PROTAGONISTAS
TRÁNSITO DE 1761
Gran Bretaña
Nevil Maskelyne: Santa Elena
Charles Mason y Jeremiah Dixon: Cabo de Buena Esperanza
Francia
Joseph-Nicolas Delisle: Academia de Ciencias de París
Guillaume Le Gentil: Pondicherry (India)
Alexandre-Gui Pingré: Rodrigues
Jean-Baptiste Chappe d’Auteroche: Tobolsk, Siberia
Jérôme Lalande: Academia de Ciencias de París
Suecia
Pehr Wilhelm Wargentin: Real Academia de Ciencias de Estocolmo
Anders Planman: Kajana (Finlandia)
Rusia
Mijaíl Lomonosov: Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo
Franz Aepinus: Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo
Norteamérica
John Winthrop: San Juan de Terranova
TRÁNSITO DE 1769
Gran Bretaña
Nevil Maskelyne: Royal Society, Londres
William Wales: Fuerte Príncipe de Gales, bahía de Hudson
James Cook y Charles Green: Tahití
Jeremiah Dixon: Hammerfest (Noruega)
William Bayley: Cabo Norte (Noruega)
Francia
Guillaume Le Gentil: Pondicherry (India)
Jean-Baptiste Chappe d’Auteroche: Baja California (México)
Alexandre-Gui Pingré: Haití
Jérôme Lalande: Academia de Ciencias de París
Suecia
Pehr Wilhelm Wargentin: Real Academia de Ciencias de Estocolmo
Anders Planman: Kajana (Finlandia)
Fredrik Mallet: Pello (Laponia)
Rusia
Catalina la Grande: Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo
Georg Moritz Lowitz: Guryev (Rusia)
Norteamérica
Benjamin Franklin: Royal Society, Londres
David Rittenhouse: American Philosophical Society,
Norriton, Pensilvania
John Winthrop: Cambridge, Massachusetts
Dinamarca
Maximilian Hell: Vardø (Noruega)
PRÓLOGO
EL RETO
Los antiguos babilonios la llamaban Ishtar, para los griegos era Afrodita y para los romanos, Venus, la diosa del amor, la fertilidad y la belleza. Es el astro más brillante del cielo nocturno, visible incluso en un día despejado. Algunos lo vieron como el heraldo de la mañana y de la tarde, de nuevas temporadas o de tiempos portentosos. Reina como la «estrella matutina» o «lucero del alba» durante doscientos sesenta días, y luego desaparece para reaparecer como «estrella vespertina».
Venus ha inspirado a la especie humana durante siglos, pero en la década de 1760, los astrónomos creían que el planeta tenía la respuesta a una de las preguntas más importantes de la ciencia: era clave para conocer el tamaño del sistema solar.
En 1716, el astrónomo británico Edmond Halley publicó un ensayo de diez páginas[1] que llamaba a los científicos a unirse en un proyecto que abarcaba todo el globo… y que cambiaría el mundo de la ciencia para siempre. El 6 de junio de 1761, Halley predijo que Venus atravesaría la cara del Sol. Durante unas horas, el brillante astro aparecería entonces como un círculo completamente negro. Creía que una medición exacta de la duración de aquel raro encuentro celeste proporcionaría los datos que los astrónomos necesitaban para calcular la distancia entre la Tierra y el Sol.
El único problema era que el llamado tránsito de Venus era uno de los eventos astronómicos predecibles más raros. Los tránsitos siempre se producen un par de veces (separadas por un lapso de ocho años) en un intervalo de más de un siglo, al cabo del cual vuelven a presentarse.(1) Según contaba Halley, antes de su época solo se había observado semejante fenómeno una vez, en 1639. El testigo fue un astrónomo llamado Jeremiah Horrocks. El siguiente par de tránsitos se produciría en 1761 y 1769, y luego en 1874 y 1882.
Halley contaba sesenta años cuando escribió su ensayo, y sabía que no viviría para ver el tránsito (a menos que alcanzara la edad de ciento cuatro años), pero quería asegurarse de que la siguiente generación estuviera perfectamente preparada. En la revista de la Royal Society, la institución científica más importante de Gran Bretaña, Halley explicó por qué razón el evento era tan trascendental, qué tenían que hacer los «jóvenes astrónomos» y desde dónde debían observarlo.[2] Escogió el latín, el idioma internacional de la ciencia, con la esperanza de aumentar las posibilidades de que los astrónomos de toda Europa pusieran en práctica su idea. Cuantas más personas le leyeran, mayor era la probabilidad de éxito. Halley subrayaba la importancia de que varias personas midieran la inusual cita celeste en diferentes lugares del globo al mismo tiempo. No bastaba con observar el paso de Venus solo desde Europa; los astrónomos tendrían que viajar a lugares remotos de los hemisferios norte y sur para estar lo más separados posible. Y solo si combinaban sus resultados (las observaciones del norte complementaban a las del sur) podrían lograr algo que hasta entonces había sido casi inimaginable: una medición matemática precisa de las dimensiones del sistema solar, el santo grial de la astronomía.
La llamada de Halley halló respuestas: cientos de astrónomos se sumaron al proyecto del tránsito. Todos participaban del espíritu de la Ilustración. La carrera para observar y medir el tránsito de Venus fue un momento crucial para el inicio de una nueva era. Una era en la que el hombre trató de entender la naturaleza utilizando la razón.
En el siglo de la Ilustración, se veneraba la ciencia y el mito fue finalmente vencido por el pensamiento racional. El hombre comenzó a ordenar el mundo conforme a estos nuevos principios. El francés Denis Diderot, por ejemplo, estaba acumulando todo el conocimiento disponible para su monumental Encyclopédie. El botánico sueco Carl Linnaeus (Linneo) clasificó las plantas según sus órganos sexuales, y en 1751 Samuel Johnson puso orden en la lengua inglesa al elaborar el primer diccionario inglés. Los nuevos inventos, como los microscopios y los telescopios, pusieron al descubierto mundos antes desconocidos, y gracias a ellos los científicos pudieron acercarse a las formas más minúsculas de la vida y también mirar al infinito. Robert Hooke examinó muestras de semillas, pulgas y gusanos a través de su microscopio, para después dibujarlos con gran detalle; él fue el primero que llamó «célula» a la unidad básica de la vida. En las colonias norteamericanas, Benjamin Franklin experimentó con la electricidad y los pararrayos, controlando el fenómeno que hasta entonces se había interpretado como una manifestación de la ira divina. Poco a poco se fue comprendiendo cómo funcionaba la naturaleza. Los cometas ya no eran presagios de la cólera de Dios, sino, como Halley había demostrado, fenómenos celestes predecibles. En 1755, el filósofo alemán Immanuel Kant sugirió que el universo era mucho más grande de lo que creían sus contemporáneos y que se componía de incontables y gigantescas Welteninseln («universos-islas»), es decir, galaxias.[3]
La humanidad sentía que avanzaba por la senda del progreso. Se fundaron sociedades científicas en Londres, París, Estocolmo, San Petersburgo y también en Filadelfia, en las colonias norteamericanas, para explorar e intercambiar los nuevos descubrimientos. La observación, la indagación y la experimentación eran las piezas fundamentales de esta nueva comprensión del mundo. Con el progreso como luz y guía del siglo, cada generación envidiaba a la siguiente. Si el Renacimiento había visto el pasado como la Edad de Oro, la Ilustración miraba resueltamente al futuro.
