El libro del clima

Fragmento

cap

«Global Average Temperature 1850-2020», adaptado a 2017-2021 a partir de «Changes over time of the global sea surface temperature as well as air temperature over land», de Robert Rohde, proyecto Berkeley Earth Surface Temperature, http://berkeleyearth.org/global-temperature-report-for-2020. Reproducido con permiso.

 

(arriba) «Atmospheric CO2 Concentration», a partir de «Global average longterm atmospheric concentration of CO2. Measured in parts per million (ppm)», Hannah Ritchie y Max Roser, Our World in Data. Fuente de los datos: registro de EPICA Dome C CO2, 2015, y NOAA, 2018. Licencia de Creative Commons.

(abajo) «Annual Global CO2 Emissions (1750-2021)», Bartosz Brzezinski y Thorfinn Stainforth, The Institute for European Environmental Policy, 2020, https://ieep.eu/news/morethan-half-of-all-co2-emissions-since-1751-emitted-in-the-last-30-years. Fuentes de los datos: Carbon Budget Project, 2017; Global Carbon Budget, 2019, Peter Frumoff, 2014. Reproducido con permiso del IEEP; y « The 10 largest contributors to cumulative CO2 emissions, by billions of tonnes, broken down into subtotals from fossil fuels and cement», Hansis et al., 2015. Carbon Brief por medio de Highcharts, Global Carbon Project, CDIAC, Our World in Data, Carbon Monitor, Houghton & Nassikas.

 

«The countries with the largest cumulative emissions 1850-2021», en «The 10 largest contributors to cumulative CO2 emissions, by billions of tonnes, broken down into subtotals from fossil fuels and cement», análisis de datos de Carbon Brief extraído de Global Carbon Project, CDIAC, Our World in Data, Carbon Monitor, Houghton & Nassikas, 2017, y Hansis et al., 2015. Reproducido con permiso de Carbon Brief.

 

Burbujas de metano congeladas en el lago Baikal (Rusia).

© Streluk/istock/Getty Images.

cap-1

PRIMERA PARTE /

Cómo funciona el clima

«Escuchad a la ciencia. Antes de que sea demasiado tarde».

 

1.1

Para resolver este problema, antes debemos entenderlo

Greta Thunberg

La crisis climática y ecológica es la mayor amenaza que jamás haya afrontado la humanidad. Sin duda, será el asunto que por excelencia definirá y configurará el futuro de nuestra cotidianidad. Esto es lamentablemente obvio. En los últimos años, el modo en que percibimos la crisis y hablamos de ella ha empezado a cambiar. Pero como hemos desperdiciado tantas décadas ignorando y subestimando esta creciente emergencia, nuestras sociedades siguen en un estado de negación. Al fin y al cabo, esta es la era de la comunicación, en la que lo que se dice logra tener más peso que lo que se hace. Por ese motivo hoy hay tantos países productores de combustibles fósiles y grandes emisores de carbono que se llaman a sí mismos «líderes climáticos», aunque no implementan ninguna política creíble de mitigación del clima. Estamos en era de la gran maquinaria del ecoblanqueo.

Nada en la vida es blanco o negro. No existen respuestas categóricas. Todo es objeto de debates y concesiones interminables. Ese es uno de los principios básicos de la sociedad actual. Una sociedad que, en materia de sostenibilidad, tiene muchas cuentas que rendir. Porque ese principio está equivocado. Sí hay cuestiones que no admiten medias tintas. Sí hay límites planetarios y sociales que no deben traspasarse. Por ejemplo, decimos que nuestras sociedades pueden ser un poco más o un poco menos sostenibles. Pero a la larga no se puede ser «un poco» sostenible: o se es sostenible, o no. Es igual que caminar sobre una capa fina de hielo: o soporta tu peso, o no. O bien llegas a la orilla, o bien te hundes en la profundidad de las aguas oscuras y frías. Y si eso llegara a pasarnos, no habría ningún planeta cercano que viniera a rescatarnos. Estaríamos completamente solos.

Creo sinceramente que el único modo de evitar las consecuencias más catastróficas de esta crisis existencial emergente pasa por la formación de una masa crítica de personas que exijan los cambios necesarios. Para que eso ocurra, tenemos que generalizar con premura la toma de conciencia, porque el público medio carece aún de gran parte de los conocimientos básicos necesarios para comprender la grave situación en que nos encontramos. Deseo formar parte de ese empeño por cambiar las cosas.

He decidido utilizar mi plataforma para crear un libro basado en los últimos datos y hallazgos de la ciencia; un libro que hable, de un modo holístico, de la crisis climática, ecológica y de sostenibilidad. Porque, desde luego, la crisis climática no es más que un síntoma de una crisis de sostenibilidad mucho más global. Espero que se convierta en una especie de obra de referencia para entender todas estas crisis, distintas, pero estrechamente interconectadas.

En 2021 invité a un gran número de destacados científicos, expertos, activistas, autores y narradores a que aportasen sus experiencias individuales. Esta obra es el resultado de su trabajo: una recopilación exhaustiva de datos, historias, gráficos y fotografías que muestran las diferentes facetas de la crisis de sostenibilidad, centrándose especialmente en el clima y la ecología.

En sus páginas se abarcan todos los aspectos, de la fusión de las plataformas de hielo a la economía, de la moda efímera a la extinción de especies, de las pandemias a la desaparición de islas, de la deforestación a la reducción de suelo fértil, de la escasez de agua a la soberanía indígena, de la producción futura de alimentos a los presupuestos de carbono; y en ellas se ponen en evidencia las acciones llevadas a cabo por los responsables y los fracasos de aquellos que ya deberían haber compartido esta información con los ciudadanos del mundo.

Todavía estamos a tiempo de evitar que se cumplan los peores augurios. Todavía hay esperanza, pero desaparecerá si seguimos como hasta hoy. Para resolver este problema, antes debemos entenderlo, y comprender que el propio problema es, por definición, una serie de problemas interconectados. Debemos exponer los hechos y hablar sin rodeos. La ciencia es una herramienta, y todos tenemos que aprender a usarla.

También hemos de responder a algunas preguntas esenciales. Por ejemplo, ¿qué queremos resolver exactamente en primer lugar? ¿Cuál es nuestra meta? ¿Queremos reducir las emisiones o continuar viviendo como hasta ahora? ¿Tenemos como objetivo salvaguardar las condiciones de vida presentes y futuras o mantener un estilo de vida de alto consumo? ¿Existe el crecimiento verde en realidad? ¿Y podemos tener un crecimiento económico ilimitado en un planeta finito?

En estos momentos, muchos de nosotros necesitamos esperanza. Pero ¿qué es la esperanza? ¿Y para quién? ¿Esperanza para los que hemos creado el problema o para aquellos que ya sufren sus consecuencias? Y nuestro deseo de brindar esa esperanza ¿podría obstaculizar la acción arriesgándonos a causar más daño que beneficio?

El 1 por ciento más rico de la población mundial es responsable de más del doble de la contaminación por carbono producida por las personas de la mitad más pobre de la humanidad.

Quizá, si eres uno de los diecinueve millones de ciudadanos estadounidenses o de los cuatro millones de ciudadanos chinos que pertenecen a ese 1 por ciento (o tienes un patrimonio neto de 1.055.337 dólares o más), no sea entonces esperanza lo que más necesitas. Al menos no desde una perspectiva objetiva.

Por supuesto, oímos que ha habido avances. Algunos países y algunas regiones informan de reducciones de las emisiones de CO2 bastante impresionantes, o al menos en los años transcurridos desde que el mundo empezó a negociar los marcos de cómo gestionar las estadísticas. Ahora bien, ¿de qué manera se sostienen todas esas reducciones una vez que incluimos las emisiones totales, en lugar de las estadísticas territoriales gestionadas con esmero? Me refiero a todas esas emisiones que negociamos con tanto éxito y excluimos de dichas cifras. Así ocurre, por ejemplo, con la subcontratación de fábricas situadas en regiones remotas del mundo y la negociación de las emisiones de la aviación y el transporte marítimo internacional que dejamos fuera de las estadísticas, lo que significa que no solo fabricamos nuestros productos con mano de obra barata y explotando a las personas, sino que también borramos las emisiones asociadas; emisiones que, en realidad, han aumentado. ¿Es eso progreso?

