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se deteriorarían a causa de la pobreza y la violencia de las bandas, y la zona se convertiría en una de las más peligrosas de la ciudad. Sin embargo, mucho antes, cuando yo todavía era una niña, mis padres, que se habían conocido de adolescentes y se habían casado cuando rondaban los veinticinco años, aceptaron una oferta para mudarse a la casa de Robbie y Terry en un bonito barrio situado unos kilómetros más al sur.
En Euclid Avenue éramos dos familias viviendo bajo un techo no muy grande. A juzgar por la distribución, la segunda planta probablemente estaba pensada para una o dos personas, pero encontramos la manera de meternos cuatro. Mis padres ocupaban el único dormitorio y Craig y yo compartíamos una zona más amplia que supongo que correspondía al salón. Cuando fuimos más mayores, mi abuelo, Purnell Shields, el padre de mi madre, un carpintero más voluntarioso que hábil, trajo unos revestimientos de madera baratos y construyó una partición improvisada para dividir la sala en dos espacios semiprivados. Luego instaló una puerta en acordeón en cada uno y creó una pequeña zona común en la que podíamos guardar nuestros juguetes y libros.
Me encantaba mi habitación, donde había el espacio justo para una mesa estrecha y una cama individual. Tenía todos mis animales de peluche encima de la cama y cada noche los colocaba meticulosamente alrededor de mi cabeza para estar más cómoda. Al otro lado de la pared, la cama de Craig estaba arrimada a los paneles de madera en paralelo a la mía. La partición era tan endeble que podíamos hablar desde el lecho, y a menudo nos lanzábamos una pelota hecha con un calcetín por el hueco de veinticinco centímetros que había entre la pared y el techo.
La zona de la tía Robbie, en cambio, era como un museo. Tenía los muebles tapados con unos plásticos que me resultaban fríos y pegajosos cuando osaba sentarme encima de ellos con las piernas desnudas. Las estanterías estaban abarrotadas de figuritas de porcelana que no podíamos tocar. A veces yo pasaba la mano por una colección de adorables caniches de cristal (una madre de aspecto delicado y tres cachorritos), pero luego la apartaba por temor a que Robbie se enfadase. Cuando no había clases de piano, en la primera planta reinaba un silencio sepulcral. El televisor y la radio siempre estaban apagados. Ni siquiera sé si conversaban mucho. El nombre completo del marido de Robbie era William Victor Terry, pero por alguna razón nos dirigíamos a él solo por su apellido. Terry era como una sombra, un hombre de aire distinguido que llevaba traje todos los días de la semana y apenas hablaba.
Llegué a concebir las dos plantas como universos diferentes. Arriba éramos ruidosos y no sentíamos remordimientos por ello. Craig y yo nos lanzábamos la pelota y nos perseguíamos por el apartamento. Rociábamos el suelo del pasillo con Pledge, un abrillantador para muebles, a fin de deslizarnos más lejos y más rápido con los calcetines, y a menudo chocábamos contra las paredes. En la cocina celebrábamos combates de boxeo entre hermanos y utilizábamos los dos pares de guantes que mi padre nos había regalado por Navidad, junto con instrucciones personalizadas para lanzar buenos golpes. Por la noche, nos entreteníamos todos con juegos de mesa, nos contábamos historias y chistes y poníamos discos de los Jackson 5 a todo volumen. Cuando Robbie se hartaba, empezaba a pulsar el interruptor de la escalera común, que también controlaba la bombilla del pasillo del piso de arriba; era su manera de pedirnos educadamente que bajáramos la voz.