La idea que tuvo Halley de utilizar el tránsito de Venus como una herramienta para medir los cielos partía de los avances de la astronomía durante el siglo anterior. Hasta principios del siglo XVII, el hombre había observado el cielo a simple vista, pero la tecnología iba progresando lentamente, aunque aún no estaba a la altura de sus ambiciones y teorías. La astronomía había pasado de ser una ciencia que cartografiaba estrellas a otra que trataba de entender el movimiento de los planetas. A principios del siglo XVI, Nicolás Copérnico había propuesto la idea rompedora del sistema solar con el Sol en el centro, en lugar de la Tierra, y con todos los planetas orbitando a su alrededor. Un modelo que Galileo Galilei y Johannes Kepler ampliaron y verificaron a principios del siglo XVII. Pero fueron los revolucionarios Principia de Isaac Newton los que, en 1687, definieron las leyes universales del movimiento y la gravedad, que todo lo gobernaban. Cuando los astrónomos miraban las estrellas ya no buscaban a Dios, sino las leyes que regían el universo.
En la época en que Halley invitó a sus colegas astrónomos a observar el tránsito de Venus, el universo se consideraba un reloj de creación divina cuyas leyes la humanidad solo tenía que calcular y descifrar. La posición y los movimientos de los planetas ya no eran fruto de un decreto arbitrario de Dios, sino fenómenos ordenados y predecibles, basados en leyes naturales. Pero el hombre aún desconocía el tamaño real del sistema solar: una pieza esencial del rompecabezas celeste.
Una representación de 1759 de los sistemas planetarios ptolemaico y tichónico.
Conocer las dimensiones de los cielos «siempre había sido un objetivo principal de la investigación astronómica», como dijo el astrónomo norteamericano y profesor de Harvard John Winthrop en la década del tránsito.[4] Ya a principios del siglo XVII Kepler había descubierto que, sabiendo cuánto tiempo tarda un planeta en completar su órbita alrededor del Sol, podía calcularse la distancia relativa entre el Sol y el planeta (cuanto más tardaba un planeta en orbitar en torno al Sol, tanto más lejos estaba).(2) Con esta ley había sido capaz de calcular la distancia entre la Tierra y el Sol relativa a los demás planetas, una unidad de medida que se convirtió en la base para el cálculo de distancias comparativas en el universo.(3) Los astrónomos sabían, por ejemplo, que la distancia entre la Tierra y Júpiter era cinco veces la distancia entre la Tierra y el Sol. El único problema era que nadie había sido capaz de cuantificar esa distancia de forma más específica.
Los astrónomos del siglo XVIII tenían un mapa del sistema solar, pero ninguna idea de su verdadero tamaño. Sin conocer la distancia real entre la Tierra y el Sol, tal mapa era poco menos que inútil. Para Halley, Venus era la clave para desvelar este secreto. Como la estrella más brillante del cielo, Venus se convirtió en la metáfora perfecta de la luz de la razón que iluminaría ese nuevo mundo y terminaría con los últimos vestigios de los tiempos oscuros.
A diferencia de la mayoría de los astrónomos, cuyas vidas estaban regidas por la labor repetitiva de sus observaciones nocturnas, Halley se había embarcado en una carrera mucho más estimulante, y probablemente por ello pudo imaginar un ejército mundial de intrépidos astrónomos. No solo había pasado una hora y media en una campana de buceo[5] sumergida a casi veinte metros de profundidad en el Támesis; también había efectuado tres expediciones al Atlántico Sur, y así se convirtió en el primer europeo que se propuso cartografiar el cielo nocturno del sur con un telescopio.[6] Halley «habla, jura y bebe brandy como el capitán de un navío»,[7] dijo un colega suyo, pero también fue uno de los científicos más brillantes de su tiempo. Había predicho el regreso del cometa que recibiría su nombre, confeccionó un mapa estelar del sur y convenció a Isaac Newton para que publicara sus Principia.[8]
Consciente de que no viviría para orquestar la cooperación global al efecto de observar el tránsito de Venus —algo que Halley lamentaría «hasta en su lecho de muerte»[9] mientras sostenía una copa de vino[10]—, solo podía depositar su confianza en las generaciones futuras y confiar en que estas recordaran sus instrucciones medio siglo después. «Lo que más deseo es que diferentes personas lleven a cabo varias observaciones del mismo fenómeno desde lugares alejados»,[11] escribió. «Por tanto, se lo aconsejo una y otra vez a esos curiosos astrónomos que (cuando haya muerto) tengan la oportunidad de observar estas cosas».[12]
Dibujo de Edmond Halley con Venus entrando y saliendo del Sol durante el tránsito.
Halley estaba pidiendo a sus futuros discípulos que se embarcaran en un proyecto más grande y más visionario que cualquier empresa científica antes acometida. Los arriesgados viajes a puestos remotos durarían muchos meses, tal vez incluso años. Los astrónomos arriesgarían sus vidas por un acontecimiento celeste que apenas duraría seis horas y sería visible solo si las condiciones meteorológicas lo permitían. El tránsito duraría tan poco que incluso la breve aparición de nubes o de lluvia dificultaría, si no haría imposibles, unas observaciones precisas.
