PRÓLOGO
Se arrastraban a cuatro patas por un estrecho y alto risco que, en algunos puntos, no tenía más que cinco centímetros de ancho. El camino, si se podía llamar así, estaba lleno de arena y piedras que se movían cuando las tocaban. A la izquierda, hacia abajo, había un abrupto despeñadero, cubierto de hielo que brillaba cuando el sol lograba atravesar las espesas nubes. Lo que se veía a la derecha, un precipicio de 300 metros, no era mucho mejor. Aquí, las paredes oscuras y casi perpendiculares estaban cubiertas de rocas que sobresalían como hojas de cuchillos(1).
Alexander von Humboldt y sus tres acompañantes avanzaban en fila india y muy despacio. Sin vestimenta ni material apropiados, era una escalada peligrosa. El viento helador les había adormecido manos y pies, la nieve derretida les había empapado el fino calzado y el hielo cristalizado les cubría el cabello y la barba. A más de 5.000 metros sobre el nivel del mar, tenían dificultades para respirar en el aire enrarecido. A medida que avanzaban, las rocas irregulares destrozaban las suelas de los zapatos, y los pies les habían empezado a sangrar.
Era el 23 de junio de 1802 y estaban escalando el Chimborazo, un bello volcán inactivo con forma de cúpula en los Andes, de casi 6.400 metros, a 160 kilómetros al sur de Quito en lo que hoy es Ecuador. Entonces se pensaba que el Chimborazo era la montaña más alta del mundo. No era extraño que sus aterrados porteadores los hubieran abandonado en la línea de nieve. La cima del volcán estaba envuelta en una espesa niebla, pero Humboldt, pese a todo, había seguido adelante.
Durante tres años, Alexander von Humboldt había recorrido toda Latinoamérica y penetrado en tierras a las que pocos europeos habían ido antes. Obsesionado por la observación científica, el explorador, de treinta y dos años, había llevado consigo desde Europa una amplia variedad de los mejores instrumentos. Para el ascenso al Chimborazo había dejado atrás la mayor parte de su equipaje, pero sí disponía de un barómetro, un termómetro, un sextante, un horizonte artificial y un aparato llamado cianómetro, con el que podía medir el azul del cielo. Mientras subían, Humboldt manejaba sus instrumentos con los dedos entumecidos y en cornisas peligrosamente estrechas, para medir la altitud, la gravedad y la humedad. Anotaba meticulosamente todas las especies que veían: una mariposa aquí, una flor diminuta allá. Todo quedaba registrado en su cuaderno.
A los 5.400 metros vieron una última brizna de liquen aferrada a un peñasco. Después desaparecieron todos los rastros de vida orgánica(2), porque a esa altura no había plantas ni insectos. Hasta los cóndores que habían acompañado sus escaladas anteriores estaban ausentes. A medida que la niebla blanqueaba el aire y lo transformaba en un espacio misterioso y vacío, Humboldt se sintió totalmente alejado del mundo habitado. «Era —dijo— como si estuviéramos atrapados en un globo de aire»(3). Entonces, de pronto, la niebla se levantó y dejó al descubierto la cumbre nevada del Chimborazo sobre el cielo azul. Una «vista grandiosa»(4), fue la primera reflexión de Humboldt, hasta que vio la inmensa grieta abierta ante ellos: 20 metros de anchura y aproximadamente 180 metros de profundidad(5). Pero no había otra vía para llegar a la cima. Cuando Humboldt midió la altitud y vio que indicaba 5.917 metros, descubrió que estaban a apenas 300 metros del pico(6).
Nadie había subido nunca tanto, nadie había respirado un aire tan enrarecido. De pie en la cima del mundo, mirando hacia abajo por encima de las cadenas montañosas, Humboldt empezó a ver el mundo de otra manera. Concibió la tierra como un gran organismo vivo en el que todo estaba relacionado y engendró una nueva visión de la naturaleza que todavía hoy influye en nuestra forma de comprender el mundo natural.
Descrito por sus contemporáneos como el hombre más famoso del mundo después de Napoleón(7), Humboldt fue uno de los personajes más cautivadores e inspiradores de su época. Nacido en 1769 en el seno de una familia acomodada de Prusia, desechó una vida de privilegios para irse a descubrir cómo funcionaba el mundo. De joven emprendió un viaje de cinco años para explorar Latinoamérica, en el que arriesgó muchas veces la vida y del que regresó con una nueva concepción del mundo. Fue un viaje que moldeó su vida y su pensamiento y que le convirtió en un personaje legendario en todo el planeta. Vivió en ciudades como París y Berlín, pero también se sentía cómodo en los brazos más remotos del río Orinoco o en la estepa kazaja de la frontera entre Rusia y Mongolia. Durante gran parte de su larga vida fue el centro del mundo científico: escribió alrededor de 50.000 cartas y recibió al menos el doble. Los conocimientos, creía Humboldt, había que compartirlos, intercambiarlos y ponerlos a disposición de todos.
Humboldt y su equipo ascendiendo un volcán
Wellcome Library, Londres
También era un hombre de contradicciones. Fue feroz crítico del colonialismo y apoyó las revoluciones en Latinoamérica, pero fue chambelán de dos reyes de Prusia. Admiraba a Estados Unidos por su concepto de libertad e igualdad, pero nunca dejó de criticarlo por no abolir la esclavitud. Se consideraba «medio americano»(8) pero, al mismo tiempo, comparaba América con «un vértice cartesiano, que arrastra todo e iguala todo en una triste monotonía»(9). Era un hombre seguro de sí mismo, pero tenía un afán constante de aprobación. Le admiraban por su gran amplitud de conocimientos, pero le temían por su lengua mordaz. Los libros de Humboldt se publicaron en una docena de idiomas y eran tan populares que los lectores sobornaban a los libreros para ser los primeros en recibir ejemplares, y, sin embargo, murió pobre. Podía ser vanidoso, pero también daba el único dinero que le quedaba a algún joven científico en dificultades. Llenó su vida de viajes y trabajo constante. Siempre quería experimentar algo nuevo y, en sus propias palabras, a ser posible, «tres cosas al mismo tiempo»(10).
Humboldt era célebre por sus conocimientos y su pensamiento científico, pero no era ningún cerebro erudito. No contento con quedarse en su estudio y entre libros, se entregaba al esfuerzo físico y llevaba su cuerpo al límite. Se aventuró en las profundidades misteriosas de la selva de Venezuela y se arrastró por estrechos salientes, a una altura peligrosa, para ver las llamas del interior de un volcán en activo. Incluso cuando tenía sesenta años viajó más de 16.000 kilómetros hasta los rincones más alejados de Rusia y dejó atrás a sus acompañantes, más jóvenes.
Fascinado por los instrumentos científicos, las mediciones y las observaciones, además se dejaba llevar por el asombro. Era necesario medir y analizar la naturaleza, por su