Robbie y Terry eran más mayores. Se habían criado en otra zona y tenían intereses distintos. Habían visto cosas que nuestros padres no habían visto, cosas que Craig y yo no podíamos ni imaginar en nuestra niñez. Esto es una versión de lo que mi madre decía si nos alterábamos demasiado por la irritabilidad del piso de abajo. Aunque desconocíamos los detalles, nos pedían que recordáramos que, en el mundo, todas las personas llevan a cuestas una historia invisible y solo por eso merecen cierta tolerancia. Según descubrí muchos años después, Robbie había denunciado a la Universidad Northwestern por discriminación; en 1943 se había matriculado en ella para asistir a un taller de música coral y le negaron una habitación en la residencia de mujeres. Le indicaron que podía alojarse en una pensión de la ciudad, un lugar «para gente de color». Terry, por su parte, había trabajado de maletero en una línea ferroviaria nocturna con llegada y salida en Chicago. Era una profesión respetable, aunque mal remunerada y desempeñada siempre por negros, que mantenían sus uniformes inmaculados mientras cargaban equipajes, servían comidas y satisfacían las necesidades de los pasajeros, lo cual incluía abrillantarles los zapatos.
Años después de jubilarse, Terry seguía viviendo en un estado de anestesiada formalidad, vestido de forma impecable y sin reivindicarse en ningún sentido, al menos que yo apreciara. Lo veía cortando el césped bajo el calor estival con zapatos de cordones, tirantes, un sombrero de ala estrecha y las mangas de la camisa pulcramente remangadas. Era como si hubiera renunciado a una parte de él para sobrellevar las cosas. Parte de mí quería que Terry hablara, que desvelara los secretos que guardaba. Imaginaba que tenía muchas historias interesantes sobre las ciudades que había visitado y sobre el comportamiento de la gente rica en los trenes, o tal vez no, pero en todo caso no oímos ninguna. Por alguna razón, nunca contaba nada.
Tendría unos cuatro años cuando decidí que quería aprender a tocar el piano. Craig, que estaba en primer curso, tocaba todas las semanas el piano de pared de Robbie y volvía relativamente ileso, así que me sentía preparada. De hecho, estaba bastante convencida de que ya sabía tocar casi por arte de magia después de todas las horas que me había pasado escuchando cómo otros niños interpretaban torpemente sus canciones. Ya tenía la música en la cabeza. Solo quería bajar y demostrarle a mi tía abuela, que era muy exigente, el talento que poseía, y que convertirme en su alumna estrella no entrañaría para mí ningún esfuerzo.
El piano de Robbie se encontraba en una pequeña habitación cuadrada en la parte trasera de la casa, cerca de una ventana con vistas al patio. En una esquina tenía una maceta con una planta y en la otra una mesa plegable en la que los alumnos podían rellenar las hojas de ejercicios. Durante las clases se sentaba muy erguida en una butaca con respaldo alto, marcando el ritmo con un dedo e inclinando la cabeza, atenta a cada error. ¿Le tenía miedo a Robbie? No exactamente, pero había algo temible en ella y representaba una autoridad rígida que no había visto en ningún sitio. Exigía excelencia a todos los niños que se sentaban en la banqueta del piano. Yo la veía como una persona a la que debías ganarte o tal vez conquistar de algún modo. Con ella parecía que siempre había algo que demostrar.
En la primera clase me colgaban las piernas de la banqueta; eran tan cortas que no me llegaban al suelo. Robbie me regaló un cuaderno de iniciación a la música, lo cual me encantó, y me enseñó a colocar correctamente las manos sobre las teclas.
«Muy bien, presta atención —dijo regañándome antes de que hubiera empezado siquiera—. Busca el do central.»
Cuando eres niño te parece que el piano tiene mil teclas. Solo ves una extensión negra y blanca inabarcable para dos brazos pequeños. Pronto aprendí que el do central era el punto de referencia, la línea divisoria que separaba la mano derecha de la izquierda, la clave de sol de la de fa. Si podías colocar el pulgar sobre el do central, todo lo demás encajaba de manera automática. Las teclas del piano de Robbie eran desiguales tanto en color como en forma, y con el paso del tiempo habían saltado algunos fragmentos de marfil, de modo que parecían una dentadura descuidada. Al do central le faltaba una esquina, un trozo del tamaño de mi uña, lo cual siempre me ayudaba a ubicarlo.