Ingresos globales y emisiones de los estilos de vida asociados

«Global income and associated lifestyle emissions», en Extreme Carbon Inequality, Oxfam Media Briefing, 2015, https://www-cdn.oxfam.org/s3fs-public/file_attachments/mb-extreme-carbon-inequality-021215-en.pdf; Figura 1, actualizada con datos de «Confronting carbon Inequality», Oxfam, 2020, https://www.oxfam.org/en/research/confronting-carbon-inequality, y «Carbon inequality in 2030», Oxfam, 2021, 3-4, https://www.oxfam.org/en/research/carbon-inequality-2030. Reproducido con permiso de Oxfam.

A fin de mantenernos dentro de los objetivos climáticos internacionales, tenemos que reducir cuanto antes nuestras emisiones per cápita a 1 tonelada de dióxido de carbono (CO2) al año. Hoy en día, en Suecia esa cifra es de unas 9 toneladas, una vez que se incluye el consumo de productos importados. En EE. UU. es de 17,1, en Canadá de 15,4, en Australia de 14,9 y en China de 6,6 toneladas. Cuando se añaden las emisiones biogénicas, como las que se producen con la quema de madera y vegetación, en muchos casos las cifras aumentan. Y en países forestales como Suecia y Canadá, son significativamente más altas.

Mantener las emisiones por debajo de 1 tonelada por persona al año no será un problema para una inmensa mayoría de la población mundial, pues solo tendrán que hacer pequeñas reducciones —si acaso alguna— para vivir dentro de los límites planetarios. En muchos casos, incluso podrían incrementar sus emisiones de manera considerable.

Ahora bien, la idea de que países como Alemania, Italia, Suiza, Nueva Zelanda, Noruega y otros de su mismo nivel consigan esas enormes reducciones en un par de décadas sin transformaciones sistémicas sustanciales es ingenua. Y sin embargo, los líderes del llamado norte global señalan que será así. En la cuarta parte de este libro veremos cómo avanza ese progreso.

Hay quien cree que si se uniese ahora al movimiento en favor del clima, sería el último en hacerlo. Pero nada más lejos de la realidad. De hecho, si decidieras pasar a la acción ya, aún serías un pionero. La última parte de esta obra se centra en las soluciones y en aquello que realmente podemos hacer para transformar las cosas, desde pequeñas acciones individuales hasta cambiar el sistema a escala planetaria.

Este libro pretende ser democrático, porque la democracia es nuestra mejor herramienta para resolver esta crisis. Quizá haya sutiles discrepancias de opinión entre los autores que escriben desde la vanguardia. En estas páginas, cada uno de ellos habla desde su propio punto de vista, y quizá lleguen a conclusiones distintas. Sin embargo, necesitamos todos nuestros conocimientos colectivos para ejercer la inmensa presión pública que se precisa a fin de propiciar el cambio. Y en lugar de que uno o dos «expertos en comunicación» o determinados científicos saquen todas las conclusiones por ti como lector, la idea del libro es que, tomados en conjunto, sus conocimientos en sus respectivas áreas de especialización vayan guiándote hasta que seas capaz de empezar a atar los cabos por tu cuenta. Al menos, eso es lo que espero. Porque creo que aún no hemos extraído las conclusiones más importantes, y ojalá seas tú quien llegue a ellas. /

 

1.2

La larga historia del dióxido de carbono

Peter Brannen

Toda la vida aparece con el CO2. Es el truco mágico original al que sigue el resto del mundo vivo. En la superficie terrestre, con nada más que luz solar y agua, se transforma en materia viva mediante la fotosíntesis y deja tras de sí una estela de oxígeno. Ese CO2 de las plantas fluye entonces por los cuerpos de los animales y los ecosistemas para volver a los océanos y el aire, de nuevo en forma de CO2. Pero una parte de ese carbono se libra de la batidora de la superficie del mundo y, en forma de caliza o como un lodo rico en carbono, va adentrándose lentamente en la corteza del planeta durante cientos de millones de años. Si no se queda enterrada, esa materia vegetal se quema rápidamente en la superficie terrestre en los fuegos del metabolismo de animales, hongos y bacterias. De esta forma, la vida consume hasta el 99,99 por ciento del oxígeno producido por la fotosíntesis; y lo consumiría todo, de no ser por la fuga infinitesimal de materia vegetal hacia las rocas. Pero esa fuga constituye el regalo que el planeta ha recibido: un extraño superávit de oxígeno. En otras palabras, la atmósfera respirable de la Tierra no es el legado de los bosques ni de los remolinos de plancton que viven hoy, sino del CO2 capturado por la vida a lo largo de toda la historia de nuestro planeta, y encomendado a la corteza terrestre en forma de combustibles fósiles.

Si ese fuera el final de esta historia, y el CO2 únicamente el sustrato fundamental de todos los seres vivos de la Tierra y la fuente indirecta del oxígeno que posibilita la vida, el asunto ya sería bastante interesante. Pero es que esa misma modesta molécula resulta decisiva en la modulación de la temperatura de todo el planeta y la química de los océanos. Cuando esa química del carbono se altera, el mundo entero se distorsiona, el termostato se rompe, los océanos se acidifican y los seres vivos se mueren. La asombrosa influencia del dióxido de carbono en todos los componentes del sistema terrestre es la razón de que ese gas no sea simplemente otro molesto agente contaminante industrial que deba regularse, como los clorofluorocarbonos o el plomo. Es más bien, como escribió el oceanógrafo Roger Revelle en 1985, «la sustancia más importante de la biosfera».

La sustancia más importante de la biosfera no debe tratarse con displicencia. El movimiento del CO2 —que humea desde volcanes, se agita en el aire y los océanos, gira en los torbellinos de la vida y regresa de nuevo a las rocas— es lo que hace que la Tierra sea la Tierra. Se denomina ciclo del carbono y la vida en el planeta depende de manera esencial de que ese ciclo global mantenga un delicado, aunque dinámico, equilibrio. Mientras que el CO2 emana perpetuamente de los volcanes (a un ritmo de una centésima parte de las emisiones humanas) y los organismos lo intercambian en un incesante frenesí en la superficie terrestre, el planeta entretanto no cesa de eliminarlo del sistema, impidiendo así una catástrofe climática. Los ciclos de retroalimentación que reducen la cantidad de CO2 —de la erosión de cordilleras enteras al hundimiento de torbellinos de plancton rico en carbono en el fondo de los océanos— sirven para mantener una especie de equilibrio planetario la mayor parte del tiempo. El mundo donde vivimos es improbable, casi milagroso, pero somos tan imprudentes que lo damos por hecho.

A veces, sin embargo, en los registros geológicos vemos que el planeta ha sido impulsado más allá de cierto umbral. El sistema terrestre puede ceder, pero también romperse. Y algunas veces —en episodios catastróficos sumamente poco frecuentes, enterrados en la historia más profunda de la Tierra— el ciclo de carbono ha quedado completamente desbordado, destrozado, lanzado fuera de control. Y la consecuencia segura ha sido la extinción en masa.

¿Qué pasaría, por ejemplo, si volcanes de escala continental, al quemar inmensos depósitos de caliza rica en carbono y encender enormes depósitos subterráneos de carbón y gas natural, inyectaran miles de gigatoneladas de CO2 en el aire, procedentes de explosiones de calderas y de colosales extensiones de humeante e incandescente lava basáltica? Esa fue la difícil situación en que se vieron los desventurados organismos que vivían hace 251,9 millones de años, en los momentos que precedieron a la mayor extinción en masa de la historia de la vida del planeta. Al final del periodo Pérmico, el 90 por ciento de esa vida sufrió las consecuencias del coste fatal de un ciclo de carbono completamente alterado por un exceso de dióxido de carbono.

