El amigo americano

James Costos

Fragmento

cap-2

La llamada

—James, me acaban de preguntar si quiero decorar la Casa Blanca.

—Oh, por Dios. Cuelga el teléfono. Es una broma pesada.

—No, no. Creo que es en serio.

A finales de 2008, mi pareja, Michael, y yo estábamos de vacaciones en Jamaica. Por lo general, los dos padecíamos exceso de trabajo. Él se dedicaba al diseño de interiores en casas de grandes nombres del espectáculo estadounidense, desde Bruce Springsteen hasta Harrison Ford. Yo era vicepresidente ejecutivo global de Patentes, Marketing y Comunicaciones en HBO. El día de Acción de Gracias, los dos desaparecíamos del show business y alquilábamos una casa en la playa para relajarnos y desconectar.

Lo último que esperábamos era una llamada de trabajo y, menos aún, de las más altas esferas. Solo que, recientemente, las esferas habían cambiado un poco.

Estados Unidos tenía un nuevo presidente llamado Barack Obama. Después de la era Bush, caracterizada por la guerra y la crisis financiera, Obama inspiraba paz, prosperidad y fraternidad. Yo llevaba tiempo deseando un presidente que representase a unos Estados Unidos que quieren convivir con los demás, no pelear contra ellos. Además, el primer afroamericano en el Despacho Oval también representaba lo mejor del país, de la nación donde cualquier persona, sin importar su raza, credo o ideas, puede llegar a ser presidente. Yo mismo formo parte de un colectivo tradicionalmente discriminado, los homosexuales, de modo que veía en él a alguien que podía hablar por mí.

Michael y yo habíamos votado por él, pero aparte de eso no sabíamos más sobre su persona que cualquier otro estadounidense lector de periódicos. Hasta el día de la llamada.

Al otro lado de la línea hablaba una amiga nuestra, Katherine, que estaba cenando en ese momento con una vecina suya: la nueva secretaria de Relaciones Públicas de la Casa Blanca, una amiga personal de Barack y Michelle Obama llamada Desirée Rogers. Desirée personificaba los cambios de la era Obama. No era una funcionaria, sino una empresaria graduada en la Harvard Business School que venía de dirigir una empresa de energía y que había estado activa tanto en el mundo empresarial como en el filantrópico. Y, sobre todo, era una orgullosa activista afrodescendiente.

Unos años antes, Desirée había llegado a abandonar el patronato del Museo de Arte Contemporáneo de Chicago junto con otros cuatro trabajadores representantes de minorías para denunciar su falta de diversidad racial. Y ahora acababa de convertirse en la primera afroamericana a cargo de la agenda social de una residencia presidencial construida por esclavos y cuyos ocupantes habían sido muchas veces dueños de esclavos.

En sintonía con ese cambio, Michelle Obama planeaba transformaciones ambiciosas: quería abrir la Casa Blanca a la gente, que la pudieran visitar artistas, estudiantes y trabajadores. Y, por cierto, también quería cambiar las pinturas y esculturas, cuyos autores eran tradicionalmente tan blancos como las paredes que decoraban. Dicen que en los últimos días de su mandato, el abatido Richard Nixon vagaba por los pasillos de la Casa Blanca hablando con los retratos —o quizá, con sus fantasmas— de los expresidentes. Si esos fantasmas seguían ahí, debieron de haber alzado una ceja al oír los planes de la primera dama.

Desirée era la persona encargada de materializar esa nueva estética y buscaba candidatos para acondicionar los interiores de la residencia. Así que, si Michael estaba interesado en el puesto (¿y quién no?), teníamos cuarenta y ocho horas para hacerle llegar al presidente una muestra de su trabajo.

—No hay problema —dijo Michael por teléfono, aunque yo seguía pensando que debía de ser una broma—. Acabo de publicar mi último libro de decoración. Está lleno de fotografías de las cosas que he hecho. Simplemente, compra un ejemplar en Barnes & Noble y entrégaselo a Desirée.

Al día siguiente, nuestra amiga Katherine volvió a llamar:

—¡El libro está agotado! No se consigue en ninguna parte. Y nos queda un día.

Al final, por suerte, la oficina de Michael consiguió un ejemplar quién sabe dónde y se lo hizo llegar a Desirée justo a tiempo. Ella se lo enseñó al futuro presidente y a la primera dama. Les gustó.

Cuarenta y ocho horas son un lapso brevísimo. Apenas lo que dura un fin de semana. O lo que puedes dejar una tarta fuera de la nevera sin que se reseque. Pero aquellas cuarenta y ocho horas hicieron que nuestra vida cambiase durante un tiempo mucho más largo.

Cuando regresamos a Los Ángeles, Desirée le pidió a Michael que se reuniera con los Obama. Lo invitaron a su casa de Chicago, donde aún vivían. Michael viajó hasta allí y mantuvo una primera reunión de dos horas con ellos, para descubrirlos en su propio entorno y, sobre todo, para comprender su estilo de vida.

Decorar la casa de una familia no solo requiere conocimientos de arte y arquitectura. También hay que entender la psicología de sus habitantes, su geografía íntima y sentimental. Michael es más que un interiorista; es una persona inteligente y sensible que absorbe todo lo que puede de sus clientes: sus gustos, sus intereses y sus expectativas. Él diseña hogares pensando siempre en ellos, en el paraíso privado que necesitan. Y aparte de decorar interiores, hace una especie de curaduría: busca obras de arte adecuadas para la manera de vivir de sus habitantes.

Los Obama eran gente educada. Sabían de pintura y tenían muy clara la estética que deseaban. Pero, sobre todo, pensaban mucho en sus hijas. Les preocupaba que ellas no se sintiesen cómodas en esa casa nueva tan particular. Michael los escuchó y les hizo algunas propuestas, personales y sobre la Casa Blanca. Él es un fanático de la historia, de modo que la idea de decorar nuestro edificio más emblemático le resultaba apasionante.

Su pasión debió de haber sido contagiosa, porque al día siguiente, ya de vuelta en casa, recibió una nueva llamada: había sido elegido.

Cuando un nuevo presidente llega al Despacho Oval, se enfrenta al reto de formar un equipo. Y quiero decir uno enorme: desde el ministro de Defensa hasta el director de la CIA. El mandatario cuenta con tanta gente a su alrededor y tiene tan poco tiempo para seleccionarlos —apenas un par de meses— que resulta fácil equivocarse. Afortunadamente, el presidente Obama venía de toda una vida dedicada al servicio público, de modo que tenía claro el mejor perfil para cada caso.

Años después, el siguiente Gobierno estadounidense mostraría por qué esa experiencia es tan sumamente importante: desde el principio de su mandato, Donald Trump ha dejado un ejemplo muy claro de lo mal que puede salir todo si no sabes escoger bien a tu equipo.

Para un puesto tan importante como el de director de Comunicación, Trump nombró a Michael Dubke. Dos meses después, Dubke renunció por inesperadas «razones personales». Entonces tomó el cargo Sean Spicer. Pero Spicer se llevaba fatal con la prensa, un problema insalvable si tu trabajo es... bueno, tratar con la prensa. Spicer se ponía agresivo. O hacía declaraciones desafortunadas que los medios aprovechaban para ridiculizarlo. Llegó a decir que «ni siquiera a Hitler se le ocurrió usar armas químicas», una falsedad indignante por el recuerdo de las cámaras de gas. A los seis meses de gobierno, Trump se sentía tan descontento que obligó

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