Descubrí que me gustaba el piano. Sentarme delante de él me parecía natural, algo que debía hacer. Mi familia estaba plagada de músicos y melómanos, sobre todo del lado de mi madre. Un tío mío tocaba en una banda profesional y varias de mis tías cantaban en coros eclesiásticos. Tenía a Robbie, que, además del coro y las clases, dirigía un programa de teatro musical para niños al que Craig y yo asistíamos todos los sábados por la mañana en el sótano de la iglesia. Sin embargo, el epicentro musical de la familia era mi abuelo Shields, el carpintero, que además era el hermano menor de Robbie. Era un hombre despreocupado y barrigudo con una risa contagiosa y una barba entrecana y desaliñada. Cuando era más joven vivía en la zona oeste de la ciudad y Craig y yo lo llamábamos «Westside», pero se trasladó a nuestro barrio el mismo año que empecé con las clases de piano y lo renombramos «Southside».
Southside se había separado de mi abuela hacía décadas, cuando mi madre era adolescente. Vivía con mi tía Carolyn, la hermana mayor de mi madre, y mi tío Steve, su hermano menor, a solo dos manzanas de distancia, en una acogedora casa de una planta que el abuelo había cableado de arriba abajo para instalar altavoces en todas las habitaciones, incluido el cuarto de baño. También fabricó un mueble para el salón donde guardaba el equipo de música, gran parte del cual encontró en mercadillos. Tenía dos tocadiscos desparejados y unas estanterías repletas de discos que había coleccionado a lo largo de los años.
Había muchas cosas en el mundo de las que Southside desconfiaba. No confiaba en los dentistas, motivo por el cual casi no le quedaban dientes. No confiaba en la policía y no siempre confiaba en los blancos, ya que era nieto de un esclavo de Georgia y había pasado sus primeros años de infancia en Alabama durante la época de la segregación de Jim Crow, antes de instalarse en Chicago en los años veinte. Cuando tuvo hijos, Southside se dejó la piel para protegerlos, asustándolos con historias reales e imaginarias sobre lo que les podía suceder a unos niños negros si se adentraban en el barrio equivocado e insistiendo en que debían evitar a la policía.
Al parecer, la música era una cura para sus preocupaciones, una manera de relajarse y espantarlas. A veces, cuando cobraba un jornal por su trabajo de carpintero, Southside se daba el lujo de comprar un disco nuevo. Solía organizar fiestas para la familia en las que la música lo dominaba todo, lo cual nos obligaba a alzar la voz. Celebrábamos la mayoría de los acontecimientos importantes de la vida en su casa, así que desenvolvíamos los regalos navideños mientras escuchábamos música de Ella Fitzgerald y soplábamos las velas de cumpleaños al son de John Coltrane. Según mi madre, cuando Southside era más joven intentó inculcar la afición por el jazz a sus siete hijos y despertaba a todo el mundo al amanecer poniendo uno de sus discos a un volumen atronador.
Me contagió su amor por la música. Cuando Southside se mudó a nuestro barrio, me pasaba tardes enteras en su casa, donde cogía discos aleatoriamente y los reproducía en su equipo. Cada uno de ellos era una aventura fascinante. Aunque era pequeña, no me prohibía tocar nada. Más tarde me regaló mi primer disco, Talking Book de Stevie Wonder, que guardaba en su casa en una estantería especial que me dio para mis álbumes favoritos. Si tenía hambre, me preparaba un batido o freía un pollo entero para los dos mientras escuchábamos a Aretha Franklin, Miles Davis o Billie Holiday. Para mí, Southside era tan grande como el cielo. Y el cielo, tal como yo lo imaginaba, tenía que ser un lugar rebosante de jazz.
En casa yo seguía haciendo progresos como músico. Sentada frente al piano de pared de Robbie, no tardé en aprender las escalas y me lancé a hacer los ejercicios de repentización que me daba. Puesto que nosotros no teníamos piano, me veía obligada a ensayar con el suyo en el piso de abajo. Esperaba a que no hubiera ningún alumno y a menudo arrastraba a mi madre para que se sentara en el sillón tapizado a escucharme tocar. Aprendía una pieza del cancionero y después otra. Probablemente no era mejor que los otros estudiantes de la tía Robbie, titubeaba igual, pero estaba motivada por conseguirlo. Para mí, aprender era algo mágico y me procuraba una emocionante satisfacción. En primer lugar, entendía la sencilla y alentadora conexión entre el tiempo que ensayaba y lo que conseguía. Y también percibí algo en Robbie: estaba demasiado enterrado para calificarlo de placer absoluto pero, aun así, emanaba de ella algo más liviano y alegre cuando ejecutaba una canción sin equivocarme, cuando mi mano derecha hilvanaba una melodía mientras la izquierda tocaba un acorde. Lo notaba al mirarla de reojo: desfruncía ligeramente los labios y su dedo rebotaba un poco al marcar el ritmo.