En la extinción en masa que tuvo lugar al final del Pérmico, el CO2 brotó en explosiones de volcanes en Siberia durante miles de años, y casi acabó con la vida compleja. Todas las barreras normales del ciclo de carbono cedieron y fracasaron en aquel momento, el peor de todo el registro geológico. La temperatura se incrementó en 10 °C, el planeta quedó convulsionado por océanos mortalmente calientes y acidificados, que latían con horripilantes proliferaciones de limo algal que robaban el oxígeno de sus antiguas aguas. Ese océano anóxico se llenó de un venenoso ácido sulfhídrico, mientras sobre él rugían los huracanes con una intensidad ultraterrena. Con posterioridad, cuando la fiebre terminó cediendo, se podía recorrer el mundo sin ver un solo árbol, el limo bacteriano había reemplazado a los arrecifes de coral, el registro fósil enmudeció y el planeta tardó casi diez millones de años en salir de esa época maldita. Gracias, en gran parte, a quemar combustibles fósiles. Todas las extinciones en masa de la historia del planeta están marcadas, de manera similar, por inmensas disrupciones del ciclo global del carbono; los geoquímicos han logrado obtener señales de ello de las rocas. Dada la importancia fundamental del CO2 para la biosfera, quizá no debería sorprendernos saber que, si se impulsa a ese sistema tan lejos del equilibrio, lo más normal es que el resultado sea una devastación de dimensiones planetarias.

¿Qué pasaría si un descendiente del primate Homo tratase de hacer lo mismo que hicieron los antiguos volcanes hace cientos de millones de años? ¿Y si inmolase esos mismos depósitos inmensos de carbono subterráneo —enterrados por la vida fotosintética a lo largo de la historia terrestre—, no haciéndolo explotar mecánicamente por toda la corteza, como un supervolcán, sino de una forma bastante más moderada, recuperándolo de las profundidades y quemándolo en la superficie en una erupción más difusa, en los pistones y las fraguas de la modernidad… y a un ritmo diez veces superior al de las extinciones masivas de antaño? Esa es la absurda pregunta que ahora exigimos al planeta que conteste por nosotros.

El clima no es sensible a los eslóganes políticos, ni rinde cuentas a los modelos económicos. Solo a la física. No sabe, ni le importa, si el exceso de CO2 en la atmósfera procede de una actividad volcánica que sucede una vez cada cien millones de años o de una civilización industrial que surge una vez en la historia de la vida. Reaccionará de la misma manera. Y en las rocas tenemos una advertencia inequívoca, un registro fósil lleno de las lápidas de antiguos apocalipsis. Lo bueno es que aún estamos muy lejos de igualar los espantosos crescendos de aquellos cataclismos del pasado. Y hasta quizá el planeta fuese hoy más resiliente a las alteraciones del ciclo del carbono de lo que lo fue en aquellos infernales días del pasado. No hay motivo para acabar grabando nuestros nombres en el ignominioso listado de los peores acontecimientos de la historia del planeta. Pero si las rocas nos dicen algo es que estamos manipulando, por nuestra cuenta y riesgo, los controles más potentes del sistema terrestre. /

Nuestro mundo es casi milagroso, pero somos tan imprudentes que lo damos por hecho.

 

1.3

Nuestro impacto evolutivo

Beth Shapiro

Las pruebas más antiguas de los seres humanos como fuerza evolutiva de que disponemos proceden de los restos fósiles hallados en los primeros lugares de ocupación humana en los continentes y las islas del planeta. A medida que los humanos se dispersaban desde África, hace más de cincuenta mil años, y se extendían por todo el globo, las comunidades empezaron a cambiar. Las especies animales, sobre todo la megafauna —que incluía, entre otros, los wómbats y los perezosos gigantes y los rinocerontes lanudos—, empezaron a extinguirse. Nuestros antepasados eran eficientes depredadores armados con tecnologías genuinamente humanas, con herramientas que incrementaban las posibilidades de éxito en la caza y con una capacidad para comunicarse y refinar con rapidez dichas herramientas. La coincidencia temporal de las extinciones de la megafauna y la primera aparición de humanos está en los registros fósiles de todos los continentes, salvo en África. Pero coincidencia no significa necesariamente causalidad. En Europa, Asia y América, la llegada del ser humano y las extinciones de la megafauna local tuvieron lugar en periodos de cataclismo climático, lo que dio pie a décadas de debate sobre el nivel de culpabilidad de estas dos fuerzas en las extinciones de la megafauna. Sin embargo, las pruebas de nuestra culpabilidad proceden de Australia, donde se registraron las primeras extinciones vinculadas al ser humano, y de las islas, donde han tenido lugar algunas de las más recientes causadas por humanos —el moa de Aotearoa (Nueva Zelanda) y el dodo de Mauricio se han extinguido en los últimos siglos—. Las extinciones en Australia y otras en islas en tiempos más recientes no tuvieron lugar en periodos de cambios climáticos importantes, como tampoco sucede con las extinciones registradas durante fenómenos climáticos más antiguos. Dichas extinciones, en cambio, igual que las de otros continentes, son consecuencia de cambios en el hábitat local provocados por la aparición del ser humano. En nuestra fase más antigua de interacción con la vida salvaje, ya habíamos empezado a determinar el destino evolutivo de otras especies.

Hace unos quince mil años, los humanos iniciaron una nueva fase de interacciones con otras especies. Los lobos, atraídos por los asentamientos humanos como fuentes de alimentos, se transformaron en perros domésticos, y tanto perros como humanos obtuvieron provecho de esa relación. La última era glaciar finalizó, y el clima mejoró, y los crecientes asentamientos humanos exigían fuentes de alimentos, vestido y refugio fiables. Hace unos diez mil años, los humanos empezaron a adoptar estrategias de caza capaces de mantener las poblaciones de presas, en lugar de llevarlas hacia la extinción. Algunos solo atrapaban a machos o hembras no reproductoras, y más tarde comenzaron a encerrar en corrales algunas especies de presas y a mantenerlas cerca de sus asentamientos. Pronto se pusieron a elegir los animales que serían los padres de la siguiente generación, y cazaban aquellos que no podían domesticarse. Sus experimentos no se limitaban a los animales: también plantaban semillas, de las cuales escogían propagar las que producían más alimento por planta, o las que estaban maduras para recolectarlas al mismo tiempo que otras. Crearon redes de irrigación y domaron animales a fin de despejar tierras y convertirlas en granjas. A medida que nuestros antepasados pasaban de ser cazadores a pastores y de recolectores a granjeros, transformaron la tierra en la que vivían y las especies de las que dependían cada vez más.

En los inicios del siglo XX, los éxitos de nuestros ancestros como pastores y granjeros suponían una amenaza para la estabilidad de las sociedades que habían creado. Las tierras silvestres habían sido sustituidas por tierras de labor o pastizales y, debido a su uso continuo, se habían degradado. La calidad del aire y el agua había empezado a disminuir. Los índices de extinción estaban aumentando de nuevo. Pero esta vez la devastación era más evidente, las personas eran más ricas y la tecnología se hallaba más avanzada. A medida que especies que antes eran comunes comenzaban a escasear, surgió el deseo de protegerlas, así como de salvaguardar los espacios salvajes que quedaban. Nuestros antepasados volvieron a entrar en una nueva fase de interacción con otras especies: se convirtieron en defensores, protegiendo las especies y los hábitats amenazados de los peligros del mundo natural y cada vez más humano. Con esta transición, los seres humanos se erigieron en la fuerza evolutiva que decidiría el destino de todas las especies y de los hábitats en los que estas vivirán. /

Somos la fuerza evolutiva que decidirá el destino de todas las especies y de los hábitats.

 

1.4

Civilización y extinción

Elizabeth Kolbert

El inicio de esta historia está envuelto en el misterio.

Hace unos doscientos mil años, en África, evolucionó una nueva especie de hominino; nadie sabe en qué lugar exacto y tampoco quiénes fueron sus ancestros inmediatos. Los miembros de esa especie, a los que ahora llamamos «humanos anatómicamente modernos», u Homo sapiens, o simplemente nosotros mismos, se distinguían por sus cráneos redondeados y sus barbillas puntiagudas. Tenían una complexión más ligera que sus parientes y dientes más pequeños. Aunque físicamente no eran muy atractivos, al parecer poseían una inteligencia excepcional. Producían herramientas que, al principio, fueron rudimentarias, pero poco a poco se hicieron más sofisticadas. Podían comunicarse, no solo a través del espacio, sino también del tiempo. Podían vivir en climas muy diferentes y, quizá lo que es igual de importante, adaptarse a dietas distintas. Si la caza abundaba, cazaban; si había mariscos disponibles, eso consumían.