Para que todo saliera bien, los científicos tendrían que conseguir fondos suficientes para adquirir los mejores telescopios e instrumentos, así como para los viajes, los alojamientos y los salarios. Tendrían que convencer a sus respectivos monarcas y gobiernos para que apoyaran sus esfuerzos individuales y tendrían que coordinar sus observaciones con las realizadas en otros países. Por primera vez, naciones enfrentadas en batallas tendrían que cooperar en nombre de la ciencia. Desde muchos lugares, cientos de astrónomos tendrían que apuntar sus telescopios al cielo exactamente en el mismo momento para ver el movimiento de Venus delante del ardiente disco solar.
Y un desafío acaso mayor, aunque menos emocionante: tendrían que compartir sus hallazgos. Cada observador tendría que añadir sus observaciones al fondo internacional de datos. Ningún resultado individual sería de utilidad sin los demás. Para calcular la distancia entre el Sol y la Tierra, los astrónomos tendrían que comparar las cifras y consolidar los diferentes datos para obtener un resultado definitivo. Los tiempos medidos en todo el mundo utilizando una gran variedad de relojes y telescopios tendrían que unificarse de algún modo para poder compararse.
Las observaciones del tránsito de Venus iban a constituir el proyecto científico más ambicioso jamás planeado, una empresa extraordinaria en una época en que una carta enviada desde Filadelfia tardaba dos o tres meses en llegar a Londres, y en que el viaje de Londres a Newcastle duraba seis días.[13] Hizo falta mucha imaginación para proponer que los astrónomos recorriesen miles de kilómetros por lejanas tierras vírgenes del norte y del sur cargados de instrumentos que juntos pesaban más de media tonelada.
Su idea de calcular distancias exactas en el espacio también era audaz, teniendo en cuenta que los relojes aún no eran lo suficientemente exactos para medir con precisión la longitud geográfica, ni había medida alguna estandarizada en la Tierra: una milla inglesa era una longitud diferente de una milla en países de habla alemana, que a su vez variaba entre el norte de Alemania y Austria. Un mil en Suecia equivalía a más de diez kilómetros y en Noruega, a más de once, mientras que una legua francesa podía equivaler a tres kilómetros, pero también a cuatro y medio. Solo en Francia había dos mil unidades de medida diferentes, que variaban incluso entre poblaciones vecinas.[14] Así las cosas, la idea de fusionar cientos de observaciones realizadas por astrónomos en todo el mundo para encontrar un valor común parecía escandalosamente ambiciosa.
Los científicos, que debían abandonar sus observatorios en los centros de investigación de Europa para observar a Venus desde puestos remotos del mundo conocido, se convertirían también en extraños aventureros. A primera vista, no habrían parecido exploradores heroicos, pero como perseguían al planeta Venus por todo el mundo, lo hicieron con extraordinaria intrepidez, valentía e ingenio. El 6 de junio de 1761, y nuevamente el 3 de junio de 1769, varios cientos de astrónomos en todo el mundo apuntaron sus telescopios al cielo para ver a Venus atravesando el Sol. Olvidaron sus diferencias religiosas, nacionales y económicas para unirse en lo que fue el primer proyecto científico global. Esta es su historia.
PRIMERA PARTE
El tránsito de 1761
1
LLAMADA A LA ACCIÓN
A mediados del siglo XVIII, cuando comenzaba la década del tránsito, los imperios comerciales de los países europeos se extendían por todo el globo. Los viajes por el mundo eran posibles siguiendo las rutas comerciales establecidas a destinos remotos de las Indias Orientales y Occidentales,(4) África y Brasil. Gran Bretaña controlaba gran parte de la costa oriental del continente norteamericano, así como partes de la India, algunas islas del Caribe y Sumatra (en Indonesia). Francia contaba entre sus posesiones los territorios de la actual Canadá y Luisiana, así como plantaciones en la India, colonias productoras de azúcar como Haití y Santa Lucía, y algunas islas del océano Índico; por su parte, los holandeses organizaban gran parte de su comercio con las Indias Orientales desde Yakarta y los puertos de Galle en Sri Lanka y el cabo de Buena Esperanza en Sudáfrica.
Pero los viajeros también se enfrentarían a grandes peligros: desde 1756, gran parte de Europa estaba implicada en la Guerra de los Siete Años. La situación política aumentaba el peligro de las expediciones del tránsito. Mientras científicos de Francia, Gran Bretaña, Suecia, Alemania, Rusia y otros lugares planeaban su cooperación internacional, sus ejércitos libraban sangrientas batallas unas contra otras en los bosques de Sajonia, en la costa del Mar Báltico, en los campos del valle de Ohio y en la India. Flotas rivales se cruzaron en los océanos desde las islas Guadalupe a la isla de Mauricio, atacando lugares tan lejanos como Pondicherry y Manila, pero también más cercanos en el Mediterráneo y el Atlántico.
La guerra tuvo su origen en los antiguos conflictos europeos entre los Hohenzollern en Prusia y los Habsburgo en Austria, y en la disputa imperial, que aún duraba, entre Gran Bretaña y la Casa de Borbón, que gobernaba Francia y España. Gran Bretaña y Prusia luchaban contra Francia, que estaba aliada con Rusia, Austria y Suecia. No solo estaba en juego el poder político, sino también las empresas y actividades comerciales: la posesión de las colonias norteamericanas y de la India, el comercio de esclavos en África occidental y las valiosas islas productoras de azúcar de las Indias Occidentales. Conforme los europeos expandían su mundo, también lo hacían sus guerras. Era la primera guerra global: un despedazamiento de Europa y sus posiciones coloniales en todo el mundo. Fue en estos tiempos turbulentos cuando los astrónomos tuvieron que viajar para cumplir su ambiciosa misión.
El 30 de abril de 1760, Joseph-Nicolas Delisle, de setenta y dos años, astrónomo oficial de la Armada francesa,(5) se dirigía a una reunión de la Academia de Ciencias de París.[15] Cada miércoles, los académicos que realizaban estudios en los campos de las matemáticas y la astronomía se reunían allí para debatir sobre experimentos, proyectos e investigaciones en curso. Delisle solo tenía que recorrer una corta distancia. La sede de la Academia estaba en el Louvre, aproximadamente a un kilómetro y medio de su pequeño observatorio, al otro lado del Sena, en el Hôtel de Cluny, el centro administrativo de la Marina Real. Las calles eran estrechas, pero, como observó Benjamin Franklin unos años más tarde, «aptas para pasear»,[16] y se barrían diariamente. Flanqueadas por grandes edificios, las recorrían gentes a pie y en carruajes. Hombres y mujeres vendían sus mercancías desde sus puestos, desde escobas hasta ostras y desde huevos hasta quesos y frutas. Zapateros, afiladores de cuchillos y vendedores ambulantes voceaban a los transeúntes ofreciéndoles sus servicios. Allí se mezclaban gentes «de todo tipo y condición»,[17] anotó sorprendida una noble viajera, desde carteristas hasta un «príncipe de sangre».[18] Era «una prodigiosa mezcla de magnificencia y negligencia»,[19] según Franklin; otros, más severos, decían que era el «sitio más feo y brutal del universo».[20]
Delisle cruzó el río por el Pont Neuf, un robusto puente de piedra famoso como lugar predilecto de actores, curanderos y sacamuelas. Como dijo un parisino, el puente era a la ciudad «lo que el corazón al cuerpo: el centro del movimiento y la circulación».[21] Cuando dobló a la izquierda, Delisle divisó en la siguiente esquina la imponente fachada del Louvre.