Aquella sería nuestra luna de miel, que tal vez se habría prolongado si yo hubiera sido menos curiosa y más respetuosa con su método pianístico. Pero el libro de lecciones era tan grueso y mis progresos con las primeras canciones tan lento que me impacienté y empecé a saltarme páginas, y no unas pocas. Leía los títulos de las canciones más avanzadas e intentaba tocarlas durante mis prácticas. Cuando estrené orgullosa uno de aquellos temas delante de Robbie, ella echó por tierra mi hazaña con un despiadado «¡Buenas noches!». Me abroncó igual que había abroncado a muchos alumnos antes que a mí. Yo solo quería aprender más cosas y más rápido, pero Robbie lo interpretó como un grave delito. No la impresioné lo más mínimo.
Me dio igual. Era una niña a la que le gustaba obtener respuestas claras a sus preguntas y razonar las cosas hasta un final lógico, aunque resultara agotador. Era mandona y tendía a lo dictatorial, como podría confirmar mi hermano, a quien frecuentemente ordenaba salir de nuestra zona de juego común. Cuando creía tener una buena idea sobre algo no aceptaba un no por respuesta. Y así fue como mi tía abuela y yo acabamos enfrentadas, ambas coléricas e inflexibles.
—¿Cómo puedes enfadarte conmigo por querer aprender una canción nueva?
—No estás preparada. Así no se aprende a tocar el piano.
—Sí que estoy preparada. Acabo de tocarla.
—No se hace así.
—Pero ¿por qué?
Las clases de piano se convirtieron en algo dramático y complicado, sobre todo por mi negativa a seguir el método de Robbie y por su negativa a ver algo bueno en mi espontánea interpretación de su cancionero. Según recuerdo, había discusiones semana tras semana. Las dos éramos testarudas. Yo tenía mi punto de vista y ella el suyo. Entre disputa y disputa, yo seguía tocando el piano y ella seguía escuchando y ofreciendo un alud de correcciones. Yo apenas le atribuía ningún mérito por mi mejora como intérprete y ella apenas me atribuía ningún mérito por mejorar. Aun así, las clases continuaron.
En el piso de arriba, a mis padres y a Craig les resultaba muy divertido. Se desternillaban durante la cena cuando les contaba mis batallas con Robbie, todavía furiosa mientras comía los espaguetis con albóndigas. Craig, en cambio, no tenía problemas con ella, ya que era un niño alegre que, como alumno de piano, seguía sus reglas. Mis padres no manifestaban compasión alguna por mis calamidades, y tampoco por las de Robbie. Por lo general, no intervenían en cuestiones que no estuviesen relacionadas con la escuela y desde el principio esperaron que mi hermano y yo resolviéramos nuestros asuntos. Al parecer, consideraban que su labor era escucharnos y apoyarnos cuando fuera necesario entre las cuatro paredes de nuestro hogar. Y aunque otros padres tal vez habrían regañado a un niño por ser insolente con un adulto, como yo lo había sido, también lo obviaron. Mi madre había vivido intermitentemente con Robbie desde que tenía alrededor de dieciséis años, cumpliendo las anticuadas normas que imponía, y es posible que en el fondo se alegrara de que alguien cuestionase su autoridad. Volviendo la vista atrás, creo que a mis padres les gustaba mi carácter luchador y me alegro por ello. En mi interior ardía una llama que querían mantener viva.