Estamos en el Pleistoceno, una época de glaciaciones recurrentes en la que buena parte del mundo estaba cubierta de inmensos casquetes glaciares. Sin embargo, hace unos ciento veinte mil años —quizá antes—, nuestra especie, que ya no era tan nueva, empezó a desplazarse hacia el norte. Llegaron a Oriente Próximo hace unos cien mil años, a Australia hace unos sesenta mil, a Europa hace unos cuarenta mil y a América hace unos veinte mil. En algún punto intermedio —probablemente en Oriente Próximo—, el Homo sapiens se topó con sus primos más robustos, el Homo neanderthalensis. Los humanos y los neandertales mantuvieron relaciones sexuales —es imposible afirmar si de manera consensuada o forzada— y tuvieron hijos. Al menos algunos de ellos debieron de sobrevivir lo bastante para tener a su vez hijos, y así ocurrió de forma sucesiva a lo largo de las generaciones, porque en la actualidad la mayor parte de los pueblos del planeta poseen algunos genes neandertales. Entonces, sucedió algo, y los neandertales desaparecieron. Quizá los humanos acabaron con ellos de un modo activo, o puede que los superasen compitiendo entre sí. O tal vez, según la hipótesis reciente de unos investigadores de la Universidad de Stanford, los humanos era portadores de enfermedades tropicales a las que sus primos, más adaptados al frío, no lograron hacer frente. En cualquier caso, es casi seguro que los humanos estuvieron implicados en lo que les sucedió a los neandertales, fuera lo que fuera. Como me dijo una vez Svante Pääbo, un investigador sueco que dirigía el equipo que descifró el genoma de los neandertales, «su mala suerte fuimos nosotros».

La aventura de los neandertales acabaría siendo de lo más anodina. Cuando los humanos llegaron a Australia, era el hogar de un conjunto de bestias sumamente grandes; entre ellas, leones marsupiales, que, a igual peso, tenían el mordisco más potente de cualquier mamífero conocido; Megalania, los mayores varanos del mundo, y los diprotodontes, también llamados a veces wómbats rinoceronte. A lo largo de los miles de años siguientes, estos animales desaparecieron. Cuando los humanos llegaron a Norteamérica, había allí un zoológico de animales de gran tamaño, que incluía mastodontes, mamuts y castores que alcanzaban los dos metros y medio y los noventa kilos. También se extinguieron. Lo mismo sucedió con los gigantes de Sudamérica —enormes perezosos, gigantescos animales similares a armadillos llamados gliptodontes y un género de herbívoros del tamaño de rinocerontes denominados Toxodon—. La pérdida de tantas especies de gran tamaño en un periodo tan corto (desde un punto de vista geológico) fue un fenómeno tan espectacular que no pasó por alto en la época de Darwin. «Vivimos en un mundo zoológicamente empobrecido, del que han desaparecido en los últimos tiempos las formas de vida más enormes, feroces y extrañas», observaba el rival de Darwin, Alfred Russel Wallace, en 1876.

Desde entonces, la causa de la denominada extinción de la megafauna ha sido objeto del debate científico. Ahora sabemos que se produjo en momentos diferentes en los distintos continentes, y que el orden en que se extinguieron esos animales corresponde a aquel en que aparecieron los colonos humanos. En otras palabras, «su mala suerte fuimos nosotros». Investigadores que han creado modelos de los encuentros entre los seres humanos y la megafauna han hallado que, incluso si las bandas de cazadores solo cazaban un mamut o un perezoso gigante una vez al año, a lo largo de varios siglos eso habría bastado para llevar a esas especies de reproducción lenta al borde del abismo. John Alroy, profesor de Biología en la Universidad Macquarie, en Australia, ha descrito la extinción como «una catástrofe ecológica instantánea desde el punto de vista geológico, pero demasiado gradual para que quienes la desencadenaron pudieran advertirla».

Entretanto, los seres humanos siguieron extendiéndose. La última gran masa de tierra colonizada por ellos fue Nueva Zelanda, a la que los polinesios llegaron alrededor de 1300, probablemente procedentes de las islas de la Sociedad. En aquel tiempo, en las islas Norte y Sur de Nueva Zelanda había nueve especies de moa, un ave similar al avestruz que alcanzaba casi el tamaño de una jirafa. Al cabo de pocos siglos, todos los moas habían desaparecido. En este caso, la causa de su extinción está clara: fueron masacrados. En maorí hay un refrán que reza Kua ngaro I te ngaro o te moa, que traducido viene a ser «Perdido como se perdieron los moas».

Cuando a finales del siglo xv los europeos empezaron a colonizar el mundo, el ritmo de la extinción se incrementó. En 1598, los marineros neerlandeses vieron por primera vez un dodo, originario de la isla Mauricio; en la década de 1670, había desaparecido. Es probable que ello se debiese en parte a la caza, pero también a la introducción de otras especies. Allá adonde los europeos iban, llevaban consigo ratas; en este caso, las ratas de los barcos. También, con frecuencia a propósito, introducían otros depredadores, como gatos y zorros, que perseguían a muchas especies a las que las ratas dejaban en paz. Desde la llegada de los primeros colonos europeos a Australia, en 1788, docenas de animales han sido exterminados por especies invasoras, entre ellas el ratón saltador de orejas grandes, que acabó diezmado por los gatos, y el ualabí oriental, que probablemente fuera también víctima de los gatos. Desde que los británicos colonizaron Nueva Zelanda, alrededor de 1800, se han extinguido unas veinte especies de aves, entre ellas el pingüino de Chatham, el rascón de Dieffenbach y el chochín de Stephens. En un estudio reciente publicado en la revista Current Biology se ha calculado que, para que la diversidad aviaria de Nueva Zelanda volviera a los niveles anteriores a la colonización humana, harían falta cincuenta millones de años de evolución.

Bastaron herramientas relativamente simples —garrotes, barcos de vela, mosquetes— y unas cuantas especies invasoras muy fecundas para provocar tales daños. Luego llegó la matanza mecanizada. Hacia finales del siglo XIX, cazadores armados con escopetas de barca, capaces de disparar unos cuatrocientos cincuenta gramos de perdigones de un solo tiro, lograron acabar con la paloma migratoria, un ave de Norteamérica que, en su momento, había llegado a los miles de millones de ejemplares. Alrededor de la misma época, cazadores que disparaban desde trenes se las arreglaron para exterminar casi por completo el bisonte americano, una especie tan abundante en su día que sus manadas se describían como «más densas que… las estrellas en el firmamento».

Nuestra arma más peligrosa demostró ser la modernidad y su fiel compañero, el capitalismo tardío. En el siglo XX, el efecto de los humanos empezó a aumentar, no de forma lineal, sino exponencialmente. Las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial constituyeron un momento de crecimiento sin precedentes de la población, por un lado, y del consumo, por el otro. Entre 1945 y 2000 se triplicó el número de personas en el mundo. En el mismo periodo, el consumo de agua se cuadruplicó, el de capturas de peces marinos se multiplicó por siete y el consumo de fertilizantes, por diez. La mayor parte del crecimiento de población se dio en el llamado sur global. La mayor parte del consumo fue impulsada por EE. UU. y Europa.

La Gran Aceleración, como suele llamársela, transformó el planeta de manera radical. Según ha observado el historiador medioambiental J. R. McNeill, no es que las personas estuvieran haciendo nada nuevo exactamente; solo hacían mucho más de lo mismo. «A veces, las diferencias de cantidad pueden convertirse en diferencias de calidad —escribe McNeill—. Eso sucedió con el cambio ambiental en el siglo XX». A principios de dicha centuria, la agricultura ocupaba unos ocho millones de kilómetros cuadrados en todo el mundo. Ya entonces, las personas llevaban unos diez mil años dedicándose a la agricultura. Hacía tiempo que la mayor parte de los grandes bosques europeos habían sido talados, y los bosques y las praderas de EE. UU. también habían desaparecido en su mayor parte. A finales del siglo estaban cultivándose más de quince millones de kilómetros cuadrados, es decir, en menos de diez décadas los humanos araron tanta tierra como en los diez milenios anteriores. La expansión supuso talar grandes extensiones de las pluviselvas amazónica y de Indonesia, zonas que ocupaban puestos altos en la lista de «focos de biodiversidad». No se sabe el número de especies que se perdieron en el proceso; probablemente, muchas de ellas se esfumaron antes de que se las identificase siquiera. Entre los animales cuya desaparición sí se conoce están el tigre de Java, ya extinguido, y el guacamayo de Spix, extinguido en libertad.