En aquel entonces reinaba en Francia Luis XV, un rey que subió al trono en 1715 a la edad de cinco años. Le fascinaba la astronomía, asistía con regularidad a demostraciones científicas en Versalles y hasta permitía que lo cargasen de electricidad. Su bisabuelo, Luis XIV, había fundado en el siglo anterior la Academia de Ciencias de París para promover la ciencia (y sus usos prácticos) y la gloria de su reinado.[22] Durante aquel siglo, los académicos se reunían allí para discutir sobre una amplia variedad de temas científicos, desde el estudio de los insectos y los cometas hasta las invenciones prácticas, como la hidráulica para alimentar las fuentes de Versalles o las bombas para limpiar los puertos. La Academia de Ciencias era la institución científica más importante del país, y sus miembros, los mejores científicos: ser elegido «membre de l’Académie» era el mayor honor científico y los académicos ostentaban su título con orgullo cual señal de nobleza.[23]
El artículo que Delisle estaba a punto de presentar comprometería a los académicos con el mayor proyecto científico jamás planeado. Iba a pedir a sus colegas que recogieran el guante que Edmond Halley había arrojado cuarenta y cuatro años atrás[24] y pusieran en marcha la colaboración internacional para observar el tránsito de Venus que iba a producirse un año después, el 6 de junio de 1761.
Los diferentes caminos de Venus delante del Sol tal como se observaron desde estaciones situadas en los hemisferios norte y sur durante los tránsitos de 1761 y 1769. Las ubicaciones del sur registraron la duración más larga en 1761, y la más corta en 1769.
Halley había propuesto la idea revolucionaria de que el tránsito de Venus podría utilizarse como un instrumento astronómico natural, casi como una vara de medir celeste. Si varias personas en diversas partes del mundo pudieran observar simultáneamente el tránsito completo desde diferentes zonas lo más alejadas posible, explicó, cada una vería a Venus atravesando el Sol por un camino ligeramente diferente, dependiendo de la ubicación de los observadores en los hemisferios norte y sur. El camino de Venus a través del Sol sería más corto o más largo, según cada estación de observación.
Con la ayuda de la trigonometría, estos caminos diferentes (y las diferencias en la duración del tránsito de Venus) podrían utilizarse para calcular la distancia entre el Sol y la Tierra. Era un método ingenioso, porque el pasaje no tenía que «medirse», sino solo cronometrarse, registrando el instante exacto de la entrada de Venus en el disco solar, y luego el de su salida. El único equipo que necesitarían los observadores sería un telescopio adecuado con lentes coloreadas o ahumadas (para protegerse del deslumbramiento del Sol) y un reloj preciso.
Desde la llamada de Halley a la acción en 1716, los astrónomos habían tratado de encontrar otras formas de medir el sistema solar. A principios de la década de 1750, astrónomos franceses habían intentado calcular la distancia entre la Luna y la Tierra con observaciones tomadas simultáneamente en Ciudad del Cabo y Berlín. Observando la Luna desde estos dos lugares, y con la ayuda de la triangulación, esperaban poder medir los cielos antes del tránsito de Venus, pero los resultados no fueron lo suficientemente precisos. Desde hacía años, Delisle había creído que podría utilizar el método de Halley para los tránsitos, más frecuentes, de Mercurio (él y otros astrónomos habían observado varios de ellos), pero finalmente se dieron cuenta de que Mercurio estaba demasiado cerca del Sol. Solo el tránsito de Venus les brindaría la oportunidad de efectuar el cálculo.
La tarea de coordinar las observaciones del tránsito desde muchas zonas diferentes del globo exigiría un tipo muy particular de individuo, tan tenaz, perseverante y decidido que fuese capaz de unir a astrónomos rivales y hasta naciones en guerra. No había nadie más indicado que el propio Delisle. Era un hombre obsesivo, con poco tiempo para otras cosas aparte de la ciencia, y que había dedicado su vida a los astros. Poseía un conocimiento enciclopédico y su ética del trabajo era inquebrantable, lo que lo convirtió en uno de los astrónomos más respetados de Europa. Había trabajado durante veintidós años en San Petersburgo, donde introdujo el estudio de la astronomía en Rusia, además de instalar un observatorio y formar a unos cuantos astrónomos. También había hecho de su viaje a Rusia un Grand Tour, pero no de arte y arquitectura, sino de ciencia y científicos.[25] En Londres había conocido al anciano Halley en 1724, con quien departió sobre el tránsito de Venus.[26] De edad ya avanzada y viudo, Delisle residía en París y pasaba la mayor parte de su tiempo entre el Collège de France, donde vivió y enseñó astronomía, y su observatorio en el Hôtel de Cluny, justo enfrente.