Una vez al año, Robbie organizaba un elegante recital para que sus alumnos pudieran actuar con público. A día de hoy sigo sin saber cómo lo hizo, pero obtuvo acceso a una sala de ensayos de la Universidad Roosevelt, en el centro de la ciudad, y celebraba sus recitales en un magnífico edificio de piedra situado en Michigan Avenue, cerca de donde tocaba la Orquesta Sinfónica de Chicago. El mero hecho de ir allí me ponía nerviosa. Nuestro apartamento de Euclid Avenue se encontraba unos catorce kilómetros al sur del distrito del Loop, que con sus relucientes rascacielos y sus aceras abarrotadas me parecía algo de otro mundo. Mi familia solo iba al centro unas pocas veces al año para visitar el Art Institute o ver una obra de teatro, y los cuatro viajábamos como astronautas en la cápsula del Buick de mi padre.
Para él, cualquier excusa para conducir era buena. Adoraba su coche, un Buick Electra 225 de color bronce y dos puertas al que llamaba con orgullo Deuce and a Quarter. Siempre lo tenía abrillantado y encerado; respetaba a rajatabla el calendario de mantenimiento y lo llevaba a Sears para la rotación de neumáticos y el cambio de aceite igual que mi madre nos llevaba al pediatra para un chequeo. A nosotros también nos encantaba el Deuce and a Quarter. Tenía una línea elegante y, con sus estrechas luces traseras, era moderno y futurista. Era tan espacioso que parecía que estuvieras en una casa. Casi podía ponerme de pie al pasar las manos por el techo revestido de tela. Por aquel entonces, el cinturón de seguridad no era obligatorio, así que Craig y yo siempre íbamos dando bandazos en la parte de atrás y nos asomábamos por encima del asiento delantero cuando queríamos hablar con nuestros padres. La mitad del tiempo lo pasaba con la barbilla apoyada en el reposacabezas para estar al lado de mi padre y ver exactamente lo mismo que él.
El coche era otro nexo de unión para mi familia, una posibilidad de hablar y viajar al mismo tiempo. A veces, después de cenar, Craig y yo suplicábamos a mi padre que nos llevara a dar una vuelta sin rumbo concreto. Algunas noches de verano íbamos a un cine al aire libre situado al sudoeste de nuestro barrio para ver las películas de El planeta de los simios. Aparcábamos el Buick al anochecer y esperábamos a que la proyección empezara. Mi madre nos servía pollo frito y patatas que había llevado de casa, y Craig y yo cenábamos en el asiento trasero apoyando la comida en el regazo y procurando limpiarnos las manos en las servilletas y no en el asiento.
Tardaría años en comprender lo que significaba para mi padre conducir aquel coche. De niña solo podía intuirlo: la libertad que sentía al ponerse al volante, el placer que le causaba tener un motor eficiente y unos neumáticos perfectamente equilibrados zumbando debajo de él. Tenía algo más de treinta años cuando un médico le informó de que la extraña debilidad que había empezado a notar en una pierna era el inicio de un largo declive. Era muy probable que algún día, debido a una misteriosa enfermedad que le afectaba al cerebro y la columna vertebral, no fuera capaz de seguir caminando. Ignoro las fechas exactas, pero al parecer el Buick llegó a la vida de mi padre más o menos por la misma época que la esclerosis múltiple. Y, aunque nunca lo dijo, ese coche debía de proporcionarle una especie de alivio indirecto.
Ni él ni mi madre se obcecaron con el diagnóstico. Todavía faltaban décadas para que una simple búsqueda en Google arrojara una mareante variedad de gráficas, estadísticas y explicaciones médicas que daban o arrebataban esperanzas. En cualquier caso, dudo que mi padre hubiera querido verlo. Aunque fue educado en los preceptos de la Iglesia, no habría rezado a Dios para que lo salvara. No habría buscado tratamientos alternativos o un gurú, ni un gen defectuoso al que culpar. En mi familia tenemos la vieja costumbre de bloquear las malas noticias, de intentar olvidarlas casi en el preciso instante en el que llegan. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba encontrándose mal cuando acudió a la consulta, pero supongo que fueron meses, si no años. No le gustaba ir al médico. No le gustaba quejarse. Era una persona que aceptaba las cosas tal como vinieran y seguía adelante.