Los humanos no empezaron a usar combustibles fósiles en el siglo XX —los chinos ya quemaban carbón en la Edad del Bronce—; no obstante, a todos los efectos, fue entonces cuando se creó el problema del cambio climático. En 1900, las emisiones acumuladas de CO2 supusieron un total de 45.000 millones de toneladas. En 2000, esa cifra era de 1.000 gigatoneladas, y desde entonces se ha incrementado hasta unas espeluznantes 1.900 gigatoneladas. La proporción de la flora y la fauna que sobrevivirá en un mundo que se calienta rápidamente es una de las grandes cuestiones —quizá la más importante— de nuestro tiempo.

La mayoría de las especies que existen en nuestros días han sobrevivido a varias glaciaciones; sin duda, lograron subsistir con temperaturas globales más frías, pero no está claro si sobrevivirán con temperaturas más cálidas; hace millones de años que el mundo no ha sido mucho más cálido de lo que lo es hoy. Durante el Pleistoceno, incluso los animales más pequeños, como los escarabajos, migraron cientos de kilómetros debido al clima. En la actualidad, innumerables especies están de nuevo migrando; pero a diferencia de lo que ocurría durante las glaciaciones, su camino queda con frecuencia entorpecido por ciudades, autopistas o plantaciones de soja. «Sin duda, lo que sabemos de su reacción en el pasado tendrá escaso valor para predecir reacciones futuras al cambio climático, ya que hemos impuesto restricciones completamente nuevas a la movilidad [de las especies] —ha escrito Russell Coope, un paleoclimatólogo británico—. De la forma más inoportuna, hemos movido los palos de la portería y cambiado por completo las reglas del juego».

Desde luego, también hay muchas especies que simplemente no pueden trasladarse. En 2014, investigadores australianos llevaron a cabo un estudio detallado de Bramble Cay, un minúsculo atolón en el estrecho de Torres. El cayo albergaba una especie propia de roedor, un animal similar a la rata denominado Melomys rubicola, el único mamífero del que se sabía que era endémico de la Gran Barrera de Coral. Como debido al ascenso del nivel del mar el tamaño del cayo estaba reduciéndose, los investigadores querían saber si Melomys seguía allí. No era así, y en 2019 el Gobierno australiano declaró al animal extinguido. Fue la primera extinción documentada atribuida al cambio climático, aunque casi con seguridad otras muchas no registradas la habían precedido.

Los propios arrecifes de coral son muy vulnerables al cambio climático. Los corales que construyen los arrecifes son minúsculos animales gelatinosos; su color se debe a unas algas simbióticas aún más pequeñas que viven en sus células. Cuando la temperatura del agua aumenta bruscamente, la relación simbiótica entre los corales y las algas deja de funcionar. Los corales expulsan las algas y emblanquecen; es lo que se denomina «blanqueamiento» del coral. Sin sus simbiontes, los corales pasan hambre; si el episodio dura poco, logran recuperarse, pero las temperaturas oceánicas están subiendo con rapidez, y los fenómenos de blanqueamiento son cada vez más prolongados y frecuentes. Un estudio realizado por un equipo de investigadores australianos en 2020 halló que la extensión de coral de la Gran Barrera se ha reducido a la mitad desde 1995. Otro estudio de 2020, esta vez llevado a cabo por un equipo de científicos estadounidenses, informaba de que, a lo largo de los últimos cincuenta años, la mayoría de los arrecifes del Caribe se han transformado en hábitats dominados por algas y esponjas. En un estudio de 2021 se alertaba de que los arrecifes del océano Índico occidental son «vulnerables al colapso del ecosistema». Se prevé que, en caso de colapso, los arrecifes podrían llevarse consigo millones de especies.

El final de esta historia, desde luego, también se desconoce. A lo largo de los últimos quinientos millones de años ha habido cinco extinciones en masa, cada una de las cuales acabó con casi tres cuartas partes de las especies del planeta. Los científicos nos avisan de que nos dirigimos sin control hacia otra, la sexta extinción, que se diferencia de las anteriores en que es la primera causada por un agente biológico: nosotros. ¿Actuaremos a tiempo para impedirla? /

La mayoría de las especies subsistieron con temperaturas más frías, pero no está claro si sobrevivirán con más calor.

 

Laguna del arrecife Hardy (Queensland). La Gran Barrera de Coral es la estructura viva más grande de la Tierra y provee un hábitat para casi nueve mil especies de vida marina.

© Johnny Gaskell.

 

1.5

No hay nada más contundente que la ciencia

Greta Thunberg

La notable estabilidad climatológica del Holoceno permitió a nuestra especie, Homo sapiens, evolucionar de cazadores-recolectores a agricultores que cultivaban la tierra. El Holoceno comenzó hace unos once mil setecientos años, cuando la última edad de hielo acabó. En ese lapso relativamente corto hemos transformado completamente nuestro mundo, y con «nuestro» me refiero al mundo de los seres humanos. «Nuestro mundo», es decir, un mundo que pertenece a una sola especie, y esa especie somos nosotros.

Desarrollamos la agricultura, construimos casas, creamos idiomas, la escritura, las matemáticas, herramientas, monedas, religiones, armas, artes y estructuras jerárquicas. Desde una perspectiva geológica, la sociedad humana se expandió a una velocidad vertiginosa. Luego llegó la Revolución Industrial, que marcó el comienzo de la Gran Aceleración. Pasamos de un desarrollo sumamente rápido a algo diferente; algo alucinante.

Si la historia del mundo se redujera a un solo año, la Revolución Industrial habría ocurrido más o menos un segundo y medio antes de la medianoche, en la víspera de Año Nuevo. En ese segundo y medio hemos talado la mitad de los árboles del planeta, acabado con dos tercios de la fauna y la flora silvestres y llenado los océanos de plástico, además de iniciar una posible extinción en masa y una catástrofe climática. Hemos empezado a desestabilizar los propios sistemas de soporte de la vida de los que todos dependemos. En otras palabras, estamos cortando la rama en que vivimos.

No obstante, la inmensa mayoría de nosotros aún no tiene conciencia plena de lo que está sucediendo y a tantos otros sencillamente no parece importarles. Ello se debe a varios factores, muchos de los cuales se analizan en este libro. Uno de ellos se conoce como el «síndrome de la línea de base cambiante» o «amnesia generacional», y se refiere al modo en que nos acostumbramos a lo nuevo y empezamos a percibir el mundo desde una perspectiva diferente. Un cruce de autopistas de ocho carriles probablemente habría sido inimaginable para mis bisabuelos, pero para mi generación es algo muy normal y, dependiendo de las circunstancias, a algunos nos parece hasta natural, seguro y reconfortante. Las lejanas luces de una megalópolis, una refinería de petróleo centelleante al lado de una oscura autopista y las brillantes pistas de los aeropuertos que proyectan su luz en el cielo nocturno son panoramas a los que estamos tan acostumbrados que a muchos su ausencia nos resultaría extraña.

Lo mismo ocurre con la comodidad que algunos hallan en el consumo excesivo, entre otras cosas. Lo que antes era inimaginable enseguida logra convertirse en una parte natural, e incluso insustituible, de nuestra vida cotidiana. Y a medida que nos alejamos cada vez más de la naturaleza, más difícil resulta recordar que somos parte de ella. Al fin y al cabo, somos una especie animal entre otras especies animales. No estamos por encima de los demás elementos que conforman la Tierra. Dependemos de ellos. No somos más dueños de este planeta de lo que lo son las ranas, los escarabajos, los ciervos o los rinocerontes. No es «nuestro» mundo, como se nos recuerda en el capítulo de Peter Brannen.

La crisis climática y ecológica, que se agrava a pasos vertiginosos, es una crisis global: afecta a todos los seres vivos. Sin embargo, afirmar que la humanidad entera es responsable de ello dista muchísimo de la realidad. Hoy en día, la mayoría de la gente vive dentro de los límites planetarios. Solo una minoría somos los que hemos provocado esta crisis y los que seguimos alimentándola. Por eso el conocido argumento de que «hay demasiada gente» es tan engañoso. La población sí importa, pero no son las personas las que causan las emisiones y agotan los recursos terrestres, sino las acciones de algunas de ellas; son los hábitos y comportamientos de algunos, en combinación con las estructuras económicas, los que están generando la catástrofe.