Delisle no solo había dedicado su vida a la astronomía, sino que también actuó como centro de intercambio de información entre otros miembros de la comunidad científica europea. El volumen de su correspondencia con astrónomos extranjeros fue prodigioso, aunque no todos estaban de acuerdo con sus métodos de operación. Delisle había acosado al embajador sueco en París para sacarle información científica sin ofrecer nada a cambio; tanto fue así que el embajador lo calificó de «codicioso».[27] El astrónomo francés tenía fama de «incordiar a todo el mundo» para enterarse de otras observaciones,[28] pero mantenía las suyas en secreto. Era como «un pozo devorador que no devuelve nada», lamentaba Jérôme Lalande, uno de los antiguos alumnos de Delisle.[29] Tal vez Delisle fuera a veces un tanto parco con sus propios resultados, pero ciertamente «devoraba» toda la información que podía sobre el tránsito, y empleaba su personalidad persuasiva, si no obstinada, para poner a todo el mundo al servicio de aquella empresa.[30]
En los años previos al tránsito, Delisle había estudiado las tablas astronómicas de Halley y concluyó que el astrónomo británico se había equivocado ligeramente, no en su predicción ni en su llamada a la acción, sino en la selección de las mejores ubicaciones desde las cuales observar el tránsito. El éxito de las mediciones dependía de la elección correcta de las estaciones de observación. Cuando Delisle presentó su plan y explicó dónde aparecería Venus, invitó a sus compañeros académicos a un viaje imaginario alrededor el mundo: desde Pondicherry en la India hasta Vardø en el círculo polar ártico o desde Pekín hasta París. Halley había predicho que el tránsito visto desde la bahía de Hudson, en el continente norteamericano, duraría dieciocho minutos menos que en las Indias Orientales,[31] pero Delisle había «encontrado», y así se lo comunicó a sus colegas académicos, «resultados muy diferentes de los de míster Halley».[32] Según sus propias predicciones, el tránsito duraría solo dos minutos menos en la bahía de Hudson, lo cual no bastaba para hacer los debidos cálculos y, además, la mayor parte del tránsito se produciría durante la noche.[33]
Podría obtenerse la mayor diferencia en los tiempos si se compararan las ubicaciones en los hemisferios norte y sur. Delisle sugirió que Tobolsk, en Siberia, sería una opción ideal, y lo mismo el cabo de Buena Esperanza: la duración del tránsito visto desde estas posiciones diferiría en más de once minutos. Para facilitar la selección, presentó también un mapa del mundo, su llamado mappemonde.[34] Originalmente formado como topógrafo,[35] Delisle había combinado su habilidad para confeccionar mapas con sus conocimientos astronómicos e hizo un mapa en diferentes colores para mostrar dónde podía observarse mejor el tránsito. En la zona azul, los observadores solo podrían ver a Venus entrando en el disco solar, y en las partes del mundo coloreadas de amarillo, solo sería visible la salida, pero en la zona roja se podría ver todo el tránsito.
Si los científicos examinaban el mapa, inmediatamente podían ver los mejores lugares, aunque también quedó claro que muchos de ellos estaban muy lejos y serían difíciles de alcanzar. El tránsito completo sería visible en China, India y las Indias Orientales, así como cerca del círculo polar ártico y en el norte de Escandinavia y Rusia. La ubicación siberiana sería la del tránsito más breve y las Indias Orientales, donde este sería más largo.
La presentación de Delisle a sus colegas de la Academia de París formaba parte de una campaña mucho más amplia. Había hecho imprimir su mapa para enviarlo, junto con unas explicaciones del tránsito, a sus contactos internacionales: más de doscientos científicos y astrónomos[36] repartidos entre Ámsterdam, Basilea, Florencia, Viena, Berlín, Constantinopla, Estocolmo, San Petersburgo y muchas ciudades de Francia.(6) Al mismo tiempo, algunos periódicos franceses anunciaron y explicaron el mapa, llevando la discusión sobre el tránsito al dominio público.[37] Delisle demostró ser un digno discípulo de Halley. Todos los astrónomos competentes de Europa recibieron su mappemonde, que además se publicó en varias revistas científicas. Delisle lo tenía todo bien atado: sus aposentos en el Collège de France de París se convirtieron en sala de control del proyecto y oficina de información para todas las comunicaciones relacionadas con él.
Un mapamundi de 1770. La versión de Delisle habría mostrado regiones coloreadas para representar la visibilidad del tránsito.
Hasta el momento en que Delisle pidió a sus colegas astrónomos que preparasen las expediciones, la mayoría de ellos llevaba una vida de pesada rutina que incluía pasar frías noches a cielo abierto o realizar complejos cálculos.(7)[38] Aunque miraban el universo día tras día y noche tras noche, su mundo rara vez se extendía más allá de los confines de sus observatorios. Su única distracción era, como un padre recomendó a su hijo astrónomo, la lectura de «libros de viajes», porque «los viajes entretienen y cultivan».[39] La descripción que de aquella labor hizo el astrónomo asistente del Real Observatorio de Greenwich era tan sincera como deprimente: se buscaban hombres que fueran «trabajadores infatigables y, sobre todo obedientes, esclavos»,[40] características y requisitos que no eran precisamente propios de viajeros trotamundos y heroicos exploradores.
Era una empresa audaz, y tras comunicar sus peticiones cuando faltaba poco más de un año para el tránsito, había llegado la hora de que Delisle coordinara las observaciones y decidiera quién iría a qué sitio. Como los tentáculos comerciales de los países europeos se extendían por todo el globo, era lógico utilizar las rutas comerciales y coloniales existentes para viajar a los lugares más remotos. Ya Halley había propuesto aprovechar las posesiones imperiales de cada país, y recomendó a los ingleses viajar a la bahía de Hudson y a la India, a los franceses, a sus plantaciones en Pondicherry y a los holandeses, a su puerto comercial de Yakarta.[41] Delisle estaba de acuerdo.
Los tránsitos prometían a los astrónomos la posibilidad de obtener revelaciones científicas y alcanzar una nueva comprensión del universo. Pero además sabían que el proyecto les brindaba otras oportunidades que podrían aprovechar para su propio beneficio. Si los observadores estacionados por todo el mundo tenían éxito, sus mediciones también ayudarían a mejorar la navegación, algo esencial para cualquier imperio comercial y potencia naval. Porque los imperios crecientes y los ideales de la Ilustración del siglo XVIII también eran, unidos, un semillero del capitalismo. Conforme los nuevos mercados de importación y exportación empezaron a proliferar en todo el mundo, la navegación precisa se convirtió en una rama de la ciencia que favorecía la riqueza y el poder. Este hecho, Delisle estaba seguro, ayudaría a convencer a los monarcas y los Gobiernos para que sufragaran por lo menos algunas de las expediciones.
Con las Indias Orientales Holandesas como el lugar más distante y una de las estaciones de observación más importantes del mundo, Delisle escribió a un conocido suyo, astrónomo en La Haya, preguntándole si podría conducirse una observación desde la colonia holandesa.[42] Al mismo tiempo, continuaba pidiendo apoyo en su país. Mendigó al secretario de Estado francés y al rey Luis XV fondos para una expedición francesa a Yakarta, fingiendo que ya contaba con la plena cooperación de los holandeses.[43] Pero la jugada no le salió bien. El conocido de Delisle en La Haya tenía malas noticias: los holandeses solo estaban dispuestos a gestionar el pasaje para un observador francés en un barco holandés, pero nada más. Holanda no estaba dispuesta a patrocinar ninguna expedición porque «la utilidad de la astronomía para la humanidad no era suficientemente apreciada en la sociedad holandesa»,[44] comentó con desaliento.