Sé que el día de mi gran recital de piano ya cojeaba un poco, que el pie izquierdo era incapaz de seguir el ritmo del derecho. Todos los recuerdos que guardo de mi padre incluyen algún recordatorio de su discapacidad, aunque ninguno queríamos denominarla así todavía. Mi padre se movía con más lentitud que otros padres. A veces lo veía detenerse antes de subir un tramo de escalera, como si necesitara planear la maniobra antes de acometerla. Cuando íbamos a comprar al centro comercial, él se quedaba sentado en un banco y se contentaba con vigilar las bolsas o echar una cabezada mientras el resto de la familia deambulaba libremente.
Al dirigirnos al centro para el recital de piano me acomodé en el asiento trasero del Buick con mi bonito vestido, mis zapatos de charol y mis coletas, y experimenté el primer sudor frío de mi vida. Actuar me provocaba ansiedad, aunque en el apartamento de Robbie había ensayado hasta la extenuación. Craig llevaba traje y estaba preparado para interpretar su canción, pero la idea no lo inquietaba. De hecho, se quedó profundamente dormido, con la boca ligeramente abierta y una expresión alegre y despreocupada. Craig era así. Toda la vida he admirado esa tranquilidad suya. En aquella época jugaba en una liga infantil de baloncesto y disputaba partidos cada fin de semana y, por lo visto, ya sabía templar los nervios antes de una actuación.
Mi padre solía elegir el aparcamiento más cercano a nuestro destino y gastaba lo que hiciera falta para minimizar la distancia que tendría que recorrer con sus piernas inseguras. Aquel día encontramos la Universidad Roosevelt sin problemas y nos dirigimos a lo que parecía la sala de conciertos, enorme y con buena acústica, en la que tendría lugar el recital. Me sentía diminuta allí dentro. A través de los elegantes ventanales se divisaba el extenso césped de Grant Park y, más allá, la espuma blanca de las olas del lago Michigan. Las sillas de color gris metalizado, dispuestas en hileras ordenadas, fueron llenándose poco a poco de niños nerviosos y padres expectantes. Y en la parte delantera, sobre un escenario elevado, estaban los dos primeros pianos de media cola que había visto en mi vida, con su gigantesca tapa de madera maciza abierta como las alas de un mirlo. Robbie también estaba allí, yendo de un lado para otro con un vestido de estampado floral como si fuera la guapa del baile y cerciorándose de que sus alumnos habían llevado la partitura. Cuando estaba a punto de empezar el espectáculo, pidió silencio al público.
No recuerdo el orden en que tocamos aquel día. Solo sé que, cuando me llegó el turno, me levanté de la butaca y caminé con mi mejor porte hacia el escenario, subí los escalones y me senté delante de uno de los relucientes pianos. Lo cierto es que estaba preparada. Aunque Robbie me parecía brusca y tozuda, también había asumido por completo su devoción por la preparación. Conocía tan bien la canción que apenas tuve que pensar y empecé a mover las manos.
Sin embargo, había un problema, que descubrí en el momento en que me disponía a deslizar los deditos sobre las teclas. Estaba sentada frente a un piano perfecto, con sus superficies cuidadosamente desempolvadas, sus cuerdas afinadas con precisión y sus ochenta y ocho teclas formando una impecable franja blanca y negra. El inconveniente era que no estaba acostumbrada a la perfección. De hecho, no la había visto jamás. Mi experiencia pianística se reducía a la pequeña sala de música de Robbie, con su descuidada planta y sus vistas a nuestro modesto patio. El único instrumento que había tocado era el imperfecto piano de pared, con su maraña de teclas amarillentas y su do central convenientemente descascarillado. Para mí, un piano era eso, del mismo modo que mi barrio era mi barrio, mi padre era mi padre y mi vida era mi vida. Era lo único que conocía.