Impulsada por la esclavitud y la colonización, la Revolución Industrial produjo riquezas inimaginables para el norte global y, en particular, para la pequeña minoría que allí vivía. Esa injusticia extrema es el pilar sobre el que se alzan las sociedades modernas. Es ese el núcleo del problema. El sufrimiento de muchos ha pagado el beneficio de pocos. Su fortuna tuvo un precio, llámese opresión, genocidio, destrucción ecológica e inestabilidad climatológica. Toda esa destrucción dejó una cuenta pendiente que aún no se ha saldado. De hecho, la suma ni siquiera se ha cerrado; todavía no ha llegado la factura.

¿Y por qué eso es importante? ¿Por qué, en emergencias como estas, no dejamos el pasado donde estaba y seguimos con la búsqueda de soluciones a nuestros problemas actuales? ¿Por qué complicar más las cosas poniendo sobre el tapete algunas de las cuestiones más complejas de la historia de la humanidad? La respuesta es que esta crisis no solo está sucediendo aquí y ahora. La crisis climática y ecológica es una crisis acumulativa que data de la era colonial y todavía se remonta más. Es una crisis basada en la idea de que algunas personas valen más que otras y, por tanto, tienen el derecho de robar las tierras, los recursos, las condiciones de vida futura y hasta la vida de esas otras. Y eso todavía sucede.

El 90 por ciento de las emisiones que conforman nuestro presupuesto total de carbono ya ha sido emitido; ese presupuesto es la cantidad máxima de dióxido de carbono que podemos emitir colectivamente para conceder al mundo un 67 por ciento de probabilidades de mantenerse por debajo de 1,5 °C de calentamiento global. Ese CO2 ya ha sido lanzado a la atmósfera o los océanos, donde permanecerá y desestabilizará el delicado equilibrio de la biosfera a lo largo de muchos siglos por venir, por no hablar del riesgo de traspasar numerosos puntos de inflexión y desatar ciclos de retroalimentación en ese mismo periodo de tiempo. El presupuesto restante de CO2 que podemos emitir mientras estemos por debajo de los objetivos acordados está casi agotado; sin embargo, muchos países de ingresos medios y bajos aún no han creado la infraestructura, la riqueza y el bienestar que sostiene a los países de mayores ingresos, y para lograrlo requerirán emisiones considerables de CO2. Lo normal sería que alrededor del 90 por ciento del CO2 ya emitido constituyera el núcleo de las negociaciones climáticas o, al menos, tuviera algún impacto en el discurso del clima a escala mundial. Sin embargo, sucede justo lo contrario. Además de otros aspectos cruciales, los países del norte global pasan por completo por alto nuestra deuda histórica.

Algunos arguyen que todo eso sucedió hace tanto que las personas que ejercían el poder no tenían conciencia de los problemas cuando construían nuestros sistemas energéticos y daban inicio a la producción masiva de cuanto consumimos. Pero sí la tenían, como bien lo demuestra en su artículo Naomi Oreskes. Las pruebas no dejan dudas de que las principales compañías petroleras, como Shell y ExxonMobil, conocían las consecuencias de sus acciones desde hace al menos cuatro décadas. Y las naciones del mundo también lo sabían, según nos explica Michael Oppenheimer. Pero lo que sigue siendo cierto es que más del 50 por ciento de toda la emisión del CO2 antropogénico (causado por el ser humano) tuvo lugar después de que se fundara el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) y de que la ONU celebrara la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, en 1992. Así que sí sabían. El mundo lo sabía.

Volvemos a las cuestiones que no admiten medias tintas. Aunque algunos dicen que hay muchos matices de por medio, que las cosas son complicadas y las respuestas jamás son simples, repito: muchos problemas son de una claridad meridiana. O te caes por el barranco, o no. O estamos vivos o estamos muertos. O todos los ciudadanos tienen el derecho al voto, o no. O las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres, o no. O nos mantenemos por debajo de los objetivos climáticos fijados en el Acuerdo de París y evitamos así el riego de desencadenar cambios irreversibles que escapan al control humano, o no.

Estas cuestiones no admiten medias tintas. Cuando se trata del clima y la crisis ecológica contamos con pruebas científicas inequívocas que sustentan la necesidad del cambio. El problema es que todas esas pruebas ponen a la mejor ciencia de que disponemos en conflicto directo con nuestro sistema económico actual y con el estilo de vida que mucha gente del norte global considera un derecho. Las limitaciones y restricciones no son exactamente sinónimos del neoliberalismo ni de la cultura occidental moderna. A modo de ejemplo, pensemos en cómo reaccionaron algunas partes del mundo a las restricciones durante la pandemia de la COVID-19.

Por supuesto, puede argumentarse que existen diferentes opiniones y perspectivas científicas, que no todos los científicos se han puesto de acuerdo. Y es cierto: pasan muchísimo tiempo debatiendo sobre diferentes aspectos de sus hallazgos; la ciencia funciona así. Este argumento puede emplearse en un sinnúmero de temas de discusión, pero ya no en relación con la crisis climática. Ese tren ya ha salido. La ciencia no puede ser más contundente.

Lo que queda por definir, en gran medida, son las tácticas. ¿Cómo presentar, estructurar y transmitir la información? ¿Hasta dónde se atreven los científicos a ser molestos? ¿Deberían los científicos aplaudir las propuestas inadecuadas de los políticos porque algo es mejor que nada, y porque eso podría ayudarles a ganar —o conservar— un puesto en la mesa? ¿O deben arriesgarse a que los tilden de alarmistas y llamar a las cosas por su nombre, aunque quizá eso lleve a un mayor número de personas a hundirse en la derrota y la apatía? ¿Deben mantener un enfoque positivo y optimista del tipo «el vaso está medio lleno» o dejar a un lado las estrategias comunicativas y centrarse simplemente en exponer los hechos? ¿O quizá deben hacer un poco ambas cosas?

Actualmente, una de las cuestiones que causan mayor división es la de incluir o no la equidad y las emisiones históricas en el debate sobre las medidas necesarias para afrontar la crisis ambiental. Dado que esas cifras se han negociado para excluirlas de los acuerdos internacionales, es sin duda tentador pasarlas por alto, pues convertirían un mensaje sombrío en uno más nefasto aún. Sin embargo, eso hace que quienes intentan ser holísticos y quieren incluirlas en el debate parezcan mucho más alarmistas que sus colegas, lo que constituye un gran problema. Por ejemplo, la posibilidad de reducir a cero emisiones netas en el caso de un país del norte global como España, EE. UU. o Francia hacia 2050 parece totalmente inalcanzable si se incluye el aspecto de la equidad y las emisiones históricas. Así pues, un científico estadounidense, por ejemplo, con intención de llegar a un gran público en su país, quizá no esté muy dispuesto a descartar la idea de las cero emisiones netas en 2050 como algo del todo insuficiente. Desde la perspectiva estadounidense, la idea de alcanzar las cero emisiones netas en tres décadas ya se considera sumamente radical. Y esa estrategia tiene sentido. No obstante, el tema es que para que el Acuerdo de París funcione a escala global debemos incluir la equidad y las emisiones históricas. No nos queda otra. Y tampoco es que dispongamos del tiempo para debatirlo con calma.

Hemos avanzado mucho desde la época de nuestros antepasados cazadores-recolectores. Pero nuestros instintos no han tenido tiempo suficiente para seguir el ritmo. Aún funcionan en gran medida como hace cincuenta mil años, en otro mundo, mucho antes de que desarrolláramos la agricultura, construyéramos casas y creáramos Netflix y los supermercados. Estamos hechos para una realidad completamente diferente, y a nuestro cerebro le cuesta reaccionar ante amenazas que no son inmediatas ni repentinas para muchos de nosotros, amenazas como la crisis climática y ecológica. Amenazas que no podemos ver con claridad porque son demasiado complejas, lentas y lejanas.