Pero Delisle encontró una solución. Como su mapamundi claramente mostraba, había muchos lugares donde uno podía observar a Venus entrando o saliendo del disco solar. Si los astrónomos utilizaran el método de la «duración» de Halley (que requería que los astrónomos observaran todo el camino de Venus a través del Sol), solo serían adecuados unos pocos lugares en todo el mundo, muchos de los cuales, como Yakarta, se hallaban muy lejos y eran difíciles de alcanzar. La nueva estrategia de Delisle permitiría a los observadores observar, o bien la hora de la entrada de Venus, o bien la de la salida, en lugar de observar todo el tránsito. Según Delisle, una observación del momento exacto de la entrada o de la salida en un determinado lugar podría combinarse con otra desde una ubicación distante, siempre que se hubiera hecho en latitudes similares y se conociera la diferencia exacta de latitud y longitud entre ambos lugares. Después del tránsito, los astrónomos podrían comparar los datos y calcular la distancia entre la Tierra y el Sol.[45]
Teniendo a Delisle como motor principal del proyecto, no era de extrañar que los franceses fuesen los primeros en organizar una expedición. El 26 de marzo, cinco semanas antes de que Delisle enviara su mapamundi a toda Europa, uno de sus antiguos alumnos actuó por su cuenta y tomó un barco que zarpó desde Brest, un puerto en la costa atlántica francesa, para dirigirse a la India.[46]
Nacido en 1725 en una pequeña localidad de Normandía, y «un caballero no muy adinerado»,[47] Guillaume Joseph Hyacinthe Jean-Baptiste Le Gentil de la Galaisière fue el primero en la carrera. Inicialmente había optado por una carrera eclesiástica en París, pero los estímulos intelectuales que encontraba en la metrópoli lo apartaron de ella. Después de escuchar una lección de astronomía de Delisle, Le Gentil se decidió por la ciencia.[48] En lugar de rezar o meterse en «vanos» razonamientos teológicos,[49] prefirió observar los «cielos».[50] Encontró una ocupación en el Real Observatorio de París y llegó a ser miembro de la Academia de Ciencias francesa. Como Delisle, había observado el tránsito de Mercurio en 1753, pero rápidamente centró su atención en el más útil y excepcional tránsito de Venus, sobre el que escribió, y luego se ofreció a viajar a Pondicherry, en la India, donde sería visible todo el tránsito.
A finales de 1759, Le Gentil había recibido el permiso para viajar a Pondicherry.[51] El poder combinado de la ciencia, la política y la economía (el presidente de la Academia de París, el secretario de Estado francés y el controlador general de Finanzas) estaba convencido de la importancia de la misión y la había apoyado sin reservas.[52] La Compañía Francesa de las Indias Orientales, que controlaba el puerto comercial de Pondicherry, había prometido proporcionar a Le Gentil un pasaje en uno de sus buques, así que este había organizado su viaje en unas pocas semanas. La Compañía de las Indias era «siempre entusiasta», según Le Gentil, cuando se trataba de proyectos «útiles».[53]
Había otros dos astrónomos franceses igualmente dispuestos a viajar: Jean-Baptiste Chappe d’Auteroche y Alexandre-Gui Pingré, quienes, como Le Gentil, también eran miembros de la Academia francesa. Tras una invitación de la Academia Imperial de Ciencias en San Petersburgo, ambos se ofrecieron voluntarios con «gran entusiasmo»[54] para viajar a Tobolsk, en Siberia. Y se decidió enviar a Chappe, de treinta y ocho años, a Rusia, y a Pingré, de cuarenta y ocho, a otro destino a convenir a su debido tiempo. Delisle conocía a Chappe desde hacía tiempo por sus precisos cálculos astronómicos y sus hábiles observaciones, y Pingré era uno de los astrónomos más respetados de París.[55] Ambos eran «dignos» de aquel honor y candidatos «perfectos» para la cita… O al menos eso era lo que pensaban los miembros de la Academia de Ciencias francesa.[56] Sin duda eran astrónomos brillantes, pero también hombres corpulentos y de mediana edad, y no encajaban exactamente con el prototipo del aventurero audaz. Sin embargo, estaban listos para arrostrar los peligros de los viajes largos. Francia estaba preparada para perseguir el planeta Venus…, pero Gran Bretaña la seguía de cerca.
El 5 de junio de 1760, cinco semanas después de que Delisle presentara su mapamundi en la Academia de París, los miembros de la Royal Society británica se dirigieron a Crane Court, una pequeña calle sin salida perpendicular a la Fleet Street londinense para su reunión semanal.[57] Los miembros ricos llegaron en sus propios carruajes, mientras que otros lo hicieron caminando por las calles embarradas o después de parar a alguno de los miles de los coches de alquiler que atascaban las estrechas callejuelas.[58] Otros pidieron una silla de manos que los transportara con rapidez por la ajetreada ciudad, pues los mozos transportistas recorrían la ciudad con tal celeridad que a menudo atropellaban a los transeúntes que no se apartaban de su camino.[59] Pasaron delante de los lujosos escaparates comerciales de Strand y Fleet Street. Los turistas comentaban que las tiendas estaban «hechas enteramente de vidrio»[60] y «una tienda se agolpaba contra la otra».[61] Los escaparates exhibían valiosas mercancías, un espectáculo de artículos que testimoniaban la expansión de Gran Bretaña por todo el mundo, además de la calidad de sus manufacturas. Al atardecer, la luz titilante de miles de farolas iluminaba brillantes teteras de plata, caricaturas políticas, nuevos telescopios y montones de delicados encajes. Pirámides de piñas y uvas competían con diamantes y otras piedras preciosas, incitando a los compradores a vaciar sus bolsas.[62]
Los londinenses tenían que oír a diario en las calles abarrotadas las serenatas de toda una orquesta de voces y sonidos que parecía no interrumpirse nunca: violinistas tocando en las esquinas, carillones de las torres de las iglesias y voces de los vendedores ambulantes, y hasta por las noches no se les escapaba la «voz ronca del vigilante nocturno»[63] que decía la hora y el estado del tiempo.