De repente fui consciente de las personas que me observaban desde las butacas mientras miraba sin parpadear las teclas brillantes y solo encontraba uniformidad. No tenía ni idea de dónde colocar las manos. Con la garganta encogida y el corazón en un puño, alcé la vista hacia el público intentando no mostrar mi pánico, buscando un puerto seguro en el rostro de mi madre. En lugar de eso, vi en la primera fila una figura que se ponía en pie y se movía pausadamente hacia mí. Era Robbie. Por entonces habíamos discutido mucho, al punto de que la veía un poco como una enemiga. Pero, en el momento de mi bochorno, se situó a mi lado como si fuera un ángel. Tal vez comprendió mi estado de conmoción. Tal vez sabía que las desigualdades del mundo acababan de materializarse por primera vez ante mí. Es posible que solo quisiera acelerar las cosas. Fuera como fuese, y sin mediar palabra, puso delicadamente un dedo sobre el do central para que supiera por dónde empezar. Y a continuación, volviéndose hacia mí con una imperceptible sonrisa de aliento, me dejó tocar mi canción.
2
En otoño de 1969 empecé preescolar en la escuela Bryn Mawr, donde llegué con la doble ventaja de saber leer palabras básicas y de tener un hermano popular en segundo curso. El centro, un edificio de ladrillo de cuatro plantas y con un patio delantero, se encontraba a un par de manzanas de nuestra casa de Euclid Avenue. Tardabas dos minutos en llegar caminando o, si emulabas a Craig, un minuto corriendo.
Me gustó el colegio desde el primer momento. Me caía bien la profesora, una pequeña mujer blanca llamada señora Burroughs, que a mí me parecía viejísima. El aula contaba con grandes ventanales soleados, una colección de muñecas para jugar y una gigantesca casita de cartón al fondo. Hice amigos en mi clase y me sentía más unida a los que, como yo, parecían tener ganas de estar allí. Mi capacidad para leer me aportaba seguridad. En casa había trabajado afanosamente con los libros de Dick y Jane, cortesía del carnet de la biblioteca de mi madre, y me complació oír que nuestra primera tarea como alumnos de preescolar sería aprender a leer palabras nuevas a golpe de vista. Nos asignaron una lista de nombres de colores que estudiar: «rojo», «azul», «verde», «negro», «naranja», «morado» y «blanco». La señora Burroughs nos preguntaba de uno en uno sosteniendo en alto grandes tarjetas de papel manila y pidiéndonos que leyéramos la palabra que llevaban impresa en letras negras. Un día observé a las niñas y los niños de mi clase levantándose y leyendo las tarjetas de colores, hasta que se quedaban sin respuesta y les indicaban que se sentaran. Creo que aquello pretendía ser un juego, igual que un certamen de ortografía, pero se intuían una criba y la tristeza y la humillación de los niños que no pasaban del rojo. Por supuesto, esto ocurría en 1969 en una escuela pública de South Side en Chicago. Si llegabas de casa con ventaja, los profesores pensaban que eras «brillante» o «dotado», lo cual no hacía sino mejorar tu confianza. Las ventajas se sumaban con rapidez. Los dos niños más inteligentes de mi clase de preescolar eran Teddy, un estadounidense de origen coreano, y Chiaka, una afroamericana, y ambos serían los mejores durante años.
Me había propuesto seguirles el ritmo. Cuando me tocó leer las tarjetas de la profesora, me levanté y lo di todo. Recité «rojo», «verde» y «azul» de un tirón. Sin embargo, el «morado» me llevó un segundo y el «naranja» me resultó difícil. Pero cuando llegaron las letras B-L-A-N-C-O me quedé paralizada. Se me secó la garganta al instante, mi boca era incapaz de modular el sonido y mi cerebro descarrilaba estrepitosamente al intentar buscar un color parecido al blanco. Fue un fracaso absoluto. Noté una extraña esponjosidad en las rodillas, como si fueran a fallarme. Pero, antes de que eso ocurriera, la señora Burroughs me pidió que volviera a sentarme. Y fue justamente entonces cuando recordé la palabra en su plena y sencilla perfección. «Blanco. Blaaanco.» La palabra era «blanco».