Desde una perspectiva geológica más amplia, la evolución del Homo sapiens ha ocurrido a la velocidad de la luz. ¿Es eso lo que ahora vuelve para atormentarnos? ¿Acaso nuestros cimientos se erigieron sobre un terreno inestable desde el principio, decenas de miles de años antes del comienzo de la Revolución Industrial? ¿Fuimos una especie dotada en exceso? ¿Demasiado superior para nuestro propio bien? ¿O podemos cambiar? ¿Seremos capaces de utilizar nuestras habilidades, conocimientos y tecnologías para generar una transformación cultural que nos permita cambiar a tiempo, a fin de evitar una catástrofe climática y ambiental? Claro que somos capaces. Que lo hagamos o no depende enteramente de nosotros. /

Si la historia del mundo se redujera a un solo año, la Revolución Industrial habría ocurrido más o menos un segundo y medio antes de la medianoche, en la víspera de Año Nuevo.

 

1.6

El descubrimiento del cambio climático

Michael Oppenheimer

Al principio, más que de un problema, se trataba de una curiosidad científica. Svante Arrhenius, un químico sueco, no manifestó inquietud alguna cuando, en 1896, publicó su ahora famosa predicción de que, con la emisión de dióxido de carbono en la atmósfera debida a la combustión de carbón, la humanidad aumentaría poco a poco la temperatura terrestre en varios grados. Sus hallazgos fueron casi unánimemente ignorados hasta la década de 1950, cuando unos cuantos científicos señalaron que dicho calentamiento podía tener consecuencias catastróficas. Una década más tarde, un joven meteorólogo, Syukuro Manabe, desarrolló las primeras simulaciones modernas del clima por ordenador;[1] su predicción de hasta qué punto se calentaría la Tierra demostraba que Arrhenius no se equivocaba. Siguiendo la estela de Manabe, nuevas investigaciones científicas trataron de esbozar una imagen de efectos progresivamente peores, y a finales de la década de 1970 ya había consenso científico sobre hasta qué punto podía calentarse el planeta cuando se duplicasen los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera. La primera vez que oí hablar del «efecto invernadero», en un ejemplar de Technology Review de 1969, yo era un estudiante de posgrado de química física y la idea de que el ser humano llegase a dominar el clima me metió el miedo en el cuerpo. Poco a poco me di cuenta de que podía canalizar de manera constructiva esa inquietud y colaborar en la solución del problema si aunaba mi interés por la política con mi conocimiento de la atmósfera terrestre. Me uní a un grupo cada vez más numeroso de científicos que dieron la voz de alarma durante la década de 1980. Solo unos pocos responsables de la administración nos prestaron atención, pero hoy es imposible hacer caso omiso de ese calentamiento.

La física básica que subyace al efecto invernadero y las razones por las que tiene lugar el calentamiento global son ahora aún más claras que hace un siglo. Los gases que constituyen la atmósfera terrestre, principalmente nitrógeno y oxígeno, son transparentes en general a la luz solar; en consecuencia, la mayor parte de esta atraviesa la atmósfera y calienta la superficie del planeta.

A medida que la Tierra se calienta desprende calor, que vuelve al espacio en forma de radiación infrarroja. Sin embargo, el vapor de agua y algunos otros gases presentes en nuestra atmósfera en cantidades ínfimas, en especial el CO2, absorben o retienen mucha de esa radiación, enviando una parte de nuevo hacia la superficie e incrementando la temperatura del planeta.

Se trata de los gases de efecto invernadero, llamados así porque el proceso de retención de calor es análogo a la forma en que los cristales de un invernadero mantienen el interior caliente incluso en un día gélido, lo que permite que las plantas prosperen. Sin esos gases, el calor radiado desde la superficie terrestre se perdería en el espacio y el planeta sería unos 33 °C más frío. Gracias al efecto invernadero la temperatura se ha mantenido en un intervalo favorable para la vida que ha permitido evolucionar a los humanos y otras especies.

Durante miles de años tal proceso ha sido estable, hasta la expansión de la industrialización, en el siglo XIX. Los combustibles fósiles que la impulsaron —carbón, petróleo y gas natural— son residuos de materia vegetal, basada en el carbono y enterrada hace millones de años, que se extraen mediante minería y perforación para alimentar nuestras fábricas, centrales eléctricas, automóviles, tractores, barcos y aviones, y también para calentar nuestras casas y lugares de trabajo. El uso de combustibles fósiles libera decenas de miles de millones de toneladas de CO2 al año. La agricultura y la ganadería han provocado asimismo un incremento de la emisión de metano y óxido nitroso, gases de efecto invernadero cuyo efecto por molécula es aún mayor que el del CO2. La perforación en busca de gas natural y su transporte aún ha lanzado más metano al aire. La deforestación desenfrenada y otros cambios de uso de la tierra son también grandes fuentes de CO2 y demás gases de efecto invernadero. Como resultado de estas acciones humanas, los niveles de este gas en el aire son ahora un 50 por ciento mayores que en la época preindustrial.

Los cientos de miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero ya añadidos a la atmósfera habrían tenido un efecto relativamente reducido, de no ser por los ciclos de retroalimentación, que han acelerado el caldeamiento. El calentamiento ha aumentado la evaporación de la superficie oceánica, lo que ha lanzado más vapor de agua al aire, que a su vez ha acelerado el calentamiento. Al fundirse el hielo ártico, más luz solar ha sido absorbida en la superficie del mar, en vez de ser reflejada por el hielo, lo que ha acelerado todavía más el calentamiento. Las nubes retienen el calor y reflejan la luz del sol, y el efecto neto de los cambios en la nubosidad debidos al calentamiento es otra retroalimentación que calienta más la Tierra. En conjunto, esto provoca que el planeta se caliente tres veces más rápido de lo que lo haría si no existiesen.

La acumulación de CO2 en la atmósfera merece un interés particular porque la eliminación permanente de ese exceso depende de un proceso muy lento, cuestión de siglos: la disolución en los océanos. Aunque algunos expertos investigan formas de acelerarlo artificialmente, semejante tecnología no existe en la actualidad de manera eficiente y asequible.

Igual que su física básica, el alcance del esfuerzo requerido para enfrentarse al calentamiento y la necesidad de una acción precoz se conocían muy bien hace más de treinta años. Entonces ¿por qué no hemos hecho casi nada? El problema ha radicado en que, aunque los científicos vieron lo que sucedería, ha sido muy difícil que los políticos se hicieran cargo del peligro de la situación.

En 1981, como científico del Fondo para la Defensa Ambiental, empecé a trabajar con otras personas de la comunidad ambiental, científicos y algunos gobiernos interesados, a fin de tratar de trasladar la cuestión a la opinión pública y nuestros líderes electos. Sin embargo, en aquel momento casi todos los gobiernos pensaban que, como el efecto del calentamiento no era aún evidente, no debía llevarse a cabo acción alguna, aunque la evidencia científica y el posible coste de la inacción eran cada vez más claros.

En 1986 testifiqué ante un comité del Senado de EE. UU.; antes intervinieron una serie de funcionarios gubernamentales, la mayoría de los cuales se mostraron desinformados, despreocupados y desinteresados en llevar a cabo acción concertada alguna para frenar la acumulación de gases de efecto invernadero. Traté de dejar muy claro a los políticos y al público lo que nos jugábamos: que era «un problema que, si no se aborda, se convertirá en el más grave en cuanto a su efecto en el ambiente […] la viabilidad de muchos ecosistemas está en juego, quizá incluso la viabilidad de nuestra civilización». Reflexionando sobre la persistencia del CO2, indiqué que era un tipo de problema distinto al de la contaminación del aire ordinaria y que no podíamos permitirnos esperar a ver qué pasaba antes de implementar políticas para limitar las emisiones, pues sería demasiado tarde para evitar efectos graves.

Dos años más tarde, durante una ola de calor en el este de EE. UU., me invitaron a testificar en otro comité del Senado junto al profesor Manabe y a James Hansen, de la NASA, que pronunció su famoso alegato según el cual «el efecto invernadero ha sido detectado y ya está cambiando nuestro clima». Mi declaración trataba del informe de una conferencia científica internacional que había coorganizado bajo los auspicios de las Naciones Unidas, informe que concluía que debía abordarse el problema del cambio climático antropogénico y hacía recomendaciones de políticas específicas a fin de limitar las emisiones futuras de gases de efecto invernadero. Entre los duros hallazgos en los que hice hincapié estaba que, para frenar el calentamiento a un ritmo aceptable y, en última instancia, estabilizar la atmósfera, la reducción de las emisiones por combustibles fósiles debía ser de «un 60 por ciento con respecto a los niveles actuales, junto con reducciones similares en emisiones de otros gases de efecto invernadero. Dada la duplicación prevista de emisiones para los próximos cuarenta años en los escenarios de “que todo siga igual”, nos espera una tarea abrumadora».