Cuando los miembros subieron las escaleras hasta la sala de reunión, intercambiaron con entusiasmo las últimas noticias y chismes científicos. Su presidente estaba sentado en un gran sillón a un extremo de la larga mesa con un retrato de su real patrón, el rey Jorge II, detrás de él y un busto de mármol del antiguo presidente, Isaac Newton, en el lado opuesto. Como de costumbre, tomó un tiempo para que todos los miembros se acomodasen en los bancos y las charlas cesaran.[64] Como la Academia de Ciencias francesa, la Royal Society era el foro científico más importante de Gran Bretaña. Desde su fundación en la década de 1660 «para el avance del conocimiento natural por medio del experimento»,[65] se había convertido en el nexo entre la investigación científica y el pensamiento ilustrado. En sus reuniones semanales de los jueves, los miembros escuchaban disertaciones sobre campanas de buceo y taxonomía botánica, veían perros que estallaban, personas «electrificadas» y transfusiones de sangre de ovejas a humanos, además de aprender algo más acerca de cometas, fósiles y los últimos relojes de péndulo. Se realizaban experimentos, se discutía sobre los resultados y se leían cartas recibidas de otras personas de mentalidad científica, amigos y extraños por igual.
La sede central de la Royal Society en Crane Court, Londres.
El 5 de junio, una vez anotada la asistencia, uno de los miembros se levantó para leer una carta que había recibido de París, la «Memoria presentada por monsieur Delisle a la Sociedad» y el «mapa del mundo» con las ubicaciones desde donde ver «el próximo pasaje de Venus».[66] Ello inició una cadena de acontecimientos que preocuparía a la Royal Society durante más de una década, pues cuando sus miembros terminaron de estudiar el mapamundi y la propuesta del tránsito, aceptaron con entusiasmo la idea de Delisle.
Solo dos semanas después, se decidió que el Consejo de la Royal Society eligiera observadores y «lugares apropiados»[67] desde donde observar el tránsito de Venus. Pero solo disponían de un año para llegar a tan remotos destinos, además de para organizar fondos e instrumentos y emplear a astrónomos: era una carrera contrarreloj. El Consejo eligió «por unanimidad»[68] dos lugares: la remota isla de Santa Elena, en el Atlántico Sur, el territorio más meridional bajo control británico, y un lugar aún por decidir en las Indias Orientales. Había que elegir entre Bencoolen (hoy Bengkula), en la isla de Sumatra, que al igual que Santa Elena estaba bajo el control de la Compañía Británica de las Indias Orientales, o Yakarta «si no se considerase con incertidumbre»[69] esta opción, porque era una posesión holandesa. En las Indias Orientales sería visible el tránsito completo, mientras que Santa Elena solo permitiría observar la salida, cosa que, según el método de Delisle, era suficiente. La gran ventaja de Santa Elena era que se hallaba en el hemisferio sur y era, por lo tanto, el complemento perfecto a las estaciones de observación del lejano norte.
Una vez tomada la decisión, se inició una actividad frenética. Se pidió a algunos miembros que estimaran los gastos de las expediciones y confeccionaran listas de los instrumentos que serían necesarios. Otros se encargaron de recopilar información sobre las condiciones climáticas en Santa Elena y las Indias Orientales.[70] El buen tiempo era esencial, pues sería absurdo enviar a astrónomos al otro extremo del globo para contemplar un cielo nublado. Y lo más importante: se envió una delegación para preguntar a los directores de la Compañía Británica de las Indias Orientales «qué asistencia podían esperar de ellos».[71]
La colaboración de la Compañía era de vital importancia. Fundada hacía más 150 años como cártel de comerciantes que acumulaban recursos para crear un monopolio con el fin de controlar el suministro de bienes para su propio beneficio, la compañía se había ido expandiendo gradualmente. Consistía en una red de posiciones coloniales que abrazaba el mundo, compitiendo con las compañías de las Indias Orientales de otros países europeos, como la holandesa y la francesa. Con fondos escasos y un tiempo ajustado, era lógico aprovechar la red comercial del imperio. Si la Compañía de las Indias Orientales estaba dispuesta, la Royal Society esperaba que los astrónomos pudieran viajar en sus buques, permanecer en instalaciones de la Compañía y, en general, hacer uso de la infraestructura existente en aquellos remotos lugares.
El 3 de julio, cuatro semanas después de haber leído la carta de Delisle, el Consejo de la Royal Society volvió a reunirse para escuchar los resultados de las consultas:[72] el exgobernador de Bencoolen había proporcionado la información necesaria sobre el clima,[73] y un miembro informó de que la entrevista con los directores de la Compañía de las Indias Orientales había sido un gran éxito. Los directores acordaron hacer «todo cuanto estuviera en su poder» para colaborar en el proyecto. No habría problema, dijeron, en llegar a tiempo a Santa Elena. Aunque era una de las islas más remotas del mundo, una mota solitaria de tierra en medio del Atlántico Sur, constituía una escala importante donde los buques se aprovisionaban de víveres en la ruta comercial de la Compañía de la Indias Orientales. El viaje duraría alrededor de tres meses, y se programaron navegaciones comerciales dentro de ese intervalo. Sería fácil para un equipo de observadores navegar en un indiaman oriental,(8) y los directores también estarían complacidos de poder proporcionar un alojamiento en Santa Elena (aunque la Royal Society tendría que pagar por ese privilegio).[74]
Pero más difícil sería llegar a las Indias Orientales. No había ningún barco de la compañía que arribara a Bencoolen antes del 6 de junio de 1761. Los directores recomendaron a la Royal Society que se pusiera en contacto con los holandeses para organizar el pasaje en un barco que se dirigiera a su puerto comercial de Yakarta, «que (muy probablemente) llegaría a tiempo».[75] Mientras tanto, los directores también habían remitido cartas a sus empleados en la India con instrucciones sobre el modo de observar el tránsito.[76] Después de este informe, otro miembro de la Royal Society aclaró que los instrumentos para las expediciones no podían alquilarse, como habían esperado, sino que era necesario adquirirlos.[77]
Sumados todos los gastos posibles, la Royal Society calculó que se necesitaría un presupuesto de 685 libras para enviar a un astrónomo con su asistente a Santa Elena, y el monto casi se duplicaba si fuesen dos los observadores que viajaran a las Indias Orientales.[78] Los costes de la expedición a Santa Elena eran casi siete veces el salario anual del astrónomo real, demasiado para el pequeño presupuesto de la Royal Society, por lo que se decidió escribir al Tesoro solicitando fondos. Aunque los astrónomos de toda Europa sabían que la recopilación de datos era una tarea que debía realizarse en colaboración para que tuviera éxito, también sabían que los gobiernos y monarcas estarían más dispuestos a costear estas expediciones si pudieran convencerlos de que también supondrían un beneficio nacional. La petición de la Royal Society al Tesoro y al rey apeló al patriotismo y subrayó que el honor de la nación debía ser prioritario en aquella empresa.