Aquella noche, tumbada en la cama con los animales de peluche alrededor de mi cabeza, solo podía pensar en la palabra «blanco». La deletreé mentalmente, hacia delante y hacia atrás, furiosa por mi estupidez. El bochorno era un peso, algo de lo que jamás podría desprenderme, aunque sabía que a mis padres no les importaba si había leído correctamente todas las tarjetas. Yo solo quería mejorar. O, tal vez, no quería que me consideraran incapaz de mejorar. Estaba convencida de que la profesora me tenía por alguien que no sabía leer o, peor aún, que no lo intentaba. Me obsesioné con las estrellas doradas del tamaño de una moneda de diez centavos que la señora Burroughs había entregado aquel día a Teddy y Chiaka para que las lucieran en el pecho como emblema de su logro o, quizá, como un signo de que estaban predestinados a algo grande y el resto no. Al fin y al cabo, ambos habían leído todas las tarjetas de colores sin titubear.
A la mañana siguiente pedí otra oportunidad.
Cuando la señora Burroughs respondió que no y añadió alegremente que los alumnos de preescolar teníamos otras cosas que hacer, lo exigí.
Me compadezco de los niños que tuvieron que ver cómo me enfrentaba por segunda vez a las tarjetas de colores, en esa ocasión más despacio, haciendo pausas para respirar después de pronunciar cada palabra y negándome a que los nervios me cortocircuitaran el cerebro. Y funcionó, con el negro, el naranja, el morado y, especialmente, el blanco. Prácticamente grité la palabra «blanco» antes de ver las letras en la tarjeta. Ahora me gusta imaginar que a la señora Burroughs la impresionó aquella niña negra que reunió arrojo para hacerse valer. No sabía si Teddy y Chiaka se habían percatado siquiera. No tardé en reclamar mi trofeo, y aquella tarde me marché a casa con la cabeza alta y una estrella de papel dorado prendida en mi camisa.
En casa vivía en un mundo de dramas e intrigas y elaboraba una interminable telenovela con mis muñecas. Había nacimientos, enemistades y traiciones. Había esperanza, odio y a veces amor. Mi pasatiempo preferido entre la escuela y la cena era ir a la zona común situada entre mi dormitorio y el de Craig, esparcir las Barbies por el suelo e imaginar escenas que me parecían tan reales como la vida misma, y a veces incluía a los G.I. Joe de mi hermano en la trama. Guardaba los vestidos de las muñecas en una pequeña maleta de vinilo con motivos florales. A cada Barbie y G.I. Joe les asigné una personalidad. Incluso usé los desgastados cubos del alfabeto que mi madre había utilizado años antes para enseñarnos las letras. A ellos también les di nombre y una vida interior.
Casi nunca me juntaba con los vecinos que jugaban en la calle después del colegio y tampoco invitaba a casa a ningún compañero, en parte porque era una cría sumamente limpia y ordenada y no quería que nadie tocara mis muñecas. Había estado en casa de otras niñas y había visto, para mi espanto, Barbies a las que les habían arrancado el pelo o pintarrajeado la cara con rotulador. Y si había aprendido algo en la escuela era que las relaciones entre los niños podían ser caóticas. Detrás de cualquier escena adorable que pudieras presenciar en un parque infantil, había abejas reina, abusones y seguidores. Yo no era tímida, pero tampoco sabía si necesitaba ese desorden fuera de la escuela. Por el contrario, canalizaba mi energía en ser la única al mando de mi pequeño universo de la zona común. Si aparecía Craig y osaba mover un solo cubo, me ponía a gritar. Tampoco me abstenía de pegarle cuando era necesario, por lo general un puñetazo directo al centro de la espalda. La idea era que las muñecas y los cubos necesitaban que yo les insuflara vida, cosa que hacía diligentemente imponiéndoles una crisis personal tras otra. Como cualquier gobernante todopoderoso, yo estaba allí para verlos sufrir y crecer.
Entretanto, desde la ventana de mi habitación podía observar casi todo lo que acontecía en nuestra manzana de Euclid Avenue. A última hora de la tarde veía al señor Thompson, un afroamericano alto que era propietario del edificio que había en la otra acera, metiendo un voluminoso bajo eléctrico en la parte trasera de su Cadillac para actuar en un club de jazz. También veía cómo los Mendoza, la familia mexicana del piso de al lado, llegaban en su camioneta cargada de escaleras tras una larga jornada pintando casas y recibían el saludo de sus perros cuando se acercaban a la valla.
El nuestro era un barrio de clase media y multirracia