Las cifras anteriores, del informe de la conferencia, ya han quedado obsoletas, porque apenas se ha hecho nada para controlar las emisiones; las reducciones que se requieren ahora son mucho mayores. Si todos los países, sobre todo los del norte global, hubieran actuado de manera concertada en su momento, nos hallaríamos en una situación mucho más ventajosa para atajar la crisis climática, en lugar de enfrentarnos a la multitud de desastres que nos afectan.

En el mismo año, 1988, a través de las Naciones Unidas, se creó el IPCC, que se sirvió de los esfuerzos de miles de científicos para evaluar el problema climático y ofrecer soluciones. Fue un esfuerzo sin precedentes por parte de los líderes mundiales para comprometer a la comunidad científica a mirar hacia el futuro y pronosticar el inminente daño ambiental a la sociedad y los ecosistemas. Colaboré en el Primer Informe de Evaluación del IPCC, publicado en 1990, y desde entonces he sido autor del IPCC durante los seis ciclos de evaluación.

Dio comienzo una carrera entre la irreversible acumulación de CO2 y los esfuerzos intermitentes de los gobiernos para transformar las economías de sus países a fin de liberarse del carbono. Tanto yo mismo como muchos de mis colegas científicos y ecologistas comprendimos que nos enfrentábamos a un futuro próximo en que algunos países sufrirían los estragos de un clima extremo desencadenado o exacerbado por el cambio climático, lo que incluía sequías, huracanes y olas de calor cada vez peores. Nuestra meta era que las naciones actuasen antes de que se impusiera la muerte y la destrucción generalizadas a causa del cambio en el clima previsto por la ciencia. Está claro que perdimos la carrera. Las medidas paliativas que pusimos en marcha fueron lentas o limitadas. Los países sí se unieron para firmar el Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, en 1992, un tratado cuyo objetivo era que en 2000 se hubieran reducido las emisiones de gases de efecto invernadero a los niveles de 1990. Pero el acuerdo carecía de fuerza, pues sus compromisos de reducción eran inaplicables. La participación de EE. UU. fue importante y esperanzadora, al ser el mayor contribuyente global de las emisiones de CO2. El Congreso estadounidense ratificó el acuerdo, y la elección de Bill Clinton como presidente aquel mismo año pareció un buen augurio para la acción climática. Pero cuando trató de implementar un impuesto energético como primera medida para restringir las emisiones, el Congreso se opuso enérgicamente, y Clinton retiró la propuesta. Los impuestos son el asunto más polémico y arriesgado en la política estadounidense y, hasta hoy mismo, la aprobación de impuestos sobre el carbono parece complicada.

Tras reconocer que el avance hacia los objetivos del Convenio Marco no estaba produciéndose, las naciones se reunieron de nuevo en Kioto en 1997 para acordar limitar los compromisos de emisiones en el caso de los países desarrollados. Pero el Protocolo de Kioto, igual que el Convenio Marco, no requería la reducción de emisiones de los países en desarrollo, una grave limitación, ya que las de China estaban a punto de dispararse, y otros países seguirían su ejemplo.

EE. UU. nunca ratificó el Protocolo de Kioto y, en 2001, el recién elegido presidente George W. Bush retiró la firma de su país del documento. La ciencia perdió la batalla debido a la influencia política de las empresas productoras de combustibles fósiles y de las principales empresas consumidoras. Muchas de ellas, y sus diversas asociaciones comerciales, habían montado eficaces campañas de desinformación con los llamados «think tanks», mientras que algunos políticos de zonas productoras de combustibles fósiles fomentaban distorsiones y falsedades sobre la ciencia. En una situación en que los intereses privados estaban creando una miasma pública de embustes y engaños, a la opinión pública en general le resultaba muy fácil desconocer los riesgos.

Europa, donde las campañas emprendidas por las empresas de combustibles fósiles no eran tan intensas, emergió pronto como líder mundial en el problema climático. La primera ministra británica, Margaret Thatcher, que había sido investigadora química, respetaba las advertencias de la comunidad científica y, empujada también por su determinación de reducir el poder de los sindicatos mineros del carbón, había apoyado en 1989 la idea de negociar el Convenio Marco de la ONU. En Alemania —otro de los mayores emisores de gases de efecto invernadero de Europa—, la influencia del Partido Verde había crecido desde mediados de los ochenta, lo que llevó a los dos principales partidos alemanes a incorporar objetivos ecológicos y energéticos, que Angela Merkel, que también fue química, siguió aplicando tras su ascenso a la cancillería, en 2005. Así, cuando EE. UU. abandonó el liderazgo en la cuestión climática, la UE, con Gran Bretaña y Alemania a la cabeza, así como los Países Bajos y los estados miembros escandinavos, llenó en parte el vacío e impulsó una acción global para abordar el problema. Aprovechando la reunificación alemana y la caída de las emisiones de la antigua Alemania oriental y de otros estados de la órbita soviética, la UE cumplió el objetivo con el que se comprometiera en Kioto.

Otros países desarrollados, en especial Canadá y Australia, influidos por las zonas en que se explotaban los combustibles fósiles, hablaron mucho del Protocolo de Kioto, pero hicieron poco o nada por controlar sus emisiones.

En 2014, China y EE. UU. se unieron a fin de establecer unos objetivos de emisiones que prepararon el camino para el Acuerdo de París, el año siguiente. Ese acuerdo supuso, en cierto modo, un hito, pero ha demostrado ser de una eficacia modesta, ya que las emisiones de China —y, últimamente, las de la India— se han incrementado con rapidez, y su economía aún depende mucho del carbón. Sin embargo, China posee buenas razones para cumplir sus compromisos climáticos: necesita reducir con urgencia la contaminación del aire y tiene mucho que ganar con la venta de módulos solares fotovoltaicos, generadores eólicos y coches eléctricos al resto del mundo. Pero sus líderes se oponen a la transparencia en la supervisión, información y verificación de sus compromisos, y, mientras eso no cambie, no puede confiarse en ellos como modelo de liderazgo responsable. Hemos perdido una carrera —la de impedir efectos perjudiciales—, pero ahora, con la aceleración del calentamiento, nos hallamos a punto de empezar otra: la de mitigar una crisis climática y que el planeta siga siendo habitable. Ganarla exigirá que los líderes del futuro se enfrenten a los intereses de la industria de los combustibles fósiles y a la miopía de la opinión pública de una forma nunca vista en mi generación. Los avances en la tecnología energética, junto con el hecho de que ahora conocemos la crisis a que nos enfrentamos y la admirable combinación de determinación y decidida presión de las generaciones más jóvenes, hacen que tenga esperanza. No será fácil, pero está muy claro lo que nos jugamos, y esta vez nadie podrá decir que no se lo esperaba. /

Figura 1:

tendencias anuales del dióxido de carbono atmosférico global. Tanto la concentración de CO2 en nuestra atmósfera como la temperatura global media se han disparado, a pesar de las conferencias sobre el clima global y de los acuerdos internacionales para frenar las emisiones.

Gráfico compuesto de «Atmospheric CO2 at Mauna Loa Observatory», dic. de 2021, Scripps Institution of Oceanography; NOAA Global Monitoring Laboratory; #ShowYourStripes – Graphis & lead Scientist: Ed Hawkins, National Centre for Atmospheric Science, University of Reading; datos: UK Met Office. Diseño de Sustention [PG]. Licencia de Creative Commons.

 

1.7

¿Por qué no hicieron nada?

Naomi Oreskes

Cuando los historiadores del futuro se pregunten: «¿Por qué la gente no actuó para frenar la crisis climática si hacía décadas que sabían de ella?», una buena parte de la respuesta será la historia de negación y oscurantismo de la industria de los combustibles fósiles, y las formas en que las personas con poder

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