Inglaterra, afirmaban los miembros de la Royal Society, tenía el deber de participar. No solo había sido de un inglés, el «doctor Halley, el último astrónomo real de Su Majestad»,[79] la idea original del proyecto, sino que, además, el único hombre que había observado un tránsito de Venus también había sido un astrónomo inglés: Jeremiah Horrocks en 1639.(9) Más aún: Francia y otras naciones europeas estaban a punto de hacerse con el premio, recalcaron los miembros, ya que «ahora están enviando personas adecuadas a lugares apropiados».[80] Cuantas más observaciones se hicieran, mayores serían las ventajas para la ciencia y, por extensión, las naciones participantes. Con el mundo entero mirando a Inglaterra, insistieron los miembros, el Tesoro no dudaría en responder a esta «expectación general».[81] Para el avance de la astronomía y la gloria de la nación, necesitaban fondos que les permitieran enviar a sus propios observadores. La estrategia dio resultado, y el 14 de julio, menos de dos semanas después de su petición, la Royal Society recibió la noticia de que al rey Jorge II «le ha complacido» conceder la suma solicitada.[82]
El mismo día se nombró sin más preámbulos al astrónomo Nevil Maskelyne, de veintisiete años, primer observador de la expedición a Santa Elena.[83] Maskelyne, aún soltero, era coadjutor en Chipping Barnet, una pequeña localidad al noroeste de Londres, pero su amor por la astronomía eclipsó su vocación religiosa. Su fascinación por los cielos se remontaba a su infancia, cuando observó un eclipse solar.(10)[84] Las teorías astronómicas eran para él más «sublimes» que la Biblia.[85] Maskelyne había sido miembro de la Royal Society durante unos pocos años, y se había ofrecido voluntario para navegar hasta Santa Elena. Como parte del viaje lo patrocinaba la Compañía de las Indias Orientales, pudo haberle beneficiado el hecho de que Robert Clive fuese su cuñado, pues los recientes éxitos militares de Clive en Bengala habían consolidado el predominio de la Compañía y su futuro dominio en la India. Para el joven astrónomo aficionado, el viaje fue su gran oportunidad de entrar en el mundo más ancho de la astronomía profesional.[86]
Solo cinco semanas después de que los miembros de la Royal Society leyeran la carta de Delisle, los británicos estaban en condiciones de reclamar su derecho a participar.
2
LOS FRANCESES, LOS PRIMEROS
Cuando la niebla se disipó cerca del cabo de Buena Esperanza, Le Gentil descubrió cuatro naves en el horizonte. Se hallaban a unas cinco millas de distancia, pero se acercaban con rapidez. Comparada con los amenazadores buques de guerra británicos, la modesta fragata en la que viajaba el astrónomo francés parecía minúscula. A través de su telescopio vio que dos de los buques tenían 64 cañones, mientras que el barco francés solo tenía 24. Los británicos habían estado siguiendo el barco durante los últimos días, pero las condiciones atmosféricas le habían permitido escapar… por el momento.
Como si los viajes marítimos no fueran ya suficientemente arriesgados, la inestable situación política incrementaba su peligro. La guerra de los Siete Años estaba en su apogeo, y Delisle estaba conduciendo a los astrónomos a zonas de guerra. Las navegaciones entre ejércitos en guerra para llegar a los destinos del tránsito podían resultar traicioneras. Y con Gran Bretaña y Francia combatiendo entre sí, la aparición de la flota enemiga pudo haber supuesto un final prematuro para el viaje de Le Gentil. Aunque los científicos de los dos países habían acordado trabajar juntos, la empresa no era de especial importancia en las grandes esferas políticas y económicas. No importaba que la Royal Society de Londres y la Academia de Ciencias de París estuvieran persiguiendo un mismo objetivo: si un buque británico se encontraba con otro francés, ambos debían entablar combate. La guerra se había vuelto tan peligrosa en los mares que la Compañía Británica de las Indias Orientales había pedido a la Royal Society que enviara dos observadores a cada lugar, pero «en barcos diferentes» por si uno era atacado.[87]
No era la primera vez que Le Gentil, de treinta y cuatro años, tenía que enfrentarse al enemigo en su viaje. Desde que su barco zarpara de Brest dos meses antes, a fines de marzo de 1760, se había visto forzado a navegar en zigzag para escapar de los británicos. Pero esta vez la retirada parecía casi imposible. Le Gentil vio a los británicos acercarse rápidamente, a pesar de que, gracias a los fuertes vientos, navegaba a toda vela.[88] Un buque se aproximó a estribor y otro a babor, intentando flanquear el barco francés en alta mar, escribió Le Gentil, y «colocarnos entre dos fuegos».[89]
Ante aquel peligro, Le Gentil tomó una firme decisión. Tenía una importante misión astronómica que cumplir y nada, ni guerras ni olas, iban a detenerlo. No importaba cuán tempestuosos fuesen los océanos, ni lo cerca que estuvieran los cañones enemigos: Le Gentil estaba dispuesto a arriesgar su vida por la ciencia y el conocimiento. Llegada la noche, cuando eran perseguidos en un mar agitado, un imperturbable Le Gentil se preparó para observar un eclipse lunar, uno de los fenómenos excepcionales que le permitían determinar la posición exacta de la nave. A medida que la Tierra se movía lentamente entre el Sol y la Luna y su sombra iba ocultando la Luna, Le Gentil apartó su telescopio de los barcos británicos y lo dirigió al cielo.[90]
Por fortuna, el tiempo estaba de su parte y una espesa cortina de niebla y lluvia ocultó la fragata de Le Gentil a los ojos ingleses, permitiéndole desaparecer en la inmensidad del océano. «La niebla parecía haberlo hecho por nosotros»,[91] escribiría Le Gentil más tarde, y con los resultados de sus observaciones astronómicas y del eclipse lunar pudo